Si hay algo en la vida por lo cual vale la pena insistir, es salir a la calle con mi abuelo a jugar.
Soy muy insistente, no cedo un ápice haciendo carantoñas al viejo -algo triste, a veces, con pocas ganas de moverse del butacón-. Puedo esconderme en el lavabo, correr hacia la sala de estar y, en el marco de la puerta, soltar unas cuantas carcajadas con varias exclamaciones.
—¡Aquí estoy viejito mío! ¡En un plis-plas nos vamos a la calle! ¡No acepto un no por respuesta!
Otras veces, si se queda dormido, le quito con disimulo el reloj de pulsera; ah, cuando el viejo despierta y ve que no tiene el reloj, a poco comienza a fruncir el entrecejo, alguna mueca de disgusto asoma en sus labios; aun así, la arruga del rostro enfadado se desliza suavemente y, medio sonriendo, me busca con la mirada. Corro hacia la butaca, me planto delante suyo y digo en tono socarrón, cruzando los brazos:
—¡Ahora sí que sí, viejito! ¡Ahora, sí o sí, nos vamos!
Cuando quiero puedo ser muy insistente. Y el viejo acaba por entender, que la vida es coger un poquito de allí y otro poquito de allá; disponer de un poquito de tiempo para todo, que si alguien, además, se pone muy pesado, no es menester hacerse tanto de rogar. Y sigo insistiendo, de tal forma, que el viejo anda despacio a coger la chaqueta, y yo tiro que tiro del bolsillo del pantalón. Las escaleras son algo más de lo mismo, pero con cierta precaución, está muy débil de las piernas, no es cosa que se vaya a caer. Así seguimos por la calle. A veces, me adelanto, me detengo y salto delante suyo, comienzo a saltar y gritar de alegría:
—¡Ahora sí, ahora sí, viejito!
Una vez en el parque, descansa un poco de mí, se queda pensando en sus cosas, puede que en las cosas del tiempo: si hay muchas o pocas nubes, si bajó o subió la temperatura, si el sol ha perdido algo de su ímpetu al ponerse, si estará animada esta noche la luna. Vete a saber, qué piensa el viejo. Yo sigo a lo mío. Enfilándome al columpio más alto, grito al viejo hasta que se vuelve.
—¡Eso sí que no! ¡Caerás, baja de ahí!
Y suele funcionar. Bajo presto y tiro de su chaqueta, ahora mucho más insistente.
—¡Ya, vamos por el helado, ya vamos, viejito, antes de subir a casa!
Hasta que no tengo el cucurucho de nata y fresa en mis manos, no puedo mirar al viejo a los ojos. Entonces, con los dedos pringados de helado, derretido, restriego la palma de la mano en mis pantalones, salto y grito -así que me oigan todos los ángeles-:
El infierno está por aquí cerquita, nomás. A la vuelta de la casa. Aunque ustedes no lo crean, el Ñato y yo vimos al Diablo con nuestros propios ojos. Desde ese día, nunca más fuimos para el fondo del monte. Según me advirtió en voz baja la Oma, hay que tener mucho cuidado porque, ojito, está en todas partes.
Atardecía. Se había levantado una luna llena, rosada y enorme. Aquel sábado, el monte relucía. La primavera se dejaba ver en el manto dorado que cubría los espinillos, en los ceibos sangrantes, en los lapachos que alumbraban con sus flores la sombra de los follajes y en los sauces melenudos de trenzas desacomodadas por el viento.
Salí para el campo siguiendo al Ñato, envueltos los dos por ese aire florecido. Era uno de sus paseos predilectos. Le encantaba volar entre la espesura, picoteando los nísperos maduros, mientras perseguía con sus gritos destemplados a los pájaros. De vez en cuando, jugaba a perderse de mi vista.
Al rato, retumbaron sus graznidos en el silencio, «¡Juancho! ¡Juancho!», llamándome. Esto fue mucho antes del día de los cuetes, ustedes se acuerdan, ¿no? Esa historia ya se las conté.
La cuestión es que, de golpe, desapareció. Lo llamé veinte veces y nada. Se lo había tragado la tierra. ¿Dónde se había metido? Cuando ya me estaba poniendo nervioso, lo vi aleteando frente a una pared de piedra oscura, tras el quebrachal. El Tata me dijo, más de una vez, que no me acercara a ese lugar porque había demonios escondidos.
El Ñato estaba deslumbrado por un urutaú que, sentadito sobre una rama alta, se lamentaba con una mezcla de tristeza y rabia. Ese eco fulero iba y venía en el monte, dando mil vueltas por todos los recovecos habidos y por haber. Terminó rebotando contra la piedra que, al ratito nomás, para mi sorpresa, empezó a moverse despacio hacia la derecha. El urutaú lloraba cada vez más fuerte. El Ñato, como sabiendo lo que iba a pasar, se abalanzó adentro del hueco. No tuve más remedio que seguirlo por un pasillo sin luz.
Disimulada entre las rocas, apareció una cueva enorme. En el fondo se movía un fuego que largaba una humareda asquerosa, como cuando uno quema basura, ¿vio?
Alrededor de la brasa chamuscada había una convención de bichos raros que hacían ruidos feos, sentados en la tierra. ¡Nunca en mi vida me pegué semejante julepe!
Primero se nos acercó un chivo maloliente, con ojos enrojecidos. Creo que la sangre se me congeló en las venas, pero –por suerte– el Ñato se le tiró encima y lo espantó. Detrás del chivo vino culebreando una serpiente peluda, retorciéndose, y con el ánimo de darse un atracón con nosotros, a la que el Ñato hizo frente como si nada.
A estas alturas, yo estaba pasmado. ¿De dónde había sacado tanta valentía mi amigo? ¿O será que estuvo antes aquí? Esto era muy extraño.
Cuando creíamos estar librados de tanta inmundicia, apareció un basilisco, de ojos ovalados, en llamas. ¡Mamita…, menos mal que fui con el Ñato! si no, creo que me comía, porque yo estaba re cagado. Sabíamos por el Tata que –en casos como éste– el peor enemigo del hombre es el miedo: hay que armarse de coraje, mirarlos de frente y chau, santo remedio, desaparecen.
Así que el Ñato, por instinto, o conocimiento previo, con esa táctica, los puso en jaque. Igual, no sé qué fue lo peor, porque cerca del rescoldo enfriado había unas veinte brujas, el Lobizón y el mismísimo Mandinga.¡Y yo creía que el Tata decía cosas de loco! ¡Resulta que estaba en lo cierto!
Según las historias que se le escapaban cuando tomaba una copita de más, en esta cueva los demonios gustan atender a los hombres y mujeres que estarían dispuestos a cualquier cosa con tal de aprender un oficio o arte: curar, cantar, tocar la guitarra, escribir, bailar, domar, hacer maleficios, adivinar la suerte y desparramar maldades, también. Bicho raro el ser humano, prefiere perder el alma y sufrir toda la eternidad para lucirse en cualquier fiestón. ¿Sería eso lo que tramaban? ¿Era una reunión de negocios?
El diablo vestía traje de calle, bombacha con rastra repujada, botas con espuelas, sombrero de ala ancha, camisa bordada. Agitaba un rebenque con lazo de fuego mientras hablaba fuerte y con ganas. ¿O estarían por enredarse en vaya a saber qué tropelía? El caballo negro y brilloso lo esperaba, atado a un fierro, apostado detrás de su cuerpo. El pelaje oscuro parecía tragarse el reflejo de la silueta de su dueño. Supongo que ocupaba ese lugar por precaución. Al demonio se lo puede matar, sí, pero debe ser con bala de plata bañada en agua bendita y hay que apuntarle a su sombra.
Justito, él arengaba a sus secuaces. Según dicen, estos personajes necesitan un enemigo, alguien a quien hacerle una maldad, si no viven en la peor de las infelicidades.
En esta ocasión –figúrense–, se las agarraban con los pobrecitos horneros. Ni el Ñato ni yo podíamos creer las barbaridades que escuchábamos. La orden era terminante: «¡Acaben con ellos!¡Extermínenlos! Por su culpa nos quedamos sin clientes. Nadie viene por aquí a vender su alma a cambio de nuestros servicios. Ya no les hacemos falta. Qué se creerán estos bicharracos santurrones que tienen una sola pareja durante toda la vida. ¡Habrase visto semejante caradurez! Se ocupan de la prole con tanto ahínco que esas crías salen flojitas: no se pelean, no se meten con nadie, no comen carroña, son demasiado limpitas. «Lo peor es que trabajan como negros levantando una casa nueva todos los años ¡para que su descendencia nazca en un lugar sin parásitos! Y el colmo de los colmos… Le solucionan el problema a un montón de inútiles que no tienen idea de cómo hacer su nido y terminan adueñándose de los que son abandonados. La verdad es que constituyen un pésimo ejemplo, hay que liquidarlos», bramó el lobizón, mientras las brujas lanzaban unos gritos, que te hacían poner los pelos de punta, con sus bocas sin dientes, como para asustar al más corajudo.
El Ñato y yo, acurrucaditos en un rincón, rezábamos el Ave María completo, el Padrenuestro y el Rosario íntegro. Sufríamos de antemano por los horneritos instalados en las ventanas de la casa, en el alero de la galería, en el ombú del patio, en el eucalipto al lado del molino, y por los que pululan adentro del monte.
La cosa no quedó ahí: se las agarraron con el canto de los horneros. Que son insoportables y le rompen los tímpanos al más sordo. Y dale con el mal ejemplo… «Ya no van a venir acá a entregarnos sus almas serviditas en bandeja. Los están avivando: si el hornero hace su casa, yo también puedo, y –si aprende a cantar solo– yo también lo haré, y –si él es limpito– mejor lo imito», decía el Lobizón.
Así siguieron con la lista, entre carcajadas, gritos y cantitos con rima, mientras se emborrachaban bebiendo sangre humana mezclada con unos yuyos que dan mareos.
Pobres horneritos, nunca más los veríamos trayendo luciérnagas al nido la noche de la parición para alumbrar a su cría. Nunca más andarían por el patio llevando en el pico cada piedrita, cada pajita perdida, cada gota de agua, cada miga de tierra para armar las paredes de su rancho. Nunca más agarrarían de una volada las lombrices que preparábamos para sus hijos ni los escucharíamos cantando a dúo como un solo alma , alegrándonos la vida.
En ese momento, una de las lámparas que estaba en la pared, repleta de grasa humana, chisporroteó más de la cuenta dejándonos al descubierto.
Las brujas, los demonios y toda la comitiva enfocaron en nosotros sus ojos incendiarios, lanzando aullidos del inframundo. ¡Qué cosa más espantosa!
No nos alcanzaron las patas para salir de ese infierno. Antes, les revoleé la cruz bendita que el Tata me colgó al cuello y el rosario que la Oma me anudó a la muñeca.
Afuera era de noche. Corrimos entre una nube de luciérnagas, que esperó para escoltarnos, rezando sin parar. Creo que las lianas, las enredaderas y las ramas espinosas fueron cómplices de la huida: caían sobre nuestros pasos cerrando los caminos a los maleficios.
En el trayecto, hasta llegar a la casa, el Ñato largó insultos a todo volumen contra los diablos y diablas del universo entero.
Con la lengua afuera y el corazón desbocado como potro salvaje, no paramos hasta escondernos debajo de la mesa de la cocina, entre las piernas de los grandes.
Entre las delicias culinarias del pueblo, emergió un restaurante griego que se concentraba sólo en vender pollo asado a la parrilla. Desde su apertura los lugareños y forasteros acudían al local a saborear la exquisitez del platillo extranjero. Intrigados por el evento gastronómico y guiados por los sobresaltos del hambre y el poder de convocatoria del aroma que invadía los alrededores de la fonda, mi amiguito Juan y yopermanecíamos a la entrada del negocio, observando atentos a través de sus cristales, esperando impacientes el momento en que algún cliente terminara su merienda para correr a rematar las sobras de ese inverosímil plato.
Y así, como buitres nocturnos, repetíamos la escena.
