Alejandro Salvador Sahoud

Por Morgana de Palacios

Entender y admitir la personalidad de un Índigo no es nada fácil, porque la mayoría de nosotros hemos perdido la pureza primigenia, el salvajismo natural, inmersos como estamos en una sociedad demoledora que nos condiciona en cuerpo y alma. Hay que abrir canales especiales y estar dispuestos a creer que existen diferentes estadios evolutivos en la especie humana.

El índigo marca siempre a fuego, tanto al amigo como al enemigo porque su luz acaba prevaleciendo sobre cualquier oscuridad. Mensajeros de luz los llaman y, antes o después, si no estamos totalmente anquilosados psíquicamente, se nos abren nuevos parámetros y formas de contemplar la vida, al sintonizar con su imparable energía mental, emocional y física.

Para un índigo que, como él, estaba lleno de dones digamos “especiales” y que recordaba todas sus vidas anteriores, perfeccionar su parte de hombre tampoco resultó fácil. Nunca terminó de cumplir con su misión de Levantador de almas, ni de batallar por cambiar lo injusto de su entorno, ni de hacerlo contra él mismo para asemejarse a su prójimo, amar a su prójimo y dolerse en su prójimo.

Como guerrero tuvo que ser soberbio, temerario, estratega, cruel y por puro equilibrio universal, compasivo, valiente, generoso, padre de cualquier huérfano que se le cruzara, entregado a la causa del más débil, y lo fue.

Tuvo que dejarse el corazón en la batalla encomendada y se lo dejó sin pestañear.

¿En qué se basaba su fortaleza? ¿En qué se apoyaba un autodidacta de su envergadura para mantener el corazón abierto, la mente alerta y la espada dispuesta, en ese mundo feudalista, primitivo y fuera de la ley ante el que tantos siguen cerrando los ojos?

Sólo leyéndole se puede llegar a apreciar la grandeza llena de humildad de un pleyadiano esforzándose porque su parte negativa de hombre (la positiva supo disfrutarla como nadie) no pudiera con el misticismo propio de su naturaleza inicial.

Su obra poética en www.ultraversal.com

La magnitud de la palabra

Llega del Universo, con mayúsculas, porque se nombra la dimensión del dios que nos habita y nos vuelve probables y posibles. Cifra del bien, ecuación de los mundos. Armonía.

Luego, porque está escrito que el equilibrio estalla entre las fuerzas, ha de llegar el Mal.

¿Y qué es el Mal?

En la tierra, es aquello sujeto al raciocinio mediocre de los hombres que descreen de la única llama que poseen.

Lo universal profesa el equilibrio, y equidista los mundos y los bienes y la felicidad de la tragedia.

Nada será en el universo sin su contrapartida, porque todo en lo eterno es la balanza.

No hay eternidad si no hay balanza.

Luego, quedan los hombres arropados en una fruta insulsa. La religión provee de dioses a los hombres que buscan conocerse y les resulta al fin, su propio desconocimiento.

Un dios es lo infinito, lo posible-imposible, lo total que todo totaliza.

¿En qué hombre habitará el derecho de fabricarse un Dios para sí mismo, excluyendo al resto de sus prójimos?

Ya falla por su base.

Dios lo es todo, inclusive, los hombres que lo habitan.

Todo resulta dios.

Este barro disímil del que estamos armados y movibles y esta brisa y el hálito que nos envuelve en magia.

Todo resulta dios y su infinito.

Todo es la maravilla de tanta exactitud en que nos debatimos preguntando.

¿Y… al cabo… qué hay que preguntar?

¿Acaso la llama interna no dicta las sentencias del día?

¿Tu prójimo no es prójimo?

¿El mundo no está hecho de manos que se ayuden y rescaten la especie que fallece?

A veces no lo sé, ni sé a qué vine.

O sea, sé a qué vine, pero me cuesta tanto llevarlo a puerto siempre, que en el final del todo se me disuelve el hombre.

Apenas es un pensamiento de Dios, que no consigo rescatar de nada.

Y siempre, acabo en los demonios.

Habla el silencio.

Juan me pregunta por qué yo hablo con dios o donde queda dios.

Esas cosas no las pueden preguntar los hombres de tres años. Pero él quiere saber con quién habla su padre las noches con estrellas y con sapos, de cara el infinito, con la frente en el suelo.

Jamás me pongo una camisa de seda frente a dios.

Porque delante de él, soy tan desnudo como todo el universo que me habita.

Un guerrero se quita su armadura ante su superior en la batalla.

Humilla espada y frente.

