ARTE Y DISCAPACIDAD

Imagen de Stefan Keller en Pixabay

por Orlando Estrella – Rep. Dominicana

El arte, por su propia esencia y naturaleza, juega un papel muy diverso en el ser humano. Desde el inicio del hombre sobre la tierra, esta actividad demostró su influencia en la psiquis humana al grado de considerarse un misterio.

Hombres que aún no habían aprendido a caminar erguidos ya plasmaban con trazos y colores su entorno en todo objeto a su alcance.

En cada ser humano existe un espacio mental relacionado con la actividad artística, no importa la condición o nivel de intelecto que posea. Lo que se necesita es comprender ese nivel y adaptarlo a la condición particular de cada cual.

En las personas especiales se pueden apreciar estas consideraciones, no es de extrañar que en el mundo del autismo por ejemplo, se manifiesten destellos de genialidad fundamentalmente en esta actividad humana.

Un aspecto de primer orden que ejerce el arte sobre personas especiales es la cuestión de integración a la sociedad. El resultado de una obra de arte no es sólo para consumo propio, es para ser mostrada al exterior y esto conlleva una interacción y un sentido de importancia que el sujeto comprueba al ver espectadores alrededor de su obra. Para una persona con discapacidad esto juega un dato de sumo interés dadas las características y tabues de la sociedad en general.

En experiencias propias como profesor de personas con ciertos tipos de discapacidad he podido comprender de cerca la influencia del arte
y la ayuda que les brinda.

Recuerdo el caso de un joven que era evaluado en un Centro de Rehabilitación (en el que yo dirigía un taller de Artes y Alfarería) a fin de determinar a cual actividad de los diferentes talleres existentes iba a ser enviado. Él no calificaba para ser ubicado en ningún taller y estaba a punto de ser rechazado y enviado a su casa.

Los evaluadores (por sugerencia de alguien) decidieron enviarlo a mi taller. La evaluación que hice al inicio fue frustratoria, pero se me ocurrió entregarle algunas piezas de cerámica y colores para que practicara.
El joven comenzó a trabajar y lo noté con una alegría y dedicación que no había mostrado antes.
Al poco tiempo ya había decorado las piezas con un nivel de calidad sorprendente. Él se convirtió, no sólo en el decorador oficial del taller sino que su arte era usado en otras actividades del centro educativo.
Con él sucedió lo que decía antes, sólo hay que determinar su nivel de intelecto y adaptarlo a su condición particular.

Otro caso lo fue el de un alumno que en ocasiones era suspendido y retirado a su casa por diferentes razones. Un día me pidió un pedazo de barro y comenzó a diseñar figuras, me repitió el pedido varias veces y al final había realizado esculturas de cada tipo de dinosaurio con lujo de detalles. Él tenía todas estas figuras en su memoria, que veía en revistas que sus padres le facilitaban. Nunca antes se había notado este talento en el joven el cual tenía cierto grado de autismo. Todo consistía en darle el tiempo prudente para sacar todo el arte que poseía.

Estos ejemplos son más elocuentes que toda la teoría que se pueda manifestar en este mundo de la discapacidad.
Uno de los obstáculos que impiden el desarrollo de personas especiales son los propios padres, estos (en su mayoría) no creen en las posibilidades de avance de sus hijos, y su preocupación hacia ellos es mínima y sus esperanzas casi nulas.

En una ocasión, un alumno con el síndrome de Down realizó un trabajo sobre arcilla, un rostro con rasgos africanos que sorprendió por su calidad tanto anatómica como colorista. Era su regalo de madre como él decía. El trabajo expuesto el día de esa celebración llamó la atención de todos los presentes incluyendo a la prensa.
En un momento la madre del joven se me acercó para oír mi opinión sobre la obra diciéndome que: «la encuentro horrorosa». No encontré palabras para responderle.


PENSAR EL TEATRO

por Edilio Peña – Venezuela

Pensar  el teatro, es más que pensar la representación de una ilusión o un acontecimiento, un sueño o una pesadilla. Es pensar lo fantástico o lo inimaginable como una ciega certeza que nos rebasa. Por eso en el teatro no puede existir la realidad. La realidad es demasiado estrecha para la imaginación y la propia vida. Quienes intentan este desatino de ser fiel a la realidad de la idea y de los principios atávicos de cualquier pensamiento,  desprecian la representación teatral que descarna la honda mentira en que se está sumergido por los espejismos. Pero eso no quiere decir que el teatro sea un defensor absoluto de la verdad.  Porque la verdad a veces puede ser una coartada de una imposición. Quizás es un expositor de la resbaladiza  certeza. Además, el teatro es demasiado ambiguo para ser  evangelista.  Su falsedad es su virtud.  Moliere la glorificó con su comedias.

Un teatro oscuro es más verdadero que un teatro explícito. Llámese este último, social o psicológico. Los personajes de los  verdaderos dramaturgos no  deben decirlo todo;  y de hecho, no lo dicen. El diálogo es el arte supremo de la conversación que vertebra la ausencia.  El teatro se habla para develarse y revelar al otro. No por la estrategia consciente de la voluntad.  Eso crea una paradoja: La representación  de la historia no se convierte en un catálogo de imágenes. Es más, la imagen como destino final de la representación puede ser sacrificada oponiéndole la nada. Solo una mano, un objeto o un haz de luz puede ser suficiente. El ego de la representación es desterrado de la ambición promiscua del barroco teatral a que se nos tiene acostumbrado. Se  debe dramatizar en otra dimensión escénica para que el espectador abandone la razón de ser testigo y se convierta en un poseso que activa la remoción de su triada, física, psíquica y espiritual.

El verbo desencadenado es un gran peligro en estos tiempos  de incontinencia verbal.  Hablar mucho conduce al sin sentido de la reiteración. A veces hay que contraer las riendas del verbo; otras, ahogarlo en el silencio. Dejarlo sin respiración hasta que aparezca la máscara desconocida del pantano o del océano.  Y eso no lo puede lograr el naturalismo ni el realismo tradicional. El teatro sinfónico terminó con William Shakespeare. Chejov e Ibsen fatigan.  El pasado es un fardo que pesa  en la existencia de sus personajes. Cada vez que uno de ellos entra a escena,  tiene que relatar de donde viene; y en ese relato minucioso que convoca el detalle, descubrimos las motivaciones veladas o explicitas de los personajes. Leemos las obras de  William Shakespeare para enterarnos cómo son las tácticas y las estrategias de las intenciones de los personajes que luchan por lograr su magno objetivo.

Macbeth mata al rey Duncan, y al hacerlo, se percata con ello, que  ha asesinado el sueño. Desde entonces, el insomnio lo atormentará.  Ricardo  III,  el único personaje de  literatura dramática que parece no padecer de culpa, asesina  amigos y familiares  en una trepidante y macabra ascensión por entre la escalera de sus víctimas,  con el solo fin de coronarse rey con  su ostentosa ambición y  fealdad; pero en el último acto,  inesperadamente, grita lleno de terror al saberse perdido en la última batalla: “¡ Mi reino, mi renio por un caballo!”. No obstante, en siglo XX, el dramaturgo Irlandés, Samuel Beckett, escribió una pieza llamada Esperando a Godot, donde el pasado ( la motivación), la intención y  el objetivo dramático de sus personajes, no era la premisa estructural para concluir la obra como  expresión de la intriga que  tienen las  piezas teatrales tradicionales.  Beckett había descubierto el absurdo de la vida en el teatro.  Quizá porque una obra teatral cuando culmina en representación,  es para crear una gran insatisfacción en los espectadores, un desasosiego que se puede celebrar o despreciar. Los espectadores  deben marcharse   del teatro,  como si estuvieran a punto de partir de la vida, sin haberlo dicho todo. Aquí la banalidad no calza, pero tampoco la épica.

 Los personajes de la ficción teatral,  están condenados al destino de morir en cada representación, en el sentido de que nunca serán idénticos sus actos en cada nueva representación que se haga de ellos. Sin embargo,  tienen  la posibilidad de resucitar con posturas, gestos y movimientos distintos, así la representación siguiente no sea idéntica a la primera. Hay momentos en que los personajes  teatrales  son como Lázaro burlándose de la muerte. El tiempo existencial es tan breve, que no  permite al personaje  teatral eternizarse en el espacio ni en el tiempo.  Están condenados a existir  en  el fugaz  ahora, ese presente  que los desvanece, y que alguna memoria que se resiste a olvidarlos, eventualmente, los recordará en su última agonía. Ni  la persona ni  los personajes podrán escapar a esta sentencia.  A veces silente, otra brusca o cruenta. El dolor  nos lo recuerda. Nos marchamos de este mundo  sin terminar de hacer y ser completamente lo que quisimos, deseamos o soñamos ser. Algunos descendemos a la tumba,  petrificados por  aquellos secretos inconfesables. Ese es el gran misterio de la vida, que intenta reproducir el buen teatro. Quizá por ello, escribir teatro, no resulte fácil. Porque no es lo que dicen los personajes lo que importa, sino, lo que dejan de decir en la situación dramática límite que los confronta. Ese abismo que los coloca  en el vértigo que produce el vacío.

CUENTOS PARA NIÑOS

María José Quesada

Perrario

Somos muchos dentro de las celdas esperando que vengan a visitarnos. En la mía habitamos tres: una hembra de patas cortas, color canela, hocico puntiagudo y unas largas orejas que le caen por los lados y vuelan cuando ella salta. Es nerviosa como un tic y de todos la más chic. El otro compañero es negro y robusto como el tronco de un castaño, y tan serio como un General, por eso lo llamo así. Si algo le falta es altura porque de músculo va más que sobrado. Tiene los ojos saltones y la nariz chata, no aparenta lo buenazo que es. Y luego estoy yo que, dicen mis amigos, soy algo así como un enjambre de rizos con dos aperturas para los ojos, negra como el hollín, un poco más alta que ellos y, según el General, una descocada. Reconozco que de chica rasgué dos cortinas y roí las patas de una silla pero tampoco es para tanto, ¿quién de pequeño no ha hecho trizas un juguete? En fin, que aquí nos encontramos los tres, y muchos otros más, como si fuésemos delincuentes o malhechores.

La perrita canela, a la que llamo Campanilla, entró en prisión porque sus dueños vinieron a este pueblo de vacaciones y se les olvidó llevársela de vuelta a casa. Dice que el día que se marcharon ella estaba allí también, junto al coche y al lado de las maletas, y que antes de entrar al coche se alejó un poquito para hacer un pis y cuando volvió ya no estaban. Se quedó esperando allí quietita mucho tiempo porque sabía que se darían cuenta de que ella faltaba y darían la vuelta, pero no volvieron. Afirma que aún la estarán buscando y que un día aparecerán. Yo le digo que puede ser y el general le aconseja que no se engañe más.

El General no se anda con rodeos ni fantasías. Opina que está allí porque las personas no saben lo que es la responsabilidad ni el compromiso , que somos juguetes en sus manos y no seres vivos que necesitamos un mínimo de implicación y respeto por parte de quien nos alberga en su vida. Asegura que libres podemos buscarnos la vida pero que en un hogar dependemos del dueño y lo que es peor, nos acostumbran a ello. Asegura que el suyo lo traicionó pero el General no sabe, y no se lo diré nunca, que cuando duerme emite ladriditos de alegría y mueve las patas como si corriera. Éste aún sueña con su dueño, a mí no me engaña.

En la celda de enfrente están Roco y Pergamino. Roco es un San Bernardo que no sé qué pinta aquí en el Sur. Se lo trajeron de Los Pirineos como regalo para una niña, nos contó, pero que cuando fue creciendo y creciendo, y no tenía fin, acabó siendo más grande que la casa y que entonces sus dueños empezaron con los cartelitos de «Se regala…» No funcionó. El tamaño sí importa y la última opción, y promete que con todo el dolor de corazón de sus dueños, ha sido el albergue. Que sí, que aquí nos cuidan mucho, -uffff… cuando llegan los cuidadores esto es un alboroto, pero porque hemos tenido la suerte de que nos trajeran aquí y no «al corredor de la muerte», La perrera, y no me lo invento, porque dicen los que han salido de allí, que como en un mes no te quiera alguien, te chuflan un pinchazo que te quita de en medio y te quedas listo de papeles. San Antón tenga en su gloria a tantos compañeros.

