El primero de mis recuerdos, si de Gaby Akhen se trata, es el de aquel Ulpán en el que todos los presentes le escuchamos decir con un convencimiento profético: Mi próxima novela la escribiré en hebreo.
Aclararemos que, por aquel entonces, su hebreo era nulo tal como lo era también el nuestro y nadie de nosotros podía imaginar que ese joven introvertido de aspecto esmirriado pero de actitud voluntariosa para todos los emprendimientos, cumpliría su objetivo sin apartarse un ápice de su decisión.
Sobre la producción literaria de Gaby puede uno explayarse en infinidad de aspectos ya que ha demostrado un temperamento poco usual y para nada convencional, dentro del ejercicio literario.
Desde aquellas Tiendas de Desierto, en que recopiló, en hebreo, anécdotas y percepciones durante el servicio militar, Gaby ha demostrado en todos los planos su dominio del objeto estilístico, su apasionamiento narrativo y una voz definida, potente, clara y nunca atada a convencionalismos ni prejuicios.
Ha sido un escritor descarnado, profunda-mente crítico, demostradamente incapaz de acomodarse a “lo que conviene decir” y de esa actitud en algún modo arrogante e inquebrantable, han surgido obras de un valor humano y poético que ejercen sobre los lectores una fascinación irremediable. Las voces de La Paradoja, aún hoy nos convencen por su estremecida voluntad humanista.
Por eso, quien no haya leído con anterioridad a Gaby, choca con Lejaim.
Esta novela parece apartarse de la estructura de su obra y a nadie recomendaría que la eligiera como el primero de los libros a leer de este autor si no se le conoce. Solamente conociendo ya al escritor detrás de la obra, Lejaim puede contabilizarse como “otra faceta más” en la que el autor despliega su narrativa.
Lejaim es una novela alborotada, por momentos brusca. Ofrece la sensación de una novela descuidada, mal redactada, con un manejo atolondrado del idioma que llega al punto de confundir a los lectores.
Lejaim parece efecto de un error, de un desorden, de un rapto, pero no de una improvisación.
Sin embargo, aunque esa pudiera ser la impresión de un desprevenido lector, es tan grande la intensidad emotiva volcada en sus páginas y tan desesperada la voz narradora, que todo eso que pudiera parecernos una forma poco criteriosa de tratar un texto, no es más que la forma elegida por el autor para transmitirnos el grito subyacente.
Lejaim, por tanto, con su formato anárquico, su adolescencia de puntuación, su nulo rigor estético, es una novela que habla, que nos habla, que nos grita, que nos golpea, escupe, sacude y busca nuestra complicidad a su alarido.
Lejaim es una mezcla de arbitrariedad ex-trema en la elección de la expresión sintáctica hermanada a una desconcertante música sinfónica.
El lector la recorre trabajosamente. Siente molestia, sensibilizado, fastidiado, dolorido, incómodo en sus párrafos, hasta que comprende la sustancia final de esa desproporcionada suma de errores y belleza, de des-compostura y poesía. Comprende que está leyendo la única forma que Gaby Akhen encontró para dar forma a esta novela.
Creo, ya para terminar, que Lejaim es una novela para pocos lectores, porque su contrapostura narrativa es evidente y necesita de un lector perspicaz, que comprenda los alcances del riesgo que el autor asume para darle un cuerpo visible a su desesperada necesidad de decir.
Escribir autobiográficamente requiere un equilibrio entre talento y razón que en el caso de Lejaim, padece de un desborde impensable por sus espacios de caos narrativo y su ruptura de todo criterio gramatical o estético. Sin embargo, superada la barrera de la violencia a la que Gaby somete a la estilística, compenetrados ya con la arbitraria sintaxis y atendiendo a la incuestionable vertebralidad que mantiene al texto en absoluta coherencia, podemos afirmar que estamos ante el talento innegable de un autor vehemente, convencido y poderoso, que cree en lo que escribe y que asume los riesgos de la impostura a la que somete su obra.
Ni más ni menos que aquel muchacho de poco más de 20 años, que sin pronunciar aún dos palabras en hebreo, afirmó que en hebreo iba a escribir su próxima novela y antes de cumplirse un año de esos dichos había escrito, derrotando toda nuestra incredulidad, sus Tiendas de desierto.
Escribo desde el alba de la vida
con tantos claroscuros en los ojos
que soy de luz y sombra.
Me anclo en la blancura y me convierto
en su extremo más claro
y allí, hipersensible, escapo a otros contornos
donde nada me duela.
Escribo con la llaga de los días,
con el blando almohadón de la ternura,
con las manos abiertas,
con la boca torcida,
con mi poco universo donde a veces no quepo.
—Un péndulo incansable que no para—.
Escribo cuando lloro y cuando río,
cuando cierro los puños,
cuando pretendo abrirme las ventanas,
cuando sueño,
cuando salto al vacío de tus ojos
como un suicidio blanco.
Escribo porque sé que si no escribo
los ojos se me cierran como a un muerto.
Silencio
Todo es silencio
aunque hable la noche con su lengua de agua
riñendo con la acera,
o escuche en mi ventana andares solitarios
embriagados de alcohol o desconsuelo.
Todo es silencio a pesar de los ruidos
a pesar de los muebles que rasgan su madera
y de los radiadores.
Todo…
porque ocupan mi mente
tus últimas palabras,
y hoy la noche no existe.
No siempre
No siempre, pero a veces
me enfrento con el fondo más triste de la noche
desde el luto que cierra mi garganta.
Todo se vuelve grito que callo entre las sombras
arrullando en mis ojos los recuerdos
de las noches en vela.
Y es que no me acostumbro
al vacío que mece en su butaca
la orfandad que me envuelve
como un viento que llora.
Regresa la costumbre, la de siempre,
y me trago los gestos
y un complejo de claves, un idioma,
que adapté a sus olvidos,
Aún quedan palabras en mi lengua
carentes de remite.
Si lloran
Si lloran por llorar, como costumbre,
sin que haya motivo para el duelo
fingiendo con la piel del desconsuelo
que no existe una luz que los alumbre.
Si llevan en la boca la quejumbre
que escupen sobre ti y en su pañuelo
a la espera de verte por el suelo
muriéndote de pena y pesadumbre.
No dudes en marchar con paso raudo
y alejarte hasta estar a buen recaudo
de su música gris y lastimera
pues no cejan jamás, ni lo pretenden.
Si ignoras su llantina hasta se ofenden
al no saber vivir de otra manera.
Lunes y martes. Vamos exponiendo nuestras desgracias, disciplinadamente. Cada cual, a su turno, va explicando por qué es el ser más infeliz del planeta y de la historia. Indiferencia, ingratitud, e incomprensión rellenan todos y cada uno de los discursos. La competencia es dura, dolor tras dolor edificamos una espiral de horror en la que sólo el más carenciado de todos podrá coronar lo ilimitado con un último destello, mediante un cartelito puesto al final que indica, a un mismo tiempo, tres mensajes: “hombres trabajando”, “curva peligrosa”, “camino en construcción”. Al final de cada jornada, comentamos lo agotador que resulta ser desgraciado.
Miércoles y jueves. Ser elegido el más desgraciado del grupo, supone la frustración de todos los demás participantes, por lo que se genera un resentimiento colectivo que no tiene desperdicio. A manera de venganza, respuesta, o contraindicación, comenzamos entonces a buscar la peor desgracia ajena. Como lo que nos pasa no ganó la prueba anterior, exponemos simplemente desgracias ajenas. Aquí, aunque la línea es la misma, el color va definiendo a los campeones. Hambre, pestes, guerras, violencia, telenovelas, van siendo elaboradas con una marcada renovación, lo que nos permite sentirnos orgullosos, íntimamente, unos de otros. Finalmente, siempre declaramos este premio desierto.
Viernes y sábados, Ya todos estamos listos para el mejor de los juegos, el de los opuestos absurdos. Aquí nos juzgamos impúdicamente, y gana la partida quien destruye al oponente. Cada cual expone un discurso, que es contestado, y se participa en parejas. Hay discursos de una frase, que resulta en una contestación de una hora, y viceversa. La otra vez, por ejemplo, cuando Coplard expuso su teoría del suicidio de Storni, Yisel sólo contestó “yo tampoco”, y se ganaron la jornada. En otra oportunidad, Lili no dijo nada, y Wilfred, comenzando con un “¡Exacto!” contestó cincuenta minutos de respuesta. Ganaron.