Una previsión infalible eran las parejas juveniles que se iniciaban en el arte de la seducción. Ellos compensaban nuestros estómagos con residuos generosos y plausibles debido a la evidente timidez que impera en las citas primerizas del cortejo. Mediante esa forma de rapiña no quedábamos al margen de la fiesta y confirmábamos quelos griegos no estaban equivocados.
El asalto a las migajas formó parte primordial de nuestra agenda. Sin embargo, la magia del pollo asado no pudo sobrevivir al tiempo. Lo comprobé al regresar años después cuando sentí con desilusión que el sabor no era el mismo, sino sólo una sombra de su antiguo esplendor.
Concluí que la decadencia de mi paladar y la añoranza del hambre de huérfano, quedaron atrapadas en la memoria de mi infancia.
Frente al domicilio de Pedro aguarda, sentado dentro un Opel Corsa amarillo, Eugenio, con una bolsa de patatas fritas que calma, bocado a bocado, su tiempo de espera mientras engorda, milímetro a milímetro, el contorno de su cintura. Permanece al acecho de Pedro. Hoy está dispuesto a seguir sus pasos y observar todos sus movimientos, nada más que ponga un pie en la calle.
Eugenio podría haber sido policía, ya que ese fue su deseo desde chico, pero no daba la altura requerida para entrar en el cuerpo de la policía municipal. Él lo sabía y por eso se presentó a la primera prueba de ingreso con unas cuñas taloneras dentro de los zapatos; pero no hubo caso, los medían descalzos y en calzoncillos. Aquello no lo achicó y se presentó en segunda convocatoria. Para pasar la prueba, ésta vez se dejó crecer el cabello por la parte de arriba del cráneo y lo engominó de punta, consiguiendo ganar así varios centímetros de altura. No hubo caso, los midieron descalzos, en calzoncillos y con el cabello rapado.
De ahí, a dos años después, creció, lo que son las cosas, sólo que a lo ancho. Bien le valía luego su presencia anatómica para detective, más su paciencia, intuición, discreción y un largo rosario de cualidades.
Eugenio nació con dos dientes así que, al mes de nacer su madre lo alimentaba más con cocido, con garbanzos y lentejas estofadas que con leche materna. Nunca cogió un resfriado, una tos ni un mal de estómago, pese a que su abuela peleaba con su hija, la madre de Eugenio, para que respetara su etapa de lactante. Pero desde que Eugenio probó por vez primera el cocido, con garbanzos, no quiso tomar de la teta ni papilla alguna.
Pedro acaba de poner un pie en la calle y se dirige en dirección contraria a la que Eugenio tiene aparcado el coche, así que éste observa su trayectoria, ahora, por el espejo retrovisor del vehículo. Considerada una distancia prudencial, Eugenio sale del coche y lo persigue guardando un moderado espacio entre los dos.
Pedro se detiene frente a un vendedor de cupones de la ONCE. Eugenio, unos metros por detrás, se detiene y consulta su reloj. Pedro continúa el camino con su cupón de la ONCE y Eugenio llega hasta el vendedor, al que pide el mismo número que acaba de llevarse el último cliente, no vaya a ser, añade, que le toque el premio a ese y a mí no.
Veintidós minutos caminando al rebufo de Pedro lleva Eugenio, y, por ahora, sin novedad en el frente.
«Comestibles Aurora, queso y pan a todas horas» reza el cartel que hay en la puerta del establecimiento en el que Pedro acaba de entrar.
Hace cinco minutos que Eugenio se ha hecho con un periódico de tirada gratuita al que le faltan la letra H, de hacienda, y la letra L, de limítrofe. En su lugar aparecen dos agujeros semicirculares, hechos a pellizcos, y con la distancia justa para que coincidan con el ojo derecho y el ojo izquierdo de Eugenio.
Con tamaña máscara aguarda, mirando a través del escaparate de «Comestibles Aurora, queso y pan a todas horas», y observa los movimientos de Pedro en el interior de la tienda. Alguien de dentro señala hacia afuera, y Eugenio se agacha a recoger una ficticia moneda encontrada, perdiendo así unos preciados momentos de observación.
Cuando cree que ya ha pasado el peligro vuelve a su postura de lector los agujeros que coinciden con sus ojos.
Pedro ya no está, pero no ha salido de la tienda.
¿Estará enredado con la tendera? ¿Habrá pasado a la trastienda para ayudar con alguna caja pesada? ¿Le habrá dado un retortijón y habrá tenido que ir al retrete? ¿Se habrá volatilizado? ¿Habrá una escalera interior que lleve al primer piso y ahí está el de la inmobiliaria para hacerle firmar el contrato de venta de Los cuatro vientos? -se pregunta.
Hoy es mi cumpleaños y creo que estoy triste, o debería estarlo, no estoy seguro. Siento que no necesito adentrarme en esa tristeza melancólica del que contempla la vida con la marcha atrás puesta y ha llegado a la mitad del camino pero ni siquiera sabe cómo.
Pero aún me cuesta mirar hacia delante y planificar el futuro, sencillamente porque no sé quién quiero ser. No es tan fácil cómo supone la gente. Antes de lanzarse de cabeza a la piscina conviene saber si está vacía, contestarse otras preguntas: «¿quién soy?, ¿estoy vacío?» Cada vez que las planteo, se me cuela el pasado entre las rendijas de la percepción. Así que, aunque intente evitarlo, la melancolía nutre el presente.
Por eso me planto y giro la cabeza para encontrarme en una infancia tan extraña como todas las infancias, al lado de las personas que me conocen mejor que yo mismo.
A la niñez voy de la mano de mi hija. Cada día que recorremos los pocos metros que separan la puerta de casa a su colegio yo vuelvo a mis escuelas, a mis compañeros y a mis juegos.
Hoy, Helena, por primera vez ha soltado mi mano en la entrada del patio escolar y, sin percatarse de la atenta mirada que perseguía sus pasos, ha corrido a la puerta de su aula hasta que uno de sus amigos le ha tendido la mano para ayudarle a subir el escalón que separa el patio de su clase.
Con seis años es capaz de tener una pequeña vida propia de la que no dar cuenta a su padre.
Yo, con seis años como ella, iba a una escuela de pueblo en el Seat 127 de uno de los profesores, sentado en la parte trasera con mi madre y mi amiga Laura. En el asiento delantero iba la mamá de Laura, Yolanda, que también sería mi maestra durante ese curso, el primero de EGB.
Laura y yo éramos como hermanos postizos y mi madre, Socorro, y Yolanda eran tan amigas que compartían una forma de vivir. Eran dos maestras muy jóvenes, apenas llegadas a la treintena, (qué jóvenes me parecen ahora y qué mayores las creía cuando íbamos juntos en ese coche antiguo). Habían estudiado la carrera juntas y aprobado la oposición en el mismo año. A partir de ahí el sistema educativo público y sus elecciones las reunían para ejercer la docencia en los mismos pueblos
Odio el olor a gasolina, lo asocio a la sensación de madrugar y de no poder dormir en el viaje desde León a Quintana, el destino que ese año, y los tres siguientes, nos tocó en suerte.
Agapito, profesor y conductor, nos recogía en el mismo punto y a la misma hora cada día de la semana. Con seis años una rutina aburrida y monótona es una jaula. Por suerte a esa edad cualquier barrote es de plastilina y al montar en el coche había una niña que, como yo, tenía ganas de jugar.
Al llegar a Quintana nuestras madres entraban al colegio y nosotros esperábamos fuera a que llegasen el resto de niños. A principios de los 80 los pueblos de León seguían teniendo calzadas de barro, ausencias de aceras, portones de madera y muros de adobe. Un escenario ideal para el juego al aire libre.
El primer día de curso el ruido era ensordecedor en los cinco peldaños de las escaleras de acceso, Laura y yo actuábamos con la timidez propia de los nuevos, veíamos formarse los grupillos de amigos a nuestro alrededor, niños gritones y alocados, iguales que los que ahora observo en las puertas del colegio de Helena.
Me proyecto en ella y pienso en cómo se relacionará con sus compañeros y cómo formará parte de un grupo.
No me preocupo porque los niños la saludan al entrar y al salir y yo la noto feliz. Pero, por otro lado, la comparo conmigo y advierto los muchos secretos que ocultaba a mis padres a esa temprana edad.
Uno de mis secretos era el miedo a estar solo, a no tener amigos o a que un niño más fuerte que yo se riese por mi incapacidad para pronunciar correctamente la erre. Laura no se reía, pero no podría contar con su ayuda en el caso de que hubiera pelea porque, aunque fuese mayor que yo, siempre evitaba los líos y se comportaba como una niña bien de cara al exterior. A solas tenía el carisma suficiente para llevar la voz cantante en nuestra relación.
Supongo que su situación era tan complicada como la mía, alumnos nuevos e hijos de los profesores, solo debía pasar el tiempo para que nos llamasen enchufados, empollones o chivatos. Entonces, Laura no necesitaría defenderse y otros niños lo haríamos por ella porque hay personas que tienen don de gentes desde que comienzan a hablar y Laura era una niña tan adorable que si alguien la insultaba sería por envidia y siempre encontraría un paladín que se partiese la cara para que le dedicase una palabra amable.
En cambio, yo no tendría a nadie y acabaría jugándome el respeto de mis compañeros a puñetazos en el barro.
Por eso, ese primer día, ya analizaba con la mirada quiénes eran los niños mayores, quiénes mandaban y quiénes tenían hermanos que pudieran complicarme la existencia.
Pese al año que Laura me sacaba íbamos juntos a la misma clase porque ni en primero ni en segundo sumábamos alumnos suficientes para formar un curso propio.
Nada más entrar en el aula Yolanda nos hizo leer y fue con estas lecturas de iniciación cuando me tranquilicé, más niños de seis años tenían serios problemas de dicción, sobre todo con la erre y nadie leía igual de fluido que Laura y yo.
Mientras los compañeros se trababan y se esforzaban en completar los párrafos que les correspondían, me leí los textos de la semana siguiente. Observé que Laura ocupaba su tiempo con la misma actividad, competíamos sin habernos retado.
No recuerdo nada más de mi primer día de clase en Quintana. A partir de esa fecha la memoria mezcla imágenes y sucesos sin un orden concreto.
¿Qué recordará Helena del 3 de noviembre de 2020? Dudo mucho que se acuerde del dibujo que me ha dado como regalo o de la película que hemos visto esta tarde, pero quizás sí se acuerde de cualquier detalle que haya ocurrido en su aula junto a su mejor amiga, Sara. O de la mascarilla de unicornio, o del gel hidroalcóholico que no soporta porque huele a menta, o de los deberes de inglés sobre Halloween que hicimos ayer en la mesa del salón.
No sé qué podrá determinar su personalidad, cómo saberlo si no sé qué influyó en la mía.
Conozco a muchas pibas que se funden el sueldo en tacones y bolsos. Los compran como si fueran Chupa Chups a sabiendas de los malabares que tendrán que hacer para llegar a fin de mes. Mi mujer también fue una de esas consumidoras compulsivas. Compraba zapatos a juego con las carteras a punta de pala, pese a saber que me eran indiferentes.
Me daba igual si iba a la compra descalza. Me gustan las mujeres por lo que hay oculto en su corazón.
En cuanto a los bolsos, no dejo de reconocer que tienen su punto funcional. Cuando vas de copas con tu mujer, por ejemplo. Ese mismo bolso en el que te andabas cagando por su desorbitado precio se convierte en tu salvador cuando le pides que te guarde el tabaco, la billetera, las gafas de sol…
En ocasiones, el bolso de tu compañera te libera de una multa por posesión de estupefacientes: «Mierda, un control policial». Entonces le pides a tu mujer que te guarde en su bolso la metralla que llevas encima.
Por supuesto que ella me cumplía, ambos sabíamos que los agentes no iban a registrar el bolso de una señora de buena posición.
A ratos, yo también practicaba la compra compulsiva, aunque no eran objetos tan chachis como un bolso de Carolina Herrera. Eran, según mi mujer, «más mierda inútil».