Pergamino…ay el pobre Pergamino… es un galgo maltratado. Todos lo queremos con pasión pero nos tiene terror, en verdad le tiene pavor a la vida. No quiere salir de la celda ni en esos días tan maravillosos que nos sacan de paseo grupal por el campo. Se recoge hecho un ovillo en el fondo de la celda y si quieres arroz, Catalina. Y mira que estamos todos encima de él dándole ánimos y diciéndole que todo pasó… pero no hay forma. Me da tanta pena que viva en ese cautiverio que es más cautiverio que todos los cautiverios del mundo… Lo más gordo es que fue campeón de caza. Se me ponen los rizos de punta así que no voy a contar más.

Lula es otra perrita que está puerta con puerta con la de estos dos ejemplares. Ésta es la monda lironda. En otra vida debió de ser soprano o como se diga que se dice. Ladra a todas horas, es un sinvivir. Hasta le ladra a las mariposas, ¿dónde se habrá visto semejante cosa? Está aquí por ladrina, y cuando hablamos con ella de eso… va y nos ladra.

¡Uh! Acaban de venir unas personas a vernos. Tengo que dejar de cotorrear y acicalarme un poquito que hay que mostrar buena presencia, a ver si entrando por los ojos, nos dejan llegarles al corazón.

Y no lo dije, pero yo estoy aquí porque, aparte de lo de los muebles -que fue cuando me estaban saliendo los dientes-, dejé fritas a dos cobayas – esto fue jugando- y le mordí en el culo a una persona, – ahí sí que fue a propósito porque casi no llegaba pero salté.

Pero prometo, con las patitas juntas, que ya he cambiado.


Esta tarde se han llevado a Brisca. Brisca es toda blanca exceptuando la nariz y los ojos, y tiene el pelo tan largo que cuando camina parece que flota. Es una cosa tan rara que si no lo ves no lo crees. Es, además, muy calladita. Estaba en la celda de la naranja. Es que nuestros departamentos no tienen número, tienen cada uno el dibujo de una fruta.

Brisca vivía con una mujer que un día se murió de lo vieja que era y entonces un policía la trajo aquí para que no estuviera sola en el mundo. Es muy educada y no pasa día sin que nos de los buenos días ni pasa noche sin que nos de las buenas noches. Cuando llegó estaba muy triste, normal, su dueña la crio a biberón y han vivido juntas ocho años, lo sé por Campanilla que lo oyó decir. Pero no hay nada que el cariño no arregle. La llevamos en palmitas y, esto que nadie lo sepa, El General le pone ojitos y luego disimula, pero a mí no me engaña.
Pues ya está, se la ha llevado una señora que olía de bien…olía a bondad y estamos todos muy contentos, hasta Lula, que siempre está protestando, le ha movido la cola a la señora cuando pasó por delante de ella.
Ay… de verdad, esto de estar a la espera no se lo deseo a nadie, muchas veces me pregunto qué algo tan malo habremos hecho; nada, divagaciones mías. Luego me da por pensar en los de La perrera y aún me pongo peor porque sé lo que hace una aguja. Dicen que los perros no pensamos pero no es cierto, pensamos en las cosas que puede pensar un perro, en la comida, en el paseo, en el dueño, y en el daño que nos puedan haber hecho pero no gestionamos los pensamientos. No planeamos ni imaginamos ni nada de eso, pero recordamos y entendemos las palabras y sobre todo nos dice mucho el tono de la voz que habla, y el olor de las personas y presentimos, aunque nunca distinguimos la mentira, ni siquiera sabemos qué es eso ni cómo se forma, por eso hacen con nosotros tantas cosas malas incluso las personas en las que hemos depositado toda nuestra confianza y por las que daríamos la vida. Yo, si digo la verdad, como tarden mucho en venir a por mi ya no me voy a querer ir.

En la celda del plátano, que no lo he contado aún, hay cuatro hermanos que tienen tres meses. Son todo pelusilla y redondos como ovillos. Se llaman Zeus, Gea, Sansón y Pan. Se pasan el día jugando, mordiendo los barrotes de la celda y haciendo la croqueta por los suelos. No les quitamos el ojo de encima y cuando vemos que el juego se les va de las patas les damos un ladrido y se ponen firmes, aunque les dura poco. Nos turnamos cada día para que uno de nosotros los vigile.

El que me preocupa es Pergamino, está muy delgadito aunque El General me dice que los galgos son así porque su naturaleza es correr, correr y correr y que por cosas de la aerodinámica (que no sé lo que es) tiene que ser y estar así de flaco y que todo el problema que tiene está en su cabeza. Yo le hago caso porque sabe mucho, pero aún así siempre olisqueo para saber si se lo ha comido todo. Por ahora come bien pero me gustaría verlo más gordito.

Mañana domingo vienen los voluntarios a echar una mano en la limpieza y esas cosas, para que no cojamos pulgas y todo esté limpito. Nos van a cortar las uñas, con la dentera que me da… pero es preferible porque una vez tenía una tan larga que se curvó y se me fue clavando en la almohadilla y duele… ayú cómo duele.

¡Quéeeee! Ays, que sí, que ya voy. Me toca vigilar a los ñacos que están haciendo escándalo con el plato de la comida.
Mis dulces galletiiitaaaas… ¡no metáis la cabeza ahí… grrrrrrrrr!

Una cosa tengo clara, nunca seré madre.

¡Zlassss! (lengüetazo de despedida)

La autora

LOS NARRADORES

Eva Lucía Armas

Eva-nescente

Había aprendido a huir.

Y de tanto huir le parecía pertenecer a mundos que desaparecían con solamente sacar el pie de ellos.

Había vivido en un montón de mundos que huían unos de los otros, como un complejo juego de escondidas. Mundos que se iban perdiendo en su memoria, escapando mientras se escapaba de algún otro mundo.

Alguna vez pensó que era de aire y que vivía subida en algo que no admitía la condición de enraizar más que en la valija que a veces tampoco se llevaba.

Ella terminó siendo su propia valija, que huía de la vida con los pocos recuerdos que podía meter dentro del pecho:
Su abuela Catalina, que era ampulosa y feliz como una pajarera.
Los sandwiches de queso cremoso de la tía Chichí, cuando en las huídas alguien se la olvidaba en esa casa como a un bulto que todos se niegan a portar.
El aroma profundo del poleo y la menta en un atardecer lleno de verdes.
El gesto serenísimo de la tía Elvina leyendo a Proust debajo de los sauces.
La soledad recóndita.
Los campos polvorientos del abuelo Bautista, tan infinitamente planetarios.

Era, al fin y al cabo, un bulto que manos apuradas iban dejando en diferentes oficinas que no lo recibían.

Hasta que apareció el Dueño del Paquete y lo reclamó como Cosa Muy Suya, a la que nadie, ni siquiera ella, podría volver a acceder, según le dijo cuando se casaron.

Pensó que se había olvidado la cara de su padre y no conseguía recordar la voz de su madre, cuando cargó a los dos hijos menores en el auto y huyó sin secarse la sangre de los golpes.

¿A qué mundo me escapo una vez más?

Como cuando escapaba con su madre de un inevitable momento político, en la valija, transportaba el miedo.



John Madison

Imagen de Souvick Ghosh en Pixabay

A change is gonna come

A los siete días de separarme de mi mujer me compré una botella de tequila. Recuerdo que era sábado y que yo deambulaba por la casa en bóxer como un fantasma, un fantasma que bebía a morros mientras lloraba.

Los niños y la asistenta me veían ir de un lado a otro, pero no me decían nada porque sabían que me encontraba en un estado de depresión profunda. Mi cuerpo y mis emociones reflejaban, prácticamente, los mismos síntomas que un toxicómano siente cuando el síndrome de abstinencia lo tiene pillado por los huevos.

Lo que te convierte en adicto no es la sustancia, actividad u objeto en cuestión, sino tu comportamiento ante su ausencia, la ausencia de mi mujer.

Sí, soy un adicto al amor. Pero no supe que lo era hasta que comencé mi proceso de divorcio. Abría y cerraba el día llorando por una hija de perra que me había maltratado psicológica y físicamente tanto a mis hijos como a mí.

Quedé muy descalabrado de esa relación en todos los frentes: el emocional, el físico y el financiero. Sufría ataques de pánico, alcoholismo, depresión, ansiedad, agorafobia, impotencia, recuerdos intrusivos, pérdida del control, arrebatos de ira, aislamiento, pensamientos suicidas, trastorno del sueño y pesadillas recurrentes en esos días en los que conseguía dormir, además de transfiguración de la realidad, insensibilidad ante los estímulos vitales y una profunda dificultad para mantener la atención; hecho que afectó considerablemente a mi carrera de escritor.

¿Se puede superar la dependencia emocional? Por supuesto que sí, pero primero has de reconocer que eres codependiente.

La dependencia emocional está catalogada a día de hoy por la psiquiatría moderna como adicción. Mi cuerpo es un libro abierto que atestigua todas las humillaciones que soporté durante veintisiete años: un navajazo en una pierna, rotura del radio, una cicatriz en el cráneo, dos dientes partidos por los que pagué un ojo de la cara al dentista que los devolvió a su estado original y una larga lista de marcas invisibles.

Esas son las más difíciles de calibrar ya que los sucesos que las acompañan me salen al paso sin que yo los llame y cuando esto sucede, por regla general, la herida vuelve a sangrar profusamente.

¿Tiene alguien idea de lo que es despertar en medio de la noche con un cuchillo de sushi en la garganta?

Existen muchos tipos de maltrato: el psicológico, el financiero, el físico, el sexual…Yo los soporte todos.

El maltrato está, a menudo, se asocia con las mujeres como víctimas, aunque todas las personas que hemos pasado por situaciones similares sabemos que el asunto no tiene estatus social, bandera o género.

Socialmente se juzga y condena a un hombre que no responde a un acto de tal índole con la misma moneda. Al parecer los que nos abstenemos de golpear somos menos hombres. Pero hay que ser muy hombre para mirarse ante el espejo y hacer el obligado recuento de los daños, mucho más que para ocultarlo. El gran aliado de la violencia conyugal es el silencio del cónyuge afectado. No solo sentía vergüenza de exponer mi calvario, sino que había desarrollado una simpatía hacia mi ex mujer que me llevaba a justificar su mal comportamiento.

Podría haberle soltado dos carajazos bien dados, y aquí paz y en el cielo gloria. Pero nunca lo hice por mi educación. Mi abuelo nos grabó a martillo, tanto a mí como a mis hermanos varones, Rafa y Yeyo, que el hombre que le levantaba la mano a una mujer no era nunca más un hombre. «La violencia es un camino sin retorno», solía decirnos. Pese a ello, confieso que alguna vez la abofeteé para llamarla a capítulo.

No, no podía responder a sus ataques con un contraataque efectivo, pero tampoco era capaz de apartarla de mi vida. Mi matrimonio era peor que formar parte del reparto de actores del film A Nightmare on Elm Street en versión vida real.

La historia era siempre la misma. Ella montaba un pollo, yo la echaba de casa. Luego de unas semanas ella regresaba, me pedía perdón y yo la dejaba entrar, una vez más, en mi reino. A veces se presentaba en el colegio de los niños y les pedía envuelta en sus lágrimas de cocodrila trágica que intercedieran por ella. Entonces los niños hacían de mediadores, también envueltos en lágrimas, solo que las de los niños no eran falsas.

Tantas noches llegué a hacerme la pregunta de por qué me sentía imposibilitado de romper aquel círculo cíclico de broncas y perdones que la vida me trajo de vuelta la respuesta: «Apriétate el cinturón, guaperas. Dependes emocionalmente de una psicópata».

Los psicópatas tienen un comportamiento similar al de un pitbull. Una vez pillan a la presa se resisten a abrir las fauces y como suele ocurrir con las perras suelen ser más agresivas y territoriales que los machos, y es una realidad clínicamente probada que los dependientes emocionales respondemos a una jerarquía de mando. El alfa es quien gobierna y yo no he sido jamás alfa de nada. Yo representaba en aquel guirigay monumental el papel de perro, también. Aunque mi fuerza física era superior mi cerebro interpretaba que la cadena de mando era inviolable.

Como dependiente emocional tenía auténticos problemas para lidiar con los espacios vacíos. Vivir sin mi ración diaria de sexo era un infierno. Ni siquiera era capaz ya de masturbarme porque me hacía sentir más terriblemente solo aún. Me tiraba todo el día colocado en una especie de trance provocado por el hachís la marihuana y el alcohol que anestesiaba por completo mi sensibilidad.