Delante de dios yo siempre estoy desnudo de corazón y cuerpo.

Igual que delante de los hombres

Porque Dios los habita, los puebla, los ordena, los ama, los predice, los dibuja.

Todo lo que se ve –le digo a Juan– está en manos de dios. No hay nada que quede por fuera de sus manos, ni usted ni yo ni el mundo.

El universo exige mi costado. Y yo lo sacrifico, como cabe, así, orgullosamente.

Es un orgullo de cualquier guerrero saberse pertenencia del universo.

El día que yo muera ¿qué será de mi prole?

De esta extraña hija mía que se me parece tanto y tanto. A veces pienso por qué jodimos tanto las verdades y tuvimos que hacer tantos arrestos en la zamba del miedo.

Algún día, el dinero no pagará la verdad de lo posible y las cosas hallarán su cauce.

Todos somos distintos. Tan distintos.

Eso sucede cuando se funde una dinastía de huérfanos y náufragos.

Ay, esta hija mía que me hace de escudero, de guardaespaldas, de todo lo logístico que me ha dado de apoyo el dios de todos los universos nuestros.

Yo nunca he sido padre de mujeres.

Yo quiero una mujer que me comprenda.

Es lo único que pido en este mundo al que he venido a dar tanta batalla.

Señor, te lo suplico. Quiero una compañera para el miedo.

¿Y para qué carajo me diste la palabra si todo lo que escribo es arameo?
Hoy regresé a mi casa.

Y sigo escribiendo en arameo y encima hablo también en arameo y los hombres me miran como a un monstruo.

Estoy un poco cansado de ser monstruo.

Me gustaría a veces, parecerme a esos tres chuzos pobres que deciden que la injusticia es justa.

Y carajo ¡no puedo!

Son mi prójimo.

Sí, perdón, lo sé. No es que me haya olvidado.

Claro que sé eso.

Si no supiera eso ¿para qué serviría en la predisposición del universo?

Ya sé que yo lo sé.

Lo que se deja en dios, dios lo resuelve.

¿Acaso puedo cuestionarme esa verdad?

Jamás lo haría. Porque le pertenece a lo magnífico.

Si algo deja este guerrero en las manos de dios, ya la preocupación no existirá en su mundo, en su conciencia, ni en ningún sitio, porque, lo que se deja en dios, siempre se cumple.

Y la ley dice: Es cosa de paciencia.

Ya me ves.

Me diste muchos dones, Señor, los agradezco.

Con la frente en el suelo, reconozco y honro tu grandeza.

Señor, este guerrero te pide solamente que pongas paz en su espíritu y luz en su corazón.

Siempre lo mismo.

Que soy un combatiente de tu nombre.

Te pido una mujer, señor, la mía.

Alguna que me entienda y que me quiera como lo que yo soy.

No me parece para tu enormidad algo difícil.

Dame una, señor, en quien me apoye. En quién pueda vivir lo que no vivo. Estoy tan solo, al fin, y tan cansado, señor. Ya estoy tan cansado, humanamente, de ser un solo a ultranza y sólo solo.

Claro que te agradezco, señor, lo que me diste.

Pero un padre no se acuesta con sus hijas.

Yo quiero una mujer que me comprenda, toda mi absurda intimidad. La que te pertenece porque soy tu guerrero.

Quiero una mujer mía.

Porque ya no me equivoco con demonios de los que me salvó tu amor enorme.

Ya no estoy confundido, señor. No me confundo. Ni me humanizo más de lo necesario.

De rodillas señor. Te pido una mujer que me contenga.

Por favor, devuélveme señor a La Guerrera.

Los pueblos de tu nombre

Magicia

—¿Y qué ves?

Ella inclinó los ojos y le quitó una brizna de entre un pliegue de las alas de piedra.

—Allá —insistió ella, extendiendo su brazo con la misma suavidad con la que él desplegaba las alas para el vuelo.

—¿Eso en la bruma? Es una construcción sobre la bruma, sobre el agua del mar… Parece una ciudad en una isla… una ciudad que flota…

—Háblame de lo que ves —susurró ella—. ¿Qué hay en la ciudad?

—Está muy lejos… quizás haya sueños… porque una ciudad no puede flotar sobre el mar… un castillo no puede flotar sobre el mar. Y lo estoy viendo. Quizás, un espejismo.

—¿Sueños?… ¿O un espejismo?

—Sueños… los espejismos se terminan. Deben ser sueños, por eso flota sobre el agua y se alarga hacia el cielo… por los sueños. Tienen esa condición.