Solo una vez, en Navidad, compré algo que nos puso de acuerdo: un karaoke. Lo usábamos en Nochebuena, por San Esteban… y otras fechas señaladas. Para evitar enfados entre los participantes propuse algunas pautas con las que ella estuvo de acuerdo. Tuvimos cantantes de oído cuadrado a los que soportó con un estoicismo de Grammy.
Giubi, por ejemplo, es un excelente bailarín, pero para cantar no lo llames. Mi colega no afina, rebuzna.
Sentí más la presencia del verdadero amor en el último año que pasé junto a mi mujer que en los veintiséis que llevábamos de matrimonio. En esa última etapa ya no estábamos casados ni usábamos el karaoke. Tras el ictus mi esposa perdió los rudimentos del lenguaje, pero no a su compañero de vida. La amaba aunque fuera totalmente dependiente de mí y aunque hubiera convertido mis días pasados en un infierno.
Era una gran verdad que aunque que me esforzara en hacerle la vida más fácil ella no recuperaría lo perdido. Su degradación mental y física era una realidad que yo solo podía combatir fabricando nuevos recuerdos.
Es cierto que no hablaba, como también es cierto que al cabo de los meses de producirse el incidente recuperó algunas palabras. No le valían una mierda para hacer una sesión de karaoke –no podía construir una frase por sencilla que fuera–, pero bastaban para comunicarnos: café, bebé para identificar a los hijos, agua, TV. Sol, decía sol, lluvia…, y ¡Juan!.
Fue una sorpresa descubrir que de entre toda la variedad lingüística, mi nombre había regresado a su memoria. Hecho curioso, en el pasado solo me llamaba por mi nombre de pila cuando estaba de bronca.
Encontrar el karaoke entre los trastos que guardo en el garaje me hizo rememorar la noche en que nos conocimos y en la que oí por primera vez a Camarón de la isla, una voz valiente en la manera de afrontar los preceptos del flamenco de finales de los ochenta.
Me enamoré de su voz, tanto como lo hice años más tarde de mi mujer. La conocí durante el intermedio de la jam session que había ido a escuchar en el café del teatro Central, en Sevilla. Ella era una de las participantes.
«¿Le importaría dejarme un papel de fumar?», le pregunté.
Minutos antes vi que se había liado un porro en la terraza, apartada del resto de músicos.
Ella me pasó un papelillo.
«Ha sido un “Love for sale increíble», le dije refiriéndome al estándar con el que los músicos habían cerrado la primera parte de la jam y que ella había interpretado al piano.
Me dio además del papel, fuego. Mientras la miraba adentrarse nuevamente en el bar me di cuenta de que no sabía su nombre. Llegué con el concierto en marcha y ni siquiera miré el cartel publicitario de la entrada.
Más tarde, volvimos a encontrarnos en la salida del teatro. «Te acerco a casa», gritó ella desde el interior de su coche, gesto que acepté agradecido. Era la voz de Camarón de la isla la que sonaba en el reproductor.
Entonces no tenía manera de saber que ella sería en el futuro mi esposa ni que veintisiete años más tarde esparciría sus cenizas bajo el olivo del jardín de nuestra casa.
Desde que nos casamos, vivió inmersa en una guerra contra el tiempo. La diferencia de edad, veintidós años, nunca me molestó. A quien le hacía la puñeta era a ella, ya que perdía una hora cada mañana para disimular las arrugas con el maquillaje. Teñirse el cabello semanalmente para ocultar las canas o someterse a costosos tratamientos contra la celulitis.
Sí, la mujer que ya no compraba tintes de L’Oreal para el cabello ni podía usar el karaoke había envejecido milenios.
No caí en la cuenta de que la mujer que fue mi compañera durante un cuarto de siglo era ya una anciana que usaba, en lugar de tacones caros a juego con el bolso, deportivas con velcro.
Mi padre, por muchos años fue comodín en el edificio del único Sindicato de Trabajadores de las Bananeras integrado por más de diez mil personas, ya sea como mensajero, carpintero,o taxista cuando lo requería cualquier delegado para que lo llevara de tour por las cantinas del pueblo.
En la entrada principal de aquel edificio había un enorme almacén que ofrecía al cliente electrodomésticos, bicicletas, sillas, adornos y muebles para el hogar. Detrás de la tienda se localizaban las oficinas del gremio. En el patio funcionaba el taller de carpintería, una galera abierta al aire libre, con techo de láminas, en cuyo local mi viejo y un grupo de ebanistas fabricaban mercancía para el negocio. Eso le otorgaba el derecho tácito de cargar en la parrilla de su bicicleta las tablitas sobrantes que cruzaban su paso al finalizar la jornada diaria.
Con el pasar de los meses, papá se vio obligado a erigir un galpón, por partes, en el patio trasero de nuestra vivienda, y que continuaba según exigencia de la madera huérfana que se iba acumulando.
Su codicia tuvo la brillante idea de construir mesas y sillas justo en la acera de la casa, a la vista de los transeúntes como estrategia para promover sus habilidades de ebanista, cebar su ego y exponer los artículos en venta. Era de poco sonreír, salvo cuando un cliente potencial le preguntaba por el precio de un producto, y más si era una mujer la que le aceitaba los resortes de su galantería.
Por sus conocimientos polifacéticos y la fama que aumentaba según adquiría prestigio por su buen hacer, el barrio procuraba sus servicios de plomería, electricidad, carpintería -de albañil, no, porque él olvidaba con rapidez el trabajo forzado-, y hasta de usurero. Con frecuencia, por las mañanas lo visitaba una clientela temeraria compuesta por conductores de autobuses, todavía temblequeando por los sopores de la borrachera de la noche anterior, empeñando la licencia de conducir para mitigar la resaca. Nunca faltaba un raterito vendiendo la poca mercancía que había obtenido en los riesgos de la madrugada a precio de ofrenda.
Mi padre siempre repetía la misma respuesta justificativa ante los reproches de mi madre, al ver una silla de ruedas o un par de muletas en calidad de compra o de empeño: «Si no lo hago yo, alguien más lo va a hacer».
Los clavos viejos que rescataba de las reparaciones, los coleccionaba en una olla tamalera. Si había un pedido pendiente de ebanistería, mi padre sacaba un martillo y un trozo histórico de riel de tren del cuartito de herramientas -el cual siempre protegía bajo llave como si escondiera un alienígena- y ordenaba a mi hermano René, de once años, y a mí, tres años menor, que enderezáramos los clavos de la temible y fastidiosa olla para reutilizarlos en el proyecto.
Nos turnábamos con el acuerdo de relevarnos cada vez que recibiéramos el inexorable pinchazo en los dedos. Muchos clavos eran de imposible rehabilitación por su estoicismo y las contorsiones sufridas durante el desarme.
Hace mucho que mi hijo dejó de visitarme en sueños. Pero aún sigo creando esas secuencias en su compañía, aunque ahora ya tengo la capacidad de llevarlo a cabo sin la obligatoria necesidad de alterar mi conciencia como recurso infalible para mantener sus recuerdos intactos.
Aún sigo siendo un fiel consumidor de cannabis. Pero ya no creo formas ni subrealidades, ahora la yerba opera como un vehículo conductor que transporta mi conciencia a una zona segura de completo relax. Mi entrada en la fase de sueño es inmediata y reparadora, aunque hoy, en especial, no lo ha sido.
Son las cinco de la mañana. Estoy tendido en la cama abrazado a mi perro, Drako. Él, partícipe de mi sobrecogimiento, se pega a mi cuerpo con denotada ansiedad. El pobre no alberga la más remota idea de ser el protagonista principal de mi nightmare, a título compartido con mi difunta esposa.
En ocasiones, los encuentros oníricos con ella son aterradores.
Necesito un café, además de una conversación con mi mujer.
«Buenos días, mi amor. Te extraño mucho», digo, ya en el jardín. Bajo el olivo que guarda sus cenizas.
Gavrí Akhenazi – Israel
Niño del laberinto
Miro a mi niño fiel. Miro su demacrada fidelidad de perro con hambruna de dueño y regreso a explicarle que el camino nunca se hace de a dos; que siempre en el camino hay una encrucijada que se toma de noche, distraídos quizás y entonces, la soledad ocupa el costado ocupable. De preferencia, que te ocupe el izquierdo, le digo, porque de ese lado está tu corazón y siempre es mejor estar solo que falsamente acompañado. La soledad jamás te traiciona. Avanza de tu mano, te lleva en brazos cuando el cansancio truena en tus rodillas y te ofrece un pecho firme cuando la reflexión es perentoria.
Mi niño fiel me mira en el espejo y veo cómo asimila sin demasiado esfuerzo mi mirada. Veo mutar sus ojos, mansamente, en un jeroglífico inconmensurable por el que solo él podrá caminar desde el cansancio.
Miro a mi niño fiel que ha diseñado a mano alzada su propio laberinto con setos metafísicos y lianas vigorosas que atrapan con sus flores sangrientas a los rayos de luz. Lo miro, satisfecho como un emperador espeluznante, protegido en su propia Ciudad Prohibida, solo y a merced de sí mismo y sus proezas.
Desordeno mi fidelidad. La corto en trozos que dejo sobre espasmos de sol, para que se agusanen mientras se secan con la estólida laxitud de lo muerto. Basta que des la espalda, le digo al niño fiel cuya mirada en el fondo final del laberinto, es un manto de espejos que deforman sus ojos y su fe, y aquello en que creías se corrompe. Pero eso no es lo malo. Lo malo es entenderlo; darse cuenta.
Mato a mi niño fiel. Solo lo mato.
No sirve para nada y espero que nunca más se obstine en renacer.
La civilización es lo último que se pierde. La esperanza puede morir en una sociedad desquiciada cuando el odio se convierte en costumbre, por eso nadie cruza estas montañas, no al menos en la dirección de la que venía Kalani.
Kalani no era su nombre, por supuesto, pero ni recordaba el que le habían dado ni recordaba apenas nada de quiénes podían haber sido. No es que cuando se detuviera ante esos pensamientos no le invadiera una tristeza llena de preguntas, pero había decidido utilizar su rabia para darse un nombre a sí misma. Kalani, un nombre extranjero en aquel pedazo de tierra vencida por el viento y el frío, un nombre que no se sentía de ningún lugar. Un nombre apropiado.
Era apenas una adolescente, demasiado delgada, obviamente desnutrida en su infancia, con cabellos de ceniza y unos ojos azules en los que nadie debería asomarse demasiado tiempo.
Aunque se divisaba un edificio de tierra de antes de la era de las guerras, la madera y la chatarra daban forma a las casas del pueblo.
El sol se colaba entre las nubes como ella se colaba entre la gente.
Se detuvo ante los carteles de se busca a la entrada de la ciudad.
—¿Has perdido a alguien o buscas a alguien? —le preguntó un anciano que jugaba al ajedrez con un perro en un tablero desvencijado y al que muy posiblemente le faltaban piezas.
—No, sólo me aseguro de no estar yo entre ellos.
—No pareces una caza recompensas, desde luego —se rió el anciano, que tal vez no la había entendido bien.
Kalani se acercó al perro, un pastor catalán, dejó que le oliera la mano, y le acarició. Se sentó junto a él y estuvo un buen rato abrazándole, lo cual incomodó al anciano.
Alguien se acercó a Kalani. Una mujer de aspecto triste.
—Louis ha muerto —le susurró—. A sido Philippe, un accidente. Te está buscando. ¿Sirve como pago por salvarme la vida?
—Nunca quise nada a cambio, pero por supuesto que sí —dijo levantándose de un salto, animada.
Kalani, que andaba distraída y sonriente, recibió un puñetazo en la boca, uno muy fuerte de ésos que te arrancan un diente de cuajo.
En consecuencia escupió uno de sus incisivos inferiores y cayó al suelo.
—Tus amigos tienen miedo —le dijo ella a su atacante desde ahí abajo, sin ocultar su dolor, mientras comenzaba a comprender dónde estaba: un callejón con Philippe, todo un hombre pegando a una cría, y su séquito de cretinos, que habían arrojado un arma al suelo y que ya se estaban yendo de allí a toda prisa.