No me divorcié por voluntad propia, pero todo círculo se cierra cuando Dios le asigna a uno escuderos poderosos. Marie, nuestra Marie, nos sentó en la cocina de casa una mañana y le pidió a su madre que se marchara a Londres. Tanto mis hijos como mi asistenta estaban hasta el moño de las manipulaciones y de las malas pulgas de la señora.

Me llevó tres años divorciarme, fue laborioso. Cada vez que mi abogada presentaba el preacuerdo mi mujer se declaraba en desacuerdo y vuelta a empezar. A excepción de la casa familiar a mi nombre le permití quedarse con todo lo que me exigía con tal que me dejara en paz, cuenta bancaria incluida.

Aun así, no era suficiente para ella. Chapeadora profesional al fin, intentó quedarse con la custodia total del niño. No por amor de madre, sino porque vivir con el niño le permitiría mantenerse en contacto conmigo.

Por supuesto que peleé por quedármelo con uñas y dientes. A mí había que matarme para que lo entregara a cambio de mi libertad. Pero no estaba en mis planes permitir tal cosa, ya ni siquiera porque el niño me hubiera suplicado quedarse conmigo. Sé perfectamente que mi hijo y yo tenemos el mismo monstruo del armario: nuestras madres.

Como suele ocurrir en las tragedias familiares irresueltas, Dios solo cambia el escenario y el atrezzo, los personajes y el trasfondo de la escena a interpretar son los mismos: el maltrato.



Silvio Rodríguez Carrillo

16 – 50

Detrás de una de las cabeceras de la cancha de vóley, estaba el edificio con las aulas y, detrás de la otra cabecera, la cantina. Con la cantina de frente, podías ver, a la derecha un muro que iba hasta llegar a la escalera por la que subíamos a las aulas. A la izquierda, algo del patio de recreo, por el que se accedía a las escaleras que llevaban al vestuario. Sabíamos que no debíamos ir a los vestuarios salvo en los días de fútbol, cuando nos juntábamos por lo menos dos o tres cursos para jugar algún partido del calendario.

Nunca fui un rebelde sin causa, conviene decirlo, pero sí, siempre me gustó experimentar cosas, probar distintas maneras de hacer algo, aunque jamás tuve en mí el menor deseo de violar reglas sólo por joder. Por ejemplo, primero logré cambiar la misa de las 13:30 para las 17:00 porque se hacía más soportable al evitar la hora de más calor de la siesta, y luego pude eliminar su obligatoriedad al reemplazarla por charlas vocacionales que venían a darnos algunos profesionales. Ahí tenías a un abogado, o a un ingeniero contándonos de qué se trataba su trabajo, como para que supiéramos algo.

Por otro lado, debo confesar que siempre tuve problemas con mis superiores si estos no me despertaban admiración. Y digo admiración y no respeto, sabiendo bien qué estoy diciendo. Creo que nunca he respetado a nadie, aunque sí he valorado en todo lo posible a cualquier ser humano que se me cruzó enfrente. Ahora, si un superior no es gigantescamente superior no lo puedo tratar como tal y entonces, en lugar de admirable, me parece despreciable, y al ladito del desprecio, me nacen, incontenibles, las ganas de burlarme, de joderlo adrede para que sepa quién es el guacho de la manada.

Supongo que acabé de joder al padre Brítez cuando logré que –no bien terminado el segundo mes lectivo– me exoneraran de las tediosas clases de religión. Yo venía jugadísimo desde el primer curso, cuando el padre Venancio me escogió como a su favorito y me entrenó en la biografía de los santos, en la simbología oculta de los textos bíblicos y en los misterios del sacerdocio. Yo era un animal de misa y comunión diaria y mi único pecado era, quizás, decir palabrotas. Me fascinaba ser cristiano y me imagino que el padre Venancio esperaba que yo llegue a ser sacerdote.

Cinco años después, con el padre Venancio en Roma, Brítez era el que mandaba. Yo ya sabía, entonces, que nada como un profesor imbécil para domesticar el carácter de un alumno como yo. Sin embargo, en la otra mano, había profesores que darían pena si analizáramos su erudición, pero que tenían una humanidad, un don de gentes severo y gentil, que me desarmaban. El de sicología era tan flojo, el pobre, que si no fuese por mí, no hubiera podido dar. Algo similar ocurría con la profe de Sociales. A Brítez le dolía que yo dominase ciertos quilombos, estaba muy claro.

De repente fue por eso, justamente, que intuitivamente pillé que me tenía rabia y decidí cagarlo. Las notas iban del uno al cinco, uno: aplazado; dos: aceptable; tres: bueno; cuatro: muy bueno; cinco: excelente. Mi nota más baja era 4, en inglés. En todas las demás, religión entre ellas, a puros 5. Yo sabía –como se saben esas cosas que no pueden demostrarse– que Brítez iba a hacer lo que tuviese que hacer para que yo no alcance el 5 en religión. Fue por eso, ahora que lo empiezo a ver, por vanidad y por odiador de injusticias que lo cagué.

Le comencé a estropear las clases de religión mostrándole que su Biblia, la de Reina Valera, era una patada en los huevos, y que con la de Jerusalén el discurso sería más fácil de entender, aunque mucho más difícil de explicar. El golpe de gracia se lo dí después, cuando me burlé de Pablo, tratándolo de posible homosexual al que le faltaron huevos para declararse un puto cualquiera, o por lo menos un misógino al uso, y que me demuestre lo contrario, «si podés, hermano en Cristo». En el consejo de profesores decidieron ya no tenía que pasar clases de religión.

Como sea, yo sabía que no debía bajar por las escaleras hasta el vestuario, al tiempo que sentía que debía hacerlo. La gente como yo sabe que muchas veces las cosas están decididas desde mucho antes, de lo contrario, ¿cómo explicar a Vivaldi y a Richter, a Tolstói y a Cortázar? Así que pasé por el costado de la cantina y bajé la primera y la segunda escalera hasta dar con el vestuario. Estaba vacío, olía a azulejos con lavandina, a humedad limitada, a frescor deportivo. Y escuché, como un rumor, el sonido del agua corriendo por uno de los mingitorios.

Apenas me acerqué para cerrar la llave sentí la tenaza en mi nuca que estrelló mi frente contra la pared de azulejos blancos y una mano hábil, hijoputezca, tomando mi muñeca izquierda para llevarla hasta mi espalda. Un dolor físico, puro, que no conocía, se instaló en mi hombro izquierdo, mientras mi frente primero, mis pómulos después, le aceptaban su realidad de muro a los azulejos. Quien me sometía no era otro que Britez. El aroma a menta que salía de su boca jadeante lo delataba y me encumbraba, porque en mi aliento había tabaco, como oposición necesaria, quizás hasta justa.

Apalanqué mi empeine zurdo detrás del talón de su pierna izquierda y me tiré hacia atrás. Entonces él, desparramado y medio mareado –puede que al golpearse la cabeza por no soltarme– se quedó debajo, con el día boca arriba y mis ojos mirando por una milésima de segundo el terror que le ganaba la mirada. Estrellé mi puño derecho en un gancho debajo de su oreja izquierda y mi puño izquierdo contra el lado derecho de su quijada, por comenzar racionalmente. Golpeé su cráneo con mis puños muchas veces, desde el rencor hasta la calma. Desde el ruido hasta mi nombre.

Yo tenía entonces 16 años, Brítez, casi 50.

Los autores

Eva Lucía Armas

John Madison

Silvio Rodríguez Carrillo

MADEMOISELLE

Cadáver exquisito en prosa – fragmentos

John Madison – Eva Lucía Armas

Mademoiselle (John Madison)

En la mar todo era lejano. Y él había olvidado, temporalmente y por su bien, los mapas de retorno hacia su isla.

En la calma chicha de las noches serenas las leguas se le antojaban eternas, insalvables, mientras el galeón se mecía solitario como un crío huérfano indefenso ante lo imprevisible de las aguas.

El capitán de aquel vaixell era el espíritu del mar. Un verdadero corsario de acero que nunca había conocido en sus carnes el miedo a la soledad de las aguas. Tal vez porque en el fondo él también se sentía tan solitario e impío como el océano. Un renegado que jamás lamentó tanto su condición de marinero errante hasta encontrar a su «ella».

No se conocían personalmente. Aunque él presumía de tener en su camarote una imagen del perfil de su mademoiselle brillando sobre el blanco de las elegantes perlas que rodeaban su cuello de cisne.

Sí.
Mademoiselle lo hacía feliz desde su exótico paraíso en el hemisferio Sur del mundo. Desde su lejanía cercana en la correspondencia. Lo hacía feliz aunque él no pudiera desnudarla en su santuario marino y amarla a plenitud como le gustaría.
Como un hombre.

Pensaba mucho en «ella», a diario. La pensaba como esa pieza imprescindible que completaba el puzzle de su hombría. Algo valioso que ya había tenido con anterioridad en otro estado físico y que perdió, bien sabía el universo por qué, en algún tramo del camino.

Si existía en el mundo una versión de los sueños que lo haciera sentir mágico era la de fabular despierto: la verticalidad de su cabello castaño sobre su espalda desnuda camino de la ducha. Su dulzor tímido y callado estallando en hecatombe, solamente, cuando ella quería y necesitaba gritar junto a ese otro hombre que él había sido en el pasado su placer. Sus grávidos y sensuales pies de geisha (siempre imaginaba a aquella mujer pragmática de cabellera alegre sin los rituales mágicos femeninos del maquillaje, con el rostro lavado y puro avanzando descalza por las viejas calles de su espalda curtida por las largas travesías) El camarote desordenado en suspiros. Sus armas y cortafuegos de mujer derribados, dispuestos a matar su soledad transoceánica.

Lo cierto es que entregaría al destino el contenido al completo del botín atesorado en sus bodegas si eso le permitiera formar parte de su olor a hembra asilvestrada, a mate, en el camarote, mientras ella escribía novelas de navegación en la noche. Todo, por quebrantar en mil nocturnos su atractiva soledad.

Ella sin él.

Fantaseaba con lo mucho que debió haberla amado en alguna de sus anteriores vidas. O quizás en todas.

«Que el destino y los dioses le concedan nuevamente tan alto privilegio a mi próxima piel marinera.
Y un galeón español para perdernos mar (cuerpo y verso) adentro».

Pensó mientras volcaba su pasión en verso encerrado en su cripta de cristal, el camarote, rumbo a Tombuctú:

«Detén los tiempos, mademoiselle.

Detenlos.

Detenlos y desnudate conmigo
sobre tu cama roja y solitaria
pensando en mis
insomnios sin tu risa.

Detén los mundos, vida de mi muerte,
que yo desataré todos los nudos ciegos
de esos amantes que no supieron nunca
que el amor vive en tu boca de poeta.

Que dios vuela en tu boca tan lejana»

Los versos.

Fue de esa manera tan antigua y almática que ambos volvieron a retomar el tren de la vida.



El libro de los sueños (Eva Lucía Armas)

Mientras esperaba que el bicicletero terminara de aplicar un parche a la cámara de la rueda trasera que había pinchado durante la vuelta a casa, a través de la vidriera atiborrada de cuadros y accesorios, Mara observaba el suave trajín del mar.

El pueblo costero que había elegido para vivir era breve. Pocas casas sobre calles de arena talcosa que se pegaba a todo como harina integral; muchos árboles que sostenían a la tierra en su sitio; médanos calmos como cuerpos que se desagregaban al pisarlos y nada de turistas, por ahora.

Con las monedas que heredara al morir su padre –un hombre rico en experiencias pero desapegado de lo material– había concretado aquella mudanza, soñada prácticamente desde la niñez.

La casa era como ella: hecha a medida con las cosas imprescindibles. Eso sí, de madera, una madera embreada y fuerte, como un casco de barcaza antigua, no de las modernas. Una casa como una cáscara de nuez muy grande y con un corazón de pulpa dulzona situado en la cocina que olía siempre a especias, a azúcar quemada y a plantas aromáticas.

Legéndero era un pueblo con mar, como el de la canción de Sabina, en el que no había un banco pero sí una taberna en la que Mara había conseguido trabajo recreando recetas extraídas del libro en que su abuela había escrito las que inventara. Legéndero era, sin ir más lejos, el pueblo de su abuela y a eso se debía el regreso de Mara a aquel lugar.

En el libro de recetas de su abuela había encontrado historias sobre Legéndero que, al igual que las recetas, Mara supuso inventadas por su abuela. Ella tenía la misma vocación: inventaba comidas y cuentos.