Domingos. Aquí se vuelven a revisar los procesos anteriores, pero resumidamente. Volvemos a repasar las desgracias de cada uno de nosotros, las ajenas, y los absurdos. Se revisan los resultados, se analizan las propuestas, y si cabe, se regulariza la situación. Luego de estas revisiones, los ganadores a veces son cambiados. Es la jornada más intensa, pues reescuchar, sobre todo aquello que no se quiere volver a escuchar jamás, sí que implica una capacidad de dación que sólo en este pabellón puede ocurrir. Es por esto que cuando terminan las revisiones, nos ponemos esa cara de docto que nos hace despreciables.
“Fondo y forma” dicen nuestros uniformes, y las palabras “límite y distancia” están bordadas en la funda de nuestras almohadas. En un momento, que nadie sabe bien cuándo se da, nos quedamos en silencio, decimos “seis” (y, al hacerlo, decimos, adelante, atrás, izquierda, derecha, arriba, abajo) con los ojos cerrados, y correteamos en un espacio en el que ni vemos ni podemos ser vistos, pero en el que siempre podemos intuir y ser intuidos.
Es ahí que lanzamos la cuerda y el gancho, una y otra vez, cada día de la semana, sabiendo, como sólo nosotros, que escapar difiere de buscar.
Hablando en cristiano, ¿victima de la moda o verdugo de la moda?… ¡he ahí la cuestión!
Reflexionando sobre el mundo de la moda y la proliferación de blogueras, más que setas en el campo y al igual que éstas, difícil de discernir las venenosas de las inocuas. Cavilaba en las nuevas circunstancias que imperan, el poder del blog y sus designios, cuyo nivel de popularidad y referencias se basa en el mayor número de acólitos, fervientes seguidores de cada coma, punto y coma, especial hincapié en los dos puntos y punto, del nuevo gurú. Provistas todas ellas de dispositivo móvil, ordenador y espejo (sin este último, imposible hacerse hueco en los top ten), posando sublime ante él con el conjunto divino de la muerte que proponen. Si hubiera pillado estos tiempos la madrasta de Blanca Nieves, sin lugar a dudas, sería bloguera. Y no me estoy refiriendo, a aquellas que gestionan un comercio de moda y crean un blog con el fin de dar salida a sus colecciones. Estas merecen todo mi respeto, no engañan a nadie, ni tan siquiera a sí mismas. Defienden sus intereses, sus gustos y su medio de vida.
Lo triste, injusto o tal vez engañoso, es que gran parte de la gente que se dedica a ese mundillo no tiene ni conocimientos, ni experiencia, ni tan siquiera criterio propio… Si, digo bien, porque el criterio que marca sus tendencias, sus fotos, escritos y alabanzas son los intereses comerciales de la industria de la moda: los regalos, promociones, invitaciones… Esas prebendas son las que hacen que inclinen su balanza a este o aquel producto.
En fin, una lástima que las últimas tendencias, las ventas, los dictados de la moda, ya no dependan del buen hacer de profesionales, ni de la experiencia, ni de los expertos en crítica, ahora tan solo dependen del blog y el poder de convocatoria, oratoria y retórica de una maruja sin oficio pero está visto, que con mucho beneficio. Estamos en la era del MARUJAPOWER.
¿en qué momento les vendí mi plexo
o dejé entrever que quería sus lisonjas?
no necesito que nadie se meta en mi basura
yo puedo ver en los ojos de los otros
los puedo olfatear
soy como el buitre
nadie puede esconderme su carroña
me agotan sus abrazos de caros perfumes
me dan gracia esos pelos arreglados
quietitos
a la moda
no me torturen más ,yo no soy de su élite
mis paredes se caen a cada rato
no me molestan las cortinas rotas
porque no las veo
creo que nadie me ha entendido aún
no es cuento lo mío
soy alguien que muchos ni querrían ver
no me «creen» a su semejanza
no tengo referencias para mostrar
II
si acaso aguantaras uno o dos round
sin axiomas que te quiten el riesgo a equivocarte
podrías sentir mi olor a nunca
quizás hasta rozaras
esta lujuria anestesiada por el tiempo
si acaso tuvieras adentro la pureza
de escupir con rabia esa hipocresía
podrías descubrir que en los subsuelos
también nace una flor en un «pecado»
pero eso no es posible y te juro que lo entiendo
eso solo es para gente rara
insanos, harapientos
vivos
no es para muertos tan sensatos como vos
De: Inventario
en el país de mi esqueleto
hoy
no se le da asilo a la idiotez
de ayeres y mañanas inasibles
en mi nación sin líneas paralelas
hoy
caben todas las sensaciones
todas las caricias que estaban empacadas
en el país de mi autoestima
hoy
rompí mi pasaporte
junto a un par de pasajes al apego
hice implosión
y en cuestión de dos o tres suspiros
murieron de polvo todas mis fronteras
De: Dí-antes
¿Por qué estás cabizbaja? Fue mucho lo que hiciste,
porque te diste toda y tu dolor de parto
ya cumplió veinticinco, dejala que se busque,
mirá que todavía no estás muerta, metele.
Hermana, la pifiamos; nos bajamos del mundo
y hoy somos dos extrañas que no saben ni cómo
encontrar el camino de aquellas mariposas.
Ay, mujer, ¿dónde estamos? Se nos borró el sendero.
La ignorancia ha logrado que siempre los prejuicios
nos taparan con humo el derecho a ser hembras
y no solo cordones dando vida a otra vida.
Sé que te asusta mucho que te hable así, de bruta.
Es que te veo, amiga, inventando emociones
que hace rato perdimos. Pero dale, ¿quién sabe?
Título: Aire Autor: Silvio Manuel Rodríguez Carrillo Publicado: 17 de Junio de 2014 Género: Poesía Edición: Primera Editor: Dualidad 101 217 Páginas: 226 Encuadernado: Libro en rústica con encuadernación americana Tinta interior: Blanco y negro Peso: 0,39 kg Dimensiones en cm: 14,81 de ancho x 20,98 de alto ISBN: 9781291890815
Prólogo del libro
La poesía paraguaya, a pesar de su todavía relativamente escasa proyección a nivel internacional es, sin embargo, rica en escritores que supieron plasmar los sentimientos y emociones tanto buenos como malos, alegres o tristes, y las virtudes y hazañas que forjaron a su pueblo y su historia, con la particularidad de que esa poesía ha sido y es expresada tanto en castellano como en nuestro idioma vernáculo, el guaraní, algo que le otorga una dimensión diferente, permitiendo elevar de esa manera su poder de expresividad.
Silvio Manuel Rodríguez Carrillo pertenece a la nueva generación de escritores paraguayos y es, sin lugar a dudas, el más prolífico de cuantos han nacido en esta tierra sudamericana, a pesar de su juventud, que en este caso no es equivalente a inexperiencia.
Conozco a Silvio desde hace mucho tiempo y aún recuerdo cuando ya de muy jovencito garabateaba escritos en hojas de papel, en alguna agenda, o en cualquier espacio en blanco que llegara a encontrar. Ese impulso de decir, esa sed que sólo se apaga con bolígrafo y papel en mano, ya los tenía incorporados desde siempre, digamos, como una suerte de estigma, como una urgencia apremiante que lo lleva inevitablemente a un constante retorno a sí mismo, a sumergirse dentro de sí una y otra vez para reencontrarse y encontrar en su alrededor nuevas facetas que amplíen y afinen su mira de la realidad multidimensional.
“Aire” es parte de una serie que el mismo au-
tor denomina “Los elementales”, de los cuales tres ya salieron a la luz y el cuarto está en preparación. Pero este libro en particular es una versión nueva y retocada del original y nace doce años después de éste. Digo versión nueva porque los poemas están estructurados en base a métricas bien definidas que dan lugar a diferentes formas poéticas a lo largo de los cien poemas que componen el libro. El autor se propuso hacer esta revisión pero conservando en lo posible el fondo que subyace dentro de cada escrito y vistiéndole con un ropaje nuevo. Una apuesta para nada fácil y una tarea que puede llegar a resultar agobiante, si se tiene en cuenta lo complicado que debe ser volver a sintonizarse con ideas, pensamientos y experiencias que se vivieron tanto tiempo atrás.
De todas maneras el trabajo resultó óptimo. Desde mi punto de vista, “Aire” resulta un libro que roza lo genial. La vastedad temática, la densidad del contenido, la perfección del continente, el tremendo despliegue emocional y la fuerza trascendente que arrojan las ideas, hacen que el lector quede atrapado en esa complejidad que se nutre de las espléndidas y misteriosas profundidades de lo más íntimo del ser. Pero así, atrapado, es como uno debe estar para, a medida que se vayan encontrando las claves a los complejos mensajes que abundan en el poemario, poder ser capaz de comenzar también un crecimiento a la par de lo que Silvio propone, pues en materia de conciencia, lo difícil expande, mas lo ligero entorpece.
