A veces pienso que cierro los capítulos de mi vida como cierro los libros que no voy a volver a leer. Los cierro, los pongo en la biblioteca entre otro montón de libros cerrados y se quedan ahí, perdidos y formando parte de una gran colección de citas célebres.
Adquirí una extraordinaria facilidad para sacarme los pelechos aunque no sea la época de muda. Mudo por las circunstancias de mi clima interior y no le hago caso a la primavera, que, como me gustan los climas cálidos, impera junto al verano, todo el año. Por eso, en vez de mudar piel, voy mudando corazas y cada vez me crecen más regias.
Soy —cada vez más— algo galvanizado, pero no puedo decir que sea una «flor blindada» porque de flor tengo cada vez menos y tanto de metal, que si lloro me oxido.
Lo peor de un metal es lo que tiene de cosa fría. Es un elemento inerte y frío, naturalmente invulnerable o naturalmente indiferente. Está ahí, contemplando y contemplado por la naturaleza, inmóvil en sí mismo y hecho para durar los siglos de los siglos.
No se me ocurre todavía acuñar un término que pueda adjudicarse a este cambio mío en los estados de la materia, pero ya voy a encontrar alguno que señale cómo se impermeabiliza el alma.
Creo que en mi caso, hasta «maternidad» sería apropiado.
A veces soy de una suavidad desesperada, el último recurso de lo áspero, la carraspera de una contralto, el decente ademán de una caricia. La vida me es tan simple, tan simples las pasiones que aprendí a descifrar, que me hacen complicada para aquel al que toda la vida le parece complicada.
Aprendí a ser feliz en la felicidad de los que quiero, porque la felicidad en los afectos es una cosa pública y cuando alguien es feliz, hay un poco más de dios en todas partes.
Hoy estoy muy contenta. Tan contenta como estuve también hace unos días en los que dije, «no me pongo luto». He aprendido a vivir en mis amigos. Y estoy segura que por primera vez desde hace un año, una de mis mejores amigas mira el cielo.
Dios estará en nosotros mientras aprendamos a contar la historia en sus milagros y dejemos de contarla por las guerras.
Sobre una décima de Isabel Reyes Elena y contrapunto
Imagen by Mylène
Origen:
La incoherencia es la norma de aquel que nunca es capaz volar alto cual rapaz y con todo se conforma. Pues son sus vuelos la forma de no mostrar la ignorancia, mas siempre haciendo jactancia de la oscuridad del verso obsceno a veces, converso en salvaje extravagancia.
II
En su lengua de serpiente ya no cabe más veneno, su boca no tiene freno y todo aquello que cuente es producto de una mente que nunca está en sus cabales, sus discursos, anormales: lo mismo da una sardina que una vieja con sordina y es el menor de sus males.
Contrapunto:
Más que ignorante, maligno parece ser el mentado que merece tal dechado de insultos de un mismo signo. Seguro que soy indigno de limpiarle los zapatos a este señor pelagatos, pues con tanta jerarquía coronas con tu poesía
al rey de los mentecatos.
Observación sobre poema de origen
Me parece que en estos versos
de aquel que nunca es capaz volar alto cual rapaz
falta una preposición «de»: «capaz de volar…»
Réplica:
La elipsis de la preposición está admitida en poesía, y además si se añade la «de» se sale de métrica, no sería un octosílabo.
Observación sobre poema de contrapunto:
Advierto en su décima una sinéresis que a mi oído resulta forzada:
pues con tanta jerarquía coronas con tu poesía al rey de los mentecatos.
Réplica:
A raíz de tu respuesta he revisado un poco, y no me sorprendió comprobar que Salvador Rueda y Miguel Hernández hacen sinéresis en «poesía»: me quedo tranquilo.
Observación sobre el poema de origen:
Choca mucho la elisión de la preposición en el 3er. verso de la primera décima.
Suena mal, forzada, ya que es una elisión impropia dentro de la construcción que la incluye y no hay nada que funcione como sustituto. Opción: de altos vuelos cual rapaz.
Reflexión fonética 1:
En realidad, ha pasado mucha agua bajo el puente y si bien la norma gramatical señala que las vocales fuertes o abiertas son hiáticas entre sí cuando confluyen dentro de un vocablo, en el momento en que la norma se elaboró ni la fonética ni la fonología tenían el peso que ahora tienen y las reglas de idioma iban en una función más direccional sin respetar las diferencias de localía, ya que cuando se sistematiza, se sistematiza al bulto y las excepciones se engloban dentro de ese bulto.
Así que el justificativo de que Juan, Pedro o Magoya use diéresis o sinéresis en determinadas conjunciones vocálicas no es una «excusa» válida per sé, sino que responde a que tanto la diéresis como la sinéresis son fenómenos fonéticos que pueden encuadrarse perfectamente como hechos del habla en quien las emplea.
Esa es la realidad.
El que es hiático o dierético, leerá una sinéresis reprochable si el que la utiliza es sinerético o antihiático y eso es independiente de que la haya usado o dejado de usar algún prócer de las letras.
Es muchísimo más sencillo justificar el asunto en base a la verdad: la sinéresis es un hecho del habla que ocurre no solo en Latinoamérica sino también en varias regiones de España y la diéresis, otro tanto. Eso es lo real.
En casos como este, es más necesaria una explicación científica de la lengua, basada en estudios fonéticos y fonológicos, que ampararse en lo que tal o cuál hayan hecho en un determinado momento y en un determinado poema, ya que el que es sinerético hará sinéresis «siempre» (aunque ningún sinerético hace en la práctica oral todas las sinéresis que parecieran serlo y ahí sí entra tangencialmente la norma acentual de la curva sonora) y no como una elección para cuadrar metro, igual que hará diéresis el dierético.
A uno y al otro les sonará horripilante lo que no entra en su vocalización natural pero la realidad es que la vocalización existe, que existe la fonética natural de cada región y que, como vengo proponiendo hace ya demasiado tiempo, hay que leer no solo al poeta sino a su región y a partir de allí, entender por qué lo que disuena a unos es natural en otros.
La lengua es ciencia pero el sentido común no le viene mal a nadie.
Réplica:
No hay, que yo sepa, estudios de fonética y fonología que hayan avanzado decisivamente en este tema: entre tanto, seguimos escribiendo y opinando.
Reflexión fonética 2:
Por difícil que parezca asumirlo, la fonética y la fonología han tenido siempre un peso definitivo, aunque bajo los nombres de prosodia y ortología.
Esa norma gramatical que supone límites silábicos entre vocales «fuertes» viene de interpretaciones erróneas de la Escuela de York (Beda el Venerable y su panda), que carecían de referentes orales porque ya no quedaban hablantes de «latín» en Britania cuando ellos determinaron que la diferencia entre latín escrito y el romance que se seguía hablando en otras geografías se correspondía con que el escrito era modelo del hablado (y no viceversa), y consecuentemente decidieron que si una vocal era descrita como larga y otra como breve, era porque una duraba dos tiempos y otra uno, y, a partir de ahí, ¿cómo iba a ser posible que dos vocales ocupasen un solo tiempo, menos aún si una de ellas era larga?
Dispersados los centros de estudios latinos de Italia e Hispania por las invasiones, York quedó como meca del saber. Alcuino (de York) fue contratado por Carlomagno para instruir a la aristocracia franca en el «latín» que supusieron «de los romanos auténticos» (para fundamentar su mando, los francos inventaron genealogías que los entroncaban con los patricios fundadores de Roma), que aprendieron como lengua extranjera a partir de suposiciones basadas en la escritura; al romance o latín nativo que hablaban los galorromanos lo denominaron «vernáculo» (habla de esclavos).
[Imaginad a un francés suponiendo que tiene que hablar según la ortografía de su lengua, articulando cada letra; o a un inglés. Pues ese mismo despropósito siguieron los carolingios con respecto al habla latina, y además tuvieron el descaro de decirle a los nativos que su propia lengua, en realidad, se hablaba así, pero que ellos como nativos eran ignorantes].
El mester de clerecía sigue el precepto yorkiano (foráneo) de escandir separando vocales en sílabas distintas («sílabas contadas»), contrariamente a la lírica popular que seguía el precepto latino (autóctono) que tiende a la sinalefa y la sinéresis naturales en latín y en las lenguas romances.
Por influjo de la Escuela de York, a través de las Reformas Carolingias, se mantuvo durante el medievo una idea del latín como modelo de dicción (y escansión) hiante. Nebrija, en su segunda parte de la Gramática, todavía entiende que cada vocal tiene una duración temporal y que por tanto lo «correcto» debería ser mantener cada vocal en una sílaba distinta, aunque observa que en la realidad no sucede así.
A partir de los preceptos yorkianos, la gramática ha solido considerar las vocales como entidades con independencia silábica, aunque los tratados de prosodia y ortología (y la práctica versificadora) registraban lo contrario.
Las Academias de la lengua están próximas a desdecir el juicio normativo que han mantenido (con altibajos) hasta ahora acerca de las combinaciones de vocales.
Intervienen: Isabel Reyes (España)- Jorge Busch (Argentina) – Eva Lucía Armas (Argentina) – Gavrí Akhenazi (Israel) – Antonio Alcoholado (Indonesia)
Te traigo ochenta y cuatro flores frescas, perladas del rocío de la noche. La misma cantidad te traigo en versos, bordados con los flecos de la luna. Quisiera pronunciar tu dulce nombre, leyendo bajo un árbol este libro… Quizás, en el murmullo de sus hojas, se unieran tu recuerdo con mi sombra, dormido en la fragancia de tu pelo.
II)
En el mágico aroma de la noche, con el diáfano brillo de la luna; a través de las páginas de un libro, los destellos de luz entre la sombra dando brillo a la espuma de tu pelo ¡llenaré de poemas miles de hojas! dedicadas al gozo de tu nombre; leerás con ternura aquellos versos, mientras suena mi quena en notas frescas.
III)
Se ausentará la soledad, la sombra, cuando respondas mi versar con versos. Regresarás cuando en mi sueño nombre la nueva página de nuestro libro. Lo escribirá con tu pasión la noche, mientras el viento ondeará tu pelo. Y al despuntar las madrugadas frescas encontraremos, al pasar las hojas, que fue testigo en nuestro amor la luna.
IV)
¡Me encanta comprobar que hay tantas hojas selladas con la firma de tu nombre! que escritas en la piel de cada noche serán más abundantes que tu pelo. Así se escribirán aquellos versos, de eclipses amorosos tras la luna. Un juego incandescente, luz y sombra, caricias con sabor de frutas frescas: ¡el viaje de un amor impreso en libro!