En el pueblo, a su abuela la llamaban Mara I y por eso a ella la apodaron Mara II. Mara I, porque ese había sido el nombre que un hombre navegante pintó en su barco. Un hombre que no fue su abuelo y que llegó a Legéndero en ese barco que tripulaba solo, como un «Solo en mi balsa».

Contaban los más viejos, casi como una leyenda urbana, que, hasta llegar a Legéndero, aquel barco no había tenido nombre de botadura. Lo contaban con alarma supersticiosa, porque todo barco debe tener un nombre para moverse entre los fantasmas del mar y no ser confundido con alguno de ellos, como le sucedió al Holandés Errante. Pero el de aquel hombre no lo tenía. Para referirse a ellos, al barco le decían «el barco» y al hombre le decían «el capitán del barco» y todos sabían de quién hablaban porque en el pueblo eran pocos y se conocían por sus nombres y por los nombres de sus barcos.

En el libro de recetas de su abuela los cuentos se relacionaban con las comidas.
Todas las comidas tenían su historia y todas las historias tenían su comida, así que de ese modo aparecían en la carta de la taberna.

Los martes, esos en los que no te cases ni te embarques, se servían Cuentini d’il capitano.

Así figuraba en el libro de la abuela de Mara II el primer plato que le sirvió un martes al capitán del barco sin nombre de botadura, para que saboreara la hospitalidad de Legéndero.

Los autores

John Madison

Eva Lucía Armas

CONTRATAPA

Conga, conga, conga



La sabiduría popular dice: «Por la plata baila el mono».

Observo y traspolo: «Por la promoción de su obra baila el escritor» y, lo mismo que el mono, con tal de ser promocionado –al menos en este mundo de habitantes que son solo virtuales– a demasiados no les importa dentro de qué bolsa de gatos son incluidos.

Están ahí y no precisamente para valorar su propia obra sino para proyectarse en el espacio de la inclusión, rodeados de otros que pretenden lo mismo, independientemente de las calidades de cada uno, generalmente desparejas y descuidadas si el editor lo es.

En eso, siempre he sido un exquisito.

Pese a ser yo el que selecciona el material y ser, además, un exigente obsesivo para con lo que publico, la Revista tiene un fin determinado y no es la promoción, sino que, los que participan son muestra de que puede hacerse buena literatura, aún en internet, premisa fundamental del proyecto Ultraversal al que la Revista pertenece. Como la falsa humildad no es lo mío, no soy un editor descuidado con el material que le llega. Debe reunir calidad en fondo y forma. Eso, es innegociable. O sea, no publico cualquier cosa con tal de llenar las hojas de esta Revista. No publico bultos. Publico autores que puedan llamarse tales.

Por eso, debo decir que me defrauda profundamente la forma entusiasta en que tipos que escriben muy bien se prostituyen a la caza de un poco de espacio en cualquier publicación que ni siquiera define los mínimos límites del buen hacer y donde todo se da por bueno, solamente para llenar páginas.

¿Quién puede promocionarse dentro de una bolsa de gatos o un cajón de sastre? Más aún, si los que dirigen ese lugar saben todavía menos que los que escriben dentro y por lo tanto, son incapaces de hacer las correcciones necesarias para que el material no salga cojo, mal entrazado o directamente, mal escrito.

Antes, en mis épocas épicas, hablaba de estas cosas con aquellos que las hacían. Intentaba que comprendieran que se trasciende por la calidad y no por la cantidad de publicaciones de medio pelo en las que nos incluyan.

Ahora, ni siquiera me lo planteo.

Es una época donde la calidad no importa como no importa tampoco la mezcolanza si eso sirve para que alguien nos lea, allí entremetidos entre toda clase de calidades que no respetan la nuestra y que, por bajas, terminan también por bajarnos el precio.

Lo que siento es este desengaño profundo que me producen los autores que estimo y veo que se venden por un minuto de fama, mientras promocionan con desafuero entusiasta el folletín que los ha bendecido concediéndoles una carilla a su aparición pública.

Ese sentimiento nos asalta a los que estamos de vuelta.

Es piedad. Piedad por la literatura, quiero decir. Pura y dura piedad por la literatura que se ha transformado en una bestia en vías de extinción por la que nadie hace nada para repararle las heridas exigiendo al menos un mínimo de calidad en las publicaciones.

Los desaforados de la promoción son los primeros que se prenden, aunque sea de una teta seca o, lo que es peor, de una teta atrapada en la mastitis de su propia prostitución.

Mi hija menor, mientras me ve teclear, quiere saber qué me pasa. Le digo que siempre hay un peldaño más para el desengaño. Nunca el desengaño es suficiente. Tiene la reservada capacidad de darte una sorpresa.

גברי אכנזי
Gavrí Akhenazi

Bonus track

EL AUTOR INVITADO

Jorge Alejandro Neira Rosas (Chile)

Poemas

INTERSECCIONES EN UN PLANO NO EUCLIDIANO

Entre la pléyade de amigas y amigos
en estos ocho años se han casado y divorciado
casi todos.
En mi pared, una ventana va contigo en tus pasos
y en tu insomnio.
¿Sabes cuantos eclipses parpadean en mi silencio?
Este calendario rota y rota sobre sí mismo.

Entre tu jaula y la mía
aun cae el rocío.


CINEMASCOPE

Si.
Es verdad que no duermo,
pero da igual.
Mirando las imperfecciones del cielo raso
repaso las arrugas que asoman en tus mejillas.
Si.
Es verdad,
el techo este es un cine de fantasías
desde el que me sonríes
y me pregunto
por qué
aun
sueño contigo.


MUJER QUE MIRA COLORES EN UNA PARED

Si llegas hecha verso y metáfora
desenredando tu ADN de maga,
balanceando tu existencia de penumbras
o mirando de revés la tómbola de tus años,
quedarán tus huellas
en mi pared.
Si llegases -octosílaba, silente-
danzando y alumbrando el último adjetivo,
masticando una calle de favelas,
tiñendo de sangre tu luna menstrual,
dejarías tu alma
descansando
en esta ventana.


DOBLEZ

Camíname después de las orillas,
en otras ramas,
dibujando en la periferia
estos ángulos que matan.

Cada esquina un vórtice que nos mira.

Un vals de ballenas en el ajedrez planetario.

Esta fuente gorgotea sangre de unicornios,
tan mal está nuestra sociedad.
Las muchachas se pintarrajean
como si con eso acunaran horizontes.
Las manos líquidas de labiales trasvestidos
inoculan falsos pentagramas,
no hay año bisiesto en una uña que maquilla,
en un labio que se pudre en una tumba.
Esta fuente se deshace y arroja pelucas al viento.
¿Quién caminó sobre sus pecados a medio confesar?
Desvistieron cada muñeca y ocultaron sus lágrimas entre tanto reloj sin cuerda.
¿Dónde estuvo la señora muerte en sus zapatos blancos?
¿Dónde quedó el verde que te quiero verde si solo hay humo en la memoria?
La densidad misma,
tarjetas de crédito y plástico en todos los océanos.

Esta fuente, esta fuente…
Esta fuente gorgotea sangre de unicornios,
tan mal está nuestra soledad.


Prosa

UNA MANO MUERTA SALUDA MI NAUFRAGIO

Todos los puertos están clausurados. Canta mi canción, leva tus anclas, estruja mi sombra. La tarde cae y caen tus lágrimas, así, de soledad inmune.



EN TRÁNSITO
SIN MÁS ADICCIONES NI FALSAS EXPECTATIVAS.

Dejar que la noche se devore a sí misma en algún oscuro rincón del alma, deshabitar aquellos hilos que alguna vez fueron puentes luminosos apretando ese destino hacia una calle sin salida, intentando resolver, a golpes cotidianos, una ecuación desde el inicio mal planteada, una esperanza inocente que se diluye ya en pasos perdidos tras la luna.

Abandonar caminos de fantasía y espejos, triturarse los ojos, las manos, las rodillas; arrancarse los sueños dejándolos ir hacia cualquier cementerio, solo rosas negras serán pasaporte hacia el olvido, una larga cadena de amaneceres y lluvia que ya no me revivirán, negras rosas de silencio, rosas de vacío implacable, horizonte preso en nunca más voltear la vista.
Huérfano, ahora, de vino y tabaco, madrugando sin norte, voz perdida en la arboleda. Tanto ir solo a estrellarme, a repensarme solitario escudriñando viejas huellas en arena, un triste canto de gaviotas sobre un mar embravecido, una gran circunferencia que abandonó su centro, inútil reloj durmiendo sin horas, estrella muriendo lejos de cualquier constelación.

Unos resabios amargos de voces me aguijonean a la distancia. Se ha ido la luz, el multiverso no amanecerá en mi desayuno; ninguna plaza volverá a triangular esa distancia, la pandemia será apenas una anécdota, un paréntesis de temor y mascarillas, la hora final en un juego de abalorios diluidos, un punto aparte en sonrisas que no veré, una lámpara sin combustible mirando por última vez al infinito.

Es la hora de tatuarse un sol muerto, de clavarse las uñas en la garganta, arrancarse uno a uno todos los versos que, atragantados, esperaban la vida. Esta es la hora, la de caer al pozo ciego, inmisericorde, en la contraportada de un libro que no se volverá a transitar, palabras sin sentido, gramática esquizoide en un silabario de hojas marchitas.

Aquella hora en ese huerto donde el todo nos abandona, cuando el silencio nos golpea a gritos en los huesos y la noche nos besa los ojos.

La última cruz, sin salvoconducto, directa a la muerte segunda, un remolino ciego blandiendo su estocada final, sin despedidas, ningún obituario; un corte perfecto y limpio llevándose los dedos del espíritu. La última cruz, trazada en el aire con lágrimas de sangre que no se recordarán.

Llueve ahora.
De medias hojas, de medias lunas, llueve.
Rojos hilillos me atraviesan.

Es la hora de tatuarme todos los soles muertos.



TODO CRÉDITO TIENE VENCIMIENTO

En este callejón sin salida, la muerte me arrincona, me ofrece un año más de vida a cambio de mis manos. Sin emoción alguna advierte que mi tiempo se ha terminado, que nada puedo hacer sin saltarme esta larga cadena de aspiraciones y remordimientos, solo me apunta y exige: mis manos por más vida.

Le respondo: tu cabeza por un año de lluvia en un calendario bisiesto.

No se lo esperaba, baja su capucha y saca de entre los jirones de su capa, una baraja que me ofrece. Naipes cotidianos, todas las postales aún no dibujadas, una colección de sermones y batucadas, inútiles timones en barcos olvidados, llaveros inservibles en noches de eclipse, ruidos apenas audibles para una carabela que flota en una nube de luciérnagas; me entusiasma con viajes a diestra y siniestra. Siniestros, más bien.

Yo también insisto: tu guadaña y un volcán boca abajo.

La muerte no renuncia, nunca lo ha hecho, por lo que sé.

Extiende frente a mí un tablero de cementerios fugaces y rotos, una cierta amalgama de ofrendas amarillas y oscuras, una total muestra tipo feria transuniversal, una tempestad de algoritmos en un cuaderno de agua, pasos lentos en tres dimensiones; intenta ganar su partida, es decir, mi partida…, pero yo tampoco renunciaré, no ahora.

Negociando con la muerte pasaron estos años. Sí. Y tuve hijos, huertos, amantes, amores que no fueron pero que igual fueron y dejaron otros caminos en medio de agujeros negros y enanas blancas.

No toqué sus cartas a pesar de su asombro, me negué a sostener su violín o a caminar sobre sus ojos. Truqué y retruqué cada astilla de su tiempo, enarbolé toda raíz que brotó en mis sienes, no dejé piedra lunar sobre venus y trepé, trapecista sin vértigo, hasta el último cuadrante.

No sé si fue una tregua. Alzó su diestra y me mostró la torre Eiffel.
Orgullo, dijo, solo una vez.

Es lo último que recuerdo en este quirófano en el que me arrancan el corazón.


Acerca del autor

Jorge Alejandro Neira Rozas nació en Chile; es antropólogo de profesión, poeta y cuentista. Escribe desde su juventud apareciendo su primera publicación en 1975, como integrante de un poemario junto a otros dos destacados poetas nacionales: José María Memet y Gustavo Becerra.

Fue luchador social contra la dictadura de Augusto Pinochet y debió exiliarse. Retomando la escritura en 2013, en 2018 ve la luz su primer libro «De nostalgias y caminos».

Al día de hoy, Neira Rozas cuenta ya con seis libros terminados, de los cuales «Mujeres de luz y sombras» está en proceso editorial y «Peldanne» siendo prologado.