Silvio busca, recorre, bucea, serpentea, vuela y grita sus certezas. Todo para él puede convertirse en aprendizaje y desde ese aprendizaje generar una espiral ascendente en donde el límite se pierde de vista en las alturas. Él tiene mucho de arcano, de hermético, de profeta y de filósofo, pero sabe que lo espiritual no puede separarse demasiado de lo material y así, elabora una poesía que oscila entre lo alto y lo bajo, entre el ruido del mercado y el silencio de una ermita, entre el ritual de las ceremonias antiguas y el griterío de un gol en las gradas; en fin, entre lo que él mismo gusta llamar “almacén y monasterio”, desmintiendo la creencia de que en lo burdo no se encuentra también la divinidad.
A veces es difícil encontrar una exacta división entre lo concreto y lo metafísico, dado que lo que se ve obstaculiza de muchas formas la captación de lo suprasensible. Sin embargo, siempre queda esa sensación de sorpresa al toparse con alguna idea o frase que remueve desde dentro una verdad que definitivamente nos completa. La intuición dormida se despierta en esos momentos y es como si cayéramos en cuenta de algo que ya sabíamos o al menos lo sospechábamos. Así me ha venido ocurriendo desde que comencé a leer a este extraordinario escritor, un constante hallazgo de perlas raras, colores inusuales, imágenes de un “nosotros mismos” en otros planos.
Y es eso lo que genera la lectura de “Aire”, un completarse cada vez más, momento a momento, de manera recurrente y a intervalos cortos, porque lo que se dice aquí es mucho, quizá demasiado, y los endecas, alejandrinos, sonetos, décimas, romances, etc., brillan con una luz tan intensa que son capaces de cegar a quien no lleve algún tipo de “filtro” para tamaña luminosidad.
Poeta trascendental, así podría llamar a este sutil y profundísimo escritor, que en cada palabra, en cada verso va dejando una parte de él, un pedazo de su propia vida, para que nosotros tengamos el beneficio inmenso que se obtiene de los que buscan, encuentran y en lugar de guardar ese hallazgo sólo para ellos, lo comparten.
«La inspiración en mí es una constante, a veces una lucha irrefrenable que sólo puedo combatir con el silencio”
Hoy en día la entrevista a Manuel Martínez Barcia, un vigués que estuvo afincado en Sevilla, cobra un plus de interés por el hecho reciente de su fallecimiento el 13 de agosto de este mismo año.
Él que tanto amaba el mar (murió estando de vacaciones en una localidad marítima de Huelva) me contaba para esta entrevista que le apasionaba “por arriba y por abajo” pues cualquier actividad marina le resultaba grata, ya fuese navegar, el surf, el buceo y sobre todo sentir las olas en los pies cuando atardecía.
Contagiándome su entusiasmo nos hablaba también de Penélope, su moto. Perderse con ella era una de sus pasiones ya que descubría sitios nuevos, fotografiaba a sus gentes, el paisaje, y conversaba en las plazas sin saber exactamente en qué lugar se encontraba. Todo un aventurero.
A Manuel, dentro de las manifestaciones del lenguaje no verbal, le agradaba especialmente la mirada cómplice compartida con un amigo. Nos lo explicaba así “oír esas palabras que profesan los ojos sin que sea necesaria la oración ni siquiera el hablar y compartir los sentimientos a través de la mirada”. Resultaba poético hasta para expresarse.
Era un espíritu inquieto. Aparte de escribir tenía otras muchas aficiones, entre ellas dibujar a carboncillo, el cine, escuchar música, casi toda, de hecho tenía miles de discos en CD y no más por no disponer de sitio almacenable. También era un manitas al que le encanta pintar paredes, muebles y cualquier cosa antigua que se pudiera restaurar.
Le gustaba sentir el respeto a la vida de personas y animales, por ello adoraba estar al aire libre y rodeado de verde “en la naturaleza encuentro comprensión y bienestar pues es siempre fiel y está dispuesta al amor y a ser amada”, me contaba.
Imagen extraída del perfil de Manuel M. Barcia en G+
1. ¿Qué es para ti la literatura?
Para mí es la frontera que une realidad y fantasía, la luz del pensamiento, el cobijo, la inyección de vitalismo en mi yo espiritual, el placer de saberme cordón umbilical entre el hombre y su palabra, la búsqueda interior, eso diría.
2. ¿Desde cuándo escribes y con qué motivación?
No sabría decir con certeza cuando escribí por primera vez. De forma casual y tardía llegó hasta mis manos por azar una antología de Mario Benedetti, su lectura me fascinó, -ese tío me lee el pensamiento-, pensaba cada vez que concluía un renglón, era como si yo fuese inspiración interminable en su corriente narrativa, y así empezó a fluir en mí esta pasión.
Sin poder evitarlo, mis letras empezaron a surgir, primero en bocetos de continua inspiración que yo iba haciendo párrafo en cualquier cosa y lugar, kleenex, documento alrededor o en la palma de mis manos, para luego, siempre en la madrugada, juntar las hilaturas de mi mente por ver si era capaz de tejer un poema.
3. ¿Cómo definirías tu poesía?
Lo que escribo, no sé si realmente es poesía. Yo intento, con la técnica versal que de otros aprendí, conjugar reflexión con lo instrumental del pensamiento y después ser la voz, a veces inaudita y puro asombro en mí, de algo que parezca musical en la sonoridad de la expresión cuando el alma exterioriza y lo recita.
4. ¿Qué influencias literarias han marcado tu poesía?
A través de los últimos años he ido enriqueciendo los instantes de mi biblioteca con multitud de autores, he leído tantos, que no sabría decir si alguien me ha influenciado a la hora de escribir, o si yo soy ensayo permanente pretendiendo una puerta de salida que conduzca hasta mí mismo.
¿Qué podría decir?, lo antiguo y lo nuevo, lo puro, lo social, lo popular, lo romántico y la vanguardia, el surrealismo… Todo es influenciable en un autor a la hora de escribir poesía. Si pudiera elegir, quisiera haber nacido en la generación del 27 y «escribirme». Seguro que sonará pedante lo que digo, pero no hay ningún otro capaz de recrear mis obsesiones, porque mi inspiración se nutre de mi propio pensamiento.
5. ¿A qué público pretendes llegar?
A todos los que lean y a ninguno. No escribo para nadie, tan sólo para mí, pretendo una estación de luz siendo materia, si alguien me acompaña en esta espera le pongo corazón y agradezco su latido en compañía. Acaso quiera ser la pertenencia del lector por un instante, con su complicidad, viajar a ningún sitio y sabernos.
6. Para ti, ¿qué condiciones debe cumplir el poeta para ser considerado como tal?
Más difícil que definir la poesía, es nombrar al poeta
Para mí no es poeta quien escribe poesía. Detesto esos ámbitos de halago entre escritores cuyo único fin es cultivar la vanidad en el otro y viceversa y siempre con el término poeta como nexo de un credo irrenunciable.
Poeta es quien escribe, o no, y trasciende culturas y fronteras, quien hace el pensamiento universal y vínculo del hombre con la historia, desde Homero hasta Borges, desde Ovidio hasta Morgana, hasta Gavrí… El estro desconoce su destino en lo versal, también nomenclaturas, nace y se hace voz, adquiere disciplina de arte cuando alcanza pasiones ocultas de un lector que percibe emoción, lenguaje compartido y sentimiento.
7. ¿Cuáles son tus influencias poéticas?
Aunque he dicho anteriormente que fue entre las letras de Benedetti donde nació mi querencia de escritor, yo me considero autodidacta. Pero entre los escritores de la Generación del 27, Salinas, Guillén, Cernuda, León Felipe, Emilio Prados, Villalón y tantos otros, es donde he pretendido captar un rasgo semejante que sirviera de guía a mi expresión, no creo haberlo conseguido ni siquiera por asomo, pero en esa tesitura sigo siendo vocación, acaso algún día un libro terminado.
8. Dentro de todo el panorama, ¿con qué tipo de poesía te sientes más cómodo?
No sabría decir, nunca sabe uno al empezar a escribir dónde termina, si feliz o encrucijada, si análisis o profunda conjetura, si viaje o reflexión. Lo poético es un difícil alcance, un camino a través de un puente interminable, a veces conjunción con uno mismo, y otras un lugar de extrañeza y en solitario, pero en lo surreal es donde hallo el medio de expresar automatismos que hagan realidad la solución del libre pensamiento, sin que sean tropezón las razones morales en las conclusiones de un divague.
