Cosa e’Mandinga
Silvia Heidel
El infierno está por aquí cerquita, nomás. A la vuelta de la casa. Aunque ustedes no lo crean, el Ñato y yo vimos al Diablo con nuestros propios ojos. Desde ese día, nunca más fuimos para el fondo del monte. Según me advirtió en voz baja la Oma, hay que tener mucho cuidado porque, ojito, está en todas partes.
Atardecía. Se había levantado una luna llena, rosada y enorme. Aquel sábado, el monte relucía. La primavera se dejaba ver en el manto dorado que cubría los espinillos, en los ceibos sangrantes, en los lapachos que alumbraban con sus flores la sombra de los follajes y en los sauces melenudos de trenzas desacomodadas por el viento.
Salí para el campo siguiendo al Ñato, envueltos los dos por ese aire florecido. Era uno de sus paseos predilectos. Le encantaba volar entre la espesura, picoteando los nísperos maduros, mientras perseguía con sus gritos destemplados a los pájaros. De vez en cuando, jugaba a perderse de mi vista.
Al rato, retumbaron sus graznidos en el silencio, «¡Juancho! ¡Juancho!», llamándome. Esto fue mucho antes del día de los cuetes, ustedes se acuerdan, ¿no? Esa historia ya se las conté.
La cuestión es que, de golpe, desapareció. Lo llamé veinte veces y nada. Se lo había tragado la tierra. ¿Dónde se había metido? Cuando ya me estaba poniendo nervioso, lo vi aleteando frente a una pared de piedra oscura, tras el quebrachal.
El Tata me dijo, más de una vez, que no me acercara a ese lugar porque había demonios escondidos.
El Ñato estaba deslumbrado por un urutaú que, sentadito sobre una rama alta, se lamentaba con una mezcla de tristeza y rabia. Ese eco fulero iba y venía en el monte, dando mil vueltas por todos los recovecos habidos y por haber. Terminó rebotando contra la piedra que, al ratito nomás, para mi sorpresa, empezó a moverse despacio hacia la derecha. El urutaú lloraba cada vez más fuerte. El Ñato, como sabiendo lo que iba a pasar, se abalanzó adentro del hueco. No tuve más remedio que seguirlo por un pasillo sin luz.
Disimulada entre las rocas, apareció una cueva enorme. En el fondo se movía un fuego que largaba una humareda asquerosa, como cuando uno quema basura, ¿vio?
Alrededor de la brasa chamuscada había una convención de bichos raros que hacían ruidos feos, sentados en la tierra. ¡Nunca en mi vida me pegué semejante julepe!
Primero se nos acercó un chivo maloliente, con ojos enrojecidos. Creo que la sangre se me congeló en las venas, pero –por suerte– el Ñato se le tiró encima y lo espantó. Detrás del chivo vino culebreando una serpiente peluda, retorciéndose, y con el ánimo de darse un atracón con nosotros, a la que el Ñato hizo frente como si nada.
A estas alturas, yo estaba pasmado. ¿De dónde había sacado tanta valentía mi amigo? ¿O será que estuvo antes aquí? Esto era muy extraño.
Cuando creíamos estar librados de tanta inmundicia, apareció un basilisco, de ojos ovalados, en llamas. ¡Mamita…, menos mal que fui con el Ñato! si no, creo que me comía, porque yo estaba re cagado. Sabíamos por el Tata que –en casos como éste– el peor enemigo del hombre es el miedo: hay que armarse de coraje, mirarlos de frente y chau, santo remedio, desaparecen.
Así que el Ñato, por instinto, o conocimiento previo, con esa táctica, los puso en jaque. Igual, no sé qué fue lo peor, porque cerca del rescoldo enfriado había unas veinte brujas, el Lobizón y el mismísimo Mandinga.¡Y yo creía que el Tata decía cosas de loco! ¡Resulta que estaba en lo cierto!
Según las historias que se le escapaban cuando tomaba una copita de más, en esta cueva los demonios gustan atender a los hombres y mujeres que estarían dispuestos a cualquier cosa con tal de aprender un oficio o arte: curar, cantar, tocar la guitarra, escribir, bailar, domar, hacer maleficios, adivinar la suerte y desparramar maldades, también. Bicho raro el ser humano, prefiere perder el alma y sufrir toda la eternidad para lucirse en cualquier fiestón. ¿Sería eso lo que tramaban? ¿Era una reunión de negocios?
