Ángeles Hernández Cruz – España

La huella indeleble



Antes de tu partida, aquel día de verano, ya tenía impresa tu huella en mi piel. Sin embargo, tus pisadas en la nieve del invierno y tu rastro en la arena de la playa fueron borrados por el viento.

La tinta azul del tatuaje que un día nos hicimos se ha ido despintando, y el olor de tu perfume se evaporó una mañana al abrir el armario.

Pero el dolor de tu ausencia no se desvanece.

Cuando cada noche tecleo tu nombre en la pantalla de mi móvil, aparecen nuestras fotos, tus mensajes de voz, los vídeos que grabamos; y vuelvo a sentirte aquí, entre mis sábanas. Escucho tus risas mientras el sueño me lleva hacia tus brazos.

Aunque he intentado desactivarla, la sección de Recuerdos cada cierto tiempo me vuelve a traer tu imagen sin mi permiso. Es entonces cuando me doy cuenta de que tu huella es indeleble, y tu memoria, eterna en las redes

Gerardo Campani – Argentina

Binary by Gerd Altmann

Escritores en la Red. Realidad versus virtualidad

La realidad suele ser insoportable. La realidad es la cosidad (res: cosa). ¿Quién quiere meramente una cosa si no es por el valor que pueda tener para sí mismo: económico, afectivo, estético, etc? La realidad lleva el pecado original de toda esencia, y para incorporarla necesitamos diluirla en la existencia. Agregaría a la primera frase de este párrafo: para un escritor, la realidad es siempre insoportable.

El gato es una cosa, es decir, nada que nos importe. Para los antiguos egipcios era un dios; para los inquisidores medievales, un demonio. Para nosotros, nuestros gatos son compañía, y los gatos ajenos, pequeños tigres inofensivos para admirar. Los gatos de internet son los mejores: no tenemos que darles de comer, no nos despiertan de noche, los hacemos aparecer y desaparecer a capricho.

La virtualidad, frecuentemente, aventaja a la realidad.

Por puridad, por comodidad, por estar despojada de las molestias y las miserias que lastran lo cotidiano del día a día. Virtualidad (virtus: virtud).

Muchas veces necesitamos agregar o quitar algo a la realidad para poder asimilarla de mejor manera. Agregamos vestimenta, quitamos malos olores, agregamos escenografías adecuadas, quitamos luz delatora. En la pantalla del PC o del celular todo es más elemental. Nos queda expresarnos con el otro o la otra, escribiendo. El aspecto visual se cumplimenta con una foto que hayamos elegido. Y la comunicación y la comunión almática se desarrolla plenamente. ¿Que se pueden hacer trampas? Claro, exactamente igual que en la realidad. Los victimarios son perversos y las víctimas ingenuas, como en la realidad. Y hay remedio para todo, si queremos remediar algún mal. Clic, eliminar, o correo no deseado.

Las relaciones virtuales no son fantasmagóricas, son verdaderas, ocurren en un tiempo cierto y en una geografía real, sólo que mediatizadas, filtradas.

En nuestro barrio podemos encontrar una o dos personas afines, o ninguna; en la ciudad, con suerte, será factible conocer a no más de media decena; en la red hay miles por descubrir. Pero no hay tiempo. Así que deberíamos cuidar los amigos virtuales para no pasarnos la vida buscando lo que se puede encontrar apenas pulsando una tecla.

Hay quienes consideran al mundo virtual como una fantasía o, en todo caso, como una realidad menos real.

¿Es cierto esto? Depende. Es cierto para (por ejemplo) una señora que busca hacer una amistad cuya finalidad primera es la de ir acompañada al bingo los fines de semana. O para quien busque una pareja, del tipo que fuere. Para un escritor (editado o inédito), el mundo virtual proporciona más ventajas que el material, por la misma naturaleza que determina que alguien sea escritor: el texto, la escritura.

El escritor, digo yo, es un bicho raro. Vive su vida como todo el mundo, pero su enfoque es también estético: ve en los avatares cotidianos, en los eventos, en sus propios pensamientos y emociones –en su subjetividad, en definitiva– algo incompleto, absurdo muchas veces. Y el acto de escribir es una cura o un alivio de esa incompletud, de esa sensación de absurdo.

La comunicación entre escritores es importante. Cada texto que un escritor exhibe, aunque sepa o espere que será leído por miles de consumidores, está también dirigido, íntima o secretamente, a otros escritores. Si a Juan le gusta Alejo Carpentier, es más que probable que alguna vez se haya preguntado “¿qué opinaría Carpentier de esta novela mía?”. Yo, borgeano confeso, siempre me pregunto si Borges aprobaría o toleraría cada cuento que escribo. Es natural. Ya sin Carpentier, sin Borges, Juan y yo nos consultamos sobre nuestros borradores, y nos corregimos o criticamos mutuamente. Y en ese ejercicio, también somos escritores. Somos escritores también en los correos electrónicos, como lo fueron antes otros escritores célebres que, post mortem, volvieron a encontrarse en compilaciones de sus correspondencias.

¿Y el chat? No veo por qué escaparía de la norma. Cierto que el chat es volátil, pero ¿no es una buena instancia para seguir siendo nosotros mismos, es decir, escritores?

El mundo virtual es el más idóneo de los mundos para un escritor.

Lo que no significa que tengamos que acomodarnos artificialmente en una probeta. La escritura (la que fuera) nos permite un conocimiento más profundo de las otras personas. Además, nos enriquece. Y por último, algo de mi casuística personal. El paso de la virtualidad a la realidad respecto de una misma persona nunca me ha producido desengaños o malas experiencias. ¿Cómo me podría suceder una cosa así? Si te he leído tanto, si te conocía tanto.

Gavrí Akhenazi – Israel

Consideraciones sobre lo ingrávido

Conserje de los lunáticos
paralizador de mi infancia
petrificador de la cuna vacía
tráenos la esperanza.
Conserje de los tiranos
testifica mi vanidad
vuelve mortal mi memoria
confunde lo que el Diablo ha escrito.
Tolera mis celos
reconoce mi necesidad desesperada.
Conserje de los lunáticos
identifica mi destino
revive el sueño de la vida
y perdona sus gritos de súplica.
Sella la entrega de las semillas
en esta angustia por respirar.

(Janitor of lunacy – Soap and skin – traduction)


Lo tradujo mientras lo iba escuchando y colocó debajo “Traducción libre de Ariê Aryiasz”, como una consigna.

Explicaba siempre aquello, cuando hablaba con otros escritores de esos del otro mundo a donde se mudaba su Jekyll en estado desesperado, harto de hablar con Hyde en el vacío en el que Hyde vivía. Hay que interpretar lo que se lee escrito, entender el trasfondo, el metamensaje, lo que no se ve pero se está diciendo con el texto.

Y con todas las cosas, pensó. Ir un poco más lejos.

Todas las cosas tienen entrelíneas, tecleó y sus ojos, de repente suaves, cansinos, ligeramente entrecerrados, observaron los brillos en el agua que el leve vibrar de la mesa frente al tecleo en la notebook, hacía tambalear. Los brillos del agua jugueteaban en una dispersión vidriosa y refractaria, cercana, mientras los ojos pasaban de largo y se extendían como un roce a los paños de la puerta corrediza que permitìa ver el diluvio sobre el jardín de invierno.

No para de llover, imaginó, como participando de una irrealidad climática en un cuento, nadando en la semipenumbra del living que olía a libros sin desembalar, pero que parecían a su vez, desembalados y presentes.

Esa casi oscuridad de temporal se iba transformando lentamente en su habitat. Persistente y voraz, el agua era un microclima de su vida sin lazos, simbólica, lo mismo que un torrente o ese basural esparcido a través de las calles en la ciudad grosera y polimórfica.

La reunión había sido como la ciudad: mugrienta.

Pero Aryiasz no estaba ahí, en ese puesto actual, para plantearse códigos que no podían servirle ni a él ni a nadie. Y además, como le dijo al funcionario que lo escuchaba con solemne atención de buitre que espera, él había buscado todas hienas y ya sabe como son las hienas, muy territoriales.

—Para los resultados que ustedes pretenden, no sirven los lobos, solamente las hienas —había agregado como si explicara pequeñas verdades zoo-lógicas a un alumno disfuncional del que se da por descontado que no se obtendrá respuesta.