El autor es miembro de número de la SECH (Sociedad de Escritores de Chile)

Su página en Facebook: SURPOESÍA.


EDITORIAL

por Gavrí Akhenazi

Imagen de Christine Sponchia en Pixabay

La forma justa

Quizás, muchos consideren al acto creativo como el hecho de trasladarse a un mundo irreal o que, al menos, dista del real general.

Ya, que algunos se dediquen a escribir pensamientos o reflexiones provoca curiosidad en aquellos que no lo hacen. Entonces, aparecerá un buen cúmulo de detractores que impondrán sus dudas acerca de la capacidad de decir o su repudio por hacerlo, al considerar a la literatura una pérdida de tiempo abocada exclusivamente a desfogar la emocionalidad de quien escribe. El mundo comunicativo de la tecnología impone actualmente otros parámetros comunicacionales.

Sin embargo, no hay nada extraño en esa necesidad de escribir conclusiones personales o, simplemente vivencias personales, como germen original de lo que puede –a veces– convertirse en una historia desde todo punto universalizable.

La escritura representada por sus escritores más allá de tratarse de una manifestación cultural es una imagen de la verdad –léase realidad, vida, humanidad, hombre– que se expresa a través de un intérprete que obra de manera mediumnica al plasmar o reinterpretar los hechos del hacer humano, independientemente del escenario en que los radique, aunque en general el mundo vea al hacer literario como un pasatiempo asequible a todos, más aún en estos tiempos de internet.

Esta forma de ver al hecho literario como algo sin importancia ya que «redactar» –no escribir– está al alcance de cualquier persona mínimamente alfabetizada e incluso analfabeta y capaz de hilar un frondoso relato oral, hace que, por su masividad actual, no se le preste la debida atención y menos aún, el necesario crédito a una expresión de calidad.

Esa especie de minusvalía en que ha sumido a la literatura el exceso de oferta, atenta contra la calidad de la elaboración ya que la ausencia casi total de enfrentamiento al despiadado ojo del buen lector, ha conseguido la aceptación de cosas indefectibles de leer sin experimentar una irrefrenable  «vergüenza ajena».

Diría que es este cúmulo inefable de descuidos literarios el que me produce rabia al comprobar la ceguera y la falta de pensamiento crítico presente en el actual mundo lector que sería disculpable si en el actual «mundo escritor» existiera, aunque fuera mínimamente, la condición autocrítica.

Para que una expresión alcance todo su potencial y pueda convertir el sentimiento original en fuerza expresiva, desenmascarando y desmembrando sus ribetes y sus consecuencias, la forma a la que se apele para construirlo es fundamental.

La forma literaria implica el equilibrio, la justeza en el adecuado balanceo de cómo se propone una situación e incluso, en muchas ocasiones, para que un producto literario sea efectivo en su comunicación particular, puede apelar a la subversión  o sea, a los riesgos que se aceptan por fuera de los modelos convencionales y exponerlos sin miramientos, casi como una especie de escándalo que busque remover resortes en el lector.

La subversión o la transgresión está en la elección de los temas, en develar mediante una forma ajustada al fin propuesto, las anécdotas y lograr comunicarlas con efectividad y contundencia.

Las búsquedas reales y efectivas, según entiendo, deben ejercerse sobre la mirada que el autor proyecte sobre las cosas a plasmar y en cómo será capaz de edificar esa visión para conseguir compartirla con el potencial lector.

 La escritura que le impondremos a cada frase para darle forma elocuente al producto literario es el elemento decisivo.

Una mala forma, una elección equivocada en la construcción de un mensaje, arruinan cualquier buena idea y le impiden lucir su natural intensidad.

El medio que elegimos, o sea, la forma y su escritura, constituyen una parte insoslayable de la verosimilitud literaria y son, desde el comienzo, aquello que acabará por definir el resultado.Por eso, creo que encontrar la forma justa para cada producción que encaremos, es parte esencial de nuestra propia verdad planteada en el acto creativo.

EL LECTOR VORAZ

Norma Rodríguez – La redacción instrumental y sus nuevos enfoques

Comenta y recomienda: Silvio Rodríguez Carrillo

Dice Norma Rodríguez en la introducción de su libro “por lo general, no dedicamos un espacio especial al aprendizaje de la expresión escrita, ni le prestamos la misma atención que a las otras actividades o disciplinas”, para luego hacer hincapié en la diferencia que existe entre lo que podemos decir oralmente y aquello que podemos expresar de forma escrita. El lenguaje tiene sus reglas, y desconocerlas necesariamente llevará a error, más todavía en el español, que es una lengua compleja, cuyo estudio en profundidad parecería una tarea interminable si, por ejemplo, nos vamos al tema de las oraciones subordinadas e inordinadas.

Sin embargo, es el espíritu de este libro, antes que marcar todas las complejidades posibles del idioma, puntualizar los aspectos básicos que hacen a la redacción instrumental, de manera que el lector pueda hacerse con las herramientas básicas que le hará posible encarar el acto de escribir despejando dudas por un lado, y por otro, recibiendo indicaciones para no cometer los errores que comúnmente cometen aquellas personas que carecen de una formación un poco más profunda de la media en cuestiones de gramática. Se trata, desde el principio, de un manual que fija los ojos del lector en lo más importante.

En la primera parte del libro, que hace a la cuestión de la gramática, se abordan los temas que con más frecuencia habrá que considerar en la redacción, como el dequeísmo, los casos especiales de acentuación –consta de un capítulo aparte para los monosílabos–, las reglas básicas que rigen la utilización de los signos de puntuación, el uso de los números, incluyendo la escritura con cifras y el uso combinado de cifras y palabras, entre otros muchos aspectos. En esta primera parte se expone no sólo la regla, sino también una breve explicación de la misma con los ejemplos correspondientes.

En la segunda parte, ya en materia práctica, el libro aborda toda una serie de documentos que normalmente son redactados en cualquier empresa o institución, sea privada como pública. Así, nos encontramos con una clasificación extensa como precisa de documentos que de acuerdo su origen y/o finalidad poseen su propia categorización, independientemente de que se trate de una carta, un memorándum, un decreto, una circular, un acta, una convocatoria a asamblea, un contrato, un curriculum vitae, etc. Y lo más interesante, en esta sección se encuentra una serie de ejercicios como para que el lector pueda poner en práctica lo leído.

La redacción instrumental y sus nuevos enfoques” es un material didáctico de gran utilidad, sobre todo, para todos aquellos que por motivos laborales se ven en la necesidad de escribir algún tipo de documento. Con una estructura sencilla y lógica, todo el libro se dispone de tal manera que lector podrá recorrerlo a la manera de un libro de lectura como también como un libro de consulta al que podrá recurrir cuando necesite precisar desde cómo darle forma a la respuesta a un presupuesto, hasta cómo darle el debido tratamiento a las siglas y los acrónimos. Es una app en papel.

LOS NARRADORES

María José Quesada

Transición

Mamá era buena pero sobre todo correcta. Con ella nunca me faltaba nada, me llevaba bien vestida y calzaba buenos zapatos; ella tenía obsesión con el calzado, siempre impoluto, preciso, casi ortopédico. Con respecto a la alimentación también era muy determinante: comida sana y equilibrada y azúcares los justos, que eran las galletas y el Colacao del desayuno y algún caramelo ocasional. Para con mis estudios era firme, sin agobiarme pero al acecho; reconozco que a veces lo necesitaba.
Yo siempre iba con permiso de mamá. La quería

La tía Paula era su antítesis.
Era de las que si no combinaban rayas con cuadros qué más da, la de la broma espontánea, sonrisa abierta y la que me enseñó chulería. Cuando ella me hablaba me desinhibía. Ella era como el polvo de talco en el zapato que aprieta, la bienvenida a la frescura y quien me enseñó a salir del molde para encontrar mi forma. La mejor hermana que podía tener mi madre porque me mostraba y me hablaba de todo lo que mi madre no me decía y además, sentía que teniendo su permiso, también tenía el permiso de mamá.
Me habitaban muy bien aunque ellas dos nunca se veían. La quería.

Llegaron momentos de grandes choques entre las tres, lo percibía cuántos más años iba cumpliendo. Cada una tiraba de mí para su lado. Mamá se volvió más inflexible conmigo cuando mi anatomía fue cambiando de niña a mujer. Llegó a volverse prohibitiva tanto como yo insegura pero ahí estaba la tía Paula quitándome miedos. Mamá no sabía cómo hacerlo; no la culpo, aunque la tía Paula, a veces, como de manera homicida, me asomaba a balcones sin barandilla.

Un día mamá se fue y la tía Paula dejó de existir, entonces nací yo.


Ana Estepa

Tiempos de cambio (fragmentos)

Eran tiempos de cambio, de las primeras escuelas públicas y la sanidad universal.
Todo estaba por construir, tras una oscuridad de inocente ceguera.

Recuerdo a mi padre, de madrugada, forrando su pecho con panfletos sindicales, para lanzarlos en la puerta de la fábrica, y los sobresaltos de mi madre cuando sonaba el teléfono. Las mañanas heladoras frente a la estufa de butano, mientras sudaban las paredes.

En la televisión en blanco y negro, la familia Telerín nos llevaba hasta la cama, en donde por fin podía liberarme de la tirantez de mis trenzas.

La felicidad era un domingo de playa y sombrilla, con tortilla de patatas y filetes empanados.
Por la noche, los paños de agua con vinagre sobre la piel quemada, y en el bar de Pepe, unas gambas.

Los hombres, adiestrados para la censura, no parpadeaban ante las piernas de las azafatas de un concurso televisivo, mientras los amantes distantes languidecían ante cartas eternas.

Septiembre era el mes de las lágrimas y de decir adiós al amor del verano.

Recuerdo con nostalgia el chocolate y los churros de los domingos, las mañanas gélidas y las ventanas empañadas.
La vida transcurría todo lo lenta que supone la infancia, y el tiempo era una senda de creatividad ilimitada.

Mi madre hacía magia en la cocina. Ponía sobre la mesa manjares de puchero y cuchara. Y por la tarde escuchaba por enésima vez las historias de mi abuela. De cómo ella «Sebastiana la Gata», militante socialista, se enfrentó sin miedo a los fascistas que querían fusilar al cura rojo del pueblo. De cómo logró salvarle, a cambio de barrer durante todo el año la plaza del ayuntamiento. Y de por qué nadie del bando nacional delató su ideología.
«Hija mía, hacer el bien a todo el mundo, sin mirar el color de su camisa, me salvó la vida.»

Recuerdo también el quiosco de la esquina, como si fuese la cueva de los tesoros. Me atiborraba de dulces mientras pensaba angustiada en el lunes siguiente.
Lunes de cuadernos y lápices, y calcetines blancos.
El camino a la escuela era una aventura, que a veces era plácida y otras el infierno a pie de calle.

Mientras los yonkis se picaban en los descampados, la mano de mi hermana pequeña, agarrada a la mía, me hacía invencible. Y aunque a veces me temblaban las piernas, sabía sacar los dientes ante el peligro.
Fue por aquel entonces que comencé a escribir, necesitaba contar lo que ocurría en mi cabeza de diez años.
Supe por primera vez, del placer de la escritura y de la libertad de vivir otros mundos.


Gavrí Akhenazi

Posición de combate (fragmento)

El sol se reclina sobre el polvo de la mampostería y se mantiene sobre las cosas como un observador que resplandece con quietud.

Bajo ese sol brillante y suspendido, todo es caótico luego de la explosión.

Un remolino de colores aturdidos se abre y se cierra sobre su propia confusión sin un espacio cierto en el que desarrollar la locura de su espira, hecha con hombres y mujeres sin rumbo que escapan o se arrastran o están ahí, inmóviles de pie, como si los hubieran abducido y ahora se hallaran en un planeta distinto de aquel en el que el estallido los sorprendió atrapados en las ocupaciones de su día.

La gritería resulta abrumadora, del mismo modo que abrumador es el silencio en que se mueven azorados aquellos a los que la explosión ha ensordecido. Algunos ni siquiera advierten sus heridas. Caminan como zombies hasta que se desploman.

Por todos lados y en un radio amplio, los restos de cosas y personas forman la misma alfombra deshecha y esparcida.

El olor de la muerte posee demasiados componentes ahí, pero esa mezcla de sangre con escombro, de carne con frutas y verduras, de amoníaco y lágrima, absorbe otros sentidos y se introduce por las fosas nasales hacia oscuros reductos de la mente para colonizarlos.

