Escucho esta canción y veo a la Pávlova bailando en la Plaza Roja, en una noche invernal.
El cielo es un lamento ruso lleno de estrellas.
Anna estira su mano para acariciar el canto de los pájaros nocturnos y sus ojos alcanzan el fondo de Dios. No hay público pero es la dueña del mundo porque allí están todas las almas. Cuánta belleza hay en la extrema fragilidad, en el movimiento lento de un cuerpo borracho de música y de nostalgia. El viento silba en re mayor.
Recuerdos
Hace unos años trabajé en un quiosco de revistas y periódicos, muy bien situado y que tenía mucha clientela. Lo conocía porque desde niña compraba golosinas antes de subir al autobús que me llevaba al colegio.
Lo regentaba un matrimonio desde hacía más de veinte años. Acababan de separarse de forma traumática y la mujer se había quedado con lo puesto, con cinco hijos muy problemáticos y el quiosco, que era de alquiler.
Ella, totalmente desbordada por los acontecimientos, era incapaz de atenderlo por lo que me ofrecí a llevarle la contabilidad y ocuparme de la venta al público.
El hijo mayor se llamaba Miguel y era esquizofrénico. Vivía con otros enfermos en un piso tutelado por Asistencia Social donde les cubrían las necesidades básicas y les medicaban.
Disponían de mucho tiempo libre porque allí sólo estaban a la hora de las comidas y para dormir. El resto de la jornada eran carne de calle, al no tener dinero para comprar el ocio que les gustaba.
De unos cuarenta años, por aquel entonces, Miguel era alto y fuerte y, a mí, me daba miedo. No me atrevía a mirarle a los ojos porque estaban perdidos en una negritud que me asustaba. Él tampoco me miraba y cuando me quería decir algo hablaba muy deprisa, con sus ojos clavados en cualquier sitio, en mi mano, en mi blusa o en el mostrador.
En las horas que yo atendía, podía aparecer hasta en seis ocasiones. A veces se sentaba en el quiosco conmigo y ojeaba alguna revista. Le apasionaban las de misterio o ciencias ocultas.
Nunca estaba mucho tiempo, quizás porque percibía mi inquietud en su presencia.
En su visita de todos los mediodías me pedía dinero para un café y yo se lo daba sin rechistar. Se iba a la cafetería de enfrente y lo echaba a las máquinas tragaperras. Yo le vigilaba a través de las cristaleras del bar. Nunca estaba allí más de cinco minutos y salía, desapareciendo por la acera, sin despedirse.
Cuando se lo dije a su madre me dijo que no le diera un duro, que ya le daba ella para café y más cosas y que lo mismo que me pedía a mí les pedía a sus hermanos.
«Dame doscientas pesetas», era su soniquete.
Daba igual que yo me negara porque se quedaba allí delante, dos, tres, diez minutos hasta que conseguía las monedas.
Llegó un momento en que tenía el dinero preparado para quitármelo de encima cuanto antes.
Un viernes le di trescientas pesetas. Cruzó presuroso la carretera y entró en el bar. Estuvo trasteando con la máquina y luego se sentó a tomar un café.
«Menos mal», me dije, «hoy al menos toma algo y estará un ratito entretenido».
Pero cuando salió vino directo hacia mí. Se me plantó delante del mostrador y empezó a sacar monedas de los bolsillos.
—Toma, me han tocado diez mil en la máquina. Cuéntalas y guárdalas para mi madre.
Fue la única vez que vi algo parecido a una sonrisa en su mirada de fría amargura.
En la mía, lágrimas. No faltaba ni una sola moneda.
Uno entra a esta novela como entra un enemigo a territorio desconocido, con los sentidos en alerta y dispuesto a recibir el ataque. Desprovisto de adornos, el paisaje es hostil, casi inasible en lo descriptivo pero intensamente denso en las emociones que transmite, porque las secuencias las vive mientras las dice en un lacónico diálogo – un protagonista oculto en sí mismo, protegido en una identidad que sin nombre propio va emanando todo cuanto le va sucediendo, pero como si no fuese parte de eso que le está pasando, como si la pasionalidad de los hechos fueran competencia del lector.