V)
¿Para qué es la negrura de la noche? ¿Para qué es el reflejo de la luna? ¿Para qué mil hojas blancas y un libro? Y¿Por qué me brinda el bosque su sombra? En mis dedos, cual cascada, tu pelo, que otra vez va decorando las hojas… ya se escucha la respuesta en tu nombre: ¡en la métrica de clásicos versos, y en la brisa y sus corrientes tan frescas!
VI)
Cuando se acaben de caer las hojas, me acordaré de pronunciar tu nombre. Al comenzar y al terminar la noche, acariciando con amor tu pelo. ¡Porque merece ser escrito en versos, nuestro romance de arrebol y luna! y aunque las nubes enchirán de sombra, las madrugadas y las tardes frescas, ¡se entibiarán al recitar el libro!
VII)
Ven pronto y disfrutemos a la sombra, ¡y ayúdame a acabar con estos versos! pensemos ¿cuál sería un bello nombre? y así titularemos nuestro libro. Si puedes, seguiremos esta noche: ¡tú escribes mientras yo te peino el pelo! Te espero con aroma a flores frescas, tintero, plumas y un millar de hojas y un rayo de luz tenue, de la luna.
VIII)
Nuevamente la magia de la noche, nos atrapa en sus lágrimas de luna, ilustrando las páginas del libro, ¡un encanto que brilla entre la sombra! Tiene música el vuelo de tu pelo, es un suave rozar, como las hojas. Un sonido melódico sin nombre, que tan sólo se puede oír en versos, en las horas del otoño más frescas.
IX)
Extrañaremos esas tardes frescas, cuando se incendie de calor la noche… introducido en mil quinientos versos, ¡un pasaporte al centro de la luna! Entre gemidos gritaré tu nombre ¡y se abrirá mágicamente el libro! pues nuestro amor hoy sellará las hojas, que solamente podrá abrir tu sombra, cuando te bese suavemente el pelo.
X)
¡Rosas frescas! ¡mil versos a tu nombre! Tantas hojas, que al pelo le hacen sombra… Nuestro libro, la luna… ¡y otra noche!
Nota del autor:
Nota:
El siguiente es el orden de permutación que he usado, basado en la Pseudo Quenina de orden 10, de Georges Perec, presentada en su novela: «La vida, instrucciones de uso»
Le agregué el cambio de ritmo por estrofa para salvarlo de la monotonía.
(Pseudo Quenina de orden nueve)
I) 1 2 3 4 5 6 7 8 9 (heroico)
II) 2 4 6 8 9 7 5 3 1(melódico)
III) 4 8 7 3 1 5 9 6 2 (sáfico)
IV) 8 3 5 6 2 9 1 7 4 (heroico)
V) 3 6 9 7 4 1 2 5 8 (melódico)
VI) 6 7 1 5 8 2 4 9 3 (sáfico)
VII 7 5 2 9 3 4 8 1 6 (heroico)
VIII) 5 9 4 1 6 8 3 2 7 (melódico)
IX) 9 1 8 2 7 3 6 4 5 (sáfico)
X) 135/798/642
Opinión 1:
No conocía la quenina, sí la sextina (me atreví con una hace unos años, pero me pasa con ella un poco como a ti con tu soneto aquel). Lo que encuentro con una búsqueda rápida es que la inventó en el siglo XX Raymond Queneau, derivándola de la sextina tradicional.
En la sextina, se emplean seis estrofas de seis versos, con las mismas palabras a final de verso, en un orden cambiante según un esquema que no recuerdo de memoria. En los tratados de métrica, se recomienda para asuntos obsesivos, dada la repetición de palabras en una progresión de ideas que giran en torno a los mismos conceptos clave.
Este tipo de composiciones son ambiciosas, Adrián, y aplaudo doblemente la ambición a la hora de versificar.
La imagen de la lectura bajo el árbol, en la primera estrofa, se puede entender como un guiño a la ilustración del foro, que me parece muy simpático. La mención de la quena en la segunda estrofa me resulta una identificación muy hábil de la composición formal (quenina) con la música y el ritmo.
Es muy buena idea la de alternar ritmos en las distintas estrofas, lo que además intensifica la autoexigencia. He notado, sin embargo, en la mayoría de los versos de la quinta estrofa y en el último de la octava, que se te deslizan los acentos a la séptima sílaba (3-7-10, en lugar de 3-6-10). Creo que valdría la pena revisar esos versos, dada la naturaleza ambiciosa del poema.
En definitiva, una apuesta valiente y una labor ardua que refleja un compromiso profundo con el arte.
Respuesta:
En este tipo de estructuras veo la literatura y las matemáticas dándose un saludo, ya que estas son las que presentan el «teorema», digamos para la permutación de las «palabras rima».
Al igual que tú, conocí primero la sextina, la sextina provenzal y luego también hice un soneto sextina. Como me gustó, empecé a buscar más material y ahí conocí a las queninas. De esta manera me encontré con esta pseudo quenina y le hinqué el diente.
Como me suele pasar cuando me entusiasmo con un trabajo, me suelo saltar algún detalle que otro. Pero ahora que me señalas la 5ta estrofa y la 8va, ya me dieron ganas de repasar toda la obra.
Al usarse palabras completas como rima, se complica bastante para lograr mantener los ritmos uniformes. Por eso, aunque mi primer impulso fue hacerlo con versos puros en todas sus modalidades, me di cuenta de que iba a ser mucho más difícil.
Ahora cuando los acentos se «deslizan» a la 7ma, ya es cosa seria.
Ya tengo en el banco de suplentes una quenina de orden once, calentando y esperando revisión para entrar en la próximos días.
Opinión 2:
Además de los problemas acentuales, como está trabajando sin rima, las rimas que aparecen se notan mucho en los pies de verso. Entiendo que al ser un trabajo tan largo, cueste mucho evitarlas en todo el trayecto, pero lo señalo por las dudas.
En el V, la sinalefa para quees cae en el acento de 3ª, por lo tanto se desaconseja y por lo tanto, esos dos primeros versos se transforman en dodecas, además de lo que ya se señala del corrimiento acentual.
Hay una trialefa: ayúdameaacabar que transforma esa eaa en una construcción que suena: ayúdame a cavar. El peso de las homófonas ahí es muy fuerte y por tanto, se comen entre ellas y la e no alcanza para ejercer un contrapeso.
Son deslices pequeños porque el trabajo es esmerado y es destacable la suma de diferentes tipos de endecasílabos en las diferentes partes, así que más complejo resulta y por tanto, emprenderlo, más meritorio.
Intervienen: Adrián González (Uruguay) – Antonio Alcoholado (Indonesia) – Eva Lucía Armas (Argentina)
Van los ríos profundos de mi tiempo, alzando insospechados calendarios donde cuento los días de esperanza mientras tacho los días de quebranto.
Arranco de los meses los silencios cuando no hay ya manera de escucharlos y en la tela esmeril de cada hora engarzo los tejidos de mi espacio.
De vez en vez, aquella voz que canta repasa las historias de dos náufragos que fabricaron barcos de crepúsculo para apagar la sed en solitario.
Ahora, aquí, en esta tierra firme, desenrollamos los papiros mágicos, hablamos con un ritmo de tambores convocando al olvido a recordarnos.
Seguro que en el cofre de la vida, el cuento aquel, aún está esperando.
Cancelación de lo desierto
Gavrí Akhenazi
Yo sé que a veces hinco la rodilla en la tierra y que entierro en el pecho la cabeza afiebrada por imaginar cosas que podría decirte a solas y en la umbra, como alguien sin mañana.
Pero soy un silencio que se remuerde solo con vocación inhóspita. Una bestia esteparia que busca entre las cuevas secretas de tu especie la especie que ha perdido su espíritu de llama.
Aúllo y te reclamo con mordiscos de lumbre, tu acerico de ausencia se me clava en las plantas y soy el caminante que ha extraviado un desierto y rebusca en su sed el agua de la lágrima.
Al fin y al cabo, a solas, sin tantos artilugios asesino entre verbos mis mundos de metralla y, como ves, inclino mi arrogancia señera a la rienda de seda de tus manos extrañas.
No me acaricies, hembra, que la melancolía de no haberte tenido, me llena de nostalgia.
Jack Skeleton – John Madison
En voto de silencio me declaro aunque la «verbi gratia» me desborde que puede mi discurso no ser claro si mi voz de poeta es monocorde.
Y ya puede mi Sally tras la reja pedir que rompa en dos mi mandamiento que no daré cordel a la madeja de versos sin tener conocimiento
Hay silencios que dictan en su arrastre una suerte de efecto mariposa no temas, Sally Persson, si el desastre alcanza a mi liturgia clamorosa.
Te vuelves por momentos adictiva a amores que alimenten tu brasero, yo soy tu Frankenstein y tú la diva que doma la pasión del romancero.
Y mientras la metáfora resiste a regalarme su divino encanto carcelera es la sombra que te asiste hasta que el verbo anuncie el contracanto.
Anda y di a los machos de tus ojos que disputan mis rimas carniceras, que se van a engañar con trampantojos. Debajo de mi ropa los despojos de una entelequia, mueven las caderas.
Diles que no se encelen por La Oscura que finge claridades por capricho. Si miran más allá de mi locura, verán que sólo soy la conjetura que siempre se desdice de lo dicho.
¿Que te gusta jugar? Lo sé. Te gusta. Si ladras más que muerdes, no es seguro. Tu voz es el caballo, yo la fusta que te desboca el trote siendo injusta con la llamada a sangre de lo impuro.
Si te vas a matar de transparente sobre mi vendaval de soledades, no me reproches luego ante la gente que te dejé morir. Soy diferente porque no juego el rol de las bondades.
Si en esa diferencia ves tu hombría peligrar como roble en un desmonte, no escupas en mi nombre. Todavía queda mucho pecado. Mi utopía se suicida detrás de tu horizonte.
Privilegios
(quintetos dodecasilábicos)
Seme nublan los ojos de cancerbero por evitar morirme en tus estrategias de hombre imprevisible. Tú lo primero. Los otros son la nada, si nada quiero, por algo con tu celo me privilegias.
Si no me empleo a fondo pierdo la apuesta de tu emoción salvaje y extravertida. Soy la funambulista siempre dispuesta a disparar veneno con la ballesta de la respuesta grácil y enardecida.
Y peco de sincera, nunca de injusta desde que me da sombra tu terca espalda. A fuer de verdadera soy una fusta inclemente y certera, la que te gusta cuando buscas tu hombría bajo mi falda.