Mientras haya resultados, los métodos importan poco en el mundo de la chapucería y los resultados son como los gusanos, hay que mover apenas la mierda y te cansás de encontrarlos, le había aclarado a Doguchi, cuando salieron de la reunión como dos animales que se han hartado de cazar y buscan solamente un sitio para echarse a digerir los restos que aún aprietan entre los colmillos.

En la pantalla de la notebook se abrió el cuadro de diálogo del skype con un interrogante repentino.

Aryiasz miró la pregunta y torció el gesto hasta ese momento amable. Se le agrietó la expresión con que acababa de explicar algo a una aprendiz de poeta con conflictos femeninos y precarios que se traducían en una escritura acorde.

De un manotazo, Hyde desplazó a Jekyll.

Si tenés muchas ganas de matar…legalizalas y listo, respondió a su interlocutor, mientras observaba el avatar del otro, sí, legalizalas ¿o conocés un mundo sin sicarios? La muerte es un hecho legal para nosotros, acordate. Los que brindan buenos servicios cotizan en moneda de curso legal. Y los buenos sicarios no son sicarios, son funcionarios al servicio de…Empleados, papá, ni más, ni menos.

Observó la lluvia mientras veía el mensaje de ¯«Jack está escribiendo». Caía, blanda, a través de los paños de vidrio, como una cosa fría, hecha completamente de fantasmas.

Pensó que ya era hora de encender una luz.

Le gustaba el color casi cobrizo que desprendía la lámpara rinconera estratégicamente colocada por el decorador de aquel departamento junto a un sillón de esos de lectura que nadie emplea para sentarse a leer en una tarde de lluvia, pero no se levantó para encenderla. Permaneció en su charco de penumbra, donde los movimientos continuaban agitando el agua que aún no había bebido, rompiéndola en mínimos fulgores dentro de la prisión del vaso.

Estiró la mano, mientras seguía con los ojos la respuesta de Jack en el cuadro de diálogo. Usaba un ciervo como avatar. Un ciervo, pensó, trayéndose el vaso hasta la boca. Este usa un ciervo y yo uso un buitre.

Interrumpió el pensamiento. En el radio que alcanza la mirada, notó que algo flotaba en la superficie líquida. Dejó al ciervo de Jack y miró dentro del vaso aquel punto flotante, oblongo, parduzco, con alas.

Mientras respondía, bebió.
Sintió que el cuerpo quitinoso le raspaba despacio la garganta mientras él escribía que acá hay muchos nidos de cucarachas chiquititas y repitió, de esas, de las chiquititas y como se sigan reproduciendo, se van a comer a las grandes ¿me captás? Se van a comer a las que vuelan.

*

El repentino resplandor de la pantalla lo obligó a pestañar.

Se afirmó en el convencimiento de que aquello era fotofobia y que seguramente, el virus trepaba a toda velocidad hacia su sistema nervioso y de ese hecho, también, podían derivarse tantos errores de tipeo y repentinamente tantas dudas frente a la grafía correcta de algunas palabras, como si tuviera Alzheimer, pensó.

Leyó en el correo de Jekyll (que Hyde era tan afecto a revisar como si buscara una cura a los cada vez más notables efectos de la mutación) y bajo el título de “Me gustaría publicarte” un texto de invitación que rezaba:

Hola
He conocido tu poesía hoy.
Te invito a publicar poemas en

Espacio virtual del que soy editora bla..bla..bla…
En el blog publicamos poemas de temática social, existencial, poesía de la conciencia, etc… de autores de todo el mundo.
Si estás interesado escríbeme a

y a continuación una dirección de e-mail.

De vez en cuando llegaban esa clase de correos para el idiota de Jekyll. Gente que leía sus desafortunados gritos de habitante del mundo, a quien Hyde arrastra por los pelos a través de la guerra y la miseria, por las pústulas y las defecaciones, obligándolo a implicarse en una realidad frente a la que todos se tapan los ojos: la realidad de los Hyde.

—¿Qué querrás? preguntó en voz alta, observando de reojo el vaso de agua donde la luz de la pantalla formaba mínimos reflejos eléctricos ¿Un pálido panfleto o una crónica de la verdad?

Sonrió.

Un pálido panfleto. Seguramente querés un pálido panfleto. Pero yo no escribo pálidos panfletos ni me rasgo las vestiduras ni me meso y arranco los cabellos ni me los cubro con tierra. Soy incapaz de escribir un pálido panfleto, porque la realidad no es un panfleto pálido que yo pueda escribir desde un sillón cómodo, tratando de recrear lo que me cuentan en la guerra mediática que ha inventado la televisión para que nadie se entere de la otra. Ninguna guerra es pálida ni tampoco es un panfleto. Hay gente en las guerras. Y muere. Como yo.

Una rebelión sorda le ganó la garganta mientras pensaba eso, repasando el correo con los ojos y atendiendo a sus vísceras que se retorcían como si albergaran entre barrotes orgánicos a un monstruo que bramaba.

—¿Qué podría escribir y que sonara pálido? le preguntó a la fotografía en que la mujer morena aparecía retratada— ¿Qué podría escribir yo, Hyde y que sonara pálido, si ni siquiera puede escribir Jekyll algo que a los dos nos suene pálido?

Asestó un empellón al teclado y la notebook retrocedió algunos centímetros, como un animal golpeado, entre los libros apilados, los papeles y las armas, todo mezclado siempre sobre la misma mesa, por esa costumbre siamesa de moverse a dos seres por los mundos.

Hyde ha regresado de Somalia…A Hyde acaban de matarle a su mujer durante un robo, de dos balazos en el hijo que llevaba…Hyde estuvo en el Congo y le prometió a una niña soldado que iba a sacarla del infierno, pero Hyde no pudo…A Hyde lo baleó un niño soldado en Liberia, mientras trataba de intercambiar prisioneros con los insurgentes y salvar cuatro monjas…Hyde es un tipo que ha visto los hospitales llenos de monstruos paridos en el Irak de la democracia…Hyde ha visto el container de Tawergha, ametrallado por «los rebeldes» y lleno de cadáveres de niños, mujeres y hombres negros, cuyo único mal fue trabajar en la Libia de Kadaffi para poder comer antes de que llegara el Consejo de Transición con su revolución…Hyde ha estado en Haití y ha estado en Georgia y en Bosnia Herzegovina y en Colombia y en toda Centroamérica…Hyde ha estado en Malvinas y en Ruanda…caminó Afganistán y evacuó de una escuela a más de cien niños palestinos…¿O fue Jekyll el que hizo todo eso? pensó, mientras desarmaba y armaba las armas, mecánicamente, como un acto reflejo iluminado por el resplandor evanescente de la notebook y los brillos eléctricos del agua.

—Estás en crisis, Hyde…Estás en crisis murmuró Jekyll y bebió el agua mientras con la otra mano, Hyde se apuntaba la Glock que le había regalado Doguchi, sobre la sien derecha.

En el cuadro de diálogo del Messenger, apareció un beso.

Hola linda, escribió entonces León Aryiasz, trayendo de regreso la notebook a sus ojos, sabés que me llegó un mail de una tal…

Sergio Oncina – España

Nostalgia by Susanne Jutzeler

Amores platónicos

Los idiomas mutan acordes a su tiempo.

En algún momento de la historia que desconozco, la definición de la expresión amor platónico dio un vuelco.

Platón, y su mundo de las ideas, se convirtió solo en la sombra del adjetivo «platónico» aplicado al amor.

Con los años se minimizó la importancia del concepto de la idealización y se maximizó el de la imposibilidad. Y la gente habla, hoy en día, de un amor platónico cuando el amor no es correspondido o cuando es imposible el acto sexual.

Entonces, ¿cómo llamamos a aquellos amores en los que la persona amada es idealizada?

Explican los filósofos cristianos, barriendo para casa, que la idea de bien, de perfección y verdad de las cosas, es Dios.

Pero en mayor o menos medida todos la desarrollamos sobre el objeto de nuestro deseo. Nos enfrentamos, generalmente en edades juveniles, a la persona amada dotándola de la forma suprema.

Es solo cuando se enciende la luz en la caverna y desaparecen las sombras, que se acaba con el amor idealizado.

En su concepto primitivo la única imposibilidad de un amor platónico es que no hallemos la perfección.