La historia se da en algún lugar impreciso, pero real, y así es el planteo del relato, que transcurre en una geografía particular imposible de fijar, o, mejor dicho, innecesaria de precisar, pero que se entiende cierta desde el plano de la realidad en cada una de las situaciones. Las simbologías que parecieran ser tales, son más cercanas de lo habitual: cabezas, ojos y corazones cercenados, bombardeos y líneas demarcando límites, significan y simbolizan, parecen y realmente son; y es por esto que una “presencia” o un “ángel” devienen en protagonistas reales que sostienen los sucesos hasta el estremecimiento sin reparos.
Pero, más allá de la trama, hay algo que apuntala la novela, y este algo es el enorme conocimiento que tiene el protagonista sobre sí mismo y sobre las circunstancias. Digo “sobre” y no “de”, para remarcar el factor experiencia que viene tácito en el relato, pero que no puede obviarse. Una experiencia vital que hace responda con aparente frialdad ante la atrocidad circunstancial, que hace lata prevenidamente todo el tiempo, como si no le cupiera ningún resto de asombro ante el desastre y, que sin embargo, hace que todavía guarde en lo íntimo, la emoción que genera la inocencia.
Con este autoconocimiento, comprende que vivir al límite es casi un no vivir, que en algún momento todo pudiera ser tanto que desearía desprenderse del propio cuerpo; mas, al no darse esto, y darse en cambio la persistencia de la vida, surgen las dos variables que cierran los cimientos del libro, la de la camaradería, y la del amor, pero, con un dramatismo fuera de norma. El círculo se hace tan breve y los sentimientos tan fuertes, que con el camarada vuelto “ángel” no precisa hablarse, ni dialogar con la “presencia”, porque el amor es una urgencia que vence al tiempo.
Recorrer las páginas de Alegoritmos es recorrer ciertos abismos que pareciera sólo el hombre puede generar, encrucijadas que sólo ciertos sujetos elegidos por la vida están llamados a transitar, pero también es vivenciar de manos expertas el poderío de la fe, la razón hecha carne en cuanto se vuelve convicción y deviene en manera de actuar. Novela noble, narrada visceral y poéticamente, Alegoritmos es una belleza literaria desde cualquiera de los ángulos que quiera y pueda mirarse, donde escritor y protagonista, fundidos y velados, se descubren en su sencilla grandeza, porque es cierto, “Todos los monstruos somos en el fondo románticos”.
Primera entrega del estudio de Enrique Ramos publicado en el taller de Ultraversal
El uso literario del lenguaje implica una llamada de atención por parte del escritor sobre el lenguaje mismo. El escritor utiliza el lenguaje generando extrañeza en el lector, sorpresa, llamando su atención gracias al uso de palabras poco usuales (arcaísmos, neologismos), gracias al empleo de construcciones sintácticas que se distancian de las usadas en el lenguaje no literario, y también puede el escritor buscar ritmos marcados, utilizar epítetos o bien utilizar otros recursos que generan extrañeza, que se denominan de modo genérico “recursos literarios”, “recursos retóricos” o “recursos estilísticos”.
Se han hecho, para su estudio, muchas clasificaciones de estos recursos, casi todas aceptables (son pura convención), pero yo voy a utilizar aquí una de las que tienen más tradición, que clasifica los recursos estilísticos de la siguiente manera:
Figuras del pensamiento.
Figuras del lenguaje o de la dicción.
Tropos.
Figuras del pensamiento
Se suele entender por “figuras del pensamiento” aquellas que no dependen tanto de la forma lingüística como de la idea, del tema, del pensamiento, con independencia del orden de las palabras. Las figuras del pensamiento afectan al contenido, buscando la insistencia en el sentido de una parte del texto.
Algunos autores distinguen, dentro de las figuras del pensamiento, entre “figuras patéticas”, cuyo objetivo es despertar emociones, “figuras lógicas”, cuyo objetivo es poner de relieve una idea y “figuras oblicuas o intencionales”, para expresar los pensamientos de forma indirecta.