Por mucho que te hiera, vas a quererme como quiero las manos de tu maltrato. Hasta que yo decida, solo por verme escribiendo tu nombre que se me duerme de deseo en la boca. ¿No es ese el trato?.
Silvio Rodríguez Carrillo – Paraguay
¿Sabes leer lo que hay detrás?
(pentadecasílabos arromanzados)
Detrás de la UNESCO no todos abrochan a Huxley, a Julian, el claro eugenista que fue caballero; y a pocos conozco que admitan que tal instituto, que tal sociedad sin reparos, con plata y con tiempo trazó despacito el presente en que muchos respiran.
Detrás de la FIFA, que tantos -jamás por el Diego- boludos pensantes, creyeron loable y sin transas, el robo tranquilo entre amigos, la joda con hielo; mandaron al frente a un grupete que fue farolito, viñeta de prensa con qué escupir sobre sus muertos.
Detrás de los suecos y el premio a las letras de mierda también el escándalo, el puto machismo en los ruedos, acoso sexual, la violencia del pene patriarca y claro, la pobre vulvita en entonces venciendo por fin, tradiciones, sin cárcel, que cárcel es mucho.
Detrás de mis ojos, del negro que soy en mis huecos ¿con qué batería de falsos axiomas verá que escribo y nos narro el esteta del último miedo? Los tonos que oculto marcando mi mano en la sombra podrán enseñarte que danzo con altos silencios?
Magnífico villano
(alejandrinos arromanzados)
Colocando palabras en la cima de un muro se le pasan las horas desprovistas de dudas, desnortado y silente del gentío se aparta aunque igual permanece con el pueblo y el cura cosechando un pasado que se extingue en el aire.
El absurdo, incisivo, le taladra las juntas, entre el cuello y la espalda, por las cejas y el rojo de sus labios, por cada marcación que la culpa le resalta en silencio, con su sombra imprecisa resbalando filosa con su tono de burla.
Ah, patán, caballero de imposible futuro, que difícil hablarte de la noble estatura proyectada en el hueco que defiende tu pecho sin temer ofenderte, sin llamarte a la lucha, por el gusto a la guerra que se ovilla en tu vientre.
Ojalá nos perdones el naufragio que cursan nuestras vidas por causa de tus vidrios con letras, que te olvides del tono de la voz que te juzga: terrenito del odio, campesino de Roma; que no veas la tinta de las jóvenes putas.
Gavrí Akhenazi – Israel
No poema de amor
(quintetos endecasílabicos pocos ortodoxos)
Nunca amé a una mujer. Amé a esa idea de lo que yo pensaba es ser amado con todo lo posible idealizado.
Creé la convicción, que se alabea aún hoy – como aquello no alcanzado – sobre mi propia fe. Un imposible hecho de mis resortes. Y mi ansia armó mi corazón de nigromancia intentando volverlo indivisible, pero se rompió igual, como mi infancia.
Todo fue un ideal prefabricado, un grito de pasión acumulado en su propia intención. Un acertijo de este folio de vida desprolijo que soy: un irresuelto. Un desolado.
Tiempos del habitante
(hexadecasílabos pareados)
Los viejos saben por zorros, los zorros por desplumados y los que te dan el cante por profundos avisados de honduras del alma humana, apelando a ser parientes, lo que quieren, alma mía, es tenerte entre los dientes para mascarte despacio como rumiantes pasivos que eliden a la verdad, consejeros compasivos o viejos cobardes viejos que no resisten la brega y apelan a la calumnia. Ya sabés, todo se pega.
Mientras los perros me ladran con voces de gallo fino yo pienso en todo el osario que te persigue canino para morderte la boca donde queda la verdad y pasarla para el cuarto con toda su vastedad y así cambiarte la letra de firmar el manifiesto donde vale tu palabra la rúbrica de mi gesto.
Que la lealtad se pega no está escrito en ningún lado porque el tiempo con leales de suyo que está acabado y proliferan, voraces, los comedores de oreja que intentan llevarse al huerto, febriles, cualquier coneja para engordar el puchero de sus magros intereses. Haceme el favor, almita, no les ofrezcas tus preces.
Yo ya dejé de rezar por los ángeles que lloran y por los áspides bípedos que la palabra adulzoran mientras venden fraccionados benedictos venenitos en frascos de quita y pon que arrasan con los pruritos de la drogodependencia que involucra el mal amor. En los tiempos de mal frío cualquier carne da calor.
Pero vos, almita mía, sabés si vengo violento y en callarme el mal dolor hago mi mejor intento porque me gusta la vida cuando se expresa de frente aunque duela lo que salga de su boca intransigente. Y me gusta que en la almohada quede el perfume maduro de la bestia que me habita tan salvaje como impuro.
Eva Lucía Armas – Argentina
Desapareciendo
(quintentos alejandrinos)
El silencio me escupe siete puntas de espada siete bestias redondas en las que cabe el miedo acurrucado y parco como yo desolada, desaforado grito para gritarse quedo con la garganta llena de sangre coagulada.
El silencio me ciñe como un sayo de vela en un entierro inútil de dolor infinito; me amortaja invencible con un llanto de espuela que me rebaja el alma en desgastante rito para que mientras mata, me duela, duela, duela…
El hechizo del karma
Yo vengo precedida por la furia del karma y soy una karmática violentada impostura. De la maternidad me viene la ternura, de la guerra me viene nunca bajar el arma y toda esta inconsciencia que parece bravura.
El karma se ha sentado a disponer mi mesa con sus juicios eternos, circulares y heridos. Deposita en mis manos detalles prohibidos y me vuelve infinita, alimenticia, espesa y tentador potaje para los malnacidos.
Así como me ves, soy toda hechicería. Hago jugos dolientes con las voces del hombre y escribo en los papiros el nombre que te nombre cuando hiere la espada de la melancolía. No sé si soy real… o hay poco que me asombre.
Quizás la magia existe. No lo sé. Pero muchas veces, el acto de escribir se transforma en un acto de magia que devela ante los ojos atónitos del lector, todo un universo ideal hecho con propuestas sanadoras, con ímpetus heroicos, con penas restañadas y, por sobre todo, como en una ensoñación, un universo en que hay «amor del bueno».
Eva Lucía Armas y John Madison existen y escriben en ese plano que transforma lo real en un caleidoscopio de sensaciones armoniosas.
Han hecho del verso y la palabra, un arma de combate para enfrentar la vida cotidiana y llevarla al plano de los sueños.
Ambos coinciden en el don. Y ambos poseen un don poderoso para hacer de la expresión escrita un ancho mundo sano a través del cual los lectores pueden encontrar la ruta de la sanación siguiendo el rastro de las emociones en su estado más puro.
Dos autores con poder de fuego que viajan por todos los mundos que sus voces fabrican con esmero y latido.
Leerlos vivifica y remodela el día. Como si fuera magia.
La cordura es un don que no abunda demasiado ni conviene ejercerlo, pues los locos no quieren que nadie les disuada de que es solo ruido ese abigarramiento polifónico que suena en su cabeza.
Sin saber qué decir que aporte algo de luz a toda la vorágine de tantas y tan cáusticas babeles, qué habrá de hacer mi voz, sino asumirse lágrima en un océano de sal y quedarse callada.
Hablar de la armonía en un mundo de sordos carece de sentido mejor no exasperarse malgastando palabras.
Porque jamás la música ni la verdad necesitaron nada que no fuese el susurro del viento en la enramada y un corazón atento y sensitivo para existir.
Quién quiera puede llegar a ellas, solo tiene que dejar al instinto que descubra los rumores que pueblan los silencios.
Y escuchar con el alma ensimismada.
Jordana Amorós
Verso blanco
Miguel Urbano
Tercetos encadenados
Canto a la esperanza: A Lorca
Te busco amigo mío por doquiera… mas no puedo arrancarte de mi mente pues hiciste en mi alma enredadera.
Y a pesar de tan largo tiempo ausente tu recuerdo me sirve de alimento, pues, en mí, siempre vives tú presente
ocupándome todo el pensamiento. Jinete cabalgando te he soñado, cometa que volabas sobre el viento.
Y, ¿cuánto con tristeza te he llorado? Que lágrimas de sangre aún me vierte el corazón, del tuyo enamorado.
Con su guadaña vino a ti la muerte quedando aquella noche ensangrentada; ¿Qué hados te trajeron mala suerte?
Y, ¿dónde estaba Dios la madrugada?… Pero los hombres son con sus rencores, el odio y tanta envidia despiadada.
Yo querría llevarte algunas flores, donde tu cuerpo pueda reposar con el trinar de pájaros cantores.
La luna se quería desposar tú de negro, ella rojo su vestido y en sus manos un ramo de azahar.
Y yo pregunto ¿Dónde te han metido?… Alimentando rosas y jazmines en un hondo barranco allí perdido.
Te buscaré del mundo sus confines hasta haber tus reliquias encontrado y haremos fiesta y fondo de violines.
Tu verso compañero va a mi lado y, como perro mis entrañas muerde dejándome el sentido traspasado
soñando…verde que te quiero verde… Maldita sea siempre toda guerra. El mismo vencedor también la pierde.
Si no aprendemos del error se yerra: y esparcimos el odio de semilla sembramos de cadáveres la tierra.
¡El poeta de alma tan sencilla sea concordia entre los hermanos, fanal de amor y paz su luz nos brilla, y nos haga vencer rencores vanos!
Una fiesta de luz y de colores
Cuando me llamas Juan, Juan de mi signo, cuando me llamas Juan entro en los cielos cuando me nombras, Juan, soy tu cautivo. Cuando me dices, Juan, Juan de los muertos.
Cuando me dices Juan, Juan de mi signo se desordena el magma de mis versos. Cuando pronuncias: Juan, no hay más caminos que elegir en tu nombre de altos vuelos la majestad de levantar destinos en órbitas lejanas. Si tu verbo, si tu cantar de pan, tu son de vino me invoca: «Juan, mi Juan el marinero» a mis montes regresan los olivos, los albatros quebrando mis silencios
Cuando me dices Juan, Juan el marino, cuando me llamas Juan, regreso al templo que fundé para ti donde los hilos del tiempo hacen posible los te quiero.
Cuando me llamas Juan, soy ese tipo que levanta por ti mareas, reinos. Cuando me llamas Juan, soy tu marido en esos tentadores multiversos.
Cuando me dices, Juan, vuelvo a estar vivo, Dios protege en sus aguas el secreto; nuestro secreto, amor, donde existimos en un castillo al borde del desierto, y solo Dios conoce nuestro exilio nuestro rito desnudos contra el miedo, solo Dios reconoce tus vestidos mis sombreros Fedora, mis misterios. Solo dios sabe, Octavia, que dedico al borde de tus labios mientras vierto mi seminal victoria en tu delirios.