Aunque, si he de ser franco, es en la poética amorosa donde encuentro la expresión de la palabra más cercana a mí y más próxima en el otro.
9. ¿Cuál es tu proceso creativo, te sientas a escribir o esperas que la inspiración llegue?
Casi siempre camino detrás de sus pasos, persiguiéndolos, aún cuando resultan inalcanzables. Cuando me siento, tan solo es con el fin de detener tan veloz carrera, la inspiración en mí es una constante, a veces una lucha irrefrenable que sólo puedo combatir con el silencio
10. ¿Piensas que hay mucho egocentrismo en el mundo poético, o por el contrario es un mito?
Rotundamente. sí. Decirse poeta, es decirse clamor de vanidad.
El mito es pensar que lo poético es razón. Ningún poeta es desnudez, disfraza con palabras un mundo que refleja en los otros su propia egolatría. Seguro que habrá mucha opiniones contrarias, pero quien diga diga lo contrario finge.. (o simplemente dice ser poeta)
11. ¿Crees que la poesía vende?
Sí, como vende la riqueza, de forma desproporcionada, mucho para pocos, nada para muchos.
Desconozco la escala de valores que llevan a un autor al estrellato de la fama. Yo nunca he publicado, pero si lo hiciera, no sería pensando que las letras pudieran sostener las necesidades materiales de mi vida. Lo último que compraría en una librería es aquello que reclame mi atención como best-seller. El mundo editorial anuncia magnitudes cuando la palabra es rentable negocio.
12. ¿Cómo ves la poesía en la sociedad actual?
La poesía, hoy, vaya pregunta….
En una sociedad tan tecnológica, tan cómoda, tan al alcance del logro, casi todo es virtual, Sin embargo, el pensamiento es la expresión del propio ser en la experiencia, creo. En un mundo donde impera el alcance material por la vía más rápida y corta, la poesía tiene poca cabida, es como un apartado en plena soledad, un sitio para locos vestidos de incógnito queriendo ser disfrute en minoría.
13. ¿Qué opinas del formato digital con vistas al futuro?
Pienso que es una necesidad que satisface las corrientes del presente.
Confío en que sea una puerta que permita el acceso a muchos que pretenden escribir sin antes haber sido cercanía a la lectura. También me gustaría que tuviera en los otros esa impronta que la poesía tuvo en mí, esa capacidad instantánea de atravesar el corazón con un rayo de luz que revela lirismo para siempre.
14. ¿Hay alguna pregunta que te habría gustado que te formulara?
Sí, me habría gustado que me preguntaras por qué me siento Ultraversal.
Te diría que ese espacio es parte de mi vida, que sin él, no soy, que no ardería en mí el deseo.
Manu, con ese estupendo añadido hemos finalizado la entrevista. Te agradezco tu gentileza y atención.
Gracias a ti por compartir ese mundo Ultraversal que tanto quiero, y por ser tan amigable compañía en estas letras que ahora finalizo.
Hay quienes dicen que se nace (digamos, de manera provisional y suscinta)) A o B. “A” sería, por ejemplo, ser mujer, y “B” varón (podría ser al revés; esta elemental taxonomía es más metafísica que genética).
Otro ejemplo, de la misma guisa: “A” zurdos; “B” diestros. Y también: “A” escépticos; “B” crédulos.
Bien.
¿Y qué de los hermafroditas, los ambidextros y los budistas zen?
Es difícil establecer un límite tajante cuando se divide por un factor tan mínimo.
Sin embargo, es posible forzar la interpretación, y vaya como ejemplo una refutación de la indeterminación en la Lógica de Hans Reichenbach.
Este autor dice que la Lógica tradicional es bivalente, toda vez que inclina cualquier interpretación en el sentido de “verdadero” o “falso”. Y sin embargo -dice- hay una tercera instancia lógica, la de “indeterminado”. Por supuesto que esta “Lógica trivalente” que propone está basada en el Principio de Heisenberg (ver).
La refutación a esta esforzada propuesta de Reichenbach es que hace agua, porque solamente con aceptarla o rechazarla, ya entramos en la “superación abarcativa”, que nos obliga a considerar dicha propuesta como verdadera o falsa, con lo cual volvemos (en un estadio superador, abarcativo de la anterior), a la lógica bivalente que intenta impugnar.
Y es que la lógica, por más elementos matemáticos que contenga, es una disciplina tributaria de la filosofía (o si se prefiere de la metafísica). Si no fuera así, no habría más remedio que expulsarla de la disciplina a la que pertenece.
Es muy curioso todo esto: Bertrand Russell es célebre como filósofo; aportó más que nada al campo de las Matemáticas y a la divulgación de la Física; se lo premió con el Nobel de Literatura.
Volviendo al asunto de A y B, se dice también que nacemos alondras (hábiles bajo la luz del sol) o búhos (cómodos en la nocturnidad). Una interpretación fatalista de los biorritmos.
Y también naceríamos aristotélicos o platónicos.
Yo creo que esas condenas congénitas pertenecen a la Anatomía, menos a la Fisiología y casi nada a la Conducta.
Un mexicano con bigotes es sin dudas muy machazo, pero basta mirar en el Youtube los Huevos Cartoons para tener un ejemplo de lo que digo.
Y quiero decir que el sexo, o el género, como se dice ahora, es fatal, aunque no lo sea el rédito que se logre de él.
En cambio, ser zurdo o diestro (digo yo) es solamente el resultado de la acumulación temprana de azares en la conducta. Claro que esto es discutible, pero hay argumentos que contradicen el determinismo de la función de los hemisferios cerebrales.
A quien le interese el tema, podrá consultar bibliografía al respecto, que la hay y mucha.
La teta derecha o la izquierda, la distinta cantidad de leche que surte cada una al lactante, es un lugar común del psicoanálisis tradicional, por ejemplo.
Otra ilustración podría hacerla yo mismo, que tiro con el rifle como diestro, y con el arco como zurdo, espontáneamente.
Otra, el drama de los managers de box, que encuentran pupilos diestros en la guardia, pero zurdos de piernas. Y viceversa.
Otra, las distintas habilidades de ambas manos para diferentes funciones (la mano izquierda impura de los musulmanes, que es más hábil para limpiarse el culo que la derecha).
Por último, y para no aburrir, la cuestión de los búhos y las alondras, que es la misma que todo lo anterior.
Todas estas funciones son producto del azar de las experiencias, o de la educación.
Y así como se va conformado el hecho de ser zurdo o diestro, también el ser búho o paloma. Una cuestión de conformación de un “tipo” mediante la acumulación de experiencias que han de determinarlo.
¿Aristotélicos o platónicos? No creo que se nazca de una o de otra forma. Se va conformando (desde muy temprano, antes de saber nada de Aristóteles o de Platón), porque no son más que arquetipos a posteriori de la experiencia de cada uno.
De la misma forma, nadie nace escéptico o crédulo, sino que se va haciendo a través del tiempo de maduración de la personalidad.
Aunque estoy muy a la expectativa de no tener razón, porque la realidad es muy compleja y nadie tiene la última palabra.
Además, no me parece que los condicionamientos congénitos pesen más que los adquiridos. Tertuliano, con toda su apologética propia de un crédulo, no pudo dejar de señalar su célebre frase: Credo quia absurdum, más en sintonía con el escepticismo racional.
No importa demasiado con qué inclinación (en el caso de que la hubiera) nacemos. Construimos nuestra welltanschauung experimentando qué nos resulta mejor para desarrollar nuestras posibilidades expresivas.
Casi un prototipo de trasnochador de café, relojeador de las mujeres que pasan, defensor del sentido común, descreído de cuentos.
Las madrugadas me han sido más llevaderas que las mañanas. Las mujeres más que los varones. Aristóteles más razonables que Platón, etc. Y todo por comodidad.
Así, el escepticismo me resulta más llevadero que la credulidad. Y digo “credulidad “ y no Fe, porque esta la tengo, como Tertuliano.
A mí me tocan los malos como a las dulces los buenos, los asesinos me tocan los torcidos, los rastreros, los amargados profundos, los pozos de desespero. A mí me tocan los hombres más oscuros y siniestros, los de la ira en la boca y el maltrato entre los versos, angustiados dominantes con la lengua de escalpelo y una serpiente pitón durmiéndoles sobre el pecho.
A mí me tocan halcones, cuervos, buitres carroñeros, como a otras con más suerte tortolitos abrileños con las tragaderas amplias, limpitos y bien dispuestos que no levantan la voz ni te alborotan los sueños.