Lo cierto era que ella también tenía miedo, no mucho, porque en aquel asentamiento todo era un peligro de segunda en comparación con el desierto al otro lado de las montañas, pero un poco.
Aparte de sentir un moratón naciendo sobre su barbilla, comenzó a sangrar por la nariz. Esperaba no tener una migraña a causa de eso, era un gran inconveniente.
Sin embargo lo más importante era que Philippe, que no entendía por qué sus amigos habían huido, también comenzaba a tener miedo aunque no sabía del todo por qué.
Recientemente Kalani había tenido una revelación: si su propio movimiento mental adquiría una forma concreta –el temor, por ejemplo– era más fácil dibujar esa misma forma en las mentes de otros. Y eso es lo que estaba haciendo al infiltrarse en la muy poco estimulante mente de aquél imbécil.
Y aunque era algo más difícil manipular una mente alerta, era bastante fácil desestabilizar la del que no comprende.
En contraste con sus dimensiones corporales menudas, los ojos azules de Kalani resultaban ahora amenazantes, más de lo que una cría de su edad debería poder intimidar, que era absolutamente nada. Y sin embargo eran la extraña advertencia de un peligro sin nombre. El hombre retrocedió a pesar de que simplemente estaba encarando a una chica a la que sacaba más de dos cabezas.
—¿No te gustó el revólver, Philippe? —él dio unos pasos atrás, desconcertado—. No es fácil traficar con armas, ¿no crees? Esto es Europa no esa tierra de locos al otro lado del mar ni el desierto de ahí abajo. Y te expliqué muy bien que tenía el percutor un poco suelto. Te expliqué muy bien que no debías cargarlo con seis balas. Te expliqué muy bien que por eso mismo te lo vendía un poco más barato, ¿recuerdas? ¡Joder, te lo expliqué todo de putísima madre! Incluso te regalé unas cuantas balas a pesar de que no me caes nada bien, a eso se llama fidelización del cliente o algo así pero, ¿qué clase de gilipollas apunta a su novio con un arma? Es una pregunta retórica, eso significa que no hace falta que contestes —le aclaró ella, a Kalani le encantaba utilizar todas las palabras que había aprendido—. Dame mi puto revólver, pringao, el que me han quitado esos —le indicó paciente—, el otro es tuyo y un trato es un trato —él le dio la pistola con una expresión dubitativa en el rostro, expresión de la que no se infería más inteligencia que la de un tiesto de gladiolos particularmente emprendedor.
—Me van a desterrar —se rindió él.
—Si tienes suerte —le recordó ella, súbitamente sus ojos se iluminaron con un destello decidido—. No diré nada de esto si me devuelves el otro revólver, ¿qué te parece? Y podría hacerlo porque en realidad ese revólver no es de contrabando, era mío, pero es que quería hacerme la interesante —le explicó—. Bueno, espera… supongo que todas las armas de fuego son de contrabando, así que…
Ante tan insensible discurso, Philippe comenzó a llorar y Kalani, sintiendo una riada repentina de empatía y tras hacer unos amagos de abrazarle, decidió darle unos toquecitos en la cabeza.
—He estado en tu lugar en varias ocasiones… Me refiero a perseguida por la justicia, no ha… —Kalani se detuvo, no había forma de que aquella frase pudiera desembocar en nada positivo—. En fin, si todavía no te han detenido, yo me marcharía por mi propio pie —se aventuró ella. Seguramente era uno de esos momentos de escuchar en lugar de buscar soluciones, pero tal y como lo veía, las autoridades no iban a ser tan comprensivas.
Y no lo fueron, al siguiente atardecer Philippe tenía una soga al cuello y toda la aldea parecía haberse congregado alrededor para disfrutar de la ejecución. Los familiares de su novio exigían con una furia comprensible la pena capital.
Kalani a pesar de no entender cómo ese hombre no había aprovechado para escapar, sabía ya que todas las muchedumbres ante el ahorcado eran la misma y sabía ya que a todas les parecía bien el asesinato, al menos mientras fuera a este lado de la tapia y de la ley. Una medida algo ineficaz, si se le preguntaba a ella, pero nadie le preguntaba.
Así que ella se lanzaba a hablar.
—¡¿Es así como tratáis a quienes necesitan comprender?! —inquirió tras abrirse paso hasta la primera fila. —¡¿La justicia no es reparación sino retribución?!
En consecuencia los presentes empezaron a insultarla e intentaron agarrarla, aunque ella consiguió escabullirse.
—¡No, no, pueblo de Ur! —exclamó un hombre de aspecto autoritario, poniendo orden—. Aquí incluso los extranjeros pueden hablar y Kalani salvó a Victorine. Merece que la escuchemos.
A juzgar por el griterío y los insultos el pueblo de Ur no parecía estar muy de acuerdo, sin embargo el hombre, posiblemente el juez de la aldea, se dirigió a Kalani:
—Cuando un hombre arrebata una vida, debe morir. Así se da ejemplo a los demás para que sigan por el buen camino —declaró él con esa seguridad condescendiente que concede la autoridad.
—Y es una política infalible, porque seguís teniendo crímenes —respondió Kalani.
—Es la mejor alternativa —sentenció el juez, intentando ocultar su desagrado—. Lo explicaré, porque también deseo que Ur lo recuerde: la justicia es orden. Si los familiares de la víctima simplemente le mataran sin un juicio, sin escuchar a testigos, sin la presencia de un juez imparcial. Entonces estaríamos hablando de otro asesinato, ojo por ojo, como se dice y tendríamos a más personas a las cuales juzgar. Sin embargo si le damos a este hombre justo castigo tras habernos asegurado de que efectivamente fue él quien cometió el asesinato, tras haber sopesado sus razones y haber considerado que tenía armas ilegales en este pueblo, lo cual podría haber puesto en peligro la vida de todos, entonces estamos hablando de consenso y de comunidad, de la restauración del orden.
—El problema de encontrar una buena respuesta es que intentamos que las preguntas encajen en ella y no al revés —dijo Kalani, como aquello le había quedado bastante bien, trató recordar algo que leyó en un libro—. No cambia el asesinato del emperador porque fueran muchas las manos que… llevaran los cuchillos, ni son menos asesinos según quien juzgue sus intenciones. Da igual que sea una aldea entera la que vaya matando por ahí.. ¿no? —terminó, sintiéndose entre torpe e incómoda.
—¿Y qué alternativa sugieres, niña?
Kalani sonrió satisfecha, con un diente de menos y un moratón.
—El exilio: podrá aprender a ser una mejor versión de sí mismo y vosotros defenderéis que el asesinato está mal dando ejemplo. —por supuesto el juez, que tenía mucha verdad a cuestas, no accedería a ello. Pero era todo cuanto Kalani necesitaba para que su espectáculo de titiritera mental fuese creíble por el tiempo suficiente.
Se preparó.
Sintió un latigazo de dolor, se llevó las manos a las sienes, sangraba por la nariz mientras tanto el verdugo como el juez se convertían en sus marionetas.
El juez asentía y el verdugo liberaba al prisionero.
Y Kalani le gritaba a Philippe en un susurro que corriera mientras ella se marchaba de allí, tratando de no apretar demasiado el paso.
Pronto habría un cartel pidiendo una recompensa con su nombre pobremente deletreado y tal vez la palabra bruja escrita entre un numero de exclamaciones a todas luces excesivo.
Rescatar a idiotas de su propia estupidez, pensaba, era muy poco gratificante. Eran demasiado ingeniosos a la hora de tenderse trampas a sí mismos y sólo sabían ir en una dirección.
Además, ante la horca la estupidez les hacía creerse jueces y no verdugos. Ahorcado incluido.
La llanura minada se convirtió en el exótico lomo de un armiño y durante los días sin sol, fue aquello lo único que uniformara el paisaje hasta que la mirada daba con los bosques de niebla: una sedosidad blanca, que fulgía.
Todo en los ojos era aquella quietud, leve y helada, que ocupaba los hombros y las barbas, los gorros y las manos, los rincones, desde el alba a la noche y desde la noche al alba.
Los niños del páramo jugaban a armar figuras a las que colocaban pipas de palo y manos de ramitas sin hojas. Bautizaban a todos sus muñecos con nombres milicianos y les cantaban himnos o inventaban para ellos marchas de desfilar.
Los hombres reían con los niños y sus ejércitos de muñecos de nieve y jugaban con ellos, como niños.
La vida iba pasando hecha de luces blancas y fuegos de artificio en los cielos lejanos que no estaban ahí. Podía verse en la noche el resplandor desde el páramo alto.
Era la guerra, que pervivía iluminando la noche como largos incendios que tronaban sobre otras distancias, casi en otros mundos con historias ajenas a la del Pueblo de los Siete Campanarios.
El sacerdote era un ministro hábil. Sabía hablar a la gente con una lengua rápida, seductora y sensible y golpes de timón efectistas y productivos.
Enseguida tuvo un templo para que todos oraran y un aula, para recuperar a tanto niño para Dios en base al catecismo.
Revolvió por sí mismo en el arcón del párroco anterior y se hizo con todo lo que pudo para que su función al frente de la grey tuviera calidad religiosa suficiente.
Puso a los hombres viejos de habilidad mediana a restaurar los íconos en las paredes deshechas por las bombas y con la ayuda de los dos pescadores que lo habían rescatado del mar, recuperó el campanario de los muelles que en el último ataque había perdido por los suelos su campana, cuando la artillería alcanzó el yugo. Echándola a vuelo, dio por bendito al pueblo renacido del último desastre.
Bendijo también el sobredimensionado camposanto detrás de la capilla-barraca miliciana y celebró por los difuntos, por los vivos y por los heridos todos los oficios que las mujeres le pidieron.
A Don Miros, como lo llamaba ya la gente, le gustaba pasear por los puestos de guardia de la boca del puente.
Llegaba con la siesta a saludar a los milicianos y se quedaba con ellos hasta un rato antes del atardecer, jugando cartas y contando anécdotas. Los hacía rezar antes de irse.
—Usted más que un sacerdote, parece un contador de fábulas —le había dicho Jael uno de aquellos días en que Don Miros entretenía a su tropa con pequeños relatos y transformaba a tanto hombre golpeado en tímidos muchachos que reían.
—La vida está hecha de fábulas, amigo mío —respondió el sacerdote, que tenía una sonrisa inhóspita a pesar de la afabilidad constante de su rostro–. Malo del hombre que así no lo comprenda ¿Cuántas veces tendrá que repetir su moraleja?
—Supongo que esa es la condición humana. El analfabetismo vital y vitalicio — replicó Jael y se alejó del grupo, porque entre Don Miros y él la empatía parecía imposible de concertar.
El sacerdote lo siguió con los ojos, distrayéndose momentáneamente de los demás milicianos que bromeaban.
Ya Irena le había comentado que el comandante Jael era un hombre difícil, de respuestas complejas y de actitud cínica, con el que era más que dificultoso simpatizar, porque él no lo permitía.
«No lo intente», había agregado Irena «Él levantará una barrera si lo hace. Debe esperar que él se acerque a usted».
A Don Miros la muchacha le pareció sabia e intuyó que hablaba por su propia experiencia.
—¡Tibor! ¡Binoculares!
Todos los hombres levantaron los ojos y el mocetón corrió con los prismáticos hasta su comandante, que observaba fijamente la línea entre el bosque y la planicie.
También él vio que algo se movía en un bloque disperso, como muchas partículas que fueran adentrándose en desorden hacia el manto de nieve.
Los demás milicianos tomaron sus armas y ocupa-ron sus puestos, tratando de enfocar en la distancia esa nueva incursión del enemigo.
—Parecen animales desde aquí —murmuró el sacerdote—. Ciervos tal vez.
Jael retiró los binoculares de sus ojos.
Una vaporosa máscara de aliento le envolvía los gestos que no hizo cuando apoyó su mirada sobre toda la tropa en posición.