Entre las figuras del pensamiento encontramos, por ejemplo (sin que la lista sea exhaustiva), las siguientes:
anfibología
antífrasis
antítesis o contraste
auxesis
apóstrofe
asteísmo
carientismo
cleuasmo
comunicación
concesión
corrección
deprecación
descripción
diasirmo
écfrasis
enumeración clásica
enumeración caótica
epifonema
epíteto
etopeya
exclamación
gradación o clímax
hipérbole
interrogación retórica
ironía
lítotes o atenuación
meiosis
mímesis
oxímoron
paradoja
parresia
perífrasis o circunlocución
pleonasmo
preterición
prosopografía
prosopopeya o personificación
reticencia o aposiopesis
retrato
sarcasmo
sentencia
símil o comparación
sinestesia
tapínosis
tautología
topografía
Figuras de la dicción
Se suele entender por “figuras de la dicción” aquellas que se basan en la colocación especial de las palabras en la oración.
Como figuras de la dicción encontramos, entre otras, las siguientes:
aliteración
anáfora
asíndeton
complexión
calambur
concatenación
conduplicación
conversión
dilogía o silepsis
elipsis
endíadis
epanadiplosis
epífora
epímone
hipérbaton o anástrofe
onomatopeya
paralelismo
paranomasia
polisíndeton
reduplicación o geminación
retruécano
similicadencia
zeugma
Tropos
Los tropos consisten en la utilización de las palabras o de las expresiones en sentido figurado, es decir, en sentido distinto del que propiamente les corresponde, pero que tiene con éste alguna conexión, correspondencia o semejanza. Son tropos la sinécdoque, la metonimia y la metáfora en todas sus variedades.
Algunos autores incluyen también como tropos la alegoría, la parábola y el símbolo.
A continuación, en sucesivos ítems iré analizando con más o menos profundidad algunos de los recursos estilísticos que se han enumerado anteriormente; no voy a seguir un orden concreto, ya que comenzaré con aquellos recursos que tienen más utilización, si bien indicaré siempre de qué tipo de recurso se trata en función de la clasificación anterior. Mi propósito es incluir varios ejemplos de cada recurso.
Anáfora
La anáfora es una figura de la dicción queconsiste en la repetición de una o varias palabras al principio de dos o más versos, frases o enunciados de la misma frase.
La anáfora se utiliza para estructurar el poema o una parte de éste; es algo así como si a lo largo del poema pusiéramos pilares sobre los que éste se sustenta; la anáfora ayuda al lector a relacionar entre sí los fragmentos encabezados por las mismas palabras, de forma que aquel siente unidad en el escrito.
Como veremos en otro apartado de este pequeño análisis, la polisíndeton es un tipo particular de anáfora, en la que el término que se repite es una conjunción, es decir, es una anáfora leve, poco marcada. El efecto de la anáfora suele ser mucho más contundente que el de la polisíndeton, pues remarca mucho más cada uno de los miembros de la enumeración.
Con frecuencia se utilizan expresiones de varias palabras para la construcción de la anáfora, pero aún es mucho más frecuente el uso de la anáfora breve, con repetición de una palabra corta Como “si…”, “donde…”, “cuando…”, “mientras…”, “dime…”, “como…”.
La anáfora no exige que la palabra o pequeño grupo de palabras que se repiten estén en el principio del verso, sino que deben estar al principio de cada enunciado, que es bien diferente. Así, se puede hablar de anáforas “internas”, de forma que la palabra que se repite se encuentra en medio de un verso y no al principio del mismo.
Veamos algunos ejemplos.
El primer ejemplo que he traído es una anáfora continuada dentro de un bello soneto escrito por Morgana de Palacios, titulado Eresma:
Cómo ríe triscando entre las piedras verdes de limo verde inmaculado, cómo susurra el agua su recado en el oído agreste de las hiedras. Cómo acaricia el aire, cómo medra entre la zarzamora y tu costado, cómo se solivianta casi alado y se enrosca en tu cuerpo y no se arredra. Cómo me quiere el río mientras pasa a través de mi piel, cómo me abrasa con su gélida mano atardecida. Cómo nos mece en su vibrar sonoro —acuático ritual de sol y oro— de una vieja pasión, recién nacida
Se puede apreciar perfectamente la manera en que “Cómo…” articula a la perfección el soneto. En el segundo cuarteto y en el primer terceto se pueden apreciar también perfectamente esas anáforas internas de las que antes he hablado. Bellísimo.