A pesar de que todo es una filmación en cámara rápida, interiormente se procesa en cámara lenta, como quien hojea un álbum de postales en el que agregar las fotos que le gustan. Aunque todos escapan dando gritos, parecen detenidos, estáticos, inertes, pegados sobre el caos.

Porque no hay demasiadas ambulancias, los médicos del grupo del Noveno suelen ser de los primeros en llegar. Entran al cataclismo con la resignación de la costumbre y entonces, los que han quedado en pie pelean por ellos, disputan por ellos y los tironean y los arrastran de un lado a otro, de herido en muerto, desesperados por salvar a sus seres queridos que estaban allí un minuto antes y ahora son heridas o pedazos.

Es imposible detenerse en alguien porque son demasiados cuerpos por doquier y se requiere apenas el instante de un golpe de vista para entender a quién salvar y en quién no se puede invertir tiempo.

En la camioneta que oficia de esa ambulancia que han conseguido improvisar, suelen cargar de a varios y los trasladan hasta el hospital, como si de mercadería se tratara. Poco se puede hacer en el terreno ya que, en general, al primer estallido suele suceder un segundo y a veces un tercero, porque en esos ámbitos la muerte parece inconformista y regresa y regresa a la cosecha.

El terror es, para la muerte, un consorte de lujo.

El Noveno y el Tercero, que «dominan el campo» como siempre explica Víktor el acto de escogerlos, protegen al Ebrio y a su paramédico. Es uno de los que aún resta del diezmado ya plantel de Mathi. Se complementan bien, sin sobresaltos, con imperio sobre la realidad horrorizada en la que funcionan de manera eficiente.

—Les dije que ese tiene experiencia en estas cosas —apunta el Noveno—. A los hombres los definen sus gestos.

—¿Por qué a ti te da por la filosofía cuando estamos en estas misiones? —se queja el Tercero, sonriendo. Ayuda con un cuerpo al paramédico y observa al Noveno que no lo ha escuchado, porque está ahora junto al Ebrio, ambos arrodillados junto a un cuerpo.

—¡Orev!… ¡Iala! Estamos completos —grita el paramédico— ¡Iala!¡Iala!

El Tercero observa a aquellos dos ahí. Se acerca, porque piensa que entre la debacle, no escuchan el llamado. Hay demasiado ruido alrededor.

El Ebrio sostiene la mano de un hombre al que el estallido le ha amputado las piernas y es apenas un resto de humano en un lago de sangre, que protege debajo de sí a un niño.

El Noveno intenta extraer el cuerpo pequeño, porque el hombre les implora que lo salven. Lo recoge, lo atrapa entre los brazos y asiente a la vez con la cabeza frente a los ojos de aquel resto que habla con el Ebrio y le encomienda a su hijo.

El Ebrio le dice que él lo cuidará. Repite varias veces «yo lo cuidaré».

Lo ven morir apenas sonriendo. El Noveno deja junto al cuerpo del padre también el del niño. Busca un momento la cabeza. Encuentra la mitad. La acerca al tronco.

Vuelven a la ambulancia.


John Madison

Out of this world

No me hablen de la muerte. No me pidan que acepte su embestida. No me pidan que acepte convertirme en su siervo ni tampoco que no llore a mis muertos.

Algo se rompe eternamente dentro de ti cuando pierdes a un hijo y no existe herramienta mortal en el reino de Dios capaz de arreglar tal avería, máxime si tu hijo no ha vivido lo bastante como para fabricar los suficientes recuerdos que a ti te gustarían. Y cada vez que uno de tus hijos vivos celebra su cumpleaños, o logra alguna meta, la puerta blindada de ese búnker que has construido muy al fondo de tu corazón para guardarlo se abre y tu hijo resurge en el umbral y te saluda. Ahí, sacas la cuenta de la edad que tendría si no se hubiera marchado y te preguntas qué número de zapatilla calzaría y en qué lugar trabajaría, cómo sería su novia y un sinfín de hipótesis que sabes que nunca tendrán cabida en tu realidad.

Sí, ahí empiezas a odiar el verdadero significado de la palabra Nunca.

La muerte es más difícil de llevar para los que se quedan que para los finados. Así que no, no me hablen de la muerte.

Yo podría morir hoy. He sido buen hijo, buen hermano, amigo. He sido padre y madre, buen esposo. He sobrevivido con una comida al día para que mi mujer y mi hijo tuvieran más posibilidades en cuanto a nutrición. Me he prostituido, he trapicheado, he gritado por mis derechos y los de mi hijo en un país dictatorial en el que a sus gobernantes les importaba un soberano maravedí el bienestar de sus conciudadanos.

No, no me hablen de la muerte. Yo he enterrado a un padre, a un hijo, a un hermano, a un abuelo, a mi mujer. En ese orden y en edades difíciles para aceptar la lidia con esa hija de perra.

Sí, yo me puedo morir hoy, y aquí paz y en el cielo gloria. Así que no, no me hablen ustedes de la muerte.

Sé bien lo que es la muerte. Algo putrefacto e injusto, algo indomable, porculero e incómodo que vive contigo los trescientos sesenta y cinco días del año. La muerte cena contigo, se viste, desayuna y trabaja a tu compás y sabes que será así hasta el día en que Dios te llame a filas y, finalmente, vuelvas a reunirte con tu hijo y el resto de tu fallecidos.

Hay un tema tabú en mi literatura, se llama Manuel Martínez Shong: mi hijo. Ni todas las palabras y metáforas del mundo, ni todas las novelas conseguirían traermelo de vuelta. Así que no, no me hablen de la muerte.

Quien no ha perdido a un hijo no podrá jamás saber de lo que hablo.

Por el amor de Dios: No me hablen ustedes de la muerte.

LOS POÉTICOS

Morgana de Palacios

Imagen de Marion Grimm en Pixabay

Del género epistolar

Como el amor, el agua te rodea. Inunda tu boca, tus oídos, penetra por tus poros, se acompasa a tu respiración, baila contigo y te besa hasta dejarte exhausta.

Entonces, flotas libre de todo mal y ajena al mundo.

No hay sustituto para el agua que, además, no hace promesas y suele llenarse de luces para seducirte con su transparencia.

A veces pienso que no hay nadie cuya boca brille tanto.

El amor gotea y se va acumulando en una vasija de porcelana donde me lavo la cara cada día al levantarme.

Por la noche desmaquilla mejor que cualquier fórmula japonesa, cierra los poros y elimina imperfecciones de la piel.

Cuando gotea sangre, como ahora, los pómulos se tiñen de un rubor exquisito y hasta se difuminan las ojeras.

No hay mal que por bien no venga, así que la violencia que canta está afónica de ausencia, pero tiene el rostro resplandeciente.

Eugenia Díaz Mares

Imagen de Free-Photos en Pixabay

Meditando

En las pupilas se quedaron añejos tus anhelos porque no pudiste encontrar atajos para llegar a realizarlos ni lograste inventar una excusa para hacerlo.

Observas en tus manos solo sombras y te tiemblan, deseando sacudirlas hasta cambiar de piel, aunque te duela.

Deambulas por las habitaciones imprimiendo tu silueta para ver si la gente que te ama logra ver que existes también para ti, y que, aunque te hayan enseñado a no pedir, entre tus labios habita una madeja de cosas que has deseado queriendo disfrutarlas con juventud y salud.

Te das cuenta que así lo has elegido al aplazar tus cosas por darle prioridad a las de los demás, que se han acostumbrado a verte como ese mueble cómodo que siempre está presente, en el que ellos descansan sin ver cómo te ahogan.

Y te quisieras ir de ese lugar donde te sientes muerta, descansar, hacerlo realidad.

O derribar murallas que has construido alrededor del corazón, reencontrarte, volver a ser tú y observar lo que has hecho contigo, por el apego y la rutina de solo ver el mundo por esa rendijita de ventana.


Idella Esteve

Imagen de JuiMagicman en Pixabay

Cristales de otoño

Pero siempre tenemos esa ventana de otoño, esos cristales que nos aíslan aunque nos permiten ver las hojas en vuelo, amarillos y ocres en espirales, y las gotas de lluvia… ¡Oh, esas gotas de lluvia!, esa nostalgia acuosa cayendo, resbalando, esa humedad que llega hasta los huesos y que invade nuestro ser pero que inspira tanto. Mi inspiración es de lluvia, no de viento; es la lluvia de afuera y es la lluvia interior que se desborda sacando el sentimiento, es la lágrima en estado puro que se va sorbiendo a tragos cortos en la copa de los recuerdos que siempre permanece inacabada.

Cristales que hoy se van entristeciendo y se van empañando con el vaho silencioso del suspiro.


Gavrí Akhenazi

Fernet con cola

Fernet con cola y la cosa toma ese tinte de espuma cremosa, oscura, dulce. Empieza por ahí la lengua a relamer la pasión por la muerte y se libera, se libera como una independencia bicentenaria, hecha un poco de lluvia y mucho de calor.

Hoy llegamos a casi 50ºC y todos sufrimos las ganas de matar.

Es esa intolerancia dulce de exigir que hay que ser tolerado, aunque uno no tolere. Mata y muere en el mismo acto de prestidigitación. Se impone o se sepulta. Cincuenta grados sobre las cabezas, las ideas, la voluntad, las ganas y la sed.

Cincuenta grados y un solo tacho de agua, en el que todos vamos cincuenta veces a sumergir la cabeza, con todas sus ideas de derrumbe y salimos chorreando ideas líquidas, licuadas, calientes, abusivas, exhaustas, decisorias.

Cincuenta grados te generan las ganas viscerales de no tener paciencia y entonces, luchás contra vos mismo, luchás por disciplina, porque se debe, por voluntad, por ira contra el clima o porque querés ser el mejor en el acto aquel de resistir.

Después llegás al mundo de los buenos, que tienen ventilador, aire acondicionado o viven en las zonas donde el mundo es invierno. Y vos venís así, casi en cenizas, iracundo de haberte chamuscado en nombre del deber, todo el puto día ese caliente que te comió desde el sudor al habla.

Venís y ves que hay gente que está bien, que mira el mundo desde su tranquilizador ombligo anónimo de gente que está bien en un mundo que está patas arriba ¿y qué hacés? ¿Revisás el cargador del arma a ver si los pescás desprevenidos y le quitás un peso inerte al hambre?

No.

El calor te dejó tan sin ideas, que te ponés a discutir de Roma.

Ergo, terminás igual que terminó Bizancio. Sin nada que decir y plagado de muertos imposibles.

Así que yo les dije: Fernet con cola para «todo el mundo por el que se supone que vamos a morir».

Un pedo viene bien si no hay futuro.


El ensamble narrativo

por Gavrí Akhenazi

Imagen by Raymond Klavis

La trama y las subtramas (la historia tomada en su conjunto):

Trabajo paralelo se denomina al equilibrio entre las subtramas que corren, casualmente, en paralelo. Se da en algunas novelas y en algunos relatos de cierta extensión. Por ejemplo, la historia del protagonista y su antagonista ¿se mantienen equilibradas en cuanto al contenido que va a terminar por incidir en la historia general? Suele suceder que a veces, intentando explicar una trama de base, apelamos a los recursos de la subtrama, de modo que existe un segundo relato que corre al mismo tiempo que el que estamos contando y eso aporta una riqueza especial al argumento, si se trabaja bien y no queda como un momento que resuelve en vacío. Es muy común la introducción de datos que despiertan interés pero que terminan por no decir nada dentro de la historia, porque el autor no consigue resolver la incidencia del paralelo y se quedan ahí, a media agua y entonces uno se pregunta ¿y… con tal cosa qué pasó?

El trabajo de confronte es cuando se plantea el antagonismo entre las situaciones y cómo se maneja la incidencia entre una y otra posición accional. Un protagonista fuerte contra un antagonista con una historia todavía más fuerte que la de base y que termina por llevarse puesto el nudo original, moviéndolo hacia un nudo que no pertenece al planteo, pero que resulta mucho más atractivo por su carga que el de la historia. Eso desbalancea toda la narración, porque crea una seducción y una, llamémosle «simpatía» del lector hacia otra parte que en realidad no pertenece al espacio original de la obra. Para que sea efectivo y nutricio a la trama, debe mantener un equilibrio preciso de secuencias que alimenten el interés por igual y se imbriquen con la historia base de manera aditiva y no sustractiva. Una obra rica en matices trabaja sobre elementos de confronte y desarrolla elementos de paralelismo.