Me tocan los afilados, los que cargan los acentos en la cara de la vida que se oculta al pensamiento.
Los torvos que deambulan por el bajo astral del cuento y ajustan todas sus cuentas sin pedir cuentas al viento.
Los locos y los suicidas, los kamikazes de acero, los que esconden en el alma un arsenal de misterio, los malditos no poetas, los gurús de mal agüero, los arúspices que en prosa te desentrañan el cuerpo y se vengan del amor con los gritos del silencio.
Y así podría seguir hasta el fín del sentimiento hablando de hombres capaces de provocar aguaceros que te anegan los instintos mientras se arrancan el cuero y te lo ofrendan sangrante alguna vez que son tiernos.
Y no me asusto ni espanto ni se me eriza el cabello ni trastabillo furiosa ni me acobardo ni rezo ni temo a dioses menores aunque tengan ojos negros, porque es cuestión de equilibrio y hasta es justo que en el tiempo a una muerta como yo sólo la quieran los muertos.
La libido textual
No toca techo la libido textual y sólo toca fondo si se abre de piernas a la muerte, deriva salta gira se deprime se le quitan las ganas y recupera el ansia violando silencios pese a las alambradas de la mente.
Mata la realidad que no le excita y la recrea, tan en exclusiva, que entra en erección al roce de las letras suspira llora gime y se refleja en la húmeda piel de los orgasmos.
Una sigue escribiendo, embarazada, vulnerabilidades y dando a luz los monstruos de la tinta como si un padre oscuro los amara.
Ábrete vida
Ábrete, vida, y admite que la muerte va contigo, unida a la virtud como el pecado.
No tengas miedo, vida, y ábrete, que no te desbarate el maltrato del tiempo imponiendo cerrojos a tus puertas.
Humedécete, vida, ábrete de ojos y de piernas, de misterios, que tengo que explorarte todavía con la inocencia rota y los dedos de agua.
Hasta el olvido, vida, á————–bre————–te y cumple tu función de prostituta que voy a penetrarte con todos los sentidos como si fuera un hombre enamorado.
Ábrete, vida, ahora que tocan a rebato las campanas de todos mis silencios.
Vanguardia
Yo no voy con las modas, no me adapto a su veneno tópico y efímero.
La vanguardia soy yo, desde intramuros, auriga de mi tempo y nadie va a decirme qué registros he de emplear, qué fibras he de tocar, qué pedante origami he de poner en vuelo para darle placer a algún estúpido aburrido, ni cómo seducir una mirada.
Yo salgo con mi jaula vacía a las calles de todos a los campos de nadie en busca de los pájaros del sueño que alguna vez insomnian en mi lengua antes de suicidarse en algún viento alisio atormentado.
No me derramo en lágrimas por prescripción de algún facultativo ni río, escandalosa, después de haber vaciado la botella del ansia.
No me sujeto a voces moralistas ni me escudo en la crudeza estética del trampantojo porno, y no ando, famélica, a la caza de reconocimiento, como pueda pensar la muchedumbre de poetas esclavos de la gloria.
El rostro de la fama, inexpresivo, no me atrajo jamás.
Soy la caligrafía del silencio que íntimo me grita, cuando quiere vivir de muerte súbita, orgasmo en la garganta.
Un graffiti pulsante en algún muro que el tiempo borrará sin una duda.
People don´t fail because they aim too high and miss, but because they aim too low and hit.
Les Brown
1ª parte
Kalani escuchó risas y conversaciones subiendo por las escaleras. No tenía tiempo para pensar. No tenía tiempo… ¿Qué estaba bien, qué estaba mal? Pegó un tiro. Luego salió al sol. No sabía muy bien qué acababa de pasar. Sabía que las piernas le ardían mientras corría sobre el cemento de los tejados, y que sus hombros le dolían indeciblemente cuando trepaba hasta las escaleras de incendios después de atravesar de un salto un espacio vacío entre los edificios. Oía muchos pasos corriendo tras ella. Y entonces las piernas volvían a quemar. Corría, se escabullía, saltaba, trepaba, corría…
Apenas le llegaba el aire a los pulmones.
Se había dado un golpe en la carrera contra algo y notaba un moratón en el brazo. Aunque dejó de oírles, no paró de correr. ¿Había salvado algo? El pellejo, claro, ¿pero aparte? Creía… creía que no se había equivocado. Seguía siendo Kalani cuando, exhausta, trataba de recuperar el aliento, y el ritmo de su respiración se asentaba con una tos, muy lejos de allí y muy aliviada. Seguía siendo Kalani, no había ninguna duda. Entonces… ¿podía caminar como antes?
Las moscas zumbaban alrededor de los muertos. Una figura menuda con una mochila a cuestas rebuscaba entre la pila de cadáveres. Se cubría la cara con un casco y unas gafas de piloto. Casi se había acostumbrado al hedor de la descomposición y de la sangre reseca. Llevaba una camisa de tirantes manchada, un brazalete de cuero y otro hecho con hilo de cobre trenzado que le arrancaba destellos rojizos al sol. Tenía una enorme cicatriz en el hombro izquierdo, de una época en la cual aún caminaba junto a gente que se había preocupado por ella. Sus pantalones vaqueros estaban desgarrados a la altura de las rodillas y sus deportivas, como sus calcetines, desparejadas. Su piel morena, al igual que sus ropas, estaba salpicada por la mugre y los restos de suciedad tras semanas en la meseta.
Arrojó a su espalda un destornillador, luego bajó corriendo a por él, levantando una nube de polvo al llegar al suelo, riendo a carcajadas. Volvió a trepar a la pila de cadáveres y metió el destornillador en su mochila. Tiró un pintalabios, cogió un reproductor de música estropeado, empujó con esfuerzo un par de cuerpos, los cuales apenas rodaron medio metro hacia abajo, y trató de espantar a las moscas sin éxito dando manotazos al aire y gritándoles cosas.
Lanzó por ahí un par de botas destrozadas, una dentadura postiza, la funda vacía de unas gafas, una venda muy usada y ennegrecida, algo parecido a pan duro enmohecido mientras ponía cara de asco, billetes, tarjetas, carnés. Cogió unas aspirinas y la hebilla manchada y oxidada de un cinturón, la forma del metal rezaba Kiss con letras angulosas. Era una hebilla antigua, probablemente tenía algún significado especial y seguro que alguien pagaría por eso.
Cuando acabó se quitó el casco de piloto, se pasó el dorso de la mano por la frente retirándose el sudor de sus cabellos y respiró hondo. Su pelo, corto y cortado caprichosamente, era rubio bajo la suciedad que lo cubría. Hacía mucho calor.
La pequeña Kalani, esa figura menuda, miró alrededor: hacía una buena mañana pese al bochorno y la vegetación que había tomado la ciudad a unos kilómetros de allí respiraba verde e intensa. Junto a la pila de cadáveres sobre la que se encontraba había un huerto arrasado y dos chozas construidas mayormente a base de planchas de uralita y madera adheridas de mala manera a los restos de una pared. No podía ser que todos los cadáveres correspondieran a los residentes del lugar dado el número de cuerpos muertos y, aunque había registrado las casas sin hallar nada útil, sabía que debía andarse con ojo: había habido una lucha y numerosas bajas.
Se dirigía a la ciudad. Era una decisión suicida, sin duda, pero no todo eran inconvenientes. Para empezar allí sería más fácil buscar comida y esconderse después de encontrarla. Pero habría adultos y estarían mejor organizados que los bandidos, tal vez no fuera tan fácil escapar de ellos si la veían aunque –pensándolo bien– seguramente le iba a resultar más sencillo pasar desapercibida.
Ella se sentía más cómoda en bosques o en ciudades que vagando por praderas y montañas donde no era difícil toparse con indeseables si éstos se lo proponían. Y para ella todos eran indeseables. Prefería trepar a correr. Adultos… La última vez que se encontró a una de ellos diciéndole que no le pasaría nada, resultó que sí le iba a pasar algo. Aquella adulta iba con su hija en busca de algún poblado en el que establecerse y Kalani se unió a ellos por una cuestión de elemental seguridad: a veces parecía que el mundo era un sitio demasiado grande para haber pasado tan sólo doce veranos en él. Pero en cualquier caso Kalani sorprendió a aquella adulta dándole a su hija una brutal paliza en la noche. Cogió el revólver que llevaba siempre en la mochila, apuntó, tomó aire y decidió largarse sin pegar un solo tiro. Y sin dejar de apuntar.