En la actualidad, se asocia el amor platónico a cierto infantilismo o a poca experiencia en las relaciones afectivas. Y es cierto en su raíz, no porque la imagen del alumno enamorado en secreto de su profesora sea el mejor ejemplo, sino porque se basa en la creencia de la existencia de un ser humano sin defectos al que, además, amamos por su excelencia.

Hasta los albores del año dos mil, las relaciones comenzaban en bares, discotecas, centros de ocio, en el trabajo… La presencia física era necesaria para establecer contacto con una futura pareja y, desde el inicio de la relación, los amantes tenían un recopilatorio amplio de características que podían romper la idea de bien. Por mucho esfuerzo que realizasen en mostrar solo lo mejor de sí mismos, accedían antes a la fase de aceptación de los defectos del compañero.

En menos de dos décadas el mayor porcentaje de encuentros de nuevas parejas se establece a través de las redes virtuales, (digo virtuales porque redes sociales siempre hubo aunque parezca olvidado, el idioma muta en 2020 tan rápido como los avances tecnológicos).

La virtualidad nos permite acercarnos al prójimo escondiéndonos detrás de nuestras mejores fotos, ofreciendo los datos de nuestros éxitos y mostrando nuestras mejores habilidades.


Los fracasos no caben en la imagen que proyectamos al exterior y, al otro lado, siempre hay alguien deseando creer en la forma perfecta.

De este modo crece el número de los primitivos amores platónicos y cada vez duran más las relaciones idealizadas. Es más fácil ocultar el verdadero yo detrás de una pantalla.

Dos amantes que se relacionan la mayor parte del tiempo en la distancia pueden llegar a tener sexo físico. Y, por supuesto, que sus sentimientos pueden ser correspondidos.

Pero ¿cuánto de su amor, para bien o para mal, es platónico?

Marta Roussel Perla – Irlanda

Imagen by Gordon Johnson

Los misterios de la virtualidad

Para muchos de nosotros es fácil hablar de internet como simplemente un lugar más, con unas reglas concretas, como tantos otros espacios. Si vas a una biblioteca, no debes hablar alto. Si vas a Twitter, no puedes profundizar. Si vas a Instagram, prima la imagen. Si estás en una cena de empresa, debe cuidar de aunar el respeto y la etiqueta profesional con una apariencia casual y más relajada. Si estás en una videollamada con tus jefes, procura que todo el mundo en tu casa esté vestido.

Soy profesora de español online, de modo que desempeño mi trabajo a través de un ordenador. Hablo con mis amigos de toda la vida, que viven en España, a través de Hangouts, hablo con mis amigos de otras partes del mundo usando Whatsapp, no conozco a mi editor en persona pero nos escribimos por GMail, las editoriales que publican mis libros son Amazon y Hulu. A mi primera novia la conocí a través del Messenger. En Facebook debato, discuto, y hago bromas con personas muy interesantes con las que me cruzo de cuando en cuando en esa burbuja que he creado a través de mi sesgo cognitivo. Estoy en un mundo de ideas parecidas a las mías, y si salgo a la calle observo un planeta distinto. Pero una vez más, es como ir a una discoteca de salsa: no será ninguna sorpresa que a casi todos los asistentes les gusta bailar salsa. En internet elegimos ir a nuestro bar, eso es todo, al fin y al cabo tiene los sofás más cómodos y la comida es buena.

Aún recuerdo aquella infancia de otro siglo, cuando salíamos a jugar al parque. También jugábamos con los arcaicos videojuegos de entonces, pero no existía internet y nuestra vida la hacíamos en la calle, no había ningún otro sitio. Ahora resulta casi imposible pensarnos sin las redes de información que surcan nuestro planeta.

En su día se hacía una clase de distinción entre lo virtual y lo real, como si todo aquello que pasase en la red no tuviera incidencia en nuestras vidas. Ahora descubrimos nuevos ideas a través de internet, nuevas amistades, nuevas formas de pensar. Yo soy autista, transexual, demisexual… y es posible que jamás hubiera sabido señalarme sin el conocimiento que se libera y crece al otro lado de nuestras pantallas, con ayuda de esa red neuronal que nos hace fuertes. No es que me gusten las etiquetas en el sentido de que nos pueden limitar y encerrar en categorías rígidas, pero me encantan cuando nos liberan de nuestras dudas y temores, cuando lo que significan no es sólo aceptación sino que, en alguna parte del mundo, hay millones de personas como nosotros que han encontrado su camino de regreso a casa. El nivel de autoconocimiento que podemos adquirir las personas a día de hoy habría sido inimaginable hace tan sólo treinta años.

Pero esto tiene un precio: la exposición y el anonimato que puede servir para protegernos del odio de otros o para odiar. Porque ahora sabemos que todo lo virtual es real, que es un escaparate que nos muestra nuestras vergüenzas, que nos escupe la esencia humana a la cara. Existe el acoso en la red, los insultos, el bullying… existe

Gavrí Akhenazi

Ars amandi

Con la garra cerrada, el animal explora el tacto de lo cálido. Si abre la garra, habrá un estremecimiento en todo el aire, un rasgo de viento en el paisaje de esa colina húmeda por la que anda lamiendo el calor de la vida, sin tocarlo.

Desliza con deleite la garra predictiva en un ínfimo espacio de tibieza, a tan breve distancia, que percibe como se eriza el tiempo debajo de la piel, en sus pulpejos de predador eterno que ha encontrado una hembra en el desaire de los celos feroces.

Carne de paz que tiembla en el espacio oscuro y entre pliegues de luz que la modelan espesa y terciopelo. Entre las garras, el animal que explora con el tacto, siente la selva, tan mojada y dulce, como una cabellera interminable atrapada por miles de medusas. Tiene sed. Se inclina con el ansia y recoge medusas con la lengua, gotas de sal cautiva y vaporosa le mojan las papilas y los labios.

Hay un rumor apenas, un murmullo en las hojas del silencio, un movimiento de brújulas antiguas que indican a la vez los cien caminos de esa orografía que el animal enfrenta.

Toda orografía es un misterio sobre el que establecer el territorio y avanzar en lo tórrido y lo acuático, en el fuego veloz que irrita las colinas con un aroma intenso a leche y sebo, y allí perder los dientes y los juicios y ese aliento de guerra que resiste el nudo de las lenguas y los ojos.

Ella, una tormenta en blanco y su ceniza, un fuego diluvial que quema y reproduce incendios, temerario, sobre un erial de vientos, amaina la cordura. Como un puente que se remece y vibra mientras vuelve tsunami la ternura, se deconstruye y se construye.

Un viejo mineral y un pez de oro atrapados en la red de un pescador de instintos, se confunden la sombra y los otoños en la necesidad vertiginosa y ya no hay presa ni animal de garra sino un solo y último relámpago, quebrado en el sudor, atado al beso.


Sexo barroco

Pensó que había regresado a ese muladar de terciopelo donde los olores se vuelven un légamo de complejidad y uno chapalea satisfecho y cálido, con la fiebre ausente de estos años que ya no se parecen a aquellos porque en aquellos la fiebre era una manifestación del corazón y ahora es solamente lo que se ha dejado atrás, se ha postergado de manera inepta con la ineptitud de lo que no se tiene ganas de resolver y apenas queda en eso, en algo que no se tiene ganas de resolver porque no se encuentra el cómo hacerlo y mientras piensa eso, una laxitud amarilla, una grasitud sobre la que la vida resbala sin quedarse, le patina la piel ocupada en la fragancia pastosa del sudor que se vuelve una joya caliente, extraída de un mar de sal profunda como todas las lágrimas que no se han llorado en el momento justo y rebalsan desde los rincones humanos atrapadas por glándulas obstinadas en cumplir su función desalinizadora del corazón con mal de pena.

Hunde los dedos y debajo de las yemas está la palpitación sensible de un reloj crudo como un pan que llora y que se ha amasado con la sal antigua y la sangre habitante y un poco con el calor manual de desbrozar la carne de esas cosas que el pudor le junta sobre el ansia de ser apenas un cuero tenso y expresivo, una resonancia de gemido que grita, una violencia de animal que come y su réplica de animal de vuelo en ese movimiento en que toda sonoridad se transforma en cárnica y sabor, en sabor, piensa, como si en la lengua tuviera más papilas que el resto de los amores y esas papilas pudieran crecerle por los labios mientras se los relame con la holgura de un disfrute anunciado por efímero y a su vez, por constante y declarado, porque uno se lleva los sabores y esos olores al olor vencido, pegados en órganos que la ciencia aún no ha descubierto y crecen solamente en los largos momentos en que un cuerpo y el otro se transforman en una expresión madura que se funde, se funde, se congrega y a la vez se disgrega en una descabellada cuestión química que, como los órganos esos que crecen sin haber sido descubiertos aún, se manifiesta en lo que complementa la verdad de estar así, resbalosos y perfumados en una irredención de uñas y lenguas y cabellos y por sobre todo de miradas que rasgan la saliva, la asfixia, el espasmo y el semen.