Le extendió los prismáticos a Tibor y el muchacho enfocó nuevamente aquella mínima marea que avanzaba como un confuso éxodo de hormigas.
—¿Son personas? —se preguntó el joven— ¿Soldados?
—Marchan muy desordenados para ser una patrulla. Desertores quizás. De cualquier modo, aún están muy lejos. Hay que dejar que las minas hagan lo suyo. Nos encargaremos sólo si alguno sobrepasa la línea de minas.
—¿Y si no fueran soldados, comandante?—quiso saber Don Miros—¿Si fueran personas…civiles solamente?
—Mala suerte.
El sacerdote se evitó las muecas y solamente extendió la mano hacia Tibor, con un susurrado «¿me permites ver?», que el muchacho acató luego de un gesto afirmativo de su comandante.
—En cuanto estallen las primeras, entenderán que no se puede pasar –aclaró Jael, echándose aliento en las manos heladas que el frío le entumecía hasta hacerle perder la sensación de tenerlas.
Las sacudió varias veces, tratando de recuperar la movilidad que el agarrotamiento entorpecía y tomó su lugar frente a la nueva contingencia.
—Haga usted de vigía, iepiskop. Espero que no se impresione cuando vea volar tanto pedazo.
—No soy obispo, comandante —aclaró dulcemente el sacerdote, sin dejar de mirar lo que miraba.
—Igual están muy lejos. Se va a ahorrar el horror. No va a distinguir nada hasta que lleguen a las líneas antitanques —siguió diciéndole el comandante, sin mirar a Don Miros, con un tono metódico de pocas inflexiones—. Ya habrán volado varios para entonces… así que dejarán de avanzar.
En los ojos del sacerdote, las figuras sobre la nieve parecían ya zorros, ya conejos. Mínimas manchas oscuras, por momentos visibles o invisibles.
El sonido rotundo y explosivo se propagó vibrante por el aire, al tiempo que la nieve se elevaba de forma repentina, igual que un resoplido blanco desde lo más profundo de la tierra.
—Empezó el show —comentó el comandante y todos los hombres fijaron sus ojos en las miras y apuntaron al grupo, mientras desde los bosques se alzaban chillando los pájaros, en círculos.
Una segunda explosión se propagó como un temblor de tierra.
—Comandante… creo que tiene que ver esto —farfulló el sacerdote que observaba el decurso espantoso de los hechos, con un gesto alelado.
Jael extendió una mano y recibió los prismáticos, sonriendo mordaz con un mal pensamiento en la sonrisa sobre la curiosidad del sacerdote.
Las manchas corrían ahora, desbandadas.
Perdida en la manta nivosa, una estampida de pequeños muñequitos oscuros corría hacia adelante, como si el viento despetalara una flor seca.
Hubo más estallidos y más nieve, mientras los milicianos fijaban intensamente en sus miras al objetivo que corría hacia ellos, en una desquiciada e imposible empresa.
—Son civiles —aventuró alguien, entre el resto que observaba el desorden del avance.
—Son niños. Maldición… maldición… No puede ser. Son niños.
Hubo un enorme silencio entre la tropa. Un silencio invencible en los fusiles, en las nubes de aliento y en la escarcha, luego de los dichos de Jael.
El comandante bajó los prismáticos como sus hombres bajaron las armas.
Permanecieron todos mirando hacia adelante, donde seguían estallando minas que sembraban de sangre la nieve removida.
Fui un niño con muchos amigos y con una familia que le quería, unos padres amantísimos, la combinación ideal de compromiso con la paternidad y de libertad en la elecciones que afectarían a mi vida futura. Al último psicólogo que visité estuve a punto de mandarlo a freír espárragos, me contuve porque anteriormente, en la adolescencia, otro tipejo de su gremio me enseñó a controlar la ira, maldito hijo de puta, he tardado décadas en volver a dar rienda suelta a mi espíritu combativo. Es decir, y ojalá me lea el estúpido psicólogo que visité hace un par de semanas, no tengo nada que reprochar a mis padres, nada de nada. Este carácter inaguantable y estas depresiones cuasi agónicas son culpa mía, este echar mierda al mundo no es porque el mundo lo merezca, que también, es porque necesito una vía de escape.
—Eres escritor, escribe y desfógate— me lo dicen a menudo y no les mando a tomar por culo. Tienen razón, incluso en ocasiones me ha servido el consejo, incluso he superado una de mis depresiones cíclicas escribiendo. Pero no es suficiente. Necesito más. Necesito arremeter contra los mensajes de paz, la caridad, el deporte limpio, la buena educación y, sobre todo, contra el exceso de amor.
Hemos de analizar la problemática del exceso de amor desde un punto de vista sensato y crítico, pero voy a usar el mío que es el que tengo a mano, a quien no le guste que cierre el libro y se vaya a cagar. Allí, en el trono, puede leer la lista de componentes del champú, el prospecto de la crema anti hemorroides o mejor todavía, algún pseudosoneto de los que se encuentran por internet con las mismas dosis de métrica y lírica que el L’Oreal para cabellos delicados: Dietanolamina de coco, lauril Sulfato de Sodio, lauril Éter Sulfato de Sodio, flores de caléndula y camomila.
Mi familia materna me quería. Aún más, me amaba incondicionalmente. Mi familia paterna también me quería, pero no es el lugar para hablar de ella porque La Familia es un asunto de y sobre mujeres, los hombres somos la comparsa escasa que acompaña y, alguna vez, ejecuta bajo mandato, la planificación.
Cuando era pequeño y mis padres me abandonaban a mi suerte en el pueblo era bajo petición expresa mía que, como zagal inconsciente, campaba de terreno amigo a terreno enemigo con una sonrisa y la mente libre de prejuicios.
En esos años, en Oncina, el número de habitantes permanentes no sumaba dos centenas y los Prieto éramos más de una docena. Las Prieto mejor dicho, apretadas y rudas, pero tensas y flexibles como una vara verde. Debería haberse impreso un manual para permanecer con honra en la familia:
Las Prieto no tenemos deudas. Las Prieto somos unas santas. Las Prieto trabajamos nuestra tierra. Las Prieto se defienden juntas.
Cuatro consignas resumidas en una: Con las Prieto no se mete nadie.
Por supuesto que esta era la imagen que se daba al exterior y que, entre ellas, los celos, los malentendidos, los cotilleos y las disputas por quítame allá esas pajas eran el pan de cada día.
Mi abuela, María Sagrario Prieto Prieto, es la sexta y última de las hermanas y la única de ellas que tuvo descendencia. Parió dos hijas: mi madre, María del Carmen Pérez Prieto, y mi tía, Rosario Pérez Prieto. Las hermanas de Sagrario y, por tanto, mis futuras tías abuelas, nunca engendraron descendientes. Tuvieron mala suerte, o maridos estériles, o perdieron sus bebés, o fueron viudas prematuras, o solteronas en una época en la que tener un hijo sin pasar por la vicaría era pecado mortal, una desgracia que a las Prieto no les sucedería nunca.
Mi abuelo, Juan Pérez, fue un buen hombre inmerso en una marabunta de mujeres pugnando por el mando. Supo nadar y guardar la ropa, que ya es mucho en su situación. Mi abuela le cuidaba y le cuidaba bien, él curraba de albañil, llegaba molido al hogar tras su jornada laboral y cenaba a mesa puesta. Así transcurrieron sus días hasta la jubilación, cuando ya tuvo tiempo libre para mirar el fútbol y los toros en su pequeño televisor. A Juan no le agradaba discutir y si, en ciertas ocasiones, le sacaron de quicio sus cuñadas, apenas se notó. En un modelo de familia matriarcal los hombres de fuera se acoplan sin meter ruido o son repudiados. Juan se enamoró de Sagrario y sobrevivió.
Del carácter de las Prieto es buena muestra mi abuela, obediente y hacendosa en los quehaceres del campo, la más callada y menos caprichosa de las hermanas. Una tarde todas las mujeres del pueblo trillaban en las praderas cuando un grupillo de mozalbetes saludó con educación; Desio, el novio de la Ivana; Rubo, el prometido de la Casilda; el Fulgen y Juan, que acababa de asentarse en Fresno, el pueblo vecino. Cuchichearon las mozas mientras los mozos continuaban su camino.
—Este es para mí —dijo Sagrario y, como lo pidió antes que ninguna, el resto de Prietos asintió. Y, como eran las Prieto, las demás bajaron la cabeza y cesaron los chismorreos.
Yo también fui el primogénito, igual que lo fue mi madre. En una familia de Prietas nacía el primer varón después de cincuenta años. Con las antiguas leyes se heredaban los apellidos paternos y el Prieto está tan lejos que no aparece en mi documento de identidad. Pero yo soy un Prieto: no debo nada a nadie, soy estricto, trabajo lo mío y me defiendo. Me llamaron Sergio, pero para mis tías pude ser Sergio el Deseado, el Anhelado, el Heredero, el Ojito Derecho. En definitiva, Sergio el Primero de los Nuestros.
Y ahora, explicadme quién tiene cojones para gestionar tanto amor. Yo hubiera precisado de unos ovarios para adaptarme mejor.
Pese a que el sonido alrededor es caótico, en sus oídos parece que solo cupiera el silencio y es en ese silencio destemplado y total que sus ojos recorren la masacre.
Está detenido en el mismo punto en el que se detuvo al ingresar saltando los escombros y aunque todo se mueve a su alrededor vertiginosamente, entre los que corren dentro del mismo sitio, los que escapan de él, los que entran a ayudar y los que gritan desesperadamente, en el interior del Noveno todo ocurre en ese silencio inamovible, como si la visión lo hubiese ensordecido y solamente se le permitiera estar ahí, mirando absorto.
Ya ha visto aquella escena tantas veces que su percepción debería registrarla como algo normal, algo conocido, ya aprendido y ya asimilado en toda su atrocidad. Sin embargo, esa petrificación que sufre, a veces le ocurre y a veces no le ocurre. Dura un tiempo que él nunca ha conseguido dimensionar.
Por todas partes hay pedazos de niños. Muchos pedazos de niños. También hay otros niños ensangrentados, que mueren lentamente con las vísceras fuera de sus cuerpos pequeños, se desangran sin sus piernas o sin sus brazos, se arrastran por el polvo como trozos en cal y carmesí.
Alguien dice su nombre a gritos. «Iorân…Iroân…», pero aquel nombre no consigue perforar el silencio. Parece solo un eco en su cabeza. Una réplica de algo que es apenas eso, un sonido que no existe más que en su imaginación.
Alguien que entra o sale del lugar lo golpea en su apresuramiento y lo descoloca de su inmovilidad, como si aquel roce brusco solo tuviera por fin devolver a sus oídos, en sonido, la espantosa resonancia de la muerte.
Ve a Omar que le hace señas.
Recién entonces su cuerpo le responde y se hace dúctil para enfrentar la ayuda ante el desastre.
Entre Omar y él está el cuerpo de un niño moribundo. El destrozo en el cuerpo es inimaginable, como inimaginable debe ser el dolor. Y el niño allí, entre ellos, con su cuerpo hecho trizas, que no quiere morir y al que es imposible rearmar, mientras los dos hombres a su lado se miran la mirada.
El Noveno, entonces, extiende la mano y la coloca sobre la boca y la nariz del niño.
—Ve a ayudar a otro —le ordena a Omar.
Mientras el médico se incorpora, lo que queda del niño se agita en un espasmo y al fin se queda quieto.
¿Podía existir una frase más perversa en labios de una boca amada?
Miré a Ramiro con todo el odio que pude encontrar desparramado en los rinconcitos de odiar. Me metí también en otros rinconcitos, tratando de encontrar rabias antiguas que me hubiera provocado su desagradable manera de no darme el gusto más sencillo.
—¿No vas a bailar conmigo? —pregunté otra vez, mientras él se dedicaba puntillosamente a hacer crujir las clavijas de madera de su violín “de autor” y afinar las cuerdas diciéndole a cada rato al pa el nombre de la nota que tenía él que pulsar en la guitarra.