Lo cierto era que los niños tampoco eran mucho mejores, alguna vez había encontrado bandas de ellos saqueando y degollando al abrigo de la oscuridad. Bah, adultos pequeñitos. Y los pueblos… en fin, sólo había estado en dos y los dos en el desierto –un lugar al que se había jurado no volver–. Uno de los pueblos estaba gobernado por un cretino que tenía armas de fuego para proteger a su gente, sí, pero podía emplearlas contra ellos indistintamente, todo dependía de si los demás se doblegaban o no a sus razonables deseos, probablemente ya estaría muerto; el otro poblado estaba tomado por una familia gigantesca que la había invitado amablemente a que no se acercara a más de trescientos metros del cercado que habían levantado alrededor de los pocos edificios que por allí había so pena de volarle la tapa de los sesos.
Más adultos, y encima armados con pólvora –cada vez más difícil de encontrar–. Por si no era bastante insoportable ya la sola escasez de agua. Únicamente en un puñado de ocasiones había podido hacer trueques en el camino. Adultos raros, tres o cuatro hasta fueron amables. Y Kalani se decía “eres ingenua, Kalani” porque creía en la justicia. No en la que había, sino en la que podría haber, “y además robas”. Pero ella sabía que había algo especial en la justicia, en el hecho de que no había matado a nadie… algo puro que se mantenía intacto y cálido en su corazón. Porque, ¿debía ella haber matado a aquella madre? Por un lado estaba bastante segura de que hubiera tenido que acabar también con la vida de una hija que ya estaba acostumbrada a esa clase de relación con los demás a juzgar por cómo había estado mirando a la propia Kalani aquella tarde. Y por el otro, ¿cómo podía ella ponderar primero y ejecutar después algo así? Le daba la sensación de que algo profundo fallaba en todo eso. Sabía que, tal y como era vida, casi nadie hubiera perdido el tiempo con consideraciones como ésas y habría disparado, que así se ganaba en tranquilidad. Pero ella era Kalani, y no tenía ganas de dejar de serlo. Además… no todos eran indeseables, aunque de entrada siempre fuese mejor considerarlos de ese modo. Hacía poco, mucho después de que le hicieran y le curaran la cicatriz, había tenido un compañero. Y en realidad iba a la ciudad con la secreta esperanza –velada incluso para sí misma– de encontrar a alguien, porque su cuerpo o sus tripas o lo que fuera que hubiese dentro de ella sabía que necesitaba contacto humano.
Abrió su mochila y sacó su botella de agua de río. Abrió el tapón y le dio un sorbo, se secó los labios con la lengua, volvió a guardar la botella, se echó la mochila al hombro. Se puso la mano sobre la frente a modo de visera y calculó la distancia que la separaba de su destino. Luego se echó a andar sonriendo, a fin de cuentas hacía un día fenomenal. Cuando ella andaba también bailaba un poquito mientras se imaginaba canciones llenas de ritmo.
Tenía que vivir un poco, ¿no? Se pasaba el día sobreviviendo…
2ª parte
Un par de horas más tarde, al mediodía, paseaba por las calles de la ciudad. Siempre que caminaba entre los edificios de una ciudad tan grande pensaba más o menos las mismas cosas: “¿quién habrá sido tan idiota como para construir algo así?” o “¿cómo será la cara del primer gilipollas que pensó en hacer un edificio de diez plantas?”, porque todo era inserviblemente descomunal y también bastante absurdo tal cual estaba: cubierto de hiedras y musgo.
Aunque a decir verdad ella prefería con mucho esa alternativa verde a contemplar aceras grises y paredes sucias. Las plantas salvaban todo, quebraban el asfalto y las paredes y brotaban entre las grietas que se abrían en el orgullo del hombre antiguo.
Kalani había oído que antes no había plantas en la ciudad. Qué asco.
Tenía que buscar comida, así que rodeó un bloque de pisos que tenía buena pinta, por si acaso. Había una ruta de huída en el tercer piso hacia los tejados colindantes saliendo por una ventana. Entró en ese edificio de cuyas puertas hacía mucho que sólo quedaban los goznes y con el sonido de sus pasos unos pájaros alzaron el vuelo saliendo en desbandada por un enorme agujero en una de las paredes. Si había suerte, aún quedarían latas en conserva y si había gente, probablemente tendrían huertos en las azoteas y las plantas altas. Tenía que echar un vistazo.
Vio un par de ascensores atascados entre los pisos, inaccesibles. Los observó recelosa, ella nunca le confiaría su vida a nada que funcionara con una batería o mecanismo alguno. Bastante le disgustaba ya llevar ese revólver… tenía pocas balas y no quería usar ni una. Kalani llevaba cinco cargadas –y no seis, lo cual podía resultar peligroso si se disparaba el percutor, que era bastante sensible– y unas cuantas más en un bolsillo interior.
Cogió su arma e intentó hacer el menor ruido posible mientras evitaba pisar los cascotes y piedras que había diseminados aquí y allí.
Subió por las escaleras previendo que la tercera planta estaría tan desierta como parecía. Entre el tercer y el cuarto piso había un boquete infranqueable en lugar de escalones: cemento abierto y vacío. Pero la ruta de escape en principio era viable y, siempre y cuando tuviera un plan b, estaría más que dispuesta a continuar.
Se internó por un pasillo entre luces y sombras y restos de escombros meticulosamente apartados contra las paredes –el sitio parecía habitado, desde luego–. Había una ventana al final, llevaba a los tejados. Miró al techo, en algunos puntos podía ver el cielo abierto a través de los pisos superiores. En el corredor había un horrible papel descolorido en algunos tramos de las paredes –desgarradas y desnudas por lo demás– y marcos de puertas. Sólo una de ellas tenía hoja: la penúltima a la derecha.
Aguzó el oído. Creyó reconocer el sonido de un murmullo que procedía de la habitación cerrada. Nunca estaba de más saber a dónde no ir. Se metió en la primera puerta a la izquierda para encontrar una estancia vacía, moviéndose en silencio. No hubo buena suerte pero tampoco mala así que en su conjunto –y tal y como Kalani entendía las cosas– salía ganando.
Comprobó que las habitaciones laterales estaban conectadas paralelamente al pasillo principal: de nuevo veía marcos de puertas, y a veces ni eso, sólo manchas blancas de pegamento rodeando los vanos. Cruzó el pasillo un momento para echar una ojeada en la habitación de la derecha: vacía. A juzgar por la primera, éstas no estaban conectadas entre sí. Atravesó de nuevo el pasillo y volvió a las de la izquierda. En el segundo cuartucho a la izquierda había armarios.
Sigilosamente se deslizó hasta ellos y los abrió con mucha calma, evitando que las puertas chirriasen. Una considerable cantidad de latas de conserva apiladas fue lo que encontraron las dilatadas pupilas de Kalani que, emocionada y conteniendo una risotada que quería escapársele entre los dedos, dejó después correr la cremallera de su mochila cuidadosamente, sin bajar la guardia por un momento. Ya tenía una ceja arqueada y la lengua sobresaliéndole sobre el labio superior –su habitual expresión de concentración– mientras comenzaba a extender los brazos lentamente, cuando de repente su cuerpo reaccionó tensándose, alerta, sin espacio para un solo pensamiento, sin abismos en su mente por los que cayeran las dudas, más allá del silencio para que ni solo ruido pudiera escapar en él.
Estaba oculta y muy erguida junto al marco de la puerta. Porque había escuchado algo. Miró de reojo hacia el pasillo y también hacia el resto de las habitaciones que se extendían hasta el fondo. Y allí pudo ver la figura de un hombre sin camiseta que cogía algo que había encima de lo que parecía ser un colchón tirado en el suelo, una comodidad casi desconocida para la pequeña Kalani. El hombre, con toda seguridad un adulto indeseable, se marchó por donde había venido. Kalani escuchó un portazo, fenomenal, ¿sólo un adulto?, fenomenal. Pero no pensaba confiarse demasiado. Ellos no solían estar solos.
Volvió a sus quehaceres entre los armarios y cogió siete latas. Cuando se trataba de comida nunca tomaba más de un cuarto de lo que se encontraba, quizás era arbitrario, pero obrar de otro modo no le parecía bien.
Se disponía a marcharse cuando escuchó unos gritos… ¿eran de hombre? Sí, eran de hombre. Eran gritos de dolor cortos, constantes, continuados. No era la primera vez que Kalani los oía, y siempre que los oía acababa metiéndose en líos.
“Eres ingenua, Kalani”, se recordó, “pero… no está mal, no está mal”. Una vez un viejo dispuesto a intercambiar bienes le dijo “la curiosidad mató al gato” y ella pensó que menudo viejo. No recordaba de qué hablaban, pero seguro que el anciano no lo dijo al tuntún. Empezaba a entender eso del gato muerto cada vez más.