Cuando me llamas Juan, mi Juan el marinero, mi capitán, mi Juan el de los himnos, soy tu escritor mercante extra terreno y en tu fiesta de pájaros y trinos quiero morir de amor, morir en verso.
John Madison
Rima alterna
Orlando Estrella
Verso blanco
Mi compañera se marchó
Mi compañera se marchó de incógnito. No me explicó porqué. No se fue de mi casa, nunca vivimos juntos, nuestro hogar era el mundo, los caminos, las calles, los comedores, los hoteles chinos, -ahí no hacen preguntas-, les importa un carajo quien eres o quién no. Y esos pormenores nos definían bien.
Nos gustaba estar solos, apartados de otros. Amigos de los márgenes, algo así como antítesis, un gran contraste, pues, éramos militantes de un partido de masas que procuraba gente para lograr sus fines. No fue nada chocante que juntos renunciásemos maldiciendo los putos dirigentes de mierda que resultaron ser rateros consumados.
Una mujer brillante, cuyo sueño mayor era ser contratada como investigadora como cualquier ratón de biblioteca. -Aunque esté recluida y que además me paguen- musitaba con brillo en su verde mirada.
Pero un día se fue, se apartó sin decir, sin dar explicación. Quizás sea frecuente en la mujer independiente, libre. O tal vez cometí un disparate y no lo supe.
Si no fuese habitual mi mundo solitario, me hubiese golpeado con una mayor fuerza ese trance de vida que recuerdo como el mejor poema que se adapta a mi estilo.
Mea culpa
Resultaría fácil culpar a los demás de que haya huecos en las opacas vetas de espejismo con las que construí mi gazapera.
Afuera luce el sol y por los agujeros se cuelan alfileres que inoculan el frío de la luz.
Aunque me convirtiera en diosa de ocho brazos los dedos no serían suficientes para tapar las brechas que persisten en su afán de mostrarme mi ceguera.
Culpo a mi cobardía y su tesón en hacerme mirar hacia otra parte, mientras tarde o temprano los problemas que un día no enterré revientan para abrir otro boquete.
Ángeles Hernández Cruz
Verso blanco
Eva Lucía Armas
Romance heroico
La playa de la Pena
Érase una vez un hombre antiguo que amaneció en la playa de La Pena. Con él había un esplendor de antaño, su vieja Excalibur, cuatro quimeras, un paquete con voces que cantaban mojadas bajo el sol pero despiertas, algunos abalorios hechiceros que olían a Patchouly y hierbabuena, conjuros varios, notas, mapas, pan y un fuego que alumbraba en cualquier niebla.
Iba a pie por el mundo con sus cosas: sus viejos dinosaurios de otras eras, sus aves fabulosas e imposibles, su voz de encantador de las tormentas, su flauta de Hamelín, sus distracciones y su red cazadora de cometas.
Un día, tuvo un barco y fue pirata, un corsario en busca de una reina y anduvo por «los mares procelosos» al timón de su propio Perla Negra que del norte hasta el sur viajó la aurora buscando una esperanza aventurera.
Érase un hombre antiguo, un hombre extraño, con manos de apartar todas las piedras el que llegó a la playa dando voces como conquistador de las sirenas y levantó castillos y almanaques puso en horario el reloj de arena y se sentó a esperar tejiendo pájaros a que se enamorara de él la ausencia.
La Pena lo miraba, alucinada. Toda la isla olía a madreselvas.
Un cactus floreciente es toda ella para mi corazón, otoño en trance, y solo el verbo Sol de mi sistema planetario da voz a su elegante poética manera de abrazarme.
Un cactus floreciente, una rareza, acuática es su risa de muchacha. Cactácea verde mar que a mí asexuada espiritualidad ha conquistado.
El Ra de mi nocturno round terráqueo: El amor verdadero es mi cactácea.
Aguacero astronáutico en mi nave, sambando va su lluvia por mi casa,
2
Te espero en la otra vida, allí te espero con mis deudas saldadas, bajo el signo de otra era animal, amor, te espero. Con mi voz de poeta volcánico te espero.
En la ladera oculta de la luna, en los campos de Orión, allí te espero para poblar de flores tu canción, de renovados besos tu vivero.
Encontrarás mi savia en otra piel, pero sabrás que es Juan, el de los versos.
John Madison
La vida y sus problemas nos envuelven con espinas peores que las mías. Yo suelo ser aloe curativa o tunita de azúcar si me quieren.
Espinitas por fuera, miel por dentro, me defiendo a mi modo de las cosas pero tu corazón me desemboza con su boca que vuela a contraviento.
Algo de mi dulzor se ha despertado como un loto fugaz por tu palabra y, rosa del desierto, aquí te habla mi pétalo de agua, desflecando una razón de estrellas singulares.
Juan de los versos, Juan que siempre añades un fondo universal a mis espacios.
Eva Lucía Armas
“Mi corazón es tuyo”, dije un día hace ya algunos años, flor de loto. Mi corazón que entonces era un frágil misal que no encontraba su acomodo.
Mi corazón que escribe sin reposo en el norte caudal de su obra pía la fecha en que tu amor de Cataleya, dio muerte con su voz a mi perfidia.
Tu amor sin condición, tu amor de altares tu amor es mi oración, tu amor mi salve,
tu amor me llevo yo, mi Eva Lucía junto a la luz de Dios cuando él me llame.
John Madison
A veces, ya sabés, amortiguo la espina y me vuelvo una grosella verde para esa boca tuya, dorsal y masculina.
Una grosella ácida que arde por dentro de tus ganas y ambarina se licúa en sus rojos fiel al mordisco oculto de tus ojos.
Un talle milenario que se inclina en alas de tus vientos sin canceles y aparca los enojos en un grito de luz, alada harina para el pan de este Juan
y sus antojos.
Eva Lucía Armas
Animal de platea, vivo siempre en tu sueño irreal que me descorcha. Como un moet chandon soy en tu boca, el banquete en tu mesa de los viernes.
Tu harina de moldear tu permanente festejo literario, soy tu pronta máquina de inventar. Yo soy tu honda bahía espiritual, el hombre en ciernes
que juró lealtad hacia tus versos. Es tuyo mi monólogo despierto, mi ópera visceral y sus semillas,
mi poniente y mi luz. Tuyo mi arpegio de pajarero atlante, tuyo el fuego hacedor de mi tierra prometida.
John Madison
Algohay en vos de superhéroe Marvel, algo de extraño ídolo pagano, de niño del tambor, de árbol de antaño henchido de crepúsculos que arden.
Un espíritu errático que implora por sed al agua que su mano junta, y un mineral recrudecido en jungla, una anfibología que me nombra.
Te escucho en las ausencias más presentes, como una oximorante receptiva escucha las respuestas que no entiende.
Y te percibo al pie de mi silencio, figura universal que se alza en vuelo si coincide su alma con la mía.
¿Podía existir una frase más perversa en labios de una boca amada?
Miré a Ramiro con todo el odio que pude encontrar desparramado en los rinconcitos de odiar. Me metí también en otros rinconcitos, tratando de encontrar rabias antiguas que me hubiera provocado su desagradable manera de no darme el gusto más sencillo.
—¿No vas a bailar conmigo? —pregunté otra vez, mientras él se dedicaba puntillosamente a hacer crujir las clavijas de madera de su violín “de autor” y afinar las cuerdas diciéndole a cada rato al pa el nombre de la nota que tenía él que pulsar en la guitarra.
Alrededor, parecía que se había soltado un camoatí. Eran tantas las chinitas de mi edad que se arremolinaban como de lejos, pero en un círculo que se iba apretando a pesar del ejercicio del disimulo, para ver al “violinisto” de más cerca, que ya faltaba el aire.
—¿Qué no oyó lo que le han contestado? El que toca nunca baila.
Yo miré, desplazando el odio, al que bailaba y tocaba como el que más, aunque el pa no me concedió más que esas palabras, entre orden y reproche, ya que la ceremonia de afinar los instrumentos no solamente es un hecho sacrosanto sino que todo el espectáculo depende de que sea hecha a conciencia.
Primer hecho destructivo.
¿Cómo me iba a enamorar de un tipo que no baila y que encima, se sube a un escenario para ser codiciado por las solteras, casaderas y de las otras, que pululan con sus sonrisas y sus hormonas como si fueran moscas delante de una olla de arrope de tuna?
—¿Y qué se supone que haga en un baile en el que todos bailan?
—Se queda ahí sentada, como corresponde, mientras su novio ameniza.
Visto para sentencia. De pronto me hice de un novio del que todavía no me había enterado y de un recato del que tampoco me había enterado.
—Pero dejala en paz, Blas…Si la mocosa quiere bailar ¿qué te hacés el guardabosques, che?
Refusilaba el aire, cuando el pa desvió los ojos hacia la voz llena de sorna y de reproche, que le acaba de menoscabar su celebérrima autoridad patricia.
—A tus cosas, Alcides. No le des rienda que está bien así —ordenó, muy creído de que su papel de señor de horca y cuchillo se extendía a todas las almas circunvecinas.
El Awqa soltó un rechifle entre los dientes. Tenía uno de los incisivos superiores roto en chanfle, lo que le daba un aspecto maligno a su sonrisa gansteril.
—Para hacerla sufrir deseando, la hubieras dejado en las casas —replicó, molesto por la contestación del pa, que había terminado de afinar y ya se iba con “mi novio” detrás, según sus propias palabras “a amenizar la fiesta”.
Yo les hice muchas morisquetas de rabia a sus espaldas.
Ramiro ya había demostrado que los celos y las escenas que ellos traen consigo, eran su fuerte. Le cuchicheaba todo el día al pa sobre que yo esto y yo lo otro. A mí me lo había contado Carozo y algún otro de mis amigos, siempre mudos, pero con orejas elefantiásicas para captar detalles y chimentos.
Conmigo también había querido intervenir su celosía, pero yo tenía esa naturaleza indócil de los libérrimos y lo que me entraba por un oído, tenía vuelo directo y sin escalas hacia la salida por el otro, si en el medio mi cerebro leía el mensaje como un despropósito.
Él, igualmente, se había tomado mucho más en serio que yo el asunto del “novio” en el que el pa insistía, como si hubiera sido esa una encomienda de mi abuela —igualita a la que le había hecho a mi abuelo— de conseguirme un turco con buen pasar para casarme.
Ramiro, apenas cumplía a medias lo de turco y yo no tenía en vista casarme, en ese entonces, —bien que hubiera hecho— más allá de lo que toda adolescente de esa edad ve como algo a cumplirse en un futuro.