Así, quedarse así, en un sexo que duele.

(De: Caída de las patrias)

Eva Lucía Armas

En la penumbra

Junto a la ventana, mientras mira la calle al mismo tiempo que destapa el vino con ademán vigoroso, pienso que la poca luz le queda bien. Esa luz tenue, vidriosa, que palpita desde afuera, le queda bien a su cuerpo.

Revuelvo con lentitud la crema que estoy preparando para los fetucchini y pienso, también, que hay una belleza particular en esa madurez muscular que la remera ligeramente ceñida le dibuja. Se le adivinan bajo el color sepia los dorsales anchos y se curvan los bíceps rotundos, a medio emerger por la imprudencia de las mangas cortas frente al movimiento.

“Qué fuerte está este tipo”, pienso para mí, detrás de la sonrisa que no sé cómo evitar mientras lo miro, distraído en la calle con un abandono de esos que muestran los grandes felinos. Un gato esbelto y cazador, que reflexiona desde la oscuridad.

No hablo. Solamente observo que de espaldas hasta podría ser un jovencito de trasero firme, de cadera segura, que practica crossfit o algún deporte de esos de exigencia. Es un cuerpo metódicamente trabajado, entrenado para dar su mejor calidad de rendimiento. Un cuerpo casi griego.

Vuelvo a la idea. “Qué fuerte está este tipo”.

Ahora sirve el vino y pienso también cuánta seguridad tienen algunos hombres. Cómo se nota esa potencia interior que les domina la actitud y que da un placer mórbido mirar.

Andan por la vida como si sembraran pasos.

También sirve el vino como si lo hubiera cosechado, con una rotundidad de manos de vasija y lagarero. En su distracción es imponente, porque le brota ese júbilo tremendo que saben tener los que son íntimamente poderosos.

Se acerca y el aire se impregna del aroma maderoso del perfume. Pienso que ese olor extraño, difícil, le va perfecto, porque el suyo no es de esos perfumes que te encontrás en todas partes, con un toque de pino. Este, de él, es un desafío olfatorio que mi percepción de buena cocinera no termina de dividir en sus mixturas. Quizás té, tal vez algo de almizcle, un toque de amargor, quizás acanto. Huelo como si el perfume me llevara directo a una cocina de hechiceros.

Él sabe que odio que metan los dedos en mis salsas pero ensopa el pan y desafía con el gesto de adolescente rebelde de sus ojos, mis normas más severas. Le pego en la mano. Él no se inmuta, como si no notara mi golpe. Me mira y muerde el pan, casi en cámara lenta. Después sonríe.

La sonrisa hace juego con sus ojos, como en un contraluz. Me pesan los dos sobre los labios: la sonrisa y los ojos. Es como si ese ejercicio de silencio, porque ninguno de nosotros habla, fuera algo emparentado con la fuerza de gravedad.

Cuando me alcanza la copa, me acaricia apenas la mano con sus dedos. Tiene ese tacto áspero de animal caminador.

Mi piel se eriza.

John Madison

Tauromaquia

Hoy la palabra se me presenta en cueros. Se ha liado la manta a la cabeza y en rebeldía, ejerce impúdica su danza exenta de esos adornos torpes que —según ella— nublarían sus dictados.

Así andan las cosas. Y yo no puedo más que contemplar, desde el bloqueo, la sencillez de su estructura estrófica vestida con un tanga como único amuleto para salvar su suerte.

En realidad nunca me impresionaron los desnudos, lo mío es fantasear con lo que hay debajo del vestido, pero a ella ya no le interesa el maquillaje, ni la fastuosidad, prefiere andar en cueros por mi casa como una libertaria que le da un ultimátum a su hombre: y bien, Mady, ¿me tomas o me dejas?, mientras yo entro en la última de las tres fases del fuego y mancillo su honor a grito limpio en inglés, en español castizo y en cubano.

Me siento como un memo que no tiene ni idea de como proceder ante el destape de esa perra loca que no lleva siquiera un triste brillo para caerme en gracia; tan confuso que no sé si encajarle un fajo de billetes en la goma del tanga en un intento vil de camelarla, o si darle esquinazo; olvidar que una noche —mientras ahogaba en vodka mi habanidad nostálgica— sentí el impulso ciego de vestirme de luces; echarme al ruedo como hacen los toreros espontáneos, espada al ristre ponerla de rodillas con un par de estocadas y rematar la faena cortándole las orejas y el rabo.

Presiento que no habrá puerta grande en mucho tiempo, ni paseo en volandas, ni trofeos. La Doña se ha emperrado en asestarme su más fiera cornada.

María Quesada

Refracción

Comenzó a llover copiosamente. En otra circunstancia no nos hubiera importado, pero estábamos dando un paseo con nuestros perros por el campo. Aquel aguacero nos pilló en medio de la nada.
Gus me cogió la mano y tiró de mí para que echara a correr con él.
Pero a dónde vamos —le dije entre risas—, no hay ningún refugio a la vista.
Los perros ladraban, se les veía felices.

Hice caso a Gus y ajusté mi paso al suyo. Era un poco absurdo aquello de correr, la verdad, porque lo mismo nos daba mojarnos a menor velocidad, total, el resultado iba a ser el mismo.
Al final no tuvimos más opción que la de aceptar como resguardo el sombrero del único árbol que había.
Le dije que, precisamente, esa era la peor elección en caso de tormenta puesto que los árboles atraen los rayos.
—Entonces —contestó— en ese caso tenemos que desprendernos de todo lo metálico que llevemos encima.

Comenzamos a palparnos los bolsillos: llaves, un encendedor, monedas. Los lanzamos lejos.

Después me fijé en sus muñecas: en una de ellas llevaba una pulsera de cuero con una chapa decorativa de acero. Le abrí el cierre y se la quité. Él se fijó en mis pendientes. Maniobró entre mis cabellos hasta que atrapó el lóbulo de mi oreja, tenía los dedos calientes y escuchaba su respiración acelerada. Instintivamente me fijé en la hebilla de su cinturón y la abordé sin miramientos. Gus me susurró que le acababa de alcanzar un rayo. Lo que no sabía Gus es que a mí los rayos me pierden, y se me empezaba a notar.

Sentí en la espalda cómo su mano escalaba por debajo de mi camiseta empapada. Lo miré y me dijo: busco el metal de esos corchetes. Los soltó. Mis pechos liberados rozaban su tórax. El escaso grosor de nuestra ropa era lo único que mediaba distancias.

Me empujó suavemente hasta apoyarme contra el árbol y con la misma suavidad me hizo sentir la turgente presión de algo que antes no estaba en su pantalón. Mis caderas se adelantaban.
Ronroneábamos como gatos mientras besábamos nuestros torsos desnudos.

Se apagó la lluvia que encendió al fuego.

Ana Bella López Biedma

Cuatro minutos

Han pasado varios años pero el viejo café sigue igual. El piano vertical, castigado contra la pared del minúsculo escenario, con su foco amarillento que magnifica ese aire decadente que tiene todo. Las pequeñas mesas diseminadas por el local en penumbra y ese olor indefinible a polvo y a nostalgia que nunca lo abandona. Ella camina entre las mesitas casi a tientas, hasta llegar a la tarima. Se quita el abrigo después de haber dejado a un lado la guitarra que desenfunda inmediatamente con delicadeza, casi con devoción de amante. Posiciona el pie del micrófono frente a la banqueta alta, hasta el lugar exacto, como si todo formara parte de un ritual mil veces repetido. Y en el fondo así es, aunque haya pasado mucho tiempo desde la última vez que estuvo allí.

Recuerda aquella otra noche, esa primera vez. Sus manos temblando mientras situaba cada uno de aquellos objetos, el gesto de afinar su guitarra, de sentarse mientras asía inconscientemente el micrófono, cómo se aferraba a la banqueta de bar. Y de respirar, de respirar profundamente como le había dicho su hermana que hiciera: «Nena, cuando salgas al escenario respira, cierra los ojos, respira e imagina que todo va a salir bien. Y así será».