Avanzó silenciosa por el pasillo, cuidando de dejar los vanos laterales a una distancia prudencial por si la puerta que de verdad era una puerta se abría de repente y tenía ella que esconderse en alguna de las habitaciones. Estaba rompiendo sus propias reglas: aparte de la entrada, su ruta de huída estaba al fondo del pasillo y no era muy sensato intentar escapar en la dirección de la que uno presumiblemente tendría que huir.
Deslizó el tambor de su revólver abriéndolo con cautela. Colocó la primera bala sobre el percutor, despacito. Se quitó las gafas de piloto, sus ojos de color azul oscuro brillaban al sol que se colaba por el tejado. Esas gafas dejaban un surco de suciedad, mugre y sudor alrededor pero al menos sus ojos estaban siempre limpios. Giró el picaporte, le dio un empujón a la puerta y apuntó. El hombre que viera hacía unos segundos estaba mirándola de frente, sobre otro colchón enmohecido, dándole por culo a un tipo que habría estado atado de pies y manos si no fuera porque tenía los codos seccionados, ahora muñones surcados por puntos de sutura.
Había una mesita de noche sobre la que descansaba un revólver y nada más que mereciera la pena. Paredes sucias, suelo agrietado, vómito, heces y agujeros en el techo, no eran detalles en los que en aquellos momentos ella fuera a reparar. Sin embargo la mano del hombre aproximándose lentamente a la pistola no le pasó desapercibida, aunque a la distancia que estaba le iba a costar mucho a aquel imbécil alcanzarla.
–Aléjate del arma antes de que te mate –le advirtió Kalani arrugando la nariz, parapetada tras el cañón de la suya.
–No quieres hacerlo, niña –observó el hombre, quizás leyendo algo en su rostro.
–Eso no significa que sea idiota –aseveró ella dando un paso adelante, frunciendo el ceño, concentrada y convencida.
Kalani se acercó poco a poco al revólver de la mesita, vigilante, lo cogió sin dejar de apuntar a aquel tipo, volvió a la puerta lentamente y allí contó las balas que tenía, se las quedó y guardó la pistola en su mochila. Tenía que rescatar a ese hombre sometido, no podía dejarle allí, para eso se la estaba jugando, ¿no?
Podía decir simplemente “dámelo”, quizás una frase más efectista como “ahora ese hombre me pertenece”, que molaba bastante, o algo así…
–Mátame –dijo no obstante el hombre mutilado en un hilo de voz quebrada.
–¿Q-qué? –se le escapó a Kalani, como si se le hubiera atragantado la realidad.
“No ha dicho mátale, ha dicho mátame…”, se aseguraba a sí misma.
–Mátame, por favor –repitió aquel hombre roncamente, sollozando, con una expresión de extrema angustia y perdición cincelada en el rostro, implorando una salvación de plomo.
Kalani escuchó risas y conversaciones subiendo por las escaleras. No podía permanecer allí ni un segundo más. Tenía que volar. No tenía tiempo para pensar. ¿Qué estaba bien, qué estaba mal? Sujetó con fuerza la culata del arma. Apuntó. Pegó un tiro. El retroceso tomó la forma de un tirón en sus brazos, dio un par de pasos hacia atrás por el impulso. La sangre manchó la pared y el cuerpo se desplomó inerte contra el colchón.
El indeseable –el que estaba violando al de los brazos amputados– aún tenía su miembro introducido en lo que ya era un cadáver. La sangre tibia también le había salpicado a él, que miraba inexpresivo, con los ojos muy abiertos, como si intentara dilucidar si aún seguía vivo o no, sin lograr conectar con la realidad. Pero a ella se le acababa el tiempo: como a través de una sordina oía el sonido de pasos que aligeraban y distinguía voces de alarma que se acercaban al pasillo, alertadas por el ensordecedor estruendo del disparo.
Mientras tanto su consciencia trataba sin éxito de salir de una nube de incomprensible y nítida comprensión, pero Kalani, dándose cuenta, se escabulló de sí misma. Y su mente y su cuerpo reaccionaron por ella y salió disparada de allí.
Corrió y trepó y saltó ágilmente entre tejados, vallas y escaleras que se precipitaban al vacío del asfalto. Era rápida huyendo y ellos terminaron por dejar de perseguirla. Aunque dejó de oírles, no paró de correr.
Después de un buen rato, apoyada sobre una valla, exhausta y tratando de recuperar el aliento, se puso a pensar entre bocanadas ahogadas y toses de agotamiento… Y lloró, porque cada lágrima tenía que liberar un pensamiento triste. Cada lágrima era el mundo muriendo una y otra vez. Tenía que rendirse cuentas a sí misma.
Reflexionó y descansó, y reflexionó. Cada lágrima era el mundo naciendo una y otra vez. Creía… creía que no se había equivocado. Así que, aunque vaciló unos instantes antes de hacerlo, empezó a bailar mientras caminaba. Primero con timidez, luego como siempre.
No podría entender a nadie si primero no me entiendo, por lo que parto de mí, sin partirme. Y entonces, ¿por qué y para qué comentar? Yo estoy muy bien con mi ombligo, redondito, hundido y en su lugar gracias al ombliguero que me puso mi abuela, por lo que a primera vista no tengo porqué salir de él, menos cuando tengo pelusas con las cuales hago bolitas pelusianas mientras me cuestiono porqué el mundo no se detiene a ser feliz en la contemplación de mi ombligo, tal como lo hago yo todo el tiempo que puedo sin molestar a nadie.
Porque comentando se aprende, me respondo. Aprendo vocabulario, primero, porque uno intenta decir exactamente lo que está pensando y, a veces, falta esa palabrita que hay que rebuscar para que no sea rebuscada, justamente. Como ejemplo, ¿cuántos discursos serían un torrente de palabras de no ser por el vocablo “empatía”? Y partiendo del ejemplo, uno aprende a ponerse en el lugar del otro, porque uno no sólo quiere escribir lo que está pensando, sino que quiere ser entendido, de manera que el esfuerzo es doble. Aquí, si el lector es más activo que el escritor, el comentador lo es aún más.
Para que el texto comentado mejore en estética o en intensidad, me sigo respondiendo, y aquí, vuelvo a mi ombligo, dado que cumplido el “para qué” existe una cuota de placer ganada, gracias al esfuerzo puesto en funcionamiento y que responde a por qué comentar. Obviamente el para qué de las cosas es más difícil de lograr que el por qué, y ahí, si me permiten, la chiquita distancia entre la filosofía y la teología. Aún cuando la Historia explique el presente y permita visualizar un futuro, no lo determina. Sabemos por qué se enfermó Juan, ignoramos para qué se enferma.
Ahora, desde el por qué y el para qué que yo me planteo y yo me respondo, queda entrar en el fangoso terreno de “los otros”, es decir, llegar a sus por qués y sus para qués, y para hacerlo no hay otra herramienta que leer sus comentarios y desde ahí juzgar la intensidad de sus propios planteamientos a la hora de comentar. Como también aparecen “los otros” a nivel de comentados, que exponen sus propios postulados a través de sus respuestas, que van desde un “me chupa un huevo” hasta un “me importa”. Así, partiendo de uno todo es sencillo.
Por otra parte, hay que recordar que existe una diferencia entre crítica y comentario, que ya es otro cantar; diferencia que derivó en ciertos currículos escolares a cambiar el nombre de la materia “música”, por el de “apreciación musical”. Y es que cuando uno está frente a un texto, y/o o frente a un comentario realmente siente la tenencia o carencia de las herramientas para juzgar o apreciar lo que tiene enfrente. Y ahí, en ese frente a frente, si se tiene un mínimo no de erudición, sino de ese sencillo don de gente, no se puede salir ileso casi nunca.
Hoy no voy a fingir, no voy a ser
un pilar de cordura que soporta
toneladas de escombros.
Mi boca es un cajón lleno de bastas.
No tengo ganas de volverme lluvia
ni de inventarme dócil,
ni quiero ser el apellido manso
del nombre de un ciclón.
Me duelen demasiado las rodillas
de arrastrarme en el barro del aguante
sin pegar cuatro tiros al silencio.
No contaré hasta diez una vez más,
se sublevó el hartazgo de mis hombros
de tanta sumisión que se callaba
todos los desacatos.
Hoy
no tengo ganas de morir de espera
ni de atrapar distancias,
ni de abrirme las venas de la angustia.
Ni quiero otra tristeza para la colección.
Así que me proclamo como un grito,
una enajenación que no concluye,
un huracán de olores a tormenta.