¿Qué significaba un novio por ahí?
Un compromiso, un ancla, un par de esposas sujetas a la hornalla de la cocina y al despensero de guardar la escoba. No más que eso. Significaba decencia y sumisión. Un hombre protegiendo a una mujer pacífica que le diera hijos fuertes y cocinara rico. Casi como el destino de La Cheche, otra que el pa había casado casi de prepo con Tatón, “porque ya estaba en edad”.
Y eso que el pa era un adelantado, que quería que todos estudiaran porque “el conocimiento te hace libre”, y estaba bastante lejano en sus ideas a esas vetusteces feudales de “casar bien” a las mujeres para asegurarles un porvenir, como si la mujer por sí misma fuera una inútil incapaz de asegurárselo sola.
Pruebas sobraban alrededor. Las mujeres campesinas eran el primer frente de lucha, valerosas, incansables, heroicas hasta el extremismo. Solas, abandonadas por maridos que las llenaban de hijos y partían a un conchabo redituable o se alejaban a las ciudades grandes desde las que nunca volvían a llamarlas como compañía, hacían frente a todo sin hombre y a la intemperie de esa tierra árida y mallevada para con el humano.
Pruebas sobraban. Bastaba que el pa mirara a mi mamá.
Ellos arrancaron con la música y el patio de tierra se llenó de polleras y zapateos.
Hasta La Cheche se fue a bailar con Tatón, así que yo me quedé con Carozo, al que seguro me había plantado el pa para que me hiciera de guardia cuando sus ojos vigilantes salieran de sobre mí, no fuera que dejara yo mal parado a mi “novio” con alguna casquivanez de esas de salir a bailar una chacarera como el resto de la gente que estaba ahí solamente para eso. Las fiestas eran pocas, la vida larga, el paisaje inmóvil, el clima una plancha de hierro sobre las cabezas de los hombres y la pobreza un hábito, así que en esas ocasiones de alegría, aparecía gente de todos los rumbos, congregada a las fiestas, casi como a la misa. Llegaban con sus ropas “de domingo”, pulcros, almidonados, engalanados hasta los sulkys, con banderitas argentinas y cintas de colores.
Había chivo a la estaca, mucho vino en damajuana que se enfriaba en un pozo cavado en la tierra y cubierto con lonas, empanadas, pasteles, churrascos.
Eran fiestas grandes, populares, brillosas.
Yo le veía los ojitos a Carozo. La cara entera le bailaba al compás de la música y pegaba saltitos en la silla, como si le hubieran encajado un resorte con timer, que disparaba cada varios segundos. Se le iban los pies bailando hacia la pista, aunque el cuerpo se quedara obstinado en la silla. Me imaginé que se le iban a hacer muy laaaaargas las piernas e iban a provocar tropezones por ir a bailar solas, sin cuerpo que hiciera bulto.
—Bailá conmigo —le dije, porque a mí me pasaba lo mismo que a él.
—Nuuuuuuuuuu… que después el don Blas…
—Hay tanta gente que no nos van a ver… Dale, bailá conmigo. —Nuuuuuuuu…vos me quieres hacer difunto sin que haya chacarereado apenas… Nuuuu, que el don Blas… Nuuuu…
—Entonces andá vos. Para planchar ya estoy yo. Andá, que está la Egidia allá… ¿la ves?. .No te para de hacer ojitos.
Claro que la había visto. Toda fru-fru de pollera nueva y agua de colonia, le había dicho un: Buen día, Ferreira, tan querendón y mimoso, que a Carozo le dio tos.
Se puso coloradísimo debajo del marrón suave de su piel —como si hubiera pasado largo rato preparando fuego y tuviera las mejillas arrebatadas— y había arrugado la boina hasta volverla un pañuelo, susurrando un: Buen día, Egidia… que se licuó en suspiros y vergüenza. Lo que le faltaba al pobre: que el mandón de don Blas lo encadenara a custodiar mi virtud. Menudo Cancerbero de peluche.
—Pero vos te quedas…Yo voy y regreso ahorita… que no quiero que la Egidia piense que me estoy haciendo el rogado. —Pero sí, nene…andá. Por una vez que la ves.
No terminé de hablar, que ya Carozo había desaparecido como por arte de magia.
Como no había demasiado qué hacer, me serví un vaso del vino que todos los bailarines de mi mesa habían abandonado a mi merced.
La copa vacía que surgió de repente frente al pico del pingüinito de litro que nos habían surtido desde el mostrador, me hizo levantar los ojos.
Serví en silencio, mirando como ya se acomodaban todos para “la segunda”.
El Awqa no se sentó. De pie y mirando lo que yo miraba, se llevó el vaso a los labios, y mis ojos se distrajeron momentáneamente en ver el movimiento de su Nuez de Adán al tragar.
—Vamos —me dijo. La copa hizo tac, cuando la dejó sobre la mesa como si pusiera un sello.
Vamos implicaba el resto de la frase “a bailar”.
Yo vi la misma mano de la copa, ahora extendida hacia mí. Me hice chúcara, un poco por el desconcierto de que El Awqa decidiera de manera tan frontal contrariar lo dispuesto por el pa y otro poco porque no pensé que el huraño bailara.
Era tan huraño para todo, que no había alcanzado a imaginarme que supiera bailar.
—El pa se va a enojar.
Me salió un recato de —la verdad— no sé dónde. Un recato raro, temeroso, en guardia. Y lo vi sonreír con su sonrisa rota, extraña, de diablito peludo. Le chispeaban los ojos como dos fuegos tiesos, cuando volvió a chistar, desestimando mi reticencia.
—¿Conmigo? No se anima —susurró, creído y perverso, altanero y convencido de un poder que le emanaba casi por mandato divino.
Zupay en persona me invitaba, maligno, seductor, omnipotente. Y yo ahí, entre endiablada y petrificada, pensando si obedecía a mis impulsos salvajes o a mi decente instinto de conservarme a salvo (ahora más de él que de la ira del pa).
Como no me decidía, me agarró de un brazo y me arrastró para la segunda chacarera o la tercera y era un gato. No sé. Me obnubiló esa forma impositiva y desafiante, casi violenta, con que me plantó en la pista como un poste.
De ahí en más, bailamos.
Yo, de tanto asistir a ese tipo de fiestas, ya sabía cuando la música estaba por cortar para dar espacio al alimento y a la bebida.
Casi la Cenicienta —ya que en el gentío era complicado distinguirme— en cuanto escuché el anuncio de que en el despacho había tal y tal cosa para agasajo de los paladares, me evaporé emulando al Carozo de un rato antes y volví a materializarme en la silla, aunque el pecho me saltaba hasta la garganta, de tanto que habíamos bailado. Ahogué el tumulto en vino, tratando de asentar de nuevo el sofoco en mi cuerpo y que no se notara mi espíritu libre y danzarín.
El Awqa vino detrás de mí, sereno, diplomado en audacia y se sentó a la mesa, estirando las piernas y estirándose él, como si llevara mucho tiempo en esa posición repantigada y observadora del centro de danzantes. Parecía, todo lánguido y largo como una lampalagua, un tasador de feria.
¿Qué fue lo que dijo el pa?
—¿Adónde es que se ha ido Carozo?
— A bailar, pa…Una vez que se cita con la Egidia, me lo vas a atar al tobillo, pobre Carocito.
—Pero si es que le he dicho…
El Awqa alzó los ojos que tenía entornados. Alzó los ojos, sin descruzar los brazos cruzados sobre el pecho y como si el cuerpo siguiera ese movimiento evolutivo de su mirada, se enderezó en la silla.
—¿Estoy pintado yo?
Con eso quiso decir, o más bien dijo, que Carozo se podía ir tranquilo, que para “cuidarme” se había quedado él.
El pa sonrió, mirando a Ramiro que insistía en acomodarme las puntitas del cabello de una manera que le gustara a él y que mi mano, rápidamente, regresaba a la manera que me gustaba a mí.
—¿Te está cuidando El Awqa, chinita? —me preguntó el pa— Ojito…que es un bicho rapidón para el pique.
—Quiero aprender a bailar zamba ¿La dejás que me enseñe y de paso la cuido de que le enseñe a otro? No te vas a enojar ¿no Ramiro?.. Queda todo en familia.
La voz del Awqa tenía una serenidad de escalofrío.
—Bueno…si es por ái —masculló el pa y se dedicó a las empanadas que La Cheche y Tatón acababan de traer humeando desde el horno de barro.
El Awqa no hizo un solo gesto. Volvió a estirarse en la silla, desparramándose como licuado y entrecerrando los ojos hasta que regresó la música.
Era como una larga espumadura de cimbreante cadencia y de paisajes en tonos de amapola, con celajes de aromo y hierbabuena. Una apertura al íntimo pregón y a sus anclajes
en un lecho abismal, intenso y ácido. Era en la suavidad un limonero que al tronco lleva atado al Can Cerbero defendiendo las gamas de lo plácido. En el fondo de mí, un dios austero
me llenaba de fe como de ramas. Creí en lo que decía y me hice fuerte en la batalla franca con la muerte que pelaba a cuchillo mis escamas. No voy a ser un pez, flotando inerte esperando abonar agua podrida.
Para quien lo pregunte : soy mi vida.
Isabel Reyes – España
El reto
(quintetos alejandrinos consonantes)
Era mujer de sombras, mañana luminaria huyendo del vacío que me niega el futuro; me deslizo en silencio de espaldas a lo oscuro emprendiendo la huida de la red carcelaria de viejas soledades con alma de siluro.
Intuyo un aire cálido que remueve los sauces que arraigaron antaño en los tiempos de ausencia marcándome el camino donde late la esencia de una vida alejada de los amargos cauces de hembra regicida que su muerte sentencia.
Temeraria y audaz desempolvo pasiones que quedaron ancladas en un arcén dormido me atavío de rojo –mi color preferido-. y con la mente abierta a golpe de pulsiones comienzo un nuevo puzle con todo lo vivido.
Ando por las cornisas de los esperanzados y amplío mis cajones para el dolor extinto; me dispongo a salir del aciago recinto que recoge las lágrimas de los desesperados. Hoy nace otra mujer… ¿Será todo distinto?
John Madison – Cuba
Jack Skeleton
(serventesios endecasílabos consonantes)
En voto de silencio me declaro aunque la «verbi gratia» me desborde que puede mi discurso no ser claro si mi voz de poeta es monocorde.
Y ya puede mi Sally tras la reja pedir que rompa en dos mi mandamiento que no daré cordel a la madeja de versos sin tener conocimiento
Hay silencios que dictan en su arrastre una suerte de efecto mariposa no temas, Sally Persson, si el desastre alcanza a mi liturgia clamorosa.