Había elegido aquella canción porque le hacía sentirse cómoda. Rememora aquel instante en que se volvió a colocar en el asiento por enésima vez, inspiró cerrando los ojos, y soltó después el aire mientras los abría. Ese fue el momento exacto. Sus ojos inconscientemente se dirigieron al fondo, a un punto lejano que le diera la seguridad que le faltaba. Aquella mesa esta ocupada por alguien que apenas se adivinaba en las sombras. Su mano movía lentamente un vaso ancho con algo que parecía whisky con hielo. Pero ella se quedó parada ahí, justo en sus ojos. Ojos de lobo, pensó. De lobo o de felino agazapado y hambriento. Un escalofrío subió por su espina dorsal mientras su rostro se acaloraba. Apartó la vista y tomó fuertemente la guitarra. Aquel contacto siempre le hacía sentirse bien. Encendió el micrófono y empezó a cantar.

Lía con tu pelo un edredón de terciopelo…

Tenía que volver a mirarlo. Lo hizo. Fue un error. De pronto desapareció todo ante sus ojos. Las mesas, la gente, todo se difuminó en un entorno extraño e irreal. Solo quedaron aquellos ojos carnívoros de sombra. Sentía cómo palpitaba su garganta.

Lía entre tus labios a los míos, respirando en el vacío…

Eso era. El vacío. Se ahogaba en ese espacio carente de oxígeno y a la vez, se iba convirtiendo en una sustancia cálida, liviana, poderosa. Oía su propia voz como si estuviera fuera de su cuerpo y le parecía mentira que sonara así, tan suave y sosegada cuando ella apenas podía contener aquel temblor que amenazaba con tirarla al suelo.

Lía con tus brazos un nudo de dos lazos…

No sabía en qué momento había ocurrido pero estaba cantándole a él, a aquella silueta sin nombre. Y a esos ojos que parecían atravesar todos los objetos y hacerla vibrar como un diapasón dulce e incontrolable. Si dejaba de mirarlo el mundo se desmoronaría.

Lías tus miradas a mi falda, por debajo de mi espalda…

No podía quitar la vista de aquellos ojos. Apretó los muslos para sentir la frialdad de la madera contra ella, en un vano afán de contrarrestar ese calor ingrávido y absurdo que se iba expandiendo como una onda en el agua sobre su piel.

Líame a la pata de la cama, no te quedes con las ganas de saber…

Rendida. Así se sentía. Se hubiera ido con él a cualquier parte. A un portal en penumbra o a París, a un viejo coche en mitad de una tormenta. Cualquier lugar hubiera sido posible. Aquellos ojos eran como maromas que tiraban de su centro. No existía la distancia, podía sentir su aliento pegado a sus labios y aquellos ojos de luz negra y profunda que parecían conocer sus secretos más íntimos, que resbalaban desde su boca hacia abajo, abriendo su cuerpo en dos.

Lía con tus besos la parte de mis sesos que manda en mi corazón.

Cerró los ojos en aquella última frase y terminó de cantar, incandescente y exhausta. Durante unos instantes ni siquiera oyó los aplausos. Recomponerse era su único objetivo. Estoy bien, repetía. Nadie se ha dado cuenta. Cuando abrió los ojos apenas alcanzó a ver una silueta perdiéndose en la noche.

Vuelve a la realidad. Muchas veces ha recordado aquella primera vez como un sueño, imaginando que fue producto de su imaginación y de los nervios del momento. Después de aquel vinieron muchos otros conciertos y jamás había vuelto a suceder nada parecido. Mueve la cabeza, como intentando quitarse el pensamiento de encima. Ya es hora de empezar el espectáculo.

Se sube a la banqueta y mira al fondo. Y entonces, solo entonces, sabe lo que tiene que cantar.

Miriam Vílchez

El placer de una pasión

Placer: el tiempo vuela aunque parece detenido. A media luz, las llamas de las velas arden, como arden mis manos al tocarte. Acaricio tus piernas suavemente, de abajo a arriba y de arriba a abajo. Aprieto tu muslo, cosquilleo tu pierna. Recorro todo tu cuerpo, cambiando de ritmo, ahora deprisa, ahora poco a poco. Siento cada centímetro de ti. Observo cada peca de tu espalda. Revoloteo tu pelo enredándolo entre mis manos. Recorro tus brazos, entrelazo mis dedos con los tuyos. Siento el vaivén en mi cuerpo. Adivino lo que te gusta. Descubro tus puntos sensibles. Sensibles al dolor y sensibles al disfrute. Rozo tu cuello y sientes como te recorre un escalofrío. Me fundo contigo como en un medio abrazo.

Un apretón de placer y pasión. Pasión por los masajes que doy, por la felicidad que me dan. Placer por ser algo de mi yo.

John Madison

Historias en la Red: Mayores




Un contador de historias, de esas que merecen la pena ser llevadas a la gran pantalla, me dijo que solo encontraría el verdadero camino hacia el oficio de escritor cuando me quedara completamente solo.

Teniendo en cuenta que los mejores consejos en mi carrera como escritor me los había dado aquel novelista, le hice caso y me quedé todo lo Robinson Crusoe que se necesitaba para encontrarme como hombre literario. Incluso colgué un cartel en la entrada de mi rincón bloguero prohibiendo el paso a los lectores curiosos como medida de apoyo al incremento de mi soledad.

Creánme si les digo que no pretendí ser descortés con esas señoras que dejan constancia de sus emociones en la Red y que a menudo se presentaban en mi blog llamándome a boca llena amigo y hasta hermano sin que nos uniera parentesco alguno.

Esas señoras saben que yo ni soy escritor ni estoy interesado en ese título al que le tengo un respeto inmenso.

Creo que ese viene a ser el punto en común entre ellas y yo.

Más de una vez les he comentado que a mí lo que me pone de escribir es que me vean como un tipo al que le va la movida comunicativa bloggera y punto, porque para llamarme escritor aun me falta mucho. De sobra saben ellas que el anuncio de paso restringido iba en verdad para esos «escritores» de los que estoy hasta el femenino del pollo. O quizás debería decir hasta el pene para no ofenderlos.

Comprendo que esa peña de memos no tiene idea de lo que abarca en realidad el uso kilométrico del castellano y que en la literatura existen tanto el pollo como la polla, cada cual en su contexto, en beneficio y buena virtud de la palabra. Pero cuando un tipo como yo se lía la manta en la cabeza y sale disparado para el monte en plena caja de comentarios de blogger en defensa del estilo, está hasta la polla y en ningún caso hasta el pene.

También podría darse el caso de que quien escribe no sea tan pasional como yo ni esté interesado en defender la riqueza del léxico y por tanto refiera su enojo alegando que ha perdido los papeles, el avión o que: «se me subió la mostaza» —en honor al film del actor francés Louis de Foune de igual nombre— con la delicadeza: «estoy hasta las mismas narices».

Amén de mandar a freír espárragos trigueros a esos judas escritores, mi cartel cumpliría, además, el cometido de alejar de mis tierras a cierta señorita «escritora» a la que había visitado en su casa virtual movido por su popularidad entre los blogueros.

Por esos días la oí mentar tantas veces que una noche junté con las letritas de la sopa que mi asistenta de hogar me había preparado su nombre: Becky G, y provocando con la cuchara un tsunami que arremetió de lleno contra la identidad de sémola de la muchacha, me planteé muy en serio comprobar si en realidad era tan buena narradora.

No tuve paciencia para esperar al dia siguiente y esa misma noche me presenté en su blog. Comencé mi análisis con un cuento sobre una palmera que usaba gafas y que quería mantener un affaire con un camello.

Me pareció una narración mal llevada en el planteamiento, pero no me lancé a decir, ¿por cortesía? lo que en realidad pensé. Sé que fue Ferrand Gómez quien le comentó a Becky que yo era un reputado poeta y textualmente: «Es un Ultraversal y de los grandes», muy rimbombante él —porque a rococó no le gana ni Luis XV—.

Ferrand no pertenecía al proyecto Ultraversal pero le gustaba la idea y leía todo lo que los Ultraversales exponían en Gogle+. Me consta que también añadió que mis versos le iban a encantar a Becky ya que eran muy re chulos.