Alrededor, parecía que se había soltado un camoatí. Eran tantas las chinitas de mi edad que se arremolinaban como de lejos, pero en un círculo que se iba apretando a pesar del ejercicio del disimulo, para ver al “violinisto” de más cerca, que ya faltaba el aire.
—¿Qué no oyó lo que le han contestado? El que toca nunca baila.
Yo miré, desplazando el odio, al que bailaba y tocaba como el que más, aunque el pa no me concedió más que esas palabras, entre orden y reproche, ya que la ceremonia de afinar los instrumentos no solamente es un hecho sacrosanto sino que todo el espectáculo depende de que sea hecha a conciencia.
Primer hecho destructivo.
¿Cómo me iba a enamorar de un tipo que no baila y que encima, se sube a un escenario para ser codiciado por las solteras, casaderas y de las otras, que pululan con sus sonrisas y sus hormonas como si fueran moscas delante de una olla de arrope de tuna?
—¿Y qué se supone que haga en un baile en el que todos bailan?
—Se queda ahí sentada, como corresponde, mientras su novio ameniza.
Visto para sentencia. De pronto me hice de un novio del que todavía no me había enterado y de un recato del que tampoco me había enterado.
—Pero dejala en paz, Blas…Si la mocosa quiere bailar ¿qué te hacés el guardabosques, che?
Refusilaba el aire, cuando el pa desvió los ojos hacia la voz llena de sorna y de reproche, que le acaba de menoscabar su celebérrima autoridad patricia.
—A tus cosas, Alcides. No le des rienda que está bien así —ordenó, muy creído de que su papel de señor de horca y cuchillo se extendía a todas las almas circunvecinas.
El Awqa soltó un rechifle entre los dientes. Tenía uno de los incisivos superiores roto en chanfle, lo que le daba un aspecto maligno a su sonrisa gansteril.
—Para hacerla sufrir deseando, la hubieras dejado en las casas —replicó, molesto por la contestación del pa, que había terminado de afinar y ya se iba con “mi novio” detrás, según sus propias palabras “a amenizar la fiesta”.
Yo les hice muchas morisquetas de rabia a sus espaldas.
Ramiro ya había demostrado que los celos y las escenas que ellos traen consigo, eran su fuerte. Le cuchicheaba todo el día al pa sobre que yo esto y yo lo otro. A mí me lo había contado Carozo y algún otro de mis amigos, siempre mudos, pero con orejas elefantiásicas para captar detalles y chimentos.
Conmigo también había querido intervenir su celosía, pero yo tenía esa naturaleza indócil de los libérrimos y lo que me entraba por un oído, tenía vuelo directo y sin escalas hacia la salida por el otro, si en el medio mi cerebro leía el mensaje como un despropósito.
Él, igualmente, se había tomado mucho más en serio que yo el asunto del “novio” en el que el pa insistía, como si hubiera sido esa una encomienda de mi abuela —igualita a la que le había hecho a mi abuelo— de conseguirme un turco con buen pasar para casarme.
Ramiro, apenas cumplía a medias lo de turco y yo no tenía en vista casarme, en ese entonces, —bien que hubiera hecho— más allá de lo que toda adolescente de esa edad ve como algo a cumplirse en un futuro.
¿Qué significaba un novio por ahí?
Un compromiso, un ancla, un par de esposas sujetas a la hornalla de la cocina y al despensero de guardar la escoba. No más que eso. Significaba decencia y sumisión. Un hombre protegiendo a una mujer pacífica que le diera hijos fuertes y cocinara rico. Casi como el destino de La Cheche, otra que el pa había casado casi de prepo con Tatón, “porque ya estaba en edad”.
Y eso que el pa era un adelantado, que quería que todos estudiaran porque “el conocimiento te hace libre”, y estaba bastante lejano en sus ideas a esas vetusteces feudales de “casar bien” a las mujeres para asegurarles un porvenir, como si la mujer por sí misma fuera una inútil incapaz de asegurárselo sola.
Pruebas sobraban alrededor. Las mujeres campesinas eran el primer frente de lucha, valerosas, incansables, heroicas hasta el extremismo. Solas, abandonadas por maridos que las llenaban de hijos y partían a un conchabo redituable o se alejaban a las ciudades grandes desde las que nunca volvían a llamarlas como compañía, hacían frente a todo sin hombre y a la intemperie de esa tierra árida y mallevada para con el humano.
Pruebas sobraban. Bastaba que el pa mirara a mi mamá.
Ellos arrancaron con la música y el patio de tierra se llenó de polleras y zapateos.
Hasta La Cheche se fue a bailar con Tatón, así que yo me quedé con Carozo, al que seguro me había plantado el pa para que me hiciera de guardia cuando sus ojos vigilantes salieran de sobre mí, no fuera que dejara yo mal parado a mi “novio” con alguna casquivanez de esas de salir a bailar una chacarera como el resto de la gente que estaba ahí solamente para eso. Las fiestas eran pocas, la vida larga, el paisaje inmóvil, el clima una plancha de hierro sobre las cabezas de los hombres y la pobreza un hábito, así que en esas ocasiones de alegría, aparecía gente de todos los rumbos, congregada a las fiestas, casi como a la misa. Llegaban con sus ropas “de domingo”, pulcros, almidonados, engalanados hasta los sulkys, con banderitas argentinas y cintas de colores.
Había chivo a la estaca, mucho vino en damajuana que se enfriaba en un pozo cavado en la tierra y cubierto con lonas, empanadas, pasteles, churrascos.
Eran fiestas grandes, populares, brillosas.
Yo le veía los ojitos a Carozo. La cara entera le bailaba al compás de la música y pegaba saltitos en la silla, como si le hubieran encajado un resorte con timer, que disparaba cada varios segundos. Se le iban los pies bailando hacia la pista, aunque el cuerpo se quedara obstinado en la silla. Me imaginé que se le iban a hacer muy laaaaargas las piernas e iban a provocar tropezones por ir a bailar solas, sin cuerpo que hiciera bulto.
—Bailá conmigo —le dije, porque a mí me pasaba lo mismo que a él.
—Nuuuuuuuuuu… que después el don Blas…
—Hay tanta gente que no nos van a ver… Dale, bailá conmigo. —Nuuuuuuuu…vos me quieres hacer difunto sin que haya chacarereado apenas… Nuuuu, que el don Blas… Nuuuu…
—Entonces andá vos. Para planchar ya estoy yo. Andá, que está la Egidia allá… ¿la ves?. .No te para de hacer ojitos.
Claro que la había visto. Toda fru-fru de pollera nueva y agua de colonia, le había dicho un: Buen día, Ferreira, tan querendón y mimoso, que a Carozo le dio tos.
Se puso coloradísimo debajo del marrón suave de su piel —como si hubiera pasado largo rato preparando fuego y tuviera las mejillas arrebatadas— y había arrugado la boina hasta volverla un pañuelo, susurrando un: Buen día, Egidia… que se licuó en suspiros y vergüenza. Lo que le faltaba al pobre: que el mandón de don Blas lo encadenara a custodiar mi virtud. Menudo Cancerbero de peluche.
—Pero vos te quedas…Yo voy y regreso ahorita… que no quiero que la Egidia piense que me estoy haciendo el rogado. —Pero sí, nene…andá. Por una vez que la ves.
No terminé de hablar, que ya Carozo había desaparecido como por arte de magia.
Como no había demasiado qué hacer, me serví un vaso del vino que todos los bailarines de mi mesa habían abandonado a mi merced.
La copa vacía que surgió de repente frente al pico del pingüinito de litro que nos habían surtido desde el mostrador, me hizo levantar los ojos.
Serví en silencio, mirando como ya se acomodaban todos para “la segunda”.
El Awqa no se sentó. De pie y mirando lo que yo miraba, se llevó el vaso a los labios, y mis ojos se distrajeron momentáneamente en ver el movimiento de su Nuez de Adán al tragar.
—Vamos —me dijo. La copa hizo tac, cuando la dejó sobre la mesa como si pusiera un sello.
Vamos implicaba el resto de la frase “a bailar”.
Yo vi la misma mano de la copa, ahora extendida hacia mí. Me hice chúcara, un poco por el desconcierto de que El Awqa decidiera de manera tan frontal contrariar lo dispuesto por el pa y otro poco porque no pensé que el huraño bailara.
Era tan huraño para todo, que no había alcanzado a imaginarme que supiera bailar.
—El pa se va a enojar.
Me salió un recato de —la verdad— no sé dónde. Un recato raro, temeroso, en guardia. Y lo vi sonreír con su sonrisa rota, extraña, de diablito peludo. Le chispeaban los ojos como dos fuegos tiesos, cuando volvió a chistar, desestimando mi reticencia.
—¿Conmigo? No se anima —susurró, creído y perverso, altanero y convencido de un poder que le emanaba casi por mandato divino.
Zupay en persona me invitaba, maligno, seductor, omnipotente. Y yo ahí, entre endiablada y petrificada, pensando si obedecía a mis impulsos salvajes o a mi decente instinto de conservarme a salvo (ahora más de él que de la ira del pa).
Como no me decidía, me agarró de un brazo y me arrastró para la segunda chacarera o la tercera y era un gato. No sé. Me obnubiló esa forma impositiva y desafiante, casi violenta, con que me plantó en la pista como un poste.
De ahí en más, bailamos.
Yo, de tanto asistir a ese tipo de fiestas, ya sabía cuando la música estaba por cortar para dar espacio al alimento y a la bebida.
Casi la Cenicienta —ya que en el gentío era complicado distinguirme— en cuanto escuché el anuncio de que en el despacho había tal y tal cosa para agasajo de los paladares, me evaporé emulando al Carozo de un rato antes y volví a materializarme en la silla, aunque el pecho me saltaba hasta la garganta, de tanto que habíamos bailado. Ahogué el tumulto en vino, tratando de asentar de nuevo el sofoco en mi cuerpo y que no se notara mi espíritu libre y danzarín.
El Awqa vino detrás de mí, sereno, diplomado en audacia y se sentó a la mesa, estirando las piernas y estirándose él, como si llevara mucho tiempo en esa posición repantigada y observadora del centro de danzantes. Parecía, todo lánguido y largo como una lampalagua, un tasador de feria.
¿Qué fue lo que dijo el pa?
—¿Adónde es que se ha ido Carozo?
— A bailar, pa…Una vez que se cita con la Egidia, me lo vas a atar al tobillo, pobre Carocito.
—Pero si es que le he dicho…
El Awqa alzó los ojos que tenía entornados. Alzó los ojos, sin descruzar los brazos cruzados sobre el pecho y como si el cuerpo siguiera ese movimiento evolutivo de su mirada, se enderezó en la silla.
—¿Estoy pintado yo?
Con eso quiso decir, o más bien dijo, que Carozo se podía ir tranquilo, que para “cuidarme” se había quedado él.
El pa sonrió, mirando a Ramiro que insistía en acomodarme las puntitas del cabello de una manera que le gustara a él y que mi mano, rápidamente, regresaba a la manera que me gustaba a mí.
—¿Te está cuidando El Awqa, chinita? —me preguntó el pa— Ojito…que es un bicho rapidón para el pique.
—Quiero aprender a bailar zamba ¿La dejás que me enseñe y de paso la cuido de que le enseñe a otro? No te vas a enojar ¿no Ramiro?.. Queda todo en familia.
La voz del Awqa tenía una serenidad de escalofrío.
—Bueno…si es por ái —masculló el pa y se dedicó a las empanadas que La Cheche y Tatón acababan de traer humeando desde el horno de barro.
El Awqa no hizo un solo gesto. Volvió a estirarse en la silla, desparramándose como licuado y entrecerrando los ojos hasta que regresó la música.
Conozco a muchas pibas que se funden el sueldo en tacones y bolsos. Los compran como si fueran Chupa Chups a sabiendas de los malabares que tendrán que hacer para llegar a fin de mes. Mi mujer también fue una de esas consumidoras compulsivas. Compraba zapatos a juego con las carteras a punta de pala, pese a saber que me eran indiferentes.
Me daba igual si iba a la compra descalza. Me gustan las mujeres por lo que hay oculto en su corazón.