Ambas cosas le quitan planitud y linealidad y definen la potencia narrativa detrás de la idea. Hacen al interés en el desarrollo de los marcos particulares y dan calidad narrativa. Si esas puertas que se abren hacia cofres de tesoros, dejan al lector colgado de un pincel y no llegan a puerto o no se entiende para qué fueron puestas ahí, el desmedro de la calidad es considerable, porque el lector no resuelve satisfactoriamente los porqués.

El riesgo narrativo como variable:

La limitación en los riesgos narrativos se produce cuando el autor ofrece poquito al lector. No toma riesgos, no se implica y busca hacer una trama jugosa. Todo queda ahí, plano, acotado, y el lector se queda con sensación de poco, de que leyó algo mezquino, pobre, primario.

Un escritor debe tomar riesgo narrativo, necesariamente, si quiere obtener un buen producto. Para eso, apela a los items anteriores: enriquece la trama.

La no toma de riesgo narrativo y por ende, la chatura narrativa, es eso: un «hasta ahí», o un «esto lo leí cincuenta veces» o «que aburrido». O sea, la limitación en el riesgo narrativo es directamente proporcional a la pobreza narrativa, porque uno puede estar contando cómo regó el malvón (o sea, la más simple de las anécdotas), pero si la viste con fuerza narrativa, busca resortes que le den suculencia y enjundia, hará un gran relato del riego del malvón. Es una de las características que define el talento: la capacidad de crear riesgo narrativo.

Los personajes comunes (trabajo en trama):

Esquemas de relación y carácter prototípicos: ejemplo: el culebrón. El malo es malérrimo, el bueno, casi llega a la santidad y de tan santo, resulta idiota. El mezquino es hipermezquino y así, lo que define generalmente los estereotipos de personalidad que andan dando vueltas.

Si el autor no es capaz de mover los paradigmas y que el héroe no sea una mezcla de Súperman y Gandhi y el malo no sea la viva reencarnación de Satanás hibrido con Hitler, malo. Los seres humanos no son así. Son luz y sombra y, en general, de acuerdo a cómo sople el viento, más sombra que luz. Entonces, si las relaciones se establecen como en las historias antiguas, los personajes quedan rígidos, como dije: estereotipados. O se pasan de mambo, intentando morigerar la fuerza que el prototipo del folklore literario tiene per sé.

Los prototipos existen en todos los relatos y el juego está en el enroque de esos roles. Un autor que consigue enrocar los prototipos preexistentes y traducirles otros lados que coexisten también, obtendrá personajes creibles y ricos. Y en ese trabajo influye la voz de la que se dota a los personajes y cómo logra el autor que esos personajes se vuelvan reales y cotidianos y no sujetos de historia. Un prototipo no habla como un prototipo porque los seres humanos no hablan como prototipos o como se supone que hablarían. El trabajo de la voz del personaje es fundamental para el movimiento natural del rol. Y además, el desarrollo de las relaciones entre diferentes prototipos, tampoco debe ser una relación estereotipada, sino que apunte al desarrollo de la naturaleza humana como esa naturaleza es, aunque el personaje sea el héroe (figura prototípica por excelencia), demostrar que existen grados en que confluye con el villano (otra figura prototípica por excelencia).

En general, los autores prefieren no trabajar en sus personajes favoritos las zonas oscuras, que por otro lado son las que resultan más ricas emocionalmente. O sea, encuadran y encapsulan a los personajes y los «hacen hablar o actuar» como ellos suponen que ese prototipo actuaría. Cuando se visualiza eso en el trabajo textual, malo, porque se aleja de lo real, donde el blanco y el negro son solamente una posibilidad entre tantas que habilita la gama de los grises. Nadie habla filosofando 24 horas al día, por dar un ejemplo. Y las personas no hablan como si hubieran desayunado escobas y anduvieran tiesas por la vida dando sermones y sin rajarse unas cuantas puteadas.

Entonces, hay que ver cómo se desarrolla el trabajo sobre el prototipo. La literatura no es otra cosa que mímesis. Refleja lo real, incluso si estamos trabajando una distopía, una utopía o un relato convencional. Cómo construye la personalidad cada autor sobre el prototipo de sus personajes, habla mucho de cómo interpreta la realidad del mundo que lo rodea.

Fundamentalmente, prototípicos o atípicos, los personajes deben estar dotados de credibilidad.

Esquema y jerarquía de roles (enfoque de personaje):

Con respecto a la jerarquía de roles, a veces los personajes se van solos (la mayoría de las veces hay que soltarlos para que ellos marquen el rumbo), entonces, el autor empieza planteando un personaje principal y otro secundario cuando comienza a escribir el relato y cuando termina de escribirlo, el personaje principal ha mutado el rol y se ha transformado en el secundario, porque el secundario fue tan poderoso en su construcción que terminó por comerse al principal.

Eso se nota mucho, porque la historia termina desequilibrada y pierde la congruencia de la idea fundante para derivar en una idea aportada por la subtrama, que acaba por reemplazar a la trama principal. La anécdota del secundario es con mucho muy superior a la anécdota del primario, entonces la historia termina por ser una historia que aparece repentinamente y que no estaba en «el original» con el que se comienza la lectura o sea, la propuesta ya no es lo propuesto.

No quiere decir que un antagonista no sea tan rico como un protagonista, sino que los dos, o inclusive contando en el plano secundario a todos los colaterales a los dos principales, marchen en equilibrio y sean concordantes en peso narrativo. Una obra se divide en varias categorías de personajes, pero todos deben funcionar acorde a la idea y conservar sus «espacios de poder» para que la cosa resulte coherente. Si las variaciones de rol no son adecuadamente llevadas, a veces las transformaciones resultan ridículas, porque el trabajo sobre el personaje en ningún momento habilitó a que ese mismo personaje diera un salto cuántico.

Y ni qué decir de la previsibilidad. Eso tampoco resulta bien. Los personajes previsibles son aburridos y terminan por estupidizar la trama. El lector advierte a las cuatro hojas qué puede esperar de ese personaje y hasta se da el lujo de adivinar el final sin haberlo leído. La previsibilidad es todavía más negativa para un personaje y para una obra, que atribuirle repentinamente un salto cuántico. Achata la obra, literalmente. Y es, en el trabajo de los roles, el error más común. Y en el de la trama, el cotidiano.

Un personaje al que no se dota de perspectivas dentro del relato, es eso: chato y previsible. Son personajes no construídos. La perspectiva de un personaje es su entorno y su historia. Todos los personajes tienen una historia previa, no salen de un repollo. Y son sus circunstancias las que deben ser introducidas como elementos arquitectónicos de la personalidad y es la historia la que define en cierto modo la emocionalidad de la que dotamos al personaje. Un relato es como un edificio. No pueden quedar ladrillos sueltos, mal colocados o que haya que devanarse los sesos pensando por qué ese ladrillo está ahí, si no tiene una explicación plausible.

El ensamble:

La obra, como sus personajes, debe estar anudada. No debe necesitar una explicación posterior de tal o cual secuencia, sino que todo debe ensamblar, ya sea porque se matiza, se explica o se perfila, pero la solidez narrativa no se construye sobre el azar. Luego, pueden caber interpretaciones diversas, pero el material a interpretar debe ser ofrecido dentro de la trama, en lo que compete a cada personaje y cómo encajan los diferentes materiales entre sí para que esos personajes a su vez puedan interactuar e interrelacionarse desde la diversidad de sus universos.

Luego, en la resolución de los conflictos, hay que ver cómo se las ingenia el autor para no resultar en un tópico de órdago. Los conflictos en general son universales, pero en la obra atañen particularmente a los diferentes personajes. Entonces ¿qué hace el escritor con ese conflicto universal (la muerte de su perro) aplicado a ese personaje en especial, con esas características de las que lo proveyó y qué riqueza puede obtener de la relación «conflicto universal/psiquis del personaje». En esa relación causa y efecto, se ve la pericia para crear un segundo universo personal para el personaje enfrentado al conflicto. Qué hace el autor con lo que pasa, sería el resumen.

Para todo esto las herramientas con que cuenta el escritor son múltiples y variadas. Entre ellas, el estilo o la voz narrativa. Una buena anécdota y un buen desarrollo comienzan siempre en una buena voz narrativa. Una buena voz narrativa sirve para resolver tanto un conflicto simple (enterró al perro pero lo contó de tal manera que los lectores terminaron llorando) como un conflicto complejo (pagó un viaje a la plataforma interestelar y donó el cadáver del perro al universo). Y las dos cosas, con una buena voz narrativa, resultan igualmente eficaces porque la voz narrativa las vuelve creíbles, ya que ensambló de tal manera las partes que hace posible que el perro sea donado al universo o que el perro sea enterrado en el jardín (hablando de típico y atípico frente al conflicto universal: muerte del perro). Generalmente, eso no sucede. La cosa resulta una lámina de plomo sobre el interés o de tan inverosímil, un cuento de risa.

Pero si la voz narrativa no trabaja sobre la anécdota de manera eficaz, termina por decir al comienzo del relato que la puerta del baño estaba a la derecha y al final del relato la coloca a la izquierda.

Lo más increíble, bien resuelto, se vuelve creíble. Lo más común es que las herramientas sean tan pobres narrativamente y tan llenas de tópicos y estereotipos, que hasta los personajes más creíbles se vuelven increíbles por lo mal desarrollados que están.

EDITORIAL

por Gavrí Akhenazi


Realidad ficcionada: trabajar con el caos

Algunos que he visto o leído por ahí, en la vastedad de este mundo online, están convencidos de que escribir es apenas el relato de una sucesión de hechos, la mayoría de ellos ficticios, ilusorios, prefabricados por la mente del autor en turno. Sin embargo, la distancia, la divergencia entre la comodidad de una narración y la realidad es absoluta.

El mundo real, ese de todos los días que está allí afuera de la mente y del autor y del que solamente vemos o percibimos una parte, es abrumadoramente cruel.

Algunos avanzamos sobre esa crueldad, esa brutalidad disparada desde lo más hondo del hombre y que se manifiesta en todo lo que se ve, si acaso el escritor se detiene a mirar realmente lo nutricio que resulta a su obra, ese alrededor. Porque es en ese alrededor hecho a la inclemencia, donde la humanidad y su condición se manifiestan de manera natural, tal y como le es propio.

Un escritor no es lo que inventa sino lo que observa y luego plasma.

La obra está hecha de materiales reales sobre un escenario oscilante que puede ser ficcional o fidedigno, pero lo que sucede sobre ese escenario siempre radica en la esencia de la observación, en los monstruos que uno ha juntado dentro de sí a fuerza de ejercer su óptica sobre el mundo del que forma parte, ya sea como actor de reparto o como testigo de una ópera comunitaria.

La obra y su escritor pertenecen a un universo que abarca infinitas dimensiones y que a su vez se plasma de manera fragmentaria, de acuerdo a las posibilidades reales de acceder a un orden escrito a partir de lo visualizado y procesado, ya que esto es siempre base para obtener un producto propio.

Como hijo de mi tiempo o hijo del siglo, he visto desarrollarse diferentes corrientes o propuestas, ya sean éstas irrisorias y fútiles como analíticas y perdurables, así como también me ha parecido muchas veces un decidido delirio egotista aquello de pretender «nuevas narrativas o nueva poesía» , exhibidas desde la pomposidad más recalcitrante y por ende, desde la ignorancia más soberbia, como un descubrimiento especialmente único de realidades o especulaciones que se dejan por el camino la historia del hombre ya hartamente escrita y reescrita.

A pesar de mí, estoy absolutamente persuadido de que existe, en la mayoría de los casos online que por aquí me ocupan, un divorcio manifiesto entre la narración de algo y la realidad propuesta al escritor desde el mundo que lo rodea con su verdad incomprensible.

Luego, llega el arte del cómo, ya que el realismo del que se nutre el escritor quizás no deba ser solo un discurso sobre los hechos que le da por relatar, sino que el verdadero sustento de la obra está en el cómo esos hechos consiguen transformarse en arte sin perder su vigencia, su esencia y su verosimilitud.

La realidad como sustrato ficcional se presenta con un sesgo caótico que debe ser reinterpretado a partir de la percepción y de la agudeza con que el escritor consiga relacionarse interiormente con su parte en esa realidad para transformar sin deformar el mensaje recibido.

Quizás es por eso que siempre he defendido el estilo con que la anécdota está escrita por encima de la anécdota en sí.

Es en el estilo de lo escrito donde se percibe la real impronta del escritor y su visión sobre esa realidad que lo rodea más allá de la ficción o no ficción.