Estoy seguro que el re chulo de Ferrand se alejaba años estelares de lo que Becky imaginó porque si hay algo para lo que no estoy hecho es para regentear burdeles, aunque pertenezca a esa casta de maromos que se les cae la baba por las currantas de la noche. Ferrand se refería a los huevos que le pongo al arte de escribir.

Quiero pensar que fue esa la interpretación que Becky dio a tales referencias y por las que respondió a mi comentario del cuento de la palmera parlante con un breve: «queda usted en su casa».

Bueno, yo en mi casa hago lo que me sale de las santas pelotas. Meo sin el más mínimo cuidado y además dejo la tapa abierta todo lo que me de el cuerpo y fumo marihuana todo el rato y me paseo, también, en bóxer y algunos días hasta en cueros por todas las estancias. De modo que le tomé la palabra y me adentré en sus textos, en especial en uno donde los protas se daban la del pulpo en un ascensor durante la noche de fin de año.

Que aquella escena del ascensor iba de amor, lo dijo ella. Para mi gusto una mujer que se arranca las bragas a la desesperada y acaballa a un tipo que acaba de conocer en un ascensor es pornografía barata. Un polvo literario mal llevado en Pekín y hasta en Italia. La tierra que vio nacer a mi ídolo del cine porno: Rocco Sifredi.

Ni siquiera Rocco que es un follador excelente —pero un pésimo intérprete— habría llevado tan mal aquella escena, por mucho que los comentaristas aplaudieran y vitorearan a Becky como si ella fuera la nueva Anais Nin.

En eso consiste el estilo, en calibrar qué haría el personaje en determinada situación y qué enfoque le daríamos a esa escena . Cualquier escritor que se respete sabe que existe una diferenciación entre follarse a un tipo como una perra loca y hacerle el amor desaforadamente a un tipo loco en una noche perra, y esa fue la apreciación que dejé en su entrada, entre otras cuestiones.

Sí, fue justo ahí donde comenzó la bronca en vivo y en directo. Le aclaré cómo debería llevarse literariamente un polvo de ese calibre y ella a mí que yo solo era un exhibicionista que lavaba sus trapos sucios en la blogosfera. «Uy, te estás pasando tres pueblos, reina», le dije. «Señorita, John, soy señorita», me respondió.

Pues muy bien, Señorita con «s» mayúscula (así lo escribió ella en su respuesta), sepa que yo he follado en los lugares más inhóspitos e inimaginables. En el interior de un closet, por ejemplo, durante el transcurso de una fiesta que celebré en mi casa. Mi mujer por entonces, Lyn, no tuvo paciencia para esperar que los invitados se marcharan; las fiestas en la Habana son largas.

En otra ocasión también mantuvimos sexo telefónico. Lyn en la Habana y yo en Grecia. Lyn me largó por esa boquita de asiática lo que ningún escritor de tres al cuarto sería capaz de fabular y no paró hasta asegurarse que su marido alcanzaba las arenas rojas de ese planeta que Truman Capote cita en aquel relato en el que se fuma un canuto de marihuana con una asistenta de hogar: «Un día de trabajo».

Incluso tuve un polvo memorable en la parada del bus de 48 y 27 cuando aún no estábamos casados. En dependencia de la franja horaria Lyn me practicaba una felación o yo la masturbaba o ella montada directamente sobre mí en aquel banco súper estrechito. Esa noche tocó apagón. Nos dejamos ir tanto que alguien gritó: ¡aguaaaaaaa!… muy largo. Pero ya era tarde, no solo en los relojes, eran las tres de la madrugada.Ya estábamos en Cabo Cañaveral con los motores prendidos y listos para el despegue.


Sí, Becky, en la literatura el banco de datos del autor cuenta. Aunque la historia narrada sea pura ficción. Así que no me diga que usted tiene una manera de contar muy parecida a la de esa escritora que va de iluminada de los vampiros en la edad del pavo y que no le llega a Bram Stoker ni a la suela de los zapatos. Esa muchacha se hizo famosa gracias a toda esa piara de incultos que le hacía la ola en Internet y a la venta de Merchandising a todas esas adolescentes locas por encontrar a un Edward que les mostrara la posición correcta en una cama para el avistamiento seguro de Cuenca.

Y hasta ahí no más llegó la discusión porque la Señorita Becky me invitó, amablemente y sin carácter retroactivo, a abandonar la casa que antes me había ofrecido como mía. Me marché y nunca más volví. Ya había olvidado el incidente cuando, una noche, me entró un mensaje suyo por hangouts:

Becky G: Hola escritor.

J. Madison: Hola.

Becky G
: Creí que no ibas a responder.

J. Madison: ¿por qué no? Soy un gilipollas amable.

Becky G: Te llamo, Juan

J. Madison: No te he dado confianza para que me llames. Y me llamo Madison, no Juan.

Becky G: Ya, ni tú te llamas Madison ni tu exmujer se llama Lyn. ¿Verdad?

J. Madison: Efectivamente, no hay ninguna Lyn. Me lo inventé.

(Mentí, que es lo que hacemos los hombres malos y los escritores muy buenos). Es cierto que estuve casado con Lyn y que follamos como jamás podrán imaginar los protagonistas del ascensor del relato de Becky en los parques, paradas, callejones y portales de la Habana, pero Lyn no va enterarse de que ahora mismo es la “Marquesa del Chanteclair” en todo blogger porque a ella le interesa un rábano la literatura. Lyn no lee ni el periódico.

Becky G: Pues yo daría cualquier cosa por un poema tuyo, aunque la condición fuera aparecer con un nombre de ficción. Seguro que tu mujer está muy orgullosa de las cosas que escribes.

¿Mi mujer? Mi mujer actual tampoco sabe una mierda de literatura, pero conociéndome intuyó que yo pondría la pista caliente en blogger desde el primer día y puso el parche antes que la llaga: «Si va a escribir chorradas al menos póngase un seudónimo, pendejo. No me hace maldita gracia que la gente que me conoce se entere que el comemierda de mi marido (así dijo mi mujer, comemierda) anda escribiendo poemas infames donde yo siempre soy la puta caliente del burdel», remató. «Cierto, cariño», le dije entonces.

Reconozco que hay cierto punto de exhibicionismo en el acto de escribir. Al fin y al cabo es lo que mejor se me da. Encuerarme mientras largo entre lágrimas negras el bodevil. En aquel tiempo me encantaba darle gusto a mi mujer y me inventé un seudónimo que no fue ni comemierda ni pendejo, sino John Madison.

Justo iba a descolgar para explicarle a Becky que la mujer del pendejo estaba haciendo su entrada en la casa cuando Becky me envió aquella foto posando con un trocito de tela, un top idem a los que las hijas de la puta caliente del burdel que ya avanzaba por el corredor diciendo: «cariñoooo, hay alguien en casaaaa», llevan bajo el anorak cuando salen los sábados a perrear por las discotecas de Barcelona y por el que yo pongo el grito inútilmente en Marte, porque al final ellas se hacen las que no hablan marciano y agarran el bolso y desaparecen.

No, yo no era el papá de Becky pero también puse el grito en ese planeta que llevo toda la noche mentando y recordé al mirar la foto que si había una mujer a la que yo le arrancaría a mordiscos la ropa si me la encontrara en una esquina era Anastasia Mayo, la actriz porno. Una piba que tiene los pechos de una niña mal comida, pero un trasero para entregarle a ojos cerrados el pin de la cuenta bancaria.

A mi hermano Yeyo le tocó lo mejor en la tómbola del ADN; metro ochenta, bien parecido y unas manos altamente desarrolladas, contra mi metro sesenta y manos de Meñique. Para nada me estaría quejando si ese Meñique guardara parecido con el Meñique bretero lleva y trae que regenta el único burdel en Poniente, esa Ciudad salida de la serie televisiva «Juego de tronos» porque ese al menos mandaba en su imperio de putas.

Verdad de la buena es que por muy grandes que a mi mujer le resulten mis manos yo iba a necesitar al menos otro par para agarrar con propiedad las domingas de Becky.

—Mami —escribí presuroso.

—Qué, Juan.

—Yo no me llamo Juan. Dejate de abuso que ya estoy muy mayor para estas cosas.

—No importa. Me gustan los tipos mayores. Quiero invitarte a cenar.

—¿A mí?