Te vuelves por momentos adictiva a amores que alimenten tu brasero, yo soy tu Frankenstein y tú la diva que doma la pasión del romancero.
Y mientras la metáfora resiste a regalarme su divino encanto carcelera es la sombra que te asiste hasta que el verbo anuncie el contracanto.
Morgana de Palacios – España
Mis rarezas
(serventesios pentadecasílabos consonantes)
Atarse por gusto al sonido de un metro supone, la vuelta de tuerca divina que reta al talento. No todos buscamos lo mismo ni a nadie se impone, mirar con mirada distinta los rostros del viento.
La música late en el aire: suspiro y tormenta, relámpago y rayo en el cielo de las armonías, rebeldes tambores que incitan a la guerra cruenta que a solas mantengo en la tierra de sus melodías.
No existe alambrada ni muro ni oscura frontera, que yo no atraviese buscando prohibidas canciones. Mi boca es soldado de guardia desde su trinchera, mi sangre tumulto en la esencia de sus vibraciones.
Si presa por gusto liberta de alas gloriosas persigo la huella de Orfeo sobre el pentagrama, mi vuelo es el vuelo brillante de las mariposas, mi voz envenena a la prosa cuando se derrama.
Nada va a devolverme ni la laguna rota por la luna de octubre ni la pluma de cisne para escribir el agua.
Nada va a devolverme el rizo fantasmal del espejismo sobre un camino claroscuro y árido como un hábil recuerdo del corazón que fue.
Le propongo distancia a los silencios.
Una distancia fuera de rituales, lejos de los excesos de las rosas, cercada de lavandas, ardida de romeros.
Ahí, nada puede llegar a devolverme las frecuencias del antes donde el jolgorio de las mariposas era una fe de vida o era una fe debida.
La luz dispersa la credulidad, ilumina con sombras repentinas y calmas lo que se apaga del deslumbramiento
y deja apenas un claror difuso un claror desmembrado como algún buen recuerdo que termina travestido de olvido.
En este panorama – Silvio Rodríguez Carrillo – Paraguay
Con el barro marcando su tibieza de líquido brumoso, de piedra que se amolda a cada altanería que le impone mi zurda, avanzo con las manos desprovistas del puño que habitaron.
El sol, abyecto hermano que tiñó en mis espaldas el dorado inmoral de los temibles, discute con mis ojos lo que veo mientras mi pelo sigue su propio juego oscuro en el que se entrelaza con los dedos de ella.
Los fracasos sensibles, los dolores grandiosos, se me van desprendiendo como escamas de un animal antiguo que mutando continua siendo el mismo, que sin querer se muere de no poder mentir-se.
Los aciertos brutales, los aplausos, las sábanas manchadas de carmín, de azúcar bien, igual se me derriten por el pecho, y siguiendo su ritmo, de caracol o puta, terminan en la tierra.
«en este panorama»… de penas y de glorias «de» diciembre, «de» cenas con dis_cursos pro_fundos por un rato recuerdo como un golpe difícil de entender la cara de los otros, el gesto de ser isla del gregario común cuando no se le nombra.
Quizás en la otra orilla – Isabel Reyes – España
Acuden las imágenes y se acumulan aguas en la cúpulas abiertas de mis ojos.
«Anuncias el futuro cuando mueves el aire entre tus pies, y entre tus manos, peregrinan metáforas que avivan deseos de querer eternizarte en el atardecer del arco de mi boca.
No te quedas en ti vas más allá del sol hasta lugares donde mora escondida la esperanza esa escondida tierra que nos ve germinar».
Nos llevaba la tarde de verano lo mismo que un diluvio dirigiéndose al mar por la escalera íntima de los primeros éxtasis.
Hoy vuelvo a recordarte después de tanto tiempo y al atraparte toco la azotea más honda de todas las salinas de mi sed mientras voy dando cuerda al reloj para atrás con el vértigo agraz de la nostalgia.
Quizás en la otra orilla pueda pisar de nuevo las huellas de tu paso.
En memoria de Elia – María José Quesada – España
Podía haberla sazonado de caricias, trenzarle el nido con agujas de romero, lucirla entre sus manos como un ánfora que en tiempo de escasez contiene aceite. Velar el fruto predilecto de esos padres que en acto de confianza le entregaron.
Amarla con bondad bajo las cejas.
Y no hizo más que propagar golpe y disturbio ante el terrible amerizaje de sus ojos, descolocándole del cuerpo hasta las uñas con un desprecio inabarcable.
El ritmo evolutivo habrá de darnos, por pura protección de nuestra cría, olfato preventivo, so pena de que el tiempo nos disponga en gen y sangre la no continuidad de engendrar hembras.
Será el tercer arbitrio para frenar un daño irreparable, la invocación y grito en consecuencia:
Y de tanto huir le parecía pertenecer a mundos que desaparecían con solamente sacar el pie de ellos.
Había vivido en un montón de mundos que huían unos de los otros, como un complejo juego de escondidas. Mundos que se iban perdiendo en su memoria, escapando mientras se escapaba de algún otro mundo.
Alguna vez pensó que era de aire y que vivía subida en algo que no admitía la condición de enraizar más que en la valija que a veces tampoco se llevaba.
Ella terminó siendo su propia valija, que huía de la vida con los pocos recuerdos que podía meter dentro del pecho: Su abuela Catalina, que era ampulosa y feliz como una pajarera. Los sandwiches de queso cremoso de la tía Chichí, cuando en las huídas alguien se la olvidaba en esa casa como a un bulto que todos se niegan a portar. El aroma profundo del poleo y la menta en un atardecer lleno de verdes. El gesto serenísimo de la tía Elvina leyendo a Proust debajo de los sauces. La soledad recóndita. Los campos polvorientos del abuelo Bautista, tan infinitamente planetarios.
Era, al fin y al cabo, un bulto que manos apuradas iban dejando en diferentes oficinas que no lo recibían.
Hasta que apareció el Dueño del Paquete y lo reclamó como Cosa Muy Suya, a la que nadie, ni siquiera ella, podría volver a acceder, según le dijo cuando se casaron.
Pensó que se había olvidado la cara de su padre y no conseguía recordar la voz de su madre, cuando cargó a los dos hijos menores en el auto y huyó sin secarse la sangre de los golpes.
¿A qué mundo me escapo una vez más?
Como cuando escapaba con su madre de un inevitable momento político, en la valija, transportaba el miedo.
John Madison
A change is gonna come
A los siete días de separarme de mi mujer me compré una botella de tequila. Recuerdo que era sábado y que yo deambulaba por la casa en bóxer como un fantasma, un fantasma que bebía a morros mientras lloraba.
Los niños y la asistenta me veían ir de un lado a otro, pero no me decían nada porque sabían que me encontraba en un estado de depresión profunda. Mi cuerpo y mis emociones reflejaban, prácticamente, los mismos síntomas que un toxicómano siente cuando el síndrome de abstinencia lo tiene pillado por los huevos.
Lo que te convierte en adicto no es la sustancia, actividad u objeto en cuestión, sino tu comportamiento ante su ausencia, la ausencia de mi mujer.
Sí, soy un adicto al amor. Pero no supe que lo era hasta que comencé mi proceso de divorcio. Abría y cerraba el día llorando por una hija de perra que me había maltratado psicológica y físicamente tanto a mis hijos como a mí.
Quedé muy descalabrado de esa relación en todos los frentes: el emocional, el físico y el financiero. Sufría ataques de pánico, alcoholismo, depresión, ansiedad, agorafobia, impotencia, recuerdos intrusivos, pérdida del control, arrebatos de ira, aislamiento, pensamientos suicidas, trastorno del sueño y pesadillas recurrentes en esos días en los que conseguía dormir, además de transfiguración de la realidad, insensibilidad ante los estímulos vitales y una profunda dificultad para mantener la atención; hecho que afectó considerablemente a mi carrera de escritor.
¿Se puede superar la dependencia emocional? Por supuesto que sí, pero primero has de reconocer que eres codependiente.
La dependencia emocional está catalogada a día de hoy por la psiquiatría moderna como adicción. Mi cuerpo es un libro abierto que atestigua todas las humillaciones que soporté durante veintisiete años: un navajazo en una pierna, rotura del radio, una cicatriz en el cráneo, dos dientes partidos por los que pagué un ojo de la cara al dentista que los devolvió a su estado original y una larga lista de marcas invisibles.
Esas son las más difíciles de calibrar ya que los sucesos que las acompañan me salen al paso sin que yo los llame y cuando esto sucede, por regla general, la herida vuelve a sangrar profusamente.
¿Tiene alguien idea de lo que es despertar en medio de la noche con un cuchillo de sushi en la garganta?
Existen muchos tipos de maltrato: el psicológico, el financiero, el físico, el sexual…Yo los soporte todos.
El maltrato está, a menudo, se asocia con las mujeres como víctimas, aunque todas las personas que hemos pasado por situaciones similares sabemos que el asunto no tiene estatus social, bandera o género.
Socialmente se juzga y condena a un hombre que no responde a un acto de tal índole con la misma moneda. Al parecer los que nos abstenemos de golpear somos menos hombres. Pero hay que ser muy hombre para mirarse ante el espejo y hacer el obligado recuento de los daños, mucho más que para ocultarlo. El gran aliado de la violencia conyugal es el silencio del cónyuge afectado. No solo sentía vergüenza de exponer mi calvario, sino que había desarrollado una simpatía hacia mi ex mujer que me llevaba a justificar su mal comportamiento.
Podría haberle soltado dos carajazos bien dados, y aquí paz y en el cielo gloria. Pero nunca lo hice por mi educación. Mi abuelo nos grabó a martillo, tanto a mí como a mis hermanos varones, Rafa y Yeyo, que el hombre que le levantaba la mano a una mujer no era nunca más un hombre. «La violencia es un camino sin retorno», solía decirnos. Pese a ello, confieso que alguna vez la abofeteé para llamarla a capítulo.
No, no podía responder a sus ataques con un contraataque efectivo, pero tampoco era capaz de apartarla de mi vida. Mi matrimonio era peor que formar parte del reparto de actores del film A Nightmare on Elm Street en versión vida real.
La historia era siempre la misma. Ella montaba un pollo, yo la echaba de casa. Luego de unas semanas ella regresaba, me pedía perdón y yo la dejaba entrar, una vez más, en mi reino. A veces se presentaba en el colegio de los niños y les pedía envuelta en sus lágrimas de cocodrila trágica que intercedieran por ella. Entonces los niños hacían de mediadores, también envueltos en lágrimas, solo que las de los niños no eran falsas.