Otro ejemplo de Anáfora, lo podemos distinguir con facilidad en estos versos de Rafaela Pinto, en un poema titulado A favor:
A favor de nadar contracorriente en los mares del mal, venciendo al aire que amartilla impiadoso el desvarío. A favor de vivir rompiendo soles que queman la raíz del inconsciente y son el enemigo encadenado. A favor de ser látigo, castigo de los espurios dioses que lapidan la lábil voluntad, desfalleciente. A favor de la luna, la inocente vigía del amor pulverizado en brazos de un ladrón y una poeta. A favor de los santos ideales del que ha sabido ser el combatiente del hambre, la bondad y el contracanto. A favor del instinto desvestido de ironías, fracasos, frustraciones decidido a ser él, impunemente. A favor de amarrar a un expediente al pérfido burócrata embebido de inútil presunción, y de indolencia. A favor de encerrar en la clausura con su ominosa luz cuarto creciente al monje desvestido de entereza. A favor del dolor descontrolado que parte ardores en la voz profunda de la entraña irreal, casi demente. A favor de lo ausente. A favor de la noche a medianoche De los fantasmas húmedos de alcoholes De dividir hipócritas por besos De incendiar el cociente De tu voz (alarido) Del murmullo (mi aliento).
Encontramos también anáforas en este fragmento de un poema de Nieves A.M. (NALMAR), escrito sin título como contestación en el conjunto de poemas “Días de marihuana”:
Contra mis delirios, contra mis torpezas, contra mis palabras, contra quienes piensan que he venido al mundo para ser muñeca. Mirad estas carnes, mirad estas piernas, mirad este ombligo paridor de penas, mirad la locura, mirad la tristeza y no digáis nunca que el viento me lleva, pues soy esta cárcel en la que estoy presa.
En este poema, Nieves utiliza el recurso de la anáfora en todas sus posibilidades: versos que comienzan por “contra…”, y anáforas internas con esta misma palabra; y también versos que comienzan por “mirad…” y anáforas internas con la misma palabra. El resultado, una estrofa perfectamente vertebrada y de gran belleza.
También utilizaron este recurso poetas consagrados, como Miguel Hernández en Recoged esa voz:
Aquí tengo una voz decidida, aquí tengo una vida combatida y airada, aquí tengo un rumor, aquí tengo una vida.
O como Amado Nervo:
Ha muchos años que busco el yermo, ha muchos años que vivo triste, ha muchos años que estoy enfermo, ¡y es por el libro que tú escribiste!
O, por último, Federico García Lorca en su “Oda a Walt Whitman”, de la que reproduzco un fragmento:
Pero ninguno se dormía, ninguno quería ser río, ninguno amaba las hojas grandes, ninguno la lengua azul de la playa.
Siempre supiste huir
con la fugacidad de tus silencios
y la tenacidad de tus antojos
por no saber
que en el amor apenas empieza a germinar
—igual que una punción para dejarse el alma—
muy pocos son los que le huyen:
solo el cobarde
o el mentiroso.
Por eso
hoy puedo descifrar tu pacto con Cupido
en la necesidad de la oquedad
que te llevó a cazarme
cuando la claridad del corazón
te lo decía con franqueza
“no es amor lo que buscas”
y el juego terminó
cuando ganaste el desafío,
cuando te decidiste a botar el disfraz
porque tu meta siempre fue muy clara:
satisfacer tu ego
de niña competente
y colocar tu nuevo trofeo en la vitrina.
Mariana
Ya no eres esa niña que dormía
sobre mis piernas, de regreso a casa
del viejo sabio. Ya no eres bahía
donde encallar mi mano, torpe y rasa.
Ya no gozo tu Luz de hechicería
porque hace rato eres tú la brasa
de tu aroma en tu nuevo hogar, el día,
empeño del futuro, cal y asa.
Hoy que te sé y te encuentro más mujer
—mi hermana, mi flaquita recia y chula—,
me enorgulleces corazón de tul.
Soy feliz de mirar como tu ser
ha cruzado la línea que triangula
la concreción de tu desvelo azul.
Preso de tu ausencia
Vivo preso de tus ojos
de gata juntando lunas
trepada por el tejado
de mis tontas desventuras.
Vivo preso de tu imagen
atrapada en una blusa,
en un sueño complaciente
que se ha vuelto una locura.
Vivo preso y condenado
a tu cama, mi cicuta,
a tus reflejos de añil
que retozan y hasta curan.
Vivo preso en tus recuerdos
viejas flores de mi tumba;
de tu alma que se esconde
en la sombra de las dunas
porque te tornaste prófuga
de mis brazos y mis dudas.