En cuanto a los bolsos, no dejo de reconocer que tienen su punto funcional. Cuando vas de copas con tu mujer, por ejemplo. Ese mismo bolso en el que te andabas cagando por su desorbitado precio se convierte en tu salvador cuando le pides que te guarde el tabaco, la billetera, las gafas de sol…
En ocasiones, el bolso de tu compañera te libera de una multa por posesión de estupefacientes: «Mierda, un control policial». Entonces le pides a tu mujer que te guarde en su bolso la metralla que llevas encima.
Por supuesto que ella me cumplía, ambos sabíamos que los agentes no iban a registrar el bolso de una señora de buena posición.
A ratos, yo también practicaba la compra compulsiva, aunque no eran objetos tan chachis como un bolso de Carolina Herrera. Eran, según mi mujer, «más mierda inútil».
Solo una vez, en Navidad, compré algo que nos puso de acuerdo: un karaoke. Lo usábamos en Nochebuena, por San Esteban… y otras fechas señaladas. Para evitar enfados entre los participantes propuse algunas pautas con las que ella estuvo de acuerdo. Tuvimos cantantes de oído cuadrado a los que soportó con un estoicismo de Grammy.
Giubi, por ejemplo, es un excelente bailarín, pero para cantar no lo llames. Mi colega no afina, rebuzna.
Sentí más la presencia del verdadero amor en el último año que pasé junto a mi mujer que en los veintiséis que llevábamos de matrimonio. En esa última etapa ya no estábamos casados ni usábamos el karaoke. Tras el ictus mi esposa perdió los rudimentos del lenguaje, pero no a su compañero de vida. La amaba aunque fuera totalmente dependiente de mí y aunque hubiera convertido mis días pasados en un infierno.
Era una gran verdad que aunque me esforzara en hacerle la vida más fácil ella no recuperaría lo perdido. Su degradación mental y física era una realidad que yo solo podía combatir fabricando nuevos recuerdos.
Es cierto que no hablaba, como también es cierto que al cabo de los meses de producirse el incidente recuperó algunas palabras. No le valían una mierda para hacer una sesión de karaoke –no podía construir una frase por sencilla que fuera–, pero bastaban para comunicarnos: café, bebé para identificar a los hijos, agua, TV. Sol, decía sol, lluvia…, y ¡Juan!.
Fue una sorpresa descubrir que de entre toda la variedad lingüística, mi nombre había regresado a su memoria. Hecho curioso, en el pasado solo me llamaba por mi nombre de pila cuando estaba de bronca.
Encontrar el karaoke entre los trastos que guardo en el garaje me hizo rememorar la noche en que nos conocimos y en la que oí por primera vez a Camarón de la isla, una voz valiente en la manera de afrontar los preceptos del flamenco de finales de los ochenta.
Me enamoré de su voz, tanto como lo hice años más tarde de mi mujer. La conocí durante el intermedio de la jam session que había ido a escuchar en el café del teatro Central, en Sevilla. Ella era una de las participantes.
«¿Le importaría dejarme un papel de fumar?», le pregunté.
Minutos antes vi que se había liado un porro en la terraza, apartada del resto de músicos.
Ella me pasó un papelillo.
«Ha sido un ‘Love for sale increíble’», le dije refiriéndome al estándar con el que los músicos habían cerrado la primera parte de la jam y que ella había interpretado al piano.
Me dio además del papel, fuego. Mientras la miraba adentrarse nuevamente en el bar me di cuenta de que no sabía su nombre. Llegué con el concierto en marcha y ni siquiera miré el cartel publicitario de la entrada.
Más tarde, volvimos a encontrarnos en la salida del teatro. «Te acerco a casa», gritó ella desde el interior de su coche, gesto que acepté agradecido. Era la voz de Camarón de la isla la que sonaba en el reproductor.
Entonces no tenía manera de saber que ella sería en el futuro mi esposa ni que veintisiete años más tarde esparciría sus cenizas bajo el olivo del jardín de nuestra casa.
Desde que nos casamos, vivió inmersa en una guerra contra el tiempo. La diferencia de edad, veintidós años, nunca me molestó. A quien le hacía la puñeta era a ella, ya que perdía una hora cada mañana para disimular las arrugas con el maquillaje. Teñirse el cabello semanalmente para ocultar las canas o someterse a costosos tratamientos contra la celulitis.
Sí, la mujer que ya no compraba tintes de L’Oreal para el cabello ni podía usar el karaoke había envejecido milenios.
No caí en la cuenta de que la mujer que fue mi compañera durante un cuarto de siglo era ya una anciana que usaba, en lugar de tacones caros a juego con el bolso, deportivas con velcro.
Ya no era capaz de apañárselas con los cordones.
Isabel Reyes – España
El regreso
La muerte ha venido a visitarme varias veces. La primera, cuando mi padre volvió una noche por sorpresa y permaneció observándome en la puerta del dormitorio. Y vino para quedarse conmigo para siempre, cuando Miguel apareció de pronto en el salón, después de tantos años enterrado.
Hasta entonces, yo dudaba de mis ojos, de mis silencios y de mi propia sombra. Pese a la claridad de lo vivido, yo creía, -o al menos lo intentaba- que el miedo había provocado y dado forma a unas imágenes que sólo existían en el recuerdo. Pero, esa noche, la realidad se impuso a cualquier duda. Cuando Miguel abrió la puerta, yo estaba allí, sentada frente a la chimenea, despierta y desvelada igual que ahora, y al verle ni siquiera sentí miedo.
Pese a los años transcurridos apenas me costó reconocerle. Seguía igual que yo le recordaba cuando vivía. Y ahora, sentado en el sofá, inmóvil, parecía haber venido a demostrarme que era el tiempo, y no él, el que realmente estaba muerto.
Ambos permanecimos en silencio. Después de tanto tiempo separados, estábamos los dos frente a frente, sin atrevernos, pese a ello, a reanudar una conversación interrumpida bruscamente. Yo ni siquiera me atrevía a mirarle. Ni un solo instante dejé que me invadiera la sospecha de que había venido para velar mi propia muerte. Sólo al amanecer, cuando una tibia luz me despertó y comprobé que ya no estaba conmigo, un negro escalofrío me recorrió por vez primera al recordarme el calendario que aquella noche que se iba tras los árboles del parque, era la última noche de enero. La misma exactamente en que Miguel había muerto 25 años antes.
A partir de entonces volvió a hacerme compañía muchas veces. Llegaba siempre a medianoche cuando el sueño comenzaba a rendirme. Aparecía en el salón sin hacer ruido, sin pisadas, sin que las puertas de la calle ni el pasillo lo anunciasen. Pero yo sabía que Miguel se acercaba por los ladridos asustados de Boss. A veces, cuando la soledad era más fuerte que la noche, cuando el cansancio desbordaba los recuerdos, corría hacia la cama y me tapaba con las mantas, como una niña, para no tener que compartirlos con él.
Una noche, sin embargo, hacia las tres o cuatro de la mañana, un extraño murmullo me despertó de repente. Era una noche fría de finales de otoño y la lluvia cegaba, como ahora, la ventana. Al principio pensé que llegaba del exterior, que era el viento al arrastrar las hojas muertas. Pero en seguida me di cuenta de que estaba equivocada.
Procedía de algún sitio de la casa, como de voces cercanas, como si hubiera alguien hablando con Miguel. Permanecí inmóvil en la cama escuchando largo rato antes de levantarme. Boss había dejado de ladrar y su silencio me alarmaba más aún que ese extraño eco de palabras.
Cuando salí al pasillo el murmullo se detuvo de repente como si en el salón también me hubieran escuchado. Con Miguel sólo había sombras muertas, silenciosas, sentadas en corrillo que se volvieron a la vez a mirarme cuando abrí la puerta y en las que apenas me costó reconocer los rostros de todos los muertos de mi casa.
Durante segundos me quedé paralizada. Pensé que el corazón iba a estallarme y aterrada eché a correr hacia la calle con el perro. No me atrevía a volver junto a los míos. El miedo me arrastraba sin rumbo por callejas solitarias y me empujaba más allá de la noche y de la desesperación.
Esperé a que saliera el sol. El viento había cesado y una calma profunda se extendía por la ciudad. Boss me miraba en silencio tratando de entender, pero yo no podía decirle nada. Aunque entendiera mis palabras, no podría explicarle algo que ni yo misma alcanzaba a comprender. Quizás todo no hubiera sido más que un sueño, una turbia pesadilla nacida del insomnio y la soledad. O quizás no. Quizás lo que había visto y oído era real y las sombras negras seguían esperando a que volviera. Abrí la puerta. La casa estaba sola y por la ventana entraba la primera luz del día.
Pasaron varios meses sin que nada parecido ocurriese. Yo esperé cada noche atenta a cualquier ruido, temiendo que la puerta volviera a abrirse sola y Miguel apareciera frente a mí. Pero pasó el invierno sin que nada turbase la paz de mi corazón. Y así, cuando llegó la primavera, yo estaba segura de que nunca volvería porque jamás había existido más que en mi imaginación.
Pero volvió. De noche y por sorpresa. En medio de la lluvia. Se sentó en el sofá y se quedó mirándome en silencio igual que el primer día.
Desde entonces a hoy ha regresado muchas noches. A veces con mi padre. A veces rodeado de toda la familia. Durante mucho tiempo me escondí para no verles. Me resistí a aceptar su compañía. Pero siguieron acudiendo cada vez más a menudo, y al final, no tuve más remedio que resignarme a compartir con ellos mis recuerdos y mi hogar.
Ahora que presiento a la muerte rondando por mi cuarto, y mis ojos van tiñéndose de gris, incluso me consuela pensar que están ahí, esperando el momento en que mi sombra se reúna para siempre con las suyas.
Y de tanto huir le parecía pertenecer a mundos que desaparecían con solamente sacar el pie de ellos.
Había vivido en un montón de mundos que huían unos de los otros, como un complejo juego de escondidas. Mundos que se iban perdiendo en su memoria, escapando mientras se escapaba de algún otro mundo.
Alguna vez pensó que era de aire y que vivía subida en algo que no admitía la condición de enraizar más que en la valija que a veces tampoco se llevaba.
Ella terminó siendo su propia valija, que huía de la vida con los pocos recuerdos que podía meter dentro del pecho: Su abuela Catalina, que era ampulosa y feliz como una pajarera. Los sandwiches de queso cremoso de la tía Chichí, cuando en las huídas alguien se la olvidaba en esa casa como a un bulto que todos se niegan a portar. El aroma profundo del poleo y la menta en un atardecer lleno de verdes. El gesto serenísimo de la tía Elvina leyendo a Proust debajo de los sauces. La soledad recóndita. Los campos polvorientos del abuelo Bautista, tan infinitamente planetarios.
Era, al fin y al cabo, un bulto que manos apuradas iban dejando en diferentes oficinas que no lo recibían.
Hasta que apareció el Dueño del Paquete y lo reclamó como Cosa Muy Suya, a la que nadie, ni siquiera ella, podría volver a acceder, según le dijo cuando se casaron.
Pensó que se había olvidado la cara de su padre y no conseguía recordar la voz de su madre, cuando cargó a los dos hijos menores en el auto y huyó sin secarse la sangre de los golpes.
¿A qué mundo me escapo una vez más?
Como cuando escapaba con su madre de un inevitable momento político, en la valija, transportaba el miedo.
John Madison
A change is gonna come
A los siete días de separarme de mi mujer me compré una botella de tequila. Recuerdo que era sábado y que yo deambulaba por la casa en bóxer como un fantasma, un fantasma que bebía a morros mientras lloraba.
Los niños y la asistenta me veían ir de un lado a otro, pero no me decían nada porque sabían que me encontraba en un estado de depresión profunda. Mi cuerpo y mis emociones reflejaban, prácticamente, los mismos síntomas que un toxicómano siente cuando el síndrome de abstinencia lo tiene pillado por los huevos.
Lo que te convierte en adicto no es la sustancia, actividad u objeto en cuestión, sino tu comportamiento ante su ausencia, la ausencia de mi mujer.
