Sobre el buen convivir » Por Gavrí Akhenazi

¿Qué sabemos acerca de Leonardo Da Vinci? Que fue un gran genio, que pintó La Gioconda y La última cena. Pero no sólo fue un pintor, también fue ingeniero, arquitecto y anatomista.

Lo imaginamos un hombre con una personalidad absorta, abstraído, meditando acerca de sus complicados experimentos. Pero no era esa su personalidad, en realidad, Leonardo, era un hombre con los pies sobre la tierra, lleno de sentido común y consciente del entorno que lo rodeaba, como del tiempo en que le tocaba vivir. No por nada fue la “gran” figura del Renacimiento, período que marca el nacimiento del mundo moderno.

Tanto fue así, que mientras trabajaba, como Maestro de Banquetes (una de sus más queridas profesiones), para Ludovico Sforza, Gobernador de Milán, observó el comportamiento del Gobernador y de sus invitados en la mesa. Leonardo redacto uno de los primeros catálogos de “Modales y usos en la mesa”, donde aconsejaba y reflexionaba:

“… me parece indigna de los tiempos presentes la costumbre de Mi Señor de limpiar su cuchillo en la ropa de sus compañeros de mesa. ¿Por qué no lo hace, como el resto de los miembros de la corte… en el mantel?”

Catálogo de “Modales y usos en la mesa” de Leonardo Da Vinci

“…Hay ciertos procederes indecorosos que debe evitar todo invitado, y para esto me baso en las observaciones que realicé a lo largo de los últimos años:…”

  • Ningún invitado ha de sentarse sobre la mesa, ni de espaldas a la mesa, ni sobre el regazo de cualquier otro invitado.
  • Tampoco ha de poner la pierna sobre la mesa.
  • Tampoco ha de sentarse bajo la mesa en ningún momento.
  • No debe poner la cabeza sobre el plato para comer.
  • No ha de poner trozos de su propia comida de aspecto desagradable o a medio masticar sobre el plato de sus vecinos sin antes preguntárselo.
  • No ha de enjugar su cuchillo en las vestiduras de su vecino de mesa.
  • No ha de limpiar su armadura en la mesa.
  • No ha de morder la fruta de la fuente de frutas y después retornar la fruta mordida a esa misma fuente.
  • No ha de escupir sobre la mesa.
  • Ni tampoco de lado.
  • No ha de pellizcar ni golpear a su vecino de mesa.
  • No ha de hacer ruidos de bufidos ni se permitirá dar codazos.
  • No ha de poner los ojos en blanco ni poner caras horribles.
  • No ha de poner el dedo en la nariz o en la oreja mientras está comiendo.
  • No ha de hacer figuras modeladas, ni prender fuegos, ni adiestrarse en hacer nudos en la mesa (a menos que mi señor así se lo pida).
  • No ha de dejar sueltas sus aves en la mesa.
  • Ni tampoco serpientes ni escarabajos.
  • No ha de tocar el laúd o cualquier otro instrumento que pueda ir en perjuicio de su vecino de mesa (a menos que mi señor así se lo requiera).
  • No ha de cantar, ni hacer discursos, ni vociferar improperios ni tampoco proponer acertijos obscenos si está sentado junto a una dama.
  • No ha de hacer insinuaciones impúdicas a los pajes de mi señor ni juguetear con sus cuerpos.
  • Tampoco ha de prender fuego a su compañero mientras permanezca en la mesa.
  • No ha de golpear a los sirvientes (a menos que sea en defensa propia).
  • Y si ha de vomitar, entonces debe abandonar la mesa.