Desde entonces vivo preso
debatiéndome en preguntas,
escribiéndote estos versos
porque te has vuelto una musa
y en el alma lloro tinta
por no asir tu piel desnuda.
Aquí sigo y sigo preso
siempre en la constante lucha
que termina en las mañanas
y acomete en cada luna
cuando llega la nostalgia
del contorno que transmuta.
Se me fue la mano a conciencia y sin ‘queriendo’ aterricé aquí. El destino era otro. Cuando leí este ensayo, con un título tan atrayente, comprendí algo fundamental como lo es el mar al manantial y, a su vez, éste al deshielo u otro principio conocido (p.ej. lago superior) o no. El libro trataba del origen de la inteligencia en el hombre (homínido más antiguo) -hoy sabemos que posiblemente fue el homo-antecesor, que deambuló por el entorno de Atapuerca hace 1.200.000 años-. El autor era consciente en sus aseveraciones «La raza humana alcanzó su primer atisbo de inteligencia cuando empezó a comerse el cerebro de sus congéneres (supuestos enemigos de su grupo o familia)» y desde entonces, y con esa base antropófaga, no ha dejado de crecer aumentando su curiosidad por lo que no entiende del todo (otra versión de la manzana bíblica). Un auténtico ‘brainstorm’ para aquel que leyese el ensayo.
Si la gallina fue o no antes que el huevo carece de importancia porque no se puede demostrar, como tampoco se puede saber qué ocurrió antes, si el principio o el fin. Desde que se consiguió determinar ‘la partícula de dios’ —Bosón (*)— se abrió un nuevo campo para la especulación, ya que se entreabría una puerta muy peligrosa para el hombre (otro bocado a la manzana). En verdad la ‘teoría del caos’ es muy sugerente pero lo que muestra no demuestra nada; es mera especulación con una base matemática de ‘alto standing’.
Cuando se puso nombre a la pesantez (gravedad) y se pesó o se determinó la masa en un punto geográfico específico no se conocía aún el Bosón, pero estaba allí, inmerso en un maremágnum de campos que le hacían manifestarse como masa. Los campos (o entornos conocidos hasta principios del siglo XX) eran el gravitacional de Newton y otros, y el electromagnético de Tesla y otros. En esa época habían abierto ya dos puertas al campo (o campos), realmente sólo uno, pues andan siempre concatenados e imbricados; son, de una forma absoluta, imposibles de separar.
Entonces entra un tal Einstein en el juego y abre una tercera puerta, llena ésta de ambigüedades y paradojas, y nace la física cuántica.
(*) El Bosón de Higgs, la mal llamada «partícula de Dios» (¿qué habrán hecho los pobres electrones, neutrones, protones y otros para no merecer ese nombre?) es un esquivo corpúsculo responsable de que la materia tenga masa. Sabemos que existe porque sin ella no funcionaría el modelo estándar de explicación del mundo físico. Es necesario que todos los cuerpos masivos interactúen unos con otros a través de algo. El físico Peter Higgs demostró sobre el papel que ese algo es un campo cuántico que hoy conocemos como campo de Higgs.
Imaginemos que tenemos un frasco de miel en nuestras manos e introducimos en él una cuchara. Al girar la cuchara, la miel ejerce resistencia, tanto mayor cuanto más grande sea la cuchara –o más espesa la miel–. El Campo de Higgs es a la miel lo que la cuchara a cualquier cuerpo. Todas las partículas que forman la materia son frenadas por el Campo de Higgs en mayor o menor medida. A esa interacción la llamamos masa. Y debe nacer de una partícula capaz de generar ese campo (como todos los campos conocidos). Sólo hay una partícula que no es afectada por él: el fotón. Por eso puede viajar a la mayor velocidad posible, la de la luz. A ella, la miel no se le pega.