Aunque no la miraba, supo que ella sonreía a su lado, mientras el viento enredaba su cabellera blanca en las plumas de piedra de las alas de él.

—Eso… es Magicia —escuchó, antes de que ella se echara al mar desde la cima del acantilado.

Origamia

Llevaba un retrato en el morral y preguntaba a todos en las calles, imponiéndoles la visión del retrato: “Has visto a La Mujer”.

Los habitantes todos lo miraban, porque el retrato vacío tenía solamente escritas dos palabras: “La Mujer”.

Pero él insistía, como enfermo de algún mal incurable que debiera encontrar un mago curandero en un mundo sin magos.

“Esa Mujer no existe” se animó a decirle el que cuidaba burros, indicándole irónico el retrato vacío y las palabras.

Él señaló entonces todos los papeles de los que estaba hecha la ciudad, tanto y tanto papel escrito de formas infinitas, sólidos como muros, voladores como pájaros, luminosos como farolitos, altos como palabras, profundos como el cielo, tristes, como él mismo.

—Esa busco.

—Esa es lo que estás viendo. No tiene forma. Es lo que estás viendo… papeles con palabras.

Rumoria

Frecuentemente verde, llegaban todas las aguas hasta allí y en el aire, infinitos cerezos deshacían un plumón de flores como niebla. Una niebla rosada igual que el horizonte del acantilado, que se perdía en el mar de su memoria cuando él decidió cruzar el otro mar.

Todo era un susurro de palomas y hierba, alrededor del viento.

Todo era viento. Imágenes de viento. Movibles. Transparentes. Cambiantes. Habladoras. Cercadas por los verdes y las cortinas de flores de cerezo.

Pero él podía oír a un mismo tiempo, la fuerza de lo fuerte, como un don natural igual que el viento, el árbol y las aguas.

Decidió dejarse guiar por el oído. Atender a las voces de las cosas como si fueran espíritus cautivos en una sola voz.

A veces era sabio.

Supo que ella le hablaba desde el mundo infinito del silencio.

Grutelia

La suave oscuridad de los fantasmas dejaba evaporar el resplandor antiguo de la antorcha.

Y llegaban las sombras a suavizar el fuego y luego el fuego regresaba para quemar las sombras.

Las grutas en la piedra tenían símbolos en todas sus paredes.

Y él seguía con el tacto ese idioma que contaba la historia de los hombres con un buril de espanto y una espina de tronco de naranjo.

Cantaba, para no tener miedo, las cosas que leía. Las cantaba en voz alta y a través de la piedra le regresaba el canto en otro idioma, como un eco que llega de otro mundo.

Las grutas lo guiaban al interior del hambre, al fondo del amor, a las largas estancias de la muerte y a veces, hacia el cielo, hacia el sol, hacia las luces.

Las grutas lo guiaban por sus propios caminos en otra voz distinta.

Hizo noche en Grutelia, igual que en un vientre de mujer.

Almaria

La de las catedrales y las bóvedas, la de los cementerios y los jaspes, la del sol sobre el agua.

Estuvo un rato mirando a la pastora, que llevaba con cayado de nácar y látigo de púas, un rebaño de luces y de sombras hacia los territorios prohibidos.

Sobre el peñasco gris estuvo fundiéndose entre la piedra, los árboles hirsutos y el llamador de viento, casi sin darse cuenta, porque sus ojos estaban en el valle.

Ella andaba desnuda apacentando el aire y los espejos, con la naturalidad en la indecencia que tiene una leyenda.

Nutricia

—¿Y qué comen las gárgolas? ¿Humanos imprudentes? ¿Malas aves? ¿Heladas y frambuesas?

¿Vientos y almas? ¿Corazones oscuros?

—No creo que haya comido antes de ahora. No sé qué cosa como… pero sí sé qué cosa me alimenta.

Ella extendió los dedos y enjugó una gota de sangre en el ala de piedra.

—Pensé que no… pero llegaste… Nadie encuentra el camino —murmuró, con asombrado alivio.

Él le enredó una flor de papel y palabra en el cabello.

—¿Y qué come una gárgola? —insistió ella, tomándole la garra para dejarle sobre ella el corazón.

Avalon

—Ahora sabes… —le dijo ella y señaló la ciudad que flotaba sobre el mar en la niebla—. Nadie sabe llegar… o nadie puede ¿Sabes cómo se llama la ciudad?

—Magicia —respondió él.

Ella bajó los ojos y curvó la boca de la sonrisa trágica, con un mohín de niña.

—Sólo esta vez, llamémosle Magicia.

Acerca de Morgana de Palacios

Conversa con nosotros