Extracto del Protocolo de Ceremonial redactado para Ludovico Sforza por Leonardo Da Vinci

Novelas robadas sin terminar: un libro de Gavrí Akhenazi

Por Morgana de Palacios

Ficha del libro

Título: Novelas robadas sin terminar
Autor: Gavrí Akhenazi
Publicado: 4 de agosto de 2013
Género: Novela
Editorial: Lulu editores
Idioma: Español
Páginas: 183
ISBN: 978-1-304-29256-8
Encuadernado: Tapa blanda
Tinta interior: Blanco y negro
Peso: 0,73 lbs.
Dimensiones en pulgadas: 5,83 de ancho x 8,26 de alto

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Prólogo del libro

El protagonista es un antihéroe con pocas cosas rescatables, un villano en un mundo de villanos, que actúa como tal sin remordimientos precisamente porque es amoral. De todas formas, una cosa es lo que nosotros desde nuestra subjetividad tengamos ganas de ver y otra la realidad del personaje que, en esta ocasión, nos llena los ojos de cristales porque es así como lo pretende el autor desde su propia concepción de esa amoralidad impune. Nos han acostumbrado a que el villano pague finalmente, porque eso es lo que permite a la sociedad continuar en su Babia particular. Paga tanto como paga en la vida, el cerdo que se come a sus crías porque tiene hambre. La realidad es justo la que pinta Akhenazi y en pintar realidades sin edulcorar, no hay quien le supere. Y es así de injusta y así de repugnante. Y así, a su manera y como en todo hay grados, ese protagonista, tiene también sus códigos porque todos los hombres somos una mezcla de bien y mal. Cuestión de equilibrio universal.

Introducción al género «culebrón» / El brillo en la mirada (primera entrega) » Por Eva Lucía Armas & Gavrí Akhenazi

Introducción al género «culebrón»

El género «culebrón» es también un tipo de novela muy interesante. Como ejemplo de «escritor de culebrones» tenemos el del brasilero Jorge Amado quien lo utilizó (cuando ya no pudo escribir como su idea política le hacía escribir) para plasmar las realidades más crudas del Brasil.

Denostado por los que se la dan de no sé qué culturosa reserva, el culebrón permite contar una realidad como si fuera un cuento de piratas, plasmar costumbres sin acomodarlas a la rigurosa norma de la crítica social y permitirle al autor que los buenos sean extraordinariamente buenos y los villanos denodadamente villanos, sin que por ello se tilde al que escribe de parcialidad.

El culebrón, en general, siempre es una epopeya, una gran epopeya de las pasiones humanas bajas y altas, en las que el bien y el mal pueden combatir a gusto sin que se asombre nadie, relatando como cuestión pintoresca hechos y costumbres sin necesidad de moderarlos.
En un culebrón, todo es simpático, porque el género así lo permite, ya que todo en él es grande: el amor, el odio, la nobleza, la furia, el egoísmo.

Así que he aquí el culebrón. El que yo quise escribir alguna vez y que Gavrí Akhenazi gentilmente se ofreció a compartir.


Capítulo 1

De mi abuela

Por Eva Lucía Armas

Mi abuela tenía un don.

Mi abuela predecía la tristeza. La adivinaba. La averiguaba detrás de las sonrisas, de la buena disposición y de las bromas. La desenmascaraba tras la carcajada y le decía a mi madre, como un sutil consejo y si se trataba de alguna de sus amigas “hazle una visita a…” Y me decía a mí: Es que está triste de esa tristeza que ya no se va.

A veces transcurría mucho tiempo antes de que aquella aseveración se confirmara pero siempre era cierta. Nosotras nos preguntábamos como había hecho mi abuela para descubrirla en el mismo momento de su origen. “Es bruja” decía mi padre.

En vano oteaba yo resquicios e intersticios en risas y palabras, en bromas y silencios. No conseguía la misma exactitud de mi abuela, que condescendía accediendo a que sí, del que le hablaba yo estaba triste “pero es un mal pasajero”. Ella era experta en la otra tristeza. La que se lleva con uno para siempre.

En Villarrica, las cosas no pueden ocultarse mucho tiempo, así que siempre se confirmaba lo que ya sabíamos como presunción.
La pregunta de ¿cómo hace la abuela?  recibía una respuesta más o menos uniforme por parte de mi madre: El diablo sabe por diablo, pero más sabe por viejo.

No fue sino hasta que conocí a Daniel Irala, que tuve la explicación.