Cómo es nuestro mundo: finito, infinito, constante, mutante, todo depende. Cuántas puertas se le abrirán al hombre a partir de ahora, no se sabe. Lo que sí es cierto es que la naturaleza siempre ha dado pistas para averiguar de qué modo se formó y de qué manera evolucionó. Entramos en el entorno de los fractales, verdaderos modelos de comportamiento física y matemáticamente demostrables. Luego, entramos en un campo de penumbra, iteración, cómo se repite natura, cuándo lo hace, por qué lo hace, dónde lo hace, etc. Este campo, como todos, puede ser cíclico o no, y si lo es, con qué cadencia se repite, es uniforme, es discontinuo, es de Fourier, tiene o no límite, es vectorial o tractorial, etc. Si hacemos caso a Edmundo Flores, la propia entropía de los campos le llevan inexorablemente al desorden total (teoría del caos), pero si no, a la armonía. Opino que a una mezcla de ambos como en la música que, después del desorden total (p.ej. frenético solo de batería), se produce un punto de inflexión y vuelve la armonía primitiva con o sin contrapunto, luego estribillo o no.
Mi parecer es que el universo es una entidad prácticamente vacía, como el átomo en el que unos electrones que en un espacio de gran dimensión giran en torno a un minúsculo núcleo (donde se encuentra toda la masa) son neutralizados por los protones que contiene. Pero aún nos quedan los neutrones (neutros, sin carga) y muchas otras subpartículas (neutrinos, fotones, taquiones, etc.) que se van descubriendo porque cada vez son más sofisticados los equipos que miran al cielo (exterior e interior). En ambos, universo y átomo, la materia está cuasiestabulada en un espacio que, digamos, es finito o no, pero que en términos de densidad de población, ésta no es apreciable, hay que medirla de una forma muy sutil.
Con la aparición del Bosón se quiere demostrar que se ha descubierto el agente que proporciona la masa al universo, pero los números son serios por naturaleza.
Cuando realmente son serios, son números, vocales o consonantes, o grafías de otros alfabetos [0,1…, e, π, φ, g, etc.] y son serios porque en ellos está el principio y el fin, si aceptamos que la matemática es una ciencia exacta. Las ecuaciones dimensionales son correctas en la física convencional, la de andar por casa, pero no así en la cuántica.
De aquí pasamos a la física cuántica, al principio de incertidumbre, a los plegamientos en el espacio-tiempo, a los agujeros negros, a los de gusano… no de la manzana, etc. y hasta a la teoría, con más adeptos, del Big-Bang como principio, pero ¿y antes del principio?, ¿hubo un fin? y, así, como cerrando una banda de Moebius, llegamos al título del libro.
Cuentan que en un pueblo de la campiña cubana vivió el viejo Celestino Mendoza. Un viejo desabrido y cascarrabias que siempre vestía de verde y llevaba un enorme sombrero alón de color naranja con flecos azules y magentas. Pero… ¿cómo era que tan pintoresco atavío, propio de un payaso de feria, era el vestuario de aquel viejo malhumorado, gruñón y triste, que se peleaba con todos por el más mínimo detalle? El dilema estaba en que el viejo Celestino era dueño de un secreto, y este secreto le había agriado el carácter arrebatándole la alegría. Celestino no podía sonreír aunque hiciese el intento, pues su boca se transformaba en una mueca espantosa que no dejaba escapar la risa.
El viejo Celestino no siempre había sido así. Hubo una época en que era un hombre jovial, bonachón y botarate. Trabajaba como vendedor ambulante y se hacía acompañar de una cotorra, una jutía conga y una jicotea. El viejo Celestino vendía palabras. Sí, como lo oyen, comerciaba con palabras, palabras fugaces y palabras eternas, fáciles y difíciles, dulces y amargas, vacías y de intenso significado, benditas y malditas, alegres y tristes, benéficas y ponzoñosas, y así, un larguísimo catálogo de palabras que no tenía fin. Iba de pueblo en pueblo con su mercancía, sus mascotas y su llamativo vestuario en una carreta tirada por un buey más viejo y matungo que el propio Matusalén.
Un día Celestino llegó a un pequeño pueblo de apenas veinte bohíos en la falda de una montaña del Escambray, y allí empezó a ofertar su mercancía.
El pueblo estaba falto de palabras y todos fueron a por la que necesitaban y hasta algunos de los vecinos se llevaron de más, por si las tenían que utilizar más adelante, cuando se les presentara la ocasión propicia, y otros, porque les sonaban tan raras y exóticas, que quisieron guardarlas como un tesoro.