—Sí. Para disculparme por aquella bronca que tuvimos en blogger?

Becky quería disculparse, pero qué pasaba con la disculpa de todos aquellos comentaristas que aprovecharon la bronca para ponerme públicamente como los trapos, solo porque yo había dado mi punto de vista sobre su narración con sinceridad abierta. En ningún momento fui descortés.

—Oye, olvidalo. Es agua pasada —le dije.

—¿Quieres decir que me perdonas?

—Claro, no dije que eras mala escritora. Dije que la escena del ascensor no era en lo absoluto creíble y que estaba mal enfocada

—Es igual Juan. ¿Cenamos?

—No, no es igual. Y no me llamo Juan, me llamo Madison.

Mirella Santoro

Una leyenda china

Hace un tiempo que estoy cuestionando mi falta de imaginación, es como si se hubiese evaporado de a poco. Cuando me ocurren este tipo de preocupaciones, a la corta o a la larga, algo puntual aparece para sacudirme. En este caso fue un libro: La loca de la casa, de Rosa Montero. “La imaginación es la loca de la casa”, frase de Santa Teresa de Jesús. Les voy a compartir un segmento. Montero dice:


Hay un cuento-emblema, un cuento metáfora que me gusta muchísimo sobre la capacidad salvadora de la imaginación. Trata de la pintura y no de la narrativa, pero en el fondo es lo mismo Es un relato de Marguerite Yourcenar titulado “Cómo se salvó Wang-Fô” y está inspirado en una antigua leyenda china.El pintor Wang-Fô y su discípulo Ling erraban por los caminos del reino de Han. El viejo maestro era un artista excepcional; había enseñado a Ling a ver la auténtica realidad, la belleza del mundo. Porque  todo arte es la búsqueda de esa belleza capaz de agrandar la condición humana.Un día Wang y Ling llegaron a la ciudad imperial y fueron detenidos por los guardias, que los condujeron ante el emperador. El Hijo del Cielo era joven y bello, pero estaba lleno de una cólera fría. Explicó a Wang que había pasado su infancia encerrado dentro del palacio y que, durante diez años, solo había conocido la realidad exterior a través de los cuadros del pintor. “A los dieciséis años vi abrirse las puertas que me separaban del mundo; subí a la terraza del palacio para mirar las nubes, pero eran menos hermosas que las de tus crepúsculos (…) Me has mentido, Wang-Fô, viejo impostor: el mundo no es más que un amasijo de manchas confusas, lanzadas al vacío por un pintor insensato, borradas sin cesar por nuestras lágrimas. El reino de Han no es el más hermoso de los reinos y yo no soy el emperador. El único imperio donde vale la pena reinar es aquel en donde tú penetras”.Por este desengaño, por este amargo descubrimiento de un universo que, sin la ayuda del arte y la belleza, resulta caótico e insensato, el emperador decidió sacarle los ojos y cortar las manos de Wang-Fô. Al escuchar la condena, el fiel Ling intentó defender a su maestro, pero fue interceptado por los guardias y degollado al instante. En cuanto a Wang-Fô, el Hijo del Cielo le ordenó que, antes de ser cegado y mutilado, terminase un cuadro inacabado suyo que había en el palacio. Trajeron la pintura al salón del trono: era un bello paisaje de la época de juventud del artista.El anciano maestro tomó los pinceles y empezó a retocar el lago que aparecía en primer término. Y muy pronto comenzó a humedecerse el pavimento de jade del salón. Ahora el maestro dibujaba una barca, y a lo lejos se escuchó un batir de remos. En la barca venía Ling, perfectamente vivo y con su cabeza bien pegada al cuello. La estancia del trono se había llenado de agua:“Las trenzas de los cortesanos sumergidos ondulaban en la superficie como serpientes, y la cabeza pálida del emperador flotaba como un loto”Ling llegó al borde de la pintura; dejó los remos, saludó a su maestro y le ayudó a subir a la embarcación. Y ambos se alejaron dulcemente, desapareciendo para siempre “en aquel mar de jade azul que Wang-Fô acababa de inventar”.


No crean que después de la lectura, mágicamente, volví a imaginar historias, pero me dio qué pensar. Algo más de Montero:


“Dejar de escribir puede ser la locura, el caos, el sufrimiento; pero dejar de leer es la muerte instantánea. Un mundo sin libros es un mundo sin atmósfera, como Marte”.

La fuerza amansadora de lo pequeño

El monitor me mira con su ojo de cíclope ciego. Mientras aguardo la llegada de una idea prefiero volver al cuaderno, donde puedo hacer garabatos en el margen. Triángulos, espirales, algún asterisco. La memoria fibrila emociones y me estanco en el desasosiego, un acólito habitual de mis horas.
Automáticamente, trazo un símbolo del I Ching: en la base tres líneas paralelas enteras, una cortada y las dos superiores también enteras. Busco el libro. Las hojas tienen el olor polvoriento y la fragilidad seca de lo antiguo.

Permanezco unos instantes en suspenso ¿la consulta servirá igual a partir de un bosquejo distraído, sin la tirada de monedas? Por qué no, cuando dibujé el hexagrama lo que menos pensaba era en oráculos. Dejé de creer en lo que podían decirme hace muchos años.

Hoy, quizás, vuelva a necesitar esos mensajes impenetrables, que probablemente, ya ni sepa descifrar. Soy una mujer atada a la incertidumbre de las palabras. Mi inconsciente me ha arrojado un cuchillo: voy a provecharlo.
Es el hexagrama número 9: La fuerza amansadora de lo pequeño. El trigrama inferior, compuesto por las líneas enteras, representa lo fuerte, lo creativo, el padre. Su imagen es el cielo.

El superior simboliza lo suave, lo penetrante: el viento en el cielo. Es lo inmaterial, son las ideas que viven en la mente y que nos tienden trampas. Según el gran libro oscuro, anuncia que no hay mucho que se pueda hacer, porque lo pequeño es la fuerza que detiene, amansa y refrena. Significa una prueba para el carácter, afrontar la frustración de no obtener lo que deseamos.

Indica que el viento trae nubes, que todavía no están dadas las condiciones y no está en nuestras manos usar el poder que tenemos, no por ahora. Todo llegará, amablemente, en pequeñas dosis.

Es la historia de mi vida, como si fuera un inacabable hexagrama nueve. ¿Cómo terminé aquí? Por un insignificante dibujo que ejecuté mientras el viento barría las palabras.

No quiero ser domesticada, no sé entregarme sin luchar, a mi modo y que la mayoría no entiende. Sin embargo, esta tarde las fuerzas merman y un cansancio indiferente gana la batalla.
Debo permitírmelo.

Silvio Rodríguez Carrillo

Church by Peter H

Gusto desarrollado



Quedarse maravillado ante la imponente escultura del Moisés de Miguel Ángel, o luego de escuchar algo de Bach preguntarse –sin posibilidad de respuestas– cómo pudo un hombre concebir una música semejante, son situaciones sumamente especiales pero que no dejan de tener mucho de normalidad. Ahora, cuando la exaltación que nos provoca la obra conseguida por otros nos mueve a pretender emularlos, ahí la cuestión comienza a ser otra. Cuando en la construcción que percibimos, a un tiempo hay algo que nos empuja y nos llama a poseerlo haciendo que digamos “yo quiero hacer cosas así”, la cosa vibra con otra frecuencia.

Aquí, el que asumió esta vibración íntima y decidió intentar desarrollar eso que el gusto le pide, va a encontrarse, más temprano o más tarde, con la primerísima lección: no es nada fácil. Y es que a medida que se avanza las dificultades también lo hacen, tanto, que llega un punto en el que lo más frecuente de todo es pensar en abandonar la empresa, pues, la distancia entre lo que se pretende conseguir y lo que efectivamente se consigue parece no amenguar, el agobio se agiganta como maleza y, muchas veces, no se cuenta con el apoyo que uno desearía.

En esta primera lección quien realmente sufre es el ego que, mira tú, por primera vez aparece como un personaje innegable con el que es necesario entablar una relación seria y armoniosa si es que se quiere progresar. Si acaso el aprendiz logra los acuerdos necesarios con su ego, entonces le será posible asumir justamente eso, su rol de aprendiz, con lo que no tendrá reparos al momento de recibir críticas –todas las críticas son constructivas, para el que quiere crecer, claro–, comentarios, y cualquier tipo de ayuda que en el camino de su aprendizaje vaya recibiendo de quien sea.