Un espécimen raro que se atreve
a romper el estúpido sosiego
de la resignación.
Honestidad
Se ha vuelto a quedar sola, despojada,
en otro déjà vu descalabrado,
con los dedos vacíos de otros dedos
y los ojos resecos de costumbre.
Sólo dice verdades sin rincones,
sin escudos ni sombra agazapada,
pero vierte su voz en solitario
e insiste en despeñarse en precipicios
donde aguardan melosas las mentiras.
No logra acostumbrarse a tanta trampa
enterrada en esperas, ni comprende
tanto mayo matando mariposas,
tanta esquina vestida de llanura.
Quizás es porque siempre fue descalza
y no sabe jugar a los disfraces
ni a promesas con sílabas de olvido.
Quizás sea su eterna desnudez.
Pero a estas alturas de la nada
conoce cada palmo de la ausencia
y se muerde los labios de la fe
tragándose su sangre entristecida.
Y encuentra su refugio
en la indulgencia de su nombre limpio.
Insensibilidad
Empieza a hacerse tarde en lo sensible,
se endurecen las cosas y los mundos
de tanto no abrazarlos, de tanta dejadez
acumulada en las esquinas frígidas
por las que el tiempo huye.
Ya no hay templos que recen al futuro,
ya no hay que llamar a gritos al olvido.
Va pasando el silencio y a su paso
deja un rastro de frío inconmovible
que impide transparencias.
Se erosiona la magia,
palidece el asombro,
se congelan los ojos de la sangre.
Empieza a hacerse tarde en los recuerdos
y hay una piedra más sobre la nada.
Resurrección
Cuando todo parece inevitable
y nacen madrugadas de mis dedos,
cuando toco la sombra de los miedos
justo entonces me vuelvo inagotable.
Cuando quieren hacerme despreciable
y se anudan con fuerza los enredos,
cuando el negro me cubre hasta los credos
resurjo como un ave, inexorable.
Y aunque puedan mis alas de cristal
parecer cicatrices que naufragan
la ternura del viento me hace fuerte.
Porque no existe nada más real
que estas ganas de vida que me embriagan
después de cada herida y cada muerte.
Tercera entrega del estudio de Enrique Ramos publicado en el taller de Ultraversal
Polisíndeton
El POLISÍNDETON es un recurso de la dicción que consiste en emplear repetidamente las conjunciones para dar fuerza o energía a la expresión de los conceptos.
En ocasiones se utiliza el polisíndeton para ralentizar el ritmo del poema, dotándole de mayor solemnidad. El hecho de que el polisíndeton reste velocidad a la expresión hace que se subraye la emotividad de los elementos unidos por las conjunciones.
El uso exagerado de las conjunciones provoca en el lector la sensación de que el autor del poema está presente en el poema, es parte activa en él, ya que este uso se desvía muy marcadamente del uso no literario del lenguaje. Si bien en el lenguaje coloquial puede resultar natural la omisión de las conjunciones (incluso de las necesarias), la sobreabundancia de conjunciones genera en el lector una sensación de cierta artificiosidad, de pesadez, y en muchas ocasiones de gran belleza. El polisíndeton eleva la expresión del poema, concentra la atención en el personaje que habla y hace más lenta la enumeración de los elementos, dotándoles de más peso, aunque también puede terminar agotando sicológicamente al lector.
Veamos algunos ejemplos.
El primero que vamos a ver, un fragmento de un poema de Aspideviper llamado Sé de la locura:
“un minúsculo quejido hecho lágrima, el chasquido resignado de los pétalos en otoño y un ángel que se olvida que es un ángel y asesina a la luz del sol con su plumaje y se derrite en el intento y no brota de su cera la esperanza, ¡tan estéril! tampoco el cobijo alado de su hálito”
También muy interesante es este fragmento de un poema de Miles Davis llamado Infiel:
“Y pensabas mi vida, que no caerías, que la rutina te podría cubrir, que la decencia se habría de imponer, que Dios siempre te iba a proteger”
Vicente Aleixandre nos invita disfrutar de la lectura de un polisíndeton en este precioso fragmento de su poema La oreja – La palabra:
«La palabra es un hilo de voz, y es una madre. Y es un niño esperando. Y es un padre en su fragua. Y es un carbón brillando. Y es un hogar que ardiendo quema las voluntades, y nace el hombre nuevo.”
También de gran factura el polisíndeton en este fragmento del poema de Benedetti llamado Parpadeo:
“(…) voy a cerrar los ojos y tapiar los oídos y verter otro mar sobre mis redes y enderezar un pino imaginario y desatar un viento que me arrastre lejos de las intrigas y las máquinas lejos de los horarios y los pelmas (…)”
Cuando un escritor enfrenta el desarrollo de la idea narrativa y debe comenzar a plasmar todos los detalles que compondrán el texto, descubre que el trabajo de explayar una idea tiene resortes mucho más complejos que no se contemplan dentro de la idea original, que es lo mismo que una semilla.
Un escritor tiene una idea o sea una semilla.
Sabe por ejemplo que es una semilla de cerezo y tiene más o menos una idea “normal” de cómo es un árbol de cerezo. Ese será su marco. Pero luego, cuando comienza a germinar la semilla, resulta casi imprevisible la cantidad de brotes que surgen a medida que se enlazan las acciones entre los planos y sus habitantes.
La narración es algo prácticamente imprevisible, incontrolable inclusive hasta para el autor que de lo único que es dueño, por volver al ejemplo anterior, es de “una semilla de cerezo” que “teóricamente” por ser una semilla de cerezo dará un árbol de cerezas, aunque a veces, ni ese postulado se cumple y aparecen otras frutas colgando de las ramas.
Por ser la narración un trabajo de relativa longitud, es una especie de monstruo autofecundante, que se gema a sí mismo en cada oportunidad que tiene de concebir un orgasmo, así que el escritor enfrenta ese imperioso afán copulador que tiene el ente con el que trabaja. Por ejemplo, los roles protagónicos.
El autor normalmente parte de la trilogía: protagonista, agonista, antagonista y seres anexos que pueden ser diferentes o comunes a las tres posiciones de rol protagónico.
De repente y a mitad de trama, advierte asombrado que el planteado como “antagonista” es tan rico en matices, tan complejo psicológicamente y tan especial en sus acciones, que comienza a opacar al protagonista o por lo menos, a resplandecer a su par de tal manera que el autor —mientras termina de darle forma a esa novela— ya se ve exigido por esa otra personalidad naciente a escribir una nueva, en la que ese original antagonista se transforme en protagonista.
También sucede con algunos personajes secundarios que no pertenecen a la trilogía, pero que, en un punto dado, es tal el clima creado a su alrededor o tan oportuna y fascinante su intervención, que el autor comienza a buscar las causas de ese “desborde” y termina asombrado por las virtudes de un personaje con el que capítulos antes no contaba.
Y también sucede el hecho inverso.
El protagonista resulta ser un anodino intrascendente del que es prácticamente imposible remontar la personalidad y queda allí, tristón y sin rasgos, abúlico y desteñido.
No se trata de imprimir personalidades ponderosas a los protagonistas y obligarles a mantener el tipo, porque con el transcurrir de los capítulos, ellos mismos demuestran sus facetas desconocidas y humanas y van transformándose, mal que nos pese, en lo que realmente son.
El autor bosqueja a sus personajes. No los conoce, realmente.
Abre una caja con varios muñequitos, los bautiza, los pone en un retablo y ellos, extraordinariamente, cobran vida a medida que oyen el tiqui-tiqui-tiqui de las teclas y empiezan a escribirse, prácticamente, solos.
El autor que no permite que sus seres imaginarios (aunque sean reales, dentro de la cabeza del autor son seres imaginarios) se desarrollen y trata de luchar e imponerles personalidades a sus ficciones humanas, rara vez resulta convincente.
Esa es la magia del trabajo literario narrativo: la espontaneidad de lo que el autor no conoce de sí mismo y que se plasma como un acto místico en el papel.
Un autor que pueda conseguir que la novela “se escriba sola”, será ampliamente versátil y podrá explorar y explorarse, en todos los tipos de género y con todo tipo de argumentos.
Los personajes jamás mienten.
Son los autores los que, como quien domestica a un tigre, los obligan a mentir a fuerza de rigor, siguiendo un argumento.
El argumento es solamente la tierra del camino. Todo lo demás es la magia que nace del don y que es inexplicable para quien no la haya experimentado.
Todos los hombres estamos llenos de seres que desconocemos.
El escritor les permite hablar de sus historias. Es el ghost writter de su propia pluralidad.