El diablo vestía traje de calle, bombacha con rastra repujada, botas con espuelas, sombrero de ala ancha, camisa bordada. Agitaba un rebenque con lazo de fuego mientras hablaba fuerte y con ganas. ¿O estarían por enredarse en vaya a saber qué tropelía? El caballo negro y brilloso lo esperaba, atado a un fierro, apostado detrás de su cuerpo. El pelaje oscuro parecía tragarse el reflejo de la silueta de su dueño. Supongo que ocupaba ese lugar por precaución. Al demonio se lo puede matar, sí, pero debe ser con bala de plata bañada en agua bendita y hay que apuntarle a su sombra.
Justito, él arengaba a sus secuaces. Según dicen, estos personajes necesitan un enemigo, alguien a quien hacerle una maldad, si no viven en la peor de las infelicidades.
En esta ocasión –figúrense–, se las agarraban con los pobrecitos horneros. Ni el Ñato ni yo podíamos creer las barbaridades que escuchábamos. La orden era terminante: «¡Acaben con ellos!¡Extermínenlos! Por su culpa nos quedamos sin clientes. Nadie viene por aquí a vender su alma a cambio de nuestros servicios. Ya no les hacemos falta. Qué se creerán estos bicharracos santurrones que tienen una sola pareja durante toda la vida. ¡Habrase visto semejante caradurez! Se ocupan de la prole con tanto ahínco que esas crías salen flojitas: no se pelean, no se meten con nadie, no comen carroña, son demasiado limpitas. «Lo peor es que trabajan como negros levantando una casa nueva todos los años ¡para que su descendencia nazca en un lugar sin parásitos! Y el colmo de los colmos… Le solucionan el problema a un montón de inútiles que no tienen idea de cómo hacer su nido y terminan adueñándose de los que son abandonados. La verdad es que constituyen un pésimo ejemplo, hay que liquidarlos», bramó el lobizón, mientras las brujas lanzaban unos gritos, que te hacían poner los pelos de punta, con sus bocas sin dientes, como para asustar al más corajudo.
El Ñato y yo, acurrucaditos en un rincón, rezábamos el Ave María completo, el Padrenuestro y el Rosario íntegro. Sufríamos de antemano por los horneritos instalados en las ventanas de la casa, en el alero de la galería, en el ombú del patio, en el eucalipto al lado del molino, y por los que pululan adentro del monte.
La cosa no quedó ahí: se las agarraron con el canto de los horneros. Que son insoportables y le rompen los tímpanos al más sordo. Y dale con el mal ejemplo… «Ya no van a venir acá a entregarnos sus almas serviditas en bandeja. Los están avivando: si el hornero hace su casa, yo también puedo, y –si aprende a cantar solo– yo también lo haré, y –si él es limpito– mejor lo imito», decía el Lobizón.
Así siguieron con la lista, entre carcajadas, gritos y cantitos con rima, mientras se emborrachaban bebiendo sangre humana mezclada con unos yuyos que dan mareos.
Pobres horneritos, nunca más los veríamos trayendo luciérnagas al nido la noche de la parición para alumbrar a su cría. Nunca más andarían por el patio llevando en el pico cada piedrita, cada pajita perdida, cada gota de agua, cada miga de tierra para armar las paredes de su rancho. Nunca más agarrarían de una volada las lombrices que preparábamos para sus hijos ni los escucharíamos cantando a dúo como un solo alma , alegrándonos la vida.
En ese momento, una de las lámparas que estaba en la pared, repleta de grasa humana, chisporroteó más de la cuenta dejándonos al descubierto.
Las brujas, los demonios y toda la comitiva enfocaron en nosotros sus ojos incendiarios, lanzando aullidos del inframundo. ¡Qué cosa más espantosa!
No nos alcanzaron las patas para salir de ese infierno. Antes, les revoleé la cruz bendita que el Tata me colgó al cuello y el rosario que la Oma me anudó a la muñeca.
Afuera era de noche. Corrimos entre una nube de luciérnagas, que esperó para escoltarnos, rezando sin parar. Creo que las lianas, las enredaderas y las ramas espinosas fueron cómplices de la huida: caían sobre nuestros pasos cerrando los caminos a los maleficios.
En el trayecto, hasta llegar a la casa, el Ñato largó insultos a todo volumen contra los diablos y diablas del universo entero.
Con la lengua afuera y el corazón desbocado como potro salvaje, no paramos hasta escondernos debajo de la mesa de la cocina, entre las piernas de los grandes.
Recién ahí volvimos a respirar.
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