Celestino estaba eufórico, había hecho una buena venta. De todos los sitos visitados en lo que iba del mes, era donde mejor había vendido sus palabras. Con la bolsa llena y el corazón feliz recogió todas sus pertenencias y, montado en su carreta, se dispuso a partir. Y partió, pero no había recorrido aún ni un kilómetro desde la salida del pueblo cuando se topó, a la orilla de la guardarraya, con un bohío solitario. El bohío era de tablas de palma y techo de guano como todos los bohíos, pero llamaba poderosamente la atención por un detalle en lo alto del techado, un cartel de yagua con letras en cal, rezaba: SE VENDEN SECRETOS.
Cuentan que Celestino, mordido por la curiosidad o quizás por la perspicacia y la intuición de comerciante presto a renovar su mercancía y su oferta, se decidió a entrar en aquel bohío con el ánimo de comprar algunos secretos que luego pudiera revender. Palabras y secretos hacían buenas migas, dicen que pensó. Al entrar en el bohío sólo encontró a un viejo idéntico a él, vestido también de verde, sentado en medio del suelo de tierra y con un gran tabaco en la boca. El viejo del bohío tenía la mirada más vacía que Celestino hubiera visto en su vida.
—Buenos días, vengo a comprarle algunos secretos… señor… —dijo Celestino, dejando las palabras en el aire, a la espera de que el otro respondiera.
—Señor Sin Nombre —contestó el viejo sentado. —Ese es el primer secreto, el único secreto, el secreto más grande, el secreto que tengo en venta.
—Sólo ese…, pero si el cartel dice secretos… no un secreto ¿Me toma usted por guanajo? ¿Qué de especial tiene su nombre para que sea secreto?
—Mi nombre es el padre y la madre de los secretos. Quien acceda a él conocerá la verdad y la mentira.
—¿La verdad y la mentira…? ¿De qué? —dijo Celestino con incredulidad y sorpresa.
—Ves, ya se ha desprendido otro secreto —dijo el viejo del tabaco echando una inmensa bocanada de humo—. Compre usted mi secreto y sabrá todo sobre la vida y la muerte, sobre lo conocido y lo desconocido, sobre los dioses y los demonios, sobre el hombre y la mujer, sobre el arte y la ciencia, sobre la modestia y la soberbia, sobre el amor y el desamor…
—¿Todo eso? —interrumpió Celestino.
—Todo eso y mucho más, porque conocerás el secreto del Poder, y de este deriva todo lo que te he dicho. Mi nombre es la llave de ese cofre.
—¿El secreto del Poder? Suena interesante… y ¿cuánto pide por su secreto?
—Una palabra.
—¿Sólo una palabra? Pues ha dado usted con la persona indicada, yo vendo palabras.
—Lo sé, pero no me la venderás. Haremos un trueque, yo te digo mi secreto, o sea, mi nombre, y tú me das la palabra, y nunca, nunca jamás, podrás venderla a nadie una vez que sea mía.
Celestino accedió, pues pensó que hacía el mejor negocio de su vida. Por sólo una palabra sería dueño del padre y de la madre de todos los secretos, conocería el secreto del Poder.
—Y cuál es la palabra —preguntó Celestino.
—La palabra LIBERTAD.
Y cuentan que Celestino hizo el trueque, y al oír el gran secreto éste se le coló por los oídos como un ciclón, alojándose en su cerebro para luego bajarle por todo el cuerpo y meterse en su sangre convirtiéndola en plomo. El secreto se hizo tan pesado que apenas podía moverse, luego sintió como se retorcía en su boca privándole de la alegría. El viejo Sin Nombre le dijo:
—Ahora ya lo sabes todo, nunca podrás contar este secreto, pues, si intentas decirlo, morirás al instante; tampoco creo que puedas seguir comerciando con palabras, al darme la palabra libertad me has dado tu propia libertad y yo te lo prohíbo, además, me quedo con toda tu mercancía, ya no eres libre para utilizarla a tu antojo.
El Viejo de Verde echó mano del gran saco de palabras de Celestino, metió la mano y, después de rebuscar un poco, dio con la palabra elegida: SILENCIO, y dibujando una sonrisa sardónica en su rostro, la lanzó a los pies del, ya para siempre, amordazado Celestino.
Desde ese instante Celestino Mendoza dejó de comerciar con las palabras y arrastró el pesado secreto hasta la tumba. Y aunque siguió vistiendo con su alegre y comparsero traje hasta el día de su juicio final, denotando una alegría superflua, por dentro la tristeza le corroía el alma. Celestino Mendoza había quedado “Fuera de Juego”.