Sí, soy un adicto al amor. Pero no supe que lo era hasta que comencé mi proceso de divorcio. Abría y cerraba el día llorando por una hija de perra que me había maltratado psicológica y físicamente tanto a mis hijos como a mí.
Quedé muy descalabrado de esa relación en todos los frentes: el emocional, el físico y el financiero. Sufría ataques de pánico, alcoholismo, depresión, ansiedad, agorafobia, impotencia, recuerdos intrusivos, pérdida del control, arrebatos de ira, aislamiento, pensamientos suicidas, trastorno del sueño y pesadillas recurrentes en esos días en los que conseguía dormir, además de transfiguración de la realidad, insensibilidad ante los estímulos vitales y una profunda dificultad para mantener la atención; hecho que afectó considerablemente a mi carrera de escritor.
¿Se puede superar la dependencia emocional? Por supuesto que sí, pero primero has de reconocer que eres codependiente.
La dependencia emocional está catalogada a día de hoy por la psiquiatría moderna como adicción. Mi cuerpo es un libro abierto que atestigua todas las humillaciones que soporté durante veintisiete años: un navajazo en una pierna, rotura del radio, una cicatriz en el cráneo, dos dientes partidos por los que pagué un ojo de la cara al dentista que los devolvió a su estado original y una larga lista de marcas invisibles.
Esas son las más difíciles de calibrar ya que los sucesos que las acompañan me salen al paso sin que yo los llame y cuando esto sucede, por regla general, la herida vuelve a sangrar profusamente.
¿Tiene alguien idea de lo que es despertar en medio de la noche con un cuchillo de sushi en la garganta?
Existen muchos tipos de maltrato: el psicológico, el financiero, el físico, el sexual…Yo los soporte todos.
El maltrato está, a menudo, se asocia con las mujeres como víctimas, aunque todas las personas que hemos pasado por situaciones similares sabemos que el asunto no tiene estatus social, bandera o género.
Socialmente se juzga y condena a un hombre que no responde a un acto de tal índole con la misma moneda. Al parecer los que nos abstenemos de golpear somos menos hombres. Pero hay que ser muy hombre para mirarse ante el espejo y hacer el obligado recuento de los daños, mucho más que para ocultarlo. El gran aliado de la violencia conyugal es el silencio del cónyuge afectado. No solo sentía vergüenza de exponer mi calvario, sino que había desarrollado una simpatía hacia mi ex mujer que me llevaba a justificar su mal comportamiento.
Podría haberle soltado dos carajazos bien dados, y aquí paz y en el cielo gloria. Pero nunca lo hice por mi educación. Mi abuelo nos grabó a martillo, tanto a mí como a mis hermanos varones, Rafa y Yeyo, que el hombre que le levantaba la mano a una mujer no era nunca más un hombre. «La violencia es un camino sin retorno», solía decirnos. Pese a ello, confieso que alguna vez la abofeteé para llamarla a capítulo.
No, no podía responder a sus ataques con un contraataque efectivo, pero tampoco era capaz de apartarla de mi vida. Mi matrimonio era peor que formar parte del reparto de actores del film A Nightmare on Elm Street en versión vida real.
La historia era siempre la misma. Ella montaba un pollo, yo la echaba de casa. Luego de unas semanas ella regresaba, me pedía perdón y yo la dejaba entrar, una vez más, en mi reino. A veces se presentaba en el colegio de los niños y les pedía envuelta en sus lágrimas de cocodrila trágica que intercedieran por ella. Entonces los niños hacían de mediadores, también envueltos en lágrimas, solo que las de los niños no eran falsas.
Tantas noches llegué a hacerme la pregunta de por qué me sentía imposibilitado de romper aquel círculo cíclico de broncas y perdones que la vida me trajo de vuelta la respuesta: «Apriétate el cinturón, guaperas. Dependes emocionalmente de una psicópata».
Los psicópatas tienen un comportamiento similar al de un pitbull. Una vez pillan a la presa se resisten a abrir las fauces y como suele ocurrir con las perras suelen ser más agresivas y territoriales que los machos, y es una realidad clínicamente probada que los dependientes emocionales respondemos a una jerarquía de mando. El alfa es quien gobierna y yo no he sido jamás alfa de nada. Yo representaba en aquel guirigay monumental el papel de perro, también. Aunque mi fuerza física era superior mi cerebro interpretaba que la cadena de mando era inviolable.
Como dependiente emocional tenía auténticos problemas para lidiar con los espacios vacíos. Vivir sin mi ración diaria de sexo era un infierno. Ni siquiera era capaz ya de masturbarme porque me hacía sentir más terriblemente solo aún. Me tiraba todo el día colocado en una especie de trance provocado por el hachís la marihuana y el alcohol que anestesiaba por completo mi sensibilidad.
No me divorcié por voluntad propia, pero todo círculo se cierra cuando Dios le asigna a uno escuderos poderosos. Marie, nuestra Marie, nos sentó en la cocina de casa una mañana y le pidió a su madre que se marchara a Londres. Tanto mis hijos como mi asistenta estaban hasta el moño de las manipulaciones y de las malas pulgas de la señora.
Me llevó tres años divorciarme, fue laborioso. Cada vez que mi abogada presentaba el preacuerdo mi mujer se declaraba en desacuerdo y vuelta a empezar. A excepción de la casa familiar a mi nombre le permití quedarse con todo lo que me exigía con tal que me dejara en paz, cuenta bancaria incluida.
Aun así, no era suficiente para ella. Chapeadora profesional al fin, intentó quedarse con la custodia total del niño. No por amor de madre, sino porque vivir con el niño le permitiría mantenerse en contacto conmigo.
Por supuesto que peleé por quedármelo con uñas y dientes. A mí había que matarme para que lo entregara a cambio de mi libertad. Pero no estaba en mis planes permitir tal cosa, ya ni siquiera porque el niño me hubiera suplicado quedarse conmigo. Sé perfectamente que mi hijo y yo tenemos el mismo monstruo del armario: nuestras madres.
Como suele ocurrir en las tragedias familiares irresueltas, Dios solo cambia el escenario y el atrezzo, los personajes y el trasfondo de la escena a interpretar son los mismos: el maltrato.
Silvio Rodríguez Carrillo
16 – 50
Detrás de una de las cabeceras de la cancha de vóley, estaba el edificio con las aulas y, detrás de la otra cabecera, la cantina. Con la cantina de frente, podías ver, a la derecha un muro que iba hasta llegar a la escalera por la que subíamos a las aulas. A la izquierda, algo del patio de recreo, por el que se accedía a las escaleras que llevaban al vestuario. Sabíamos que no debíamos ir a los vestuarios salvo en los días de fútbol, cuando nos juntábamos por lo menos dos o tres cursos para jugar algún partido del calendario.
Nunca fui un rebelde sin causa, conviene decirlo, pero sí, siempre me gustó experimentar cosas, probar distintas maneras de hacer algo, aunque jamás tuve en mí el menor deseo de violar reglas sólo por joder. Por ejemplo, primero logré cambiar la misa de las 13:30 para las 17:00 porque se hacía más soportable al evitar la hora de más calor de la siesta, y luego pude eliminar su obligatoriedad al reemplazarla por charlas vocacionales que venían a darnos algunos profesionales. Ahí tenías a un abogado, o a un ingeniero contándonos de qué se trataba su trabajo, como para que supiéramos algo.
Por otro lado, debo confesar que siempre tuve problemas con mis superiores si estos no me despertaban admiración. Y digo admiración y no respeto, sabiendo bien qué estoy diciendo. Creo que nunca he respetado a nadie, aunque sí he valorado en todo lo posible a cualquier ser humano que se me cruzó enfrente. Ahora, si un superior no es gigantescamente superior no lo puedo tratar como tal y entonces, en lugar de admirable, me parece despreciable, y al ladito del desprecio, me nacen, incontenibles, las ganas de burlarme, de joderlo adrede para que sepa quién es el guacho de la manada.
Supongo que acabé de joder al padre Brítez cuando logré que –no bien terminado el segundo mes lectivo– me exoneraran de las tediosas clases de religión. Yo venía jugadísimo desde el primer curso, cuando el padre Venancio me escogió como a su favorito y me entrenó en la biografía de los santos, en la simbología oculta de los textos bíblicos y en los misterios del sacerdocio. Yo era un animal de misa y comunión diaria y mi único pecado era, quizás, decir palabrotas. Me fascinaba ser cristiano y me imagino que el padre Venancio esperaba que yo llegue a ser sacerdote.
Cinco años después, con el padre Venancio en Roma, Brítez era el que mandaba. Yo ya sabía, entonces, que nada como un profesor imbécil para domesticar el carácter de un alumno como yo. Sin embargo, en la otra mano, había profesores que darían pena si analizáramos su erudición, pero que tenían una humanidad, un don de gentes severo y gentil, que me desarmaban. El de sicología era tan flojo, el pobre, que si no fuese por mí, no hubiera podido dar. Algo similar ocurría con la profe de Sociales. A Brítez le dolía que yo dominase ciertos quilombos, estaba muy claro.
De repente fue por eso, justamente, que intuitivamente pillé que me tenía rabia y decidí cagarlo. Las notas iban del uno al cinco, uno: aplazado; dos: aceptable; tres: bueno; cuatro: muy bueno; cinco: excelente. Mi nota más baja era 4, en inglés. En todas las demás, religión entre ellas, a puros 5. Yo sabía –como se saben esas cosas que no pueden demostrarse– que Brítez iba a hacer lo que tuviese que hacer para que yo no alcance el 5 en religión. Fue por eso, ahora que lo empiezo a ver, por vanidad y por odiador de injusticias que lo cagué.
Le comencé a estropear las clases de religión mostrándole que su Biblia, la de Reina Valera, era una patada en los huevos, y que con la de Jerusalén el discurso sería más fácil de entender, aunque mucho más difícil de explicar. El golpe de gracia se lo dí después, cuando me burlé de Pablo, tratándolo de posible homosexual al que le faltaron huevos para declararse un puto cualquiera, o por lo menos un misógino al uso, y que me demuestre lo contrario, «si podés, hermano en Cristo». En el consejo de profesores decidieron ya no tenía que pasar clases de religión.
Como sea, yo sabía que no debía bajar por las escaleras hasta el vestuario, al tiempo que sentía que debía hacerlo. La gente como yo sabe que muchas veces las cosas están decididas desde mucho antes, de lo contrario, ¿cómo explicar a Vivaldi y a Richter, a Tolstói y a Cortázar? Así que pasé por el costado de la cantina y bajé la primera y la segunda escalera hasta dar con el vestuario. Estaba vacío, olía a azulejos con lavandina, a humedad limitada, a frescor deportivo. Y escuché, como un rumor, el sonido del agua corriendo por uno de los mingitorios.
Apenas me acerqué para cerrar la llave sentí la tenaza en mi nuca que estrelló mi frente contra la pared de azulejos blancos y una mano hábil, hijoputezca, tomando mi muñeca izquierda para llevarla hasta mi espalda. Un dolor físico, puro, que no conocía, se instaló en mi hombro izquierdo, mientras mi frente primero, mis pómulos después, le aceptaban su realidad de muro a los azulejos. Quien me sometía no era otro que Britez. El aroma a menta que salía de su boca jadeante lo delataba y me encumbraba, porque en mi aliento había tabaco, como oposición necesaria, quizás hasta justa.
Apalanqué mi empeine zurdo detrás del talón de su pierna izquierda y me tiré hacia atrás. Entonces él, desparramado y medio mareado –puede que al golpearse la cabeza por no soltarme– se quedó debajo, con el día boca arriba y mis ojos mirando por una milésima de segundo el terror que le ganaba la mirada. Estrellé mi puño derecho en un gancho debajo de su oreja izquierda y mi puño izquierdo contra el lado derecho de su quijada, por comenzar racionalmente. Golpeé su cráneo con mis puños muchas veces, desde el rencor hasta la calma. Desde el ruido hasta mi nombre.