Es su visión creativa o recreativa de lo real y percibido, lo que resuelve la ecuación de la dicotomía entre lo tangible y lo ficcionado.

Porque la realidad per sé es una cosa bárbara incluso dentro de una anécdota hermosa y es justo ese sustrato profundo de la condición humana, lo que nunca es dado perder al momento de que la obra se transforme en «nuestro punto de vista», un poco más allá de un discurso narrativo que se limita a la enumeración de verbos como único sustrato.

Justo por ese extraño costado, pasa el arte.

María José Quesada, prosas

Imagen by Ilona Ilyés

Día de viento

El viento de esta tarde agita los árboles sin miramiento. Lo hace con el robusto pino que aguanta con firmeza y con el tierno naranjo que se doblega a su merced. Las palmeras de tronco largo y espigado parecen bailar, quizá es la manera que tienen, con sus ramas, de echar a volar.
Entre todo, existe calma. Es uno de esos días grises que no invitan al movimiento.
El parque está vacío, en las terrazas de los bares no hay gente, los novietes quinceañeros, posiblemente, se habrán recogido en el portal de algún edificio al calorcito de sus palabras. Es domingo, además, por lo que la mayoría nos podemos permitir el simple hecho de no hacer nada. No hacer nada…
Y te pones a ver las noticias y te enteras que han destruido un gran legado de la historia antigua, y no haces nada…qué puedes hacer por más indignación que te entre. Y ves el anuncio de un niño que pasa hambre y le miden el bracito…y no haces nada, y te pones a pensar cosas de tu vida que han ido quedándose atrás y nunca más volverán…y no haces nada. Es entonces que quisieras salir de ti, por una vez ser tú el viento que empuja, y te pones a pensar qué ha pasado para llegar a convertirte en árbol. Tal vez lo sabes, pero como ya es tarde, te dejas llevar… y no haces nada.


El verde abrazo

Son las siete y cuarto de la mañana, el sol ya ha baldeado el suelo del cielo dejándolo limpio de oscuridad, brillante. Ahora se sienta a pensar, tanto, que poco a poco empezará a calentarse; después de tantísimos años mirando las cosas que hacemos los de por aquí abajo es de entender que tiene motivos.
Dado que esta escena que a continuación relato ocurre en el monte, entenderá el lector que los protagonistas son las aves, los árboles y las hierbas, las florecillas, los insectos y hasta las mismas piedras, bastante proclives al beso mineral. Creo oportuno aclarar lo del beso mineral. Cuando el agua penetra en la tierra es besada, tanto en su recibimiento como en su despedida que será a través de los muchos manantiales. Es el beso más antiguo de la historia.
Pues bien, toda esta presencia es la que otorga magnificencia al rico enclave. Por lo demás, mi presencia es intrusiva, pero el monte, recogiéndose un poquito, me deja un espacio, me recepta. Es un excelente anfitrión y antes de marcharme debo agradecérselo. Acorde con la luz del día tengo tiempo para pensar de qué manera lo hago.

No existe la prisa en este lugar; aquí, el tiempo no es oro, es más. Aquí fluye con su natural recorrido por el camino del día. Los pajaritos tienen su quehacer y por cierto lo hacen muy ordenadamente. Uno de ellos está construyendo un nido, lo he visto ir y venir de la rama al suelo y del suelo a la rama con ilusión… ¿ilusión?… Tal vez eso de la ilusión solo es cosa nuestra. Sí, estoy convencida de que en el reino animal eso no existe, por eso tampoco existe la decepción. Aquí todo es instintivo, memoria genética, todo es sencillo y al mismo tiempo magnífico. Que me digan que construya mi propia casa con mis manos y proporcionándome a mí misma todo lo necesario; o que me pidan la paciencia de las flores que han de esperar el momento adecuado para florecer, por no decir de la inteligencia del árbol de hoja caduca que es capaz de sacrificar su follaje para sobrevivir cuando el alimento escasea. La naturaleza es inteligente, no busca motivo, busca fin. La naturaleza se da.

Dentro de esta paz que percibo hay un movimiento y un trabajo excepcional, de categoría. Todo tiene un orden perfecto, sin voces, exceptuando el sonido de histéricas maracas que producen las cigarras, pero bueno, están en su casa. Cada cuál sabe su función y la asume sin necesidad de orden ni premio.

He pensado y decidido que la mejor manera de agradecer mi acogida en este lugar es que el monte nunca se dé cuenta de que he estado aquí.


Bancos y problemas

Los problemas del parque no son los bancos, que los hay, ni los columpios; tampoco los árboles, avecillas, papeleras y hormigas. Los problemas del parque no se ven pero se hablan:
Es el hijo que se ha divorciado, es el nieto que no come, lo mal que está la vida con tanto sinvergüenza suelto; el viento que hace hoy y el calor que ayer hizo. Lo buenas que están las croquetas que prepara el abuelo, tan buenas, que cuando va a echar mano de ellas, con suerte, le dejan una.

El solitario hombre que abre una lata de atún sobre la hoja de periódico que hace de mantelito y duerme en un coche abandonado.

Pero para que esos problemas, no ya se resuelvan sino que se desfoguen, que a veces suele aliviar, es necesario ese escenario que, para quien va con prisas, pasa inadvertido.

Y convoca la reunión, a las cuatro de la tarde, un rayo de sol que llama a sentarse en el banco que da al oeste, el magnífico color granate del pruno; el alto y espigado pino que intenta tocar el cielo año por año. Las despeinadas palmeras. El jaleo de los gorriones y ese céfiro empapado en salitre que sube desde la playa y se expande como un suspiro de la bajamar.

El tumulto de los niños chicos que sacan a botar la pelota y da miedo verlos; los jovenzuelos en pandilla que llegan, al salir del instituto, con los dedos pegados a los teléfonos móviles.
Y los labios que se pegan a otros labios.

Sí. Hay bancos buenos.

Orlando Estrella, prosas

Imagen by Susan Browne

Las soledades no aprendidas

En el transcurrir de tres días recibí dos mensajes: uno por el chat, otro por teléfono, ambos me causaron una extraña sensación de interrogantes.

Uno de esos mensajes, el del chat, decía:

«Orlando, no me abandones»
El otro, el del teléfono:

«Estoy viva, acuérdate de mí, ni mi hijo me llama y para mis hermanos no existo»

No niego que pensé; -no tengo el espíritu o la condición de ser paño de lágrimas-. Pero luego, más repuesto del impacto, medité saliendo de mi entorno individualista y me dije que esos llamados son un signo de soledades no educadas. Creo que pocas personas resisten la soledad sin sufrimientos, sin esas sensaciones de abandono y de olvido.

Ambos mensajes provenían de amigas con las que nunca tuve una relación de intimidad más allá de la simple amistad o ciertos lazos lejanos de familiaridad o de relaciones artísticas.

No creo ser el más cercano a estas dos amigas, pues no soy tan sociable como debería ser. Eso me indica que el abandono e indiferencia de los familiares e íntimos, (no sólo de estas dos damas) es más grave de lo que se supone.

Conozco el temor que infunde en otros la soledad de algunas personas. Hace ya unos años, y enamorado de una amiga, la invité a mi casa para que viera algunas obras pictóricas (esa fue la excusa) y luego de dar un recorrido me preguntó:

«¿Y tú vives solo en este casón?»
Como es natural le expresé que sí. Recuerdo que su rostro reflejó temor y dijo:

«¿Cómo es posible?»
Le respondí explicando que son situaciones coyunturales, cosas del momento. Luego me puso a pensar cuando agregó:

«Es que uno se acostumbra. La soledad no es buena amiga».

Se retiró con cierta premura y en ese momento se perdieron las esperanzas de una conquista. Es un caso diferente al de mis dos amigas, pero ambos tienen en común el fantasma de la soledad.


El recluso al que mataron su soledad

Don Tomás era un recluso fornido, cercano a los 60 años que reflejaba en su rostro moreno cierta amargura, quizás producto de los errores que lo colocaron en aquella situación.

El rasgo que lo distinguía de los otros era su soledad. Rara vez salía al patio o caminaba fuera de su pabellón. Pasaba su tiempo recostado en su cama o sentado leyendo un libro y en ocasiones me daba la impresión de que leía el mismo texto pues no veía en su pequeña mesa mas que ese, aparte de otro más pequeño que luego supe era un diccionario de inglés.

La cama de Don Tomás estaba situada a tres camas de la mía y me causaba cierta inquietud su situación, tanto que su aislamiento llegó a dolerme hasta el punto de que pensara en la forma de establecer contacto con él aunque fuera un tipo difícil de abordar (al menos eso era lo que yo percibía).

Un día se me ocurrió acercarme a él con un cigarrillo y le comenté:

—Loco por fumarme este cigarrillo pero me pica la garganta.

Don Tomás se sonrió y me dijo:

Úntale un poco de mentol.

Sí, voy a probar le respondí.

Luego de proceder con el experimento me acerqué de nuevo y le señalé que tenía razón. Aproveché el momento y comencé a conversar con él de temas triviales como el clima, la sequía, la comida de la cárcel.

Me alegré pues se había roto el hielo y en los siguientes días pude hablar ya de otros temas, como por ejemplo la ausencia de visitas en su caso. Me decía que lo visitaban con frecuencia pero que al observar el trato que recibían sus familiares decidió pedirles que no volvieran más al penal y pidió que le enviaran por otra vía cualquier cosa que quisieran.

Ese dato me puso a pensar y decidí también pedirle a los míos lo mismo. Luego lo comenté con él y le agradecí el detalle a pesar de que esas visitas eran de las pocas cosas que un recluso esperaba con ansias. Trataba de animarlo a salir al patio y me decía que estaba cansado de todo, eran 9 años y medio de reclusión y había perdido la fe y se sentía sin fuerzas.

Señalaba que «por lo menos tú te entretienes con tus lápices y tus dibujos y veo que estudias. Yo era comerciante de víveres y nunca me interesé por más nada. Nada mas que por mi familia»

Un día, coincidente con una de las fechas en que se concedían indultos, vinieron unos carceleros a buscarlo y le pidieron que recogiera sus cosas pues le había llegado su libertad. Él se sorprendió de tal manera que el nerviosismo se hiso dueño de su persona y no atinaba que hacer, algunos reclusos se acercaron a felicitarlo y ayudarlo a empaquetar las pocas pertenencias que tenía. Luego se dirigió a la salida del pabellón dando pasos torpes y los policías sorprendidos lo tomaron de los brazos al momento en que se desmayaba. Más adelante hubo que llamar a los camilleros para sacarlo del penal.

Lo último que supe fue que lo trasladaron a un hospital en dónde falleció de un derrame cerebral.

El libro que constantemente leía aparte del diccionario de ingles era Juan Salvador Gaviota.


En busca de tristezas

Será que salgo a las calles con la mirada de escritor en busca de la tristeza.
No la busco expresamente pero la encuentro y entonces la sigo descifrando ya con los ojos puestos en ella.

Y se repite a cada paso que transito, no importa que las máscaras la oculten parcialmente.

Hago la diferencia del antes y el después. Antes era obvio que la tristeza se mostraba; este es un pueblo triste a pesar de disimularlo en cherchas y botellas, algarabías que son un desahogo pero que no se perciben así ni siquiera por los protagonistas y mucho menos por los espectadores.

Ahora luce una tristeza más real y auténtica pero no por el monstruo en miniatura que transita por el mundo ni por el miedo que se inculca a través de los medios. No, el monstruo ha definido la frontera de lo aparente y lo real, ha logrado que se comprenda en realidad el porque de la existencia paupérrima y vulnerable de este pueblo.

La misma violencia muestra su cara triste: decenas de asesinatos de mujeres y suicidios de sus asesinos han roto los records de años en pocas semanas. Pero no es a esa tristeza a la que me quiero referir, es a las miradas que van tropezando con la tuya, reflejos de una existencia disconforme consigo misma.

Desde mi balcón también la noto en los pasos de gente que transita. Son pasos apagados, familias cuyos colores en sus vestimentas te hablan de tristezas; en la palidez de los bultos y cosas que llevan a cuesta no se percibe otra cosa.
Creo que hasta los no videntes dirían «ahí van gentes tristes» y no por el sonido de sus pasos sino porque podrían agregar «y sus vestimentas pueden ser grises».

No hablo de personas pobres o menos pobres o incluso sin pobreza. Hablo de una población que padece una carga de ignominia y de insensatez y aún no sabe cómo despojarla de sus hombros y qué pasos dar para recuperar la felicidad, aunque sea a medias.