Tantas noches llegué a hacerme la pregunta de por qué me sentía imposibilitado de romper aquel círculo cíclico de broncas y perdones que la vida me trajo de vuelta la respuesta: «Apriétate el cinturón, guaperas. Dependes emocionalmente de una psicópata».
Los psicópatas tienen un comportamiento similar al de un pitbull. Una vez pillan a la presa se resisten a abrir las fauces y como suele ocurrir con las perras suelen ser más agresivas y territoriales que los machos, y es una realidad clínicamente probada que los dependientes emocionales respondemos a una jerarquía de mando. El alfa es quien gobierna y yo no he sido jamás alfa de nada. Yo representaba en aquel guirigay monumental el papel de perro, también. Aunque mi fuerza física era superior mi cerebro interpretaba que la cadena de mando era inviolable.
Como dependiente emocional tenía auténticos problemas para lidiar con los espacios vacíos. Vivir sin mi ración diaria de sexo era un infierno. Ni siquiera era capaz ya de masturbarme porque me hacía sentir más terriblemente solo aún. Me tiraba todo el día colocado en una especie de trance provocado por el hachís la marihuana y el alcohol que anestesiaba por completo mi sensibilidad.
No me divorcié por voluntad propia, pero todo círculo se cierra cuando Dios le asigna a uno escuderos poderosos. Marie, nuestra Marie, nos sentó en la cocina de casa una mañana y le pidió a su madre que se marchara a Londres. Tanto mis hijos como mi asistenta estaban hasta el moño de las manipulaciones y de las malas pulgas de la señora.
Me llevó tres años divorciarme, fue laborioso. Cada vez que mi abogada presentaba el preacuerdo mi mujer se declaraba en desacuerdo y vuelta a empezar. A excepción de la casa familiar a mi nombre le permití quedarse con todo lo que me exigía con tal que me dejara en paz, cuenta bancaria incluida.
Aun así, no era suficiente para ella. Chapeadora profesional al fin, intentó quedarse con la custodia total del niño. No por amor de madre, sino porque vivir con el niño le permitiría mantenerse en contacto conmigo.
Por supuesto que peleé por quedármelo con uñas y dientes. A mí había que matarme para que lo entregara a cambio de mi libertad. Pero no estaba en mis planes permitir tal cosa, ya ni siquiera porque el niño me hubiera suplicado quedarse conmigo. Sé perfectamente que mi hijo y yo tenemos el mismo monstruo del armario: nuestras madres.
Como suele ocurrir en las tragedias familiares irresueltas, Dios solo cambia el escenario y el atrezzo, los personajes y el trasfondo de la escena a interpretar son los mismos: el maltrato.
Silvio Rodríguez Carrillo
16 – 50
Detrás de una de las cabeceras de la cancha de vóley, estaba el edificio con las aulas y, detrás de la otra cabecera, la cantina. Con la cantina de frente, podías ver, a la derecha un muro que iba hasta llegar a la escalera por la que subíamos a las aulas. A la izquierda, algo del patio de recreo, por el que se accedía a las escaleras que llevaban al vestuario. Sabíamos que no debíamos ir a los vestuarios salvo en los días de fútbol, cuando nos juntábamos por lo menos dos o tres cursos para jugar algún partido del calendario.
Nunca fui un rebelde sin causa, conviene decirlo, pero sí, siempre me gustó experimentar cosas, probar distintas maneras de hacer algo, aunque jamás tuve en mí el menor deseo de violar reglas sólo por joder. Por ejemplo, primero logré cambiar la misa de las 13:30 para las 17:00 porque se hacía más soportable al evitar la hora de más calor de la siesta, y luego pude eliminar su obligatoriedad al reemplazarla por charlas vocacionales que venían a darnos algunos profesionales. Ahí tenías a un abogado, o a un ingeniero contándonos de qué se trataba su trabajo, como para que supiéramos algo.
Por otro lado, debo confesar que siempre tuve problemas con mis superiores si estos no me despertaban admiración. Y digo admiración y no respeto, sabiendo bien qué estoy diciendo. Creo que nunca he respetado a nadie, aunque sí he valorado en todo lo posible a cualquier ser humano que se me cruzó enfrente. Ahora, si un superior no es gigantescamente superior no lo puedo tratar como tal y entonces, en lugar de admirable, me parece despreciable, y al ladito del desprecio, me nacen, incontenibles, las ganas de burlarme, de joderlo adrede para que sepa quién es el guacho de la manada.
Supongo que acabé de joder al padre Brítez cuando logré que –no bien terminado el segundo mes lectivo– me exoneraran de las tediosas clases de religión. Yo venía jugadísimo desde el primer curso, cuando el padre Venancio me escogió como a su favorito y me entrenó en la biografía de los santos, en la simbología oculta de los textos bíblicos y en los misterios del sacerdocio. Yo era un animal de misa y comunión diaria y mi único pecado era, quizás, decir palabrotas. Me fascinaba ser cristiano y me imagino que el padre Venancio esperaba que yo llegue a ser sacerdote.
Cinco años después, con el padre Venancio en Roma, Brítez era el que mandaba. Yo ya sabía, entonces, que nada como un profesor imbécil para domesticar el carácter de un alumno como yo. Sin embargo, en la otra mano, había profesores que darían pena si analizáramos su erudición, pero que tenían una humanidad, un don de gentes severo y gentil, que me desarmaban. El de sicología era tan flojo, el pobre, que si no fuese por mí, no hubiera podido dar. Algo similar ocurría con la profe de Sociales. A Brítez le dolía que yo dominase ciertos quilombos, estaba muy claro.
De repente fue por eso, justamente, que intuitivamente pillé que me tenía rabia y decidí cagarlo. Las notas iban del uno al cinco, uno: aplazado; dos: aceptable; tres: bueno; cuatro: muy bueno; cinco: excelente. Mi nota más baja era 4, en inglés. En todas las demás, religión entre ellas, a puros 5. Yo sabía –como se saben esas cosas que no pueden demostrarse– que Brítez iba a hacer lo que tuviese que hacer para que yo no alcance el 5 en religión. Fue por eso, ahora que lo empiezo a ver, por vanidad y por odiador de injusticias que lo cagué.
Le comencé a estropear las clases de religión mostrándole que su Biblia, la de Reina Valera, era una patada en los huevos, y que con la de Jerusalén el discurso sería más fácil de entender, aunque mucho más difícil de explicar. El golpe de gracia se lo dí después, cuando me burlé de Pablo, tratándolo de posible homosexual al que le faltaron huevos para declararse un puto cualquiera, o por lo menos un misógino al uso, y que me demuestre lo contrario, «si podés, hermano en Cristo». En el consejo de profesores decidieron ya no tenía que pasar clases de religión.
Como sea, yo sabía que no debía bajar por las escaleras hasta el vestuario, al tiempo que sentía que debía hacerlo. La gente como yo sabe que muchas veces las cosas están decididas desde mucho antes, de lo contrario, ¿cómo explicar a Vivaldi y a Richter, a Tolstói y a Cortázar? Así que pasé por el costado de la cantina y bajé la primera y la segunda escalera hasta dar con el vestuario. Estaba vacío, olía a azulejos con lavandina, a humedad limitada, a frescor deportivo. Y escuché, como un rumor, el sonido del agua corriendo por uno de los mingitorios.
Apenas me acerqué para cerrar la llave sentí la tenaza en mi nuca que estrelló mi frente contra la pared de azulejos blancos y una mano hábil, hijoputezca, tomando mi muñeca izquierda para llevarla hasta mi espalda. Un dolor físico, puro, que no conocía, se instaló en mi hombro izquierdo, mientras mi frente primero, mis pómulos después, le aceptaban su realidad de muro a los azulejos. Quien me sometía no era otro que Britez. El aroma a menta que salía de su boca jadeante lo delataba y me encumbraba, porque en mi aliento había tabaco, como oposición necesaria, quizás hasta justa.
Apalanqué mi empeine zurdo detrás del talón de su pierna izquierda y me tiré hacia atrás. Entonces él, desparramado y medio mareado –puede que al golpearse la cabeza por no soltarme– se quedó debajo, con el día boca arriba y mis ojos mirando por una milésima de segundo el terror que le ganaba la mirada. Estrellé mi puño derecho en un gancho debajo de su oreja izquierda y mi puño izquierdo contra el lado derecho de su quijada, por comenzar racionalmente. Golpeé su cráneo con mis puños muchas veces, desde el rencor hasta la calma. Desde el ruido hasta mi nombre.
Ahí está mi boca desbocada mezcla de ira ansiosa y de ternura cegada por la luz de la alborada y vidente de noche como un búho insomne por la presa deseada.
Mi amor sin nombre, está, mi voz sin grito mi corazón, mi esencia silenciada mi muerte protectora, mi estrategia para enfrentar la guerra programada. Ahí está mi cuerpo imperturbable su carne de cañón esclavizada, ahí mi libertad de pensamiento mi letra de cristal, mi llamarada.
Ahí está mi espera, mi renuncia. Nada más afilado que su espada.
Morgana de Palacios
Vaya por tu emoción mi furia trunca, mi visión sin amor, desabrigada, esta garganta al sol y este silencio, estas letras en rosa tan rosáceas en las que han muerto pájaros y árboles al son vibrante de sus asonadas.
Impotente de todo y vuelta furia la vida se ha ensañado en nuestras alas y ha dejado su sino el guerrerismo que tu ira y la mía acostumbraban.
Vamos de los cansancios a las flores, de la cocina suculenta al arma, de la quimioterapia a los escándalos del juzgado de turno a nuestra casa y nos quedamos como un jazmín seco guardadas en el libro de las causas.
Perdidas en las guerras de los otros nos volteamos furiosas y agraviadas, con estas manos que nacieron pródigas de abrigar el vacío y la nostalgia mientras la letra se nos va alejando hacia un futuro que no diga nada.
Vos con tu rebelión, yo con mi mundo. Nuestras almas gemelas. La distancia.
Y que nadie se meta en esta historia. Hagan silencio. Dos mujeres hablan.
Eva Lucía Armas
Jamás una palabra más alta que la otra ni aún cuando el poema dejara de ser arte y transmutado en losa nos crispara los nervios por no poder callarnos unas cuantas verdades.
No sé si hemos perdido los tiempos del amor o hemos ganado juntas tantas guerras brutales que se nos acabaron las razones profundas para fundar de nuevo bulliciosas ciudades.
Todo nos pasa cuenta mientras pasa la vida, los hombres y los hijos, los nietos, los pesares que siempre pesan más que aquellas alegrías que alguna vez tuvieron visos de realidades.