En esta primera lección también opera un filtro que separa a quien busca conseguir el arte, de quienes buscan simplemente enaltecer su ego. Está quien quiere tocar una música por el placer de conseguir hacerlo, y está quien quiere ser escuchado, reconocido por hacerlo; hay una diferencia entre ambos objetivos, que no se excluyen, ojo. Pero, digamos que el que busca el arte por el placer de lograrlo, por desarrollar su gusto, está más dispuesto a escuchar consejos para conseguirlo que aquellos que prioritariamente buscan hacer relucir sus nombres. Suelen llegar más lejos, siempre, los que mejor capitalizan todas las sugerencias.

Para quien va desarrollando su gusto todo sirve, y toda equivocación que le señalen, venga de quien venga, no deja de ser una ayuda. Como se comprenderá, el que tiene un gusto desarrollado de nivel superior, necesariamente ha tenido que pasar por un curso de humildad elevado, que es lo que le permite aprovechar cualquier enseñanza, como también valorar y comprender tanto la propia obra como la de los otros, independientemente de cualquier juicio externo. En este panorama, ¿cómo podría extrañarnos que la gente que se enoja cuando se le marca un error sea aquella que no tiene un gusto desarrollado?

Gerardo Campani

Atmósfera

Ayer estuve en una sala de chat, llamémosla X. Y no digo equis por haber sido el 33% de una sala -llamémosla- triple equis , sino por lo de la incógnita.
Charlé con gente X también. Bueno, aquí hay una diferencia, porque en el diálogo, así sea en el caos del chateo múltiple, mal que mal, te das cuenta de si una persona es medianamente potable o se trata de un caso perdido.
¿Te das cuenta, dije? Pues no, No sé los demás, pero yo no me di cuenta.

Paso a contar.
Había una vez, un agente aburrido y cándido y desgraciado que fue a pasear por los senderos señalizados de Zeus. Con la gorra, pero medio ladeada, un poco por el desaliño propio de la ingesta alcohólica desmesurada y otro poco de posta, porque no hay que ser tan botonazo cuando no se está de servicio, específicamente.
Hete aquí que, en una encrucijada entre tantas, trabó conocimiento con dos sujetos (un masculino y un femenino) cuyo comportamiento llamó su atención. No poderosamente, como es lo popular, sino apenas un poco más que moderadamente.
“¡Ah, no existen las casualidades!” pensó Gerard, que es sumariante de la Sub 4ta, pero estudió dos años filosofía en la UNR y seis meses astrología en la UCh, por correspondencia. “Si estamos los que estamos, es porque somos lo que somos.” (Inferencias así son muy usuales entre los que manejan el abecé de la ontología y de la astrología a la vez.) “Seguramente ella (el femenino) es de géminis, y él (el masculino), de sagitario. Y ambos, mortales.”
No se equivocó Gerard (nada hace suponer que pudiera haberse equivocado) en la aplicación del célebre silogismo. Es más, hasta es preferible que la realidad sea así de rigurosa. Ya que algunos han nacido, nos consuela saber al menos que morirán. En cuanto al barrunto natal-babilónico, hay que decir que no tuvo oportunidad de corroborarlo. Lo que falló fue su olfato policial. Paradójico fallo, si tenemos en cuenta su impronta quevediana o su perfil numismático, según la perspectiva del observador. Del observador de la nariz de Gerard, quiero decir.

Sigo.
El masculino iba con hándicap a favor, más que nada por ser oriental y por escribir ligero y no muy feo. A pedido mío (y juro que no hubo apremios ilegales) puso el link de su blog, que copié para ver después.
El femenino, directamente, confesó su modus operandi (en un privado): “sí, soy escritora”. Y luego de un hábil interrogatorio de mi parte, se ve que le cupo el chamuyo del policía bueno y también puso el enlace del suyo.

(Ah, bueh, volví a la primera persona sin darme cuenta, pero es que ahora ya estoy relajado y más tranquilo. Estoy en casa.)
Decía que encontré a dos, entre unos doce, más o menos, y justo esos dos escribían y tenían una página. Qué olfato, ¿eh?
Bla, bla, bla, y luego me despedí con la seria intención de irme a dormir. Pero…
¿Qué habrá sido? No sé, no soy psicólogo. Pero no me fui a dormir directamente, sino a curiosear qué mambo curtían. Una sospecha latente, qué sé yo. Cliqueé primero en el link del masculino.

Ay. ¿Cómo expresarme? A esta altura de mi relato ya sabrá mi culto lector y mi intuitiva lectora de cómo me fue en la pesquisa. Pero el punto es ¿cómo decirlo con mis palabras? Se me quiebra la voz. Lágrimas piadosas obnubilan mis ojos y caen sobre mi teclado. Y no es joda: lo juro por la Virgen del Rosario y por el Comisario Sánchez. Lloré, sí. Yo, el sumariante veterano y socarrón, lloré.
Creo que lloré por mí, como las campanas doblan por Hemingway. Claro, el masculino me importaba un carajo, pero yo me importo. Y me vi como despegado de mí mismo (ahora pienso que quizá por eso me bandeé antes a la tercera persona), como una conciencia repentina que observa a un idiota oficial sumariante engañado por el declarante.
Ay. Ay. ¿Dónde está el sagitariano oriental de marras? “Estúpido” dice la conciencia desde el cenit (el altillo de la Sub 4ta). “¿No sabés que la astrología es un cuento y que el Oriente es nada más que el Este?”
Y el pobre infeliz que dilapida su tiempo ya no se consuela con el verso de asumir el absurdo, sino que llora.
Sí, yo (como todos) soy la conciencia facha y la inconciencia populachera.
No soy psicólogo, repito. Soy el sumariante fuera de servicio, con sus vicios profesionales pertinentes.

Me hice un café y me tomé la pastilla para dormir. Volví a la PC y cliqueé el link del femenino.
Volví a llorar. Lo juro por los arriba citados (la virgen y el comisario). Pero ahora no eran solamente lágrimas piadosas sino también azoradas. Ojiplático y temblequeante, comencé a convulsionar. Gemidos, estertores a mitad de camino entre la infinita pena y la carcajada. Tal cual (supongo) como quien se encontrara frente a frente con la Nada. (Bueno, un poco me dejo llevar en la narración de los hechos por mis rápidas lecturas juveniles de Sartre, perdóneseme el culteranismo.) A ver. ¿Qué es la literatura? No sé, solamente soy el sumariante, que de entrecasa se desahoga escribiendo. Pero en la pregunta está la clave de la respuesta. ¿Qué es tal cosa, por lo pronto? Digamos, sin saber qué pueda ser, que será algo. Y aquí (ríanse las ninfas constantes y los faunos perseverantes) es cuando no quiero que me hablen de Wolff ni de Hartmann ni de Sarmiento inmortal.
Porque yo sí que la tengo clara. Materialismo o idealismo, ¿no? Pues no. Nada de materia en el blog de la escritora: un cundiente agujero que se detendrá solamente con la extinción física de la escritora. Y nada de idealismo, ni de ismo ni de idea: nada de nada. Cero al as. Pito catalán al boludo del sumariante que teclea en una Olivetti del año del pedo. Fuiste, alpiste. Ganó el delito. El eje del mal. La puta madre que me reparió.

Y sin embargo soy un buen tipo. Es decir, un blandengue. ¿Cómo vuelvo a esa sala y me enfrento (es un decir) al masculino y al femenino? Me van a preguntar qué me pareció. ¿Y qué les digo? Misión imposible, porque mentir no es negocio. Mentir al pedo, digo. Si me parecen una cagada atómica, para eso, no voy. Porque tampoco es cuestión de decirle “perro” al perro, que no sabe ni que él mismo es un perro.
El perro sagitariano y la perra geminiana. Un diámetro en una esfera infinita… ni diámetro es.

Floto. Me está haciendo efecto el zolpidem. Después de tanto llorar, floto por encima del altillo de la Sub 4ta. Flotan también las viejas Olivetti y las viejas Ballester Molina. Flotan las tiras de los uniformes. Y los uniformes. Todo flota, y veo el barrio desde muy arriba, arriba de los manchones verdes de los plátanos. Ya no soy el llorón ni la conciencia, Ni el cana. Ni Gerard. Más bien soy, como el finado, un pedazo de atmósfera.