¿Qué tiene dentro la paz de la palabra? y muchas aguas diluviaron encima de mis manos sin dar con la respuesta.
Estoy muy sola con unos cuantos nombres desnudando mis ojos. Han huido de mí dejándome en los dedos un perfume de armas y ceniza Y soy una mujer imposible de atar que va dejando huellas por la arena, un perdido perfil en un retrato que no acierta la luz.
Yo quemé mis pestañas y mis dientes en las hondas hogueras del ocaso con la misma pregunta. ¿Acaso puedo variar de rumbo al mundo?
Pero muchos maldicen mis palabras se juntan en las tardes sin peldaños conjuran al crepúsculo, se miran buceando en los ojos y si oyen un momento mi voz levantan árboles y el mar ponen en pie. Ya no hay orillas para mí que soy náufrago de tierra.
Ahora al mediodía de mis años dejo que vengan otros a robarme lo que yo nunca tuve, que me exilien a una tierra jamás pertenecida y no sean las sombras quienes pongan mi grito en cuarentena.
Me he dado tanto cuanto me fue posible, mas ignoro si me queda en los huesos algún haz de luz por entregar. Mientras, persisto luchando por un mundo más humano con toda mi inocencia en carne viva.
Que nadie venga ahora a apedrearme la mirada pues me sobra el arrojo para quebrar sus cántaros de sombra.
Romance de noviembre
Siempre me lanza noviembre los puñales de sus hielos y me atraviesan la piel y se me clavan muy dentro en el corazón que late con sístoles a destiempo. Trae su cántaro de luto con angostura repleto que se derrama silente por las lunas de mis pechos y entre el vacío del aire y el desconchón del silencio con su gris deja grabados en la cumbre de mis senos los cánticos funerales que musitan los espejos. Yo no sé quién habré sido ni hacia dónde va el revuelo de la sombra de mis pasos enlutados de silencio sólo sé que entre mis ojos llevo el alma al descubierto que huyendo de los otoños se enamoró del invierno. Llevo clavos en las manos —crucificados mis sueños— mientras la rosa de pólvora que alguna vez fue mi cuerpo se deshace en la derrota de tanto morir por dentro.
Dolor de luna rota
Llueve sobre mi voz rumor de llanto y es el llanto la llama, que silente, transforma con su látigo candente la lluvia de una lágrima en quebranto.
Llora sobre el amor un frío canto que corona de témpanos mi frente; mi voz es el silencio que va hiriente por la oscura salina del espanto.
Se desnortan las sílabas y brota un íntimo aguacero sin sonido y en mi rostro un dolor de luna rota.
Mis ojos son lagunas, hielo ardido amor que se desangra gota a gota en la garganta negra del olvido.
Vorágine
Aquí estoy de nuevo compañeros. Traigo la voz partida en mil pedazos, en muchos almanaques. Estoy como una más, una cualquiera de todos los poetas del lugar disfrazada de mí, con este agobio que aguanta una mujer sobre su espalda con escasa esperanza, con sus párpados medrosamente abiertos y en silencio.
A esta altura del año quién va a darse importancia, si no somos más que poquita cosa, un viento, un río, un gorrión de luto que no alcanza los astros, cada cual se queda solo aquí, no es para tanto la tragedia de una en voz primera, el primer chaparrón, diluvia el tedio por las calles de siempre, de hace siglos, sin variar un número, una esquina.
En mi ventana ya no existen sorpresas, la costumbre de siempre es lo que hay, no va a ser todo solemne y en mayúscula, en mi vida no ocurre nunca nada.
Compañeros he llegado de nuevo, me he quitado del corazón terrazas y crepúsculos, cuestas arriba y árboles, miradme, viva otra vez, normal, repatriada, las letras me dan vueltas, no detienen su vértigo un momento.
Soy la mujer que siempre estuvo aquí —dadme ese nombre— que besó tanto el mar, que moriría como tiene que ser a la sombra de un verso. Estoy aquí de nuevo ante el cristal y no me reconocen y me basta sólo vuestro dolor, el que no tiene un quicio en el periódico.
No es el tiempo de hablar en singular, hoy la tristeza tiene forma de mapa y es por eso que revestida al cabo de mí misma vuelvo a la soledad a quien me debo.