Fuiste para tu padre un escudo de luz y para mí una igual de mi raza y mi sangre, y no ha habido mujer más lúcida y leal renunciando al sosiego por seguir adelante.
Llegaste acostumbrada a jugarte la vida de palabra y de obra. No tuve que enseñarte.
Lejos de mí la muerte si te miro a esos ojos que la vencieron antes de mis oscuridades, porque no por más niña fuiste menos valiente para pisar descalza su senda de cristales.
Hablemos cuanto quieras, tú eliges el idioma que hay un mundo infinito de posibilidades para dos que se entienden más allá de los versos y pueden cerrar juntas los más siniestros bares.
Morgana de Palacios
En una macetita hoy he plantado incienso, un esqueje arrancado que me encontré en la calle mientras iba hacia el super con el bolso vacío y los ojos gastados por el mismo paisaje con que la vida ajusta esta ciudad cerrada a los dolores varios que atesora mi carne.
Porque yo soy de carne desde dentro hacia fuera y es de dentro hacia fuera que los dolores laten si fisuras de lluvia ocultan mis jardines bajo esta arquitectura de pagoda y cristales en la que se refugian los ecos trasegados con sus mendigos húmedos de tristeza insaciable.
Tanto romance heroico suena a marcha profana, a propaganda persa, a contínuos timbales con que marcan el paso los días de la angustia y se quedan callados los de festividades, porque solo una misma, amiga mía y larga, sabe hasta donde lucha la vocación de madre.
Nosotras guerrilleras del acto libertario convocamos a veces a todo el aquelarre por mantener intacta la esperanza baldía y sostener el día sobre los estandartes.
Porque si cabe pena en todos los caminos nosotras somos duras y fuertes caminantes.
En la mar todo era lejano. Y él había olvidado, temporalmente y por su bien, los mapas de retorno hacia su isla.
En la calma chicha de las noches serenas las leguas se le antojaban eternas, insalvables, mientras el galeón se mecía solitario como un crío huérfano indefenso ante lo imprevisible de las aguas.
El capitán de aquel vaixell era el espíritu del mar. Un verdadero corsario de acero que nunca había conocido en sus carnes el miedo a la soledad de las aguas. Tal vez porque en el fondo él también se sentía tan solitario e impío como el océano. Un renegado que jamás lamentó tanto su condición de marinero errante hasta encontrar a su «ella».
No se conocían personalmente. Aunque él presumía de tener en su camarote una imagen del perfil de su mademoiselle brillando sobre el blanco de las elegantes perlas que rodeaban su cuello de cisne.
Sí. Mademoiselle lo hacía feliz desde su exótico paraíso en el hemisferio Sur del mundo. Desde su lejanía cercana en la correspondencia. Lo hacía feliz aunque él no pudiera desnudarla en su santuario marino y amarla a plenitud como le gustaría. Como un hombre.
Pensaba mucho en «ella», a diario. La pensaba como esa pieza imprescindible que completaba el puzzle de su hombría. Algo valioso que ya había tenido con anterioridad en otro estado físico y que perdió, bien sabía el universo por qué, en algún tramo del camino.
Si existía en el mundo una versión de los sueños que lo haciera sentir mágico era la de fabular despierto: la verticalidad de su cabello castaño sobre su espalda desnuda camino de la ducha. Su dulzor tímido y callado estallando en hecatombe, solamente, cuando ella quería y necesitaba gritar junto a ese otro hombre que él había sido en el pasado su placer. Sus grávidos y sensuales pies de geisha (siempre imaginaba a aquella mujer pragmática de cabellera alegre sin los rituales mágicos femeninos del maquillaje, con el rostro lavado y puro avanzando descalza por las viejas calles de su espalda curtida por las largas travesías) El camarote desordenado en suspiros. Sus armas y cortafuegos de mujer derribados, dispuestos a matar su soledad transoceánica.
Lo cierto es que entregaría al destino el contenido al completo del botín atesorado en sus bodegas si eso le permitiera formar parte de su olor a hembra asilvestrada, a mate, en el camarote, mientras ella escribía novelas de navegación en la noche. Todo, por quebrantar en mil nocturnos su atractiva soledad.
Ella sin él.
Fantaseaba con lo mucho que debió haberla amado en alguna de sus anteriores vidas. O quizás en todas.
«Que el destino y los dioses le concedan nuevamente tan alto privilegio a mi próxima piel marinera. Y un galeón español para perdernos mar (cuerpo y verso) adentro».
Pensó mientras volcaba su pasión en verso encerrado en su cripta de cristal, el camarote, rumbo a Tombuctú:
«Detén los tiempos, mademoiselle.
Detenlos.
Detenlos y desnudate conmigo sobre tu cama roja y solitaria pensando en mis insomnios sin tu risa.
Detén los mundos, vida de mi muerte, que yo desataré todos los nudos ciegos de esos amantes que no supieron nunca que el amor vive en tu boca de poeta.
Que dios vuela en tu boca tan lejana»
Los versos.
Fue de esa manera tan antigua y almática que ambos volvieron a retomar el tren de la vida.
El libro de los sueños (Eva Lucía Armas)
Mientras esperaba que el bicicletero terminara de aplicar un parche a la cámara de la rueda trasera que había pinchado durante la vuelta a casa, a través de la vidriera atiborrada de cuadros y accesorios, Mara observaba el suave trajín del mar.
El pueblo costero que había elegido para vivir era breve. Pocas casas sobre calles de arena talcosa que se pegaba a todo como harina integral; muchos árboles que sostenían a la tierra en su sitio; médanos calmos como cuerpos que se desagregaban al pisarlos y nada de turistas, por ahora.
Con las monedas que heredara al morir su padre –un hombre rico en experiencias pero desapegado de lo material– había concretado aquella mudanza, soñada prácticamente desde la niñez.
La casa era como ella: hecha a medida con las cosas imprescindibles. Eso sí, de madera, una madera embreada y fuerte, como un casco de barcaza antigua, no de las modernas. Una casa como una cáscara de nuez muy grande y con un corazón de pulpa dulzona situado en la cocina que olía siempre a especias, a azúcar quemada y a plantas aromáticas.
Legéndero era un pueblo con mar, como el de la canción de Sabina, en el que no había un banco pero sí una taberna en la que Mara había conseguido trabajo recreando recetas extraídas del libro en que su abuela había escrito las que inventara. Legéndero era, sin ir más lejos, el pueblo de su abuela y a eso se debía el regreso de Mara a aquel lugar.
En el libro de recetas de su abuela había encontrado historias sobre Legéndero que, al igual que las recetas, Mara supuso inventadas por su abuela. Ella tenía la misma vocación: inventaba comidas y cuentos.
En el pueblo, a su abuela la llamaban Mara I y por eso a ella la apodaron Mara II. Mara I, porque ese había sido el nombre que un hombre navegante pintó en su barco. Un hombre que no fue su abuelo y que llegó a Legéndero en ese barco que tripulaba solo, como un «Solo en mi balsa».
Contaban los más viejos, casi como una leyenda urbana, que, hasta llegar a Legéndero, aquel barco no había tenido nombre de botadura. Lo contaban con alarma supersticiosa, porque todo barco debe tener un nombre para moverse entre los fantasmas del mar y no ser confundido con alguno de ellos, como le sucedió al Holandés Errante. Pero el de aquel hombre no lo tenía. Para referirse a ellos, al barco le decían «el barco» y al hombre le decían «el capitán del barco» y todos sabían de quién hablaban porque en el pueblo eran pocos y se conocían por sus nombres y por los nombres de sus barcos.
En el libro de recetas de su abuela los cuentos se relacionaban con las comidas. Todas las comidas tenían su historia y todas las historias tenían su comida, así que de ese modo aparecían en la carta de la taberna.
Los martes, esos en los que no te cases ni te embarques, se servían Cuentini d’il capitano.
Así figuraba en el libro de la abuela de Mara II el primer plato que le sirvió un martes al capitán del barco sin nombre de botadura, para que saboreara la hospitalidad de Legéndero.
Mi viejo color rosa ha madurado hacia el fondo de mí y este que uso ahora se me parece más porque tiene esa impronta a cocimiento que lucen las cazuelas esmaltadas.
Soy ya de arcilla bien modelada y firme, un cuenco para sopa en el invierno, un ánfora de agua, un plato con un guiso suculento
y así degusto a solas mis manjares.
Ya no convido a cuanto peregrino da golpes a la puerta de mi mundo ni a tanto trashumante trasnochado buscador del pastizal de altura.
No creo en los mendigos que sollozan males de amor ni en otros mendicantes que ruegan por apósitos.
Tuve mi etapa de credulidad porque quise creer.
Pero las tonterías tienen las patas cortas igual que las mentiras.
Ambas nos hacendaño.
Eva Lucía Armas
Tu color
Me gusta tu color Dios bien lo sabe, tu color de princesa sin corona sin trajes ni aspavientos. Tú me gustas porque tu voz convierte mis angustias en divino placer.
Tú mi amapola, tú el bolero mejor de mi vitrola.
Me gusta tu color: mi Dios lo sabe.
John Madison
El hombre en el balcón
El hombre en el balcón arroja incienso a la calle poblada de guirnaldas y festeja en la sombra a las estrellas que le ocupan la voz y la garganta.
El hombre en el balcón canta en silencio con voz de sol tallada de guitarra y acróbata en el aire teje espumas desagregando olas en fogatas.
El hombre aquel en el balcón me gusta porque su voz es indisciplinada pero alza vuelo sobre malos vientos o se duerme en las noches de las playas cuando se terminaron las gaviotas sobre el clamor del agua.
El hombre del balcón tiene en la lengua todas mis amapolas desangradas.
Eva Lucía Armas
ORÍ
De vez en cuando el hombre de los versos perdía la ilusión por la palabra y marchaba a su reino, con sus muertos, a llorar en silencio sus rondallas.
De vez en cuando el hombre de los versos dejaba de ser hombre, no era nada.
Y como ocurre (siempre) en las historias escritas en el libro irrevocable de la vida, llegaba a la discordia del hombre azul de boca insoslayable su mujer en espíritu, su novia su mustang cobra mágico, su trance.
La dueña de su *Orí, su pan de gloria, su deuda no resuelta irrecordable.
Llegaba esa mujer y recogía sus lágrimas de Juan Martinez Frágil y a golpe de romance construía un nuevo corazón, un nuevo mástil una nueva galera, un Juan vigía para ahuyentar las voces de las banshees.
Llegaba su mujer: Eva Lucia, con su amor de vestal insobornable.