Él reunía todas las características de un triste. Y además, era el primer triste desconocido que se cruzaba en mi camino. Alguien que yo no había visto antes. Alguien que no pertenecía a mi pueblo, que no estaba asociado a ningún recuerdo de la infancia ni a ninguna vivencia posterior. Alguien nuevo, sin historias compartidas, sin parientes ni amigos compartidos, sin nada compartido más que aquella primer mirada, una tarde, en el camino polvoriento, al paso de las vacas y que sostuvimos ambos, alambrado por medio, descubriéndonos.

Él, apenas se rozó el borde del sombrero que lo protegía del sol de la intemperie.

Yo, incliné la cabeza.

Ambos decidimos un saludo, a pesar de que no habíamos sido presentados formalmente y en un acto sin premeditación, nos fijamos los ojos en una mezcla de curiosidad y falta de recato.

“Mirar así a un hombre no es de señorita decente” dirían las viejas de mi pueblo.

“Mirar así a una señorita encierra intenciones inconfesables” agregarían después, antes de enviarme al confesionario.

Una opinión similar tuvo mi hermana Josefina cuando le comenté el encuentro, ya que Daniel Irala rozaba en mi pueblo, casi la imaginería.

Había llegado una tarde.

No era un ser social.

Vivía encerrado en la gran casa de sus campos, que se extendían desde donde acaba Villarrica, a donde acaba la mirada.
Lo que se sabía de él, era lo que se inventaba.

Pocos lo habían visto personalmente así que podía yo contarme como afortunada. Se había expuesto a mi mirada más de lo necesario y quizás más de lo que se había expuesto  desde su llegada a la mirada de los pocos que lo habían visto: el Jefe de Estación del Ferrocarril, el turquito Abú de la proveeduría y don Fausto Mirándola, dueño del Banco, por cuyas hijas había trascendido la comidilla de su fortuna.
De cualquier modo, un hombre rico no se comporta como un anacoreta. “Los hombres ricos tienen comportamientos liberales”, decía mi tía Felicitas y agregaba, “les gustan las fiestas, las mujeres, las reuniones donde puedan exponer el poder que les otorga el dinero y de seguro no estarán encerrados en un retiro conventual donde su única compañía sean un perro y una momia”.

Tal la descripción de Daniel Irala.

Un monje recluido en compañía de un perro y una sirvienta vieja que solita había mantenido la casa en pie durante medio siglo, hasta que apareció el heredero de tanta vastedad, de modo que podía considerársela parte del mobiliario.

De ahí en más, el misterio.

—Veo que más allá de lo mítico… causó en ti otra impresión…

Fueron las palabras de mi abuela, cuando le comenté el encuentro. Muchas veces, se habla mejor con mi abuela que con cualquiera de mis hermanas.

—Creo que sí… Es un hombre triste. —aseveré con una convicción que me asombró a mí misma. Me descubrí, estupefacta, ese extraño poder que se le atribuía a mi abuela.

Ella sonrió.

—¿Ah… sí?¿Es triste? Y.. ¿Cómo sabes eso?

—Tiene… un gesto en los ojos… diferente…

—¿Un gesto en los ojos?¿Qué clase de gesto?

No supe explicarle. Siquiera estaba segura de que fuera un gesto, porque no solamente se había rozado el sombrero, también me ha-bía sonreído con una sonrisa espléndida y gentil, que, extraída del contexto de su rostro, no podría catalogarse de “sonrisa de hombre triste”. Siquiera su rostro era el de alguien triste, con la boca hacia abajo y esa actitud de cordero a degollar que caracteriza a esas personas.
Era un rostro sereno, de rasgos firmes, enérgico, huesudo, más cercano a la crueldad que a la tristeza. Agradable sin belleza. Un rostro personal.

—No es un gesto en los ojos, Luisina —me dijo entonces mi abuela, concediéndome ser partícipe de su sabiduría fabulosa.

—¿Pero, usted lo conoce, abuela? —pregunté, ya que no sabía que alguna vez ella hubiese sido de los pocos que alcanzaron a verlo.

—Sí… por supuesto. Su abuela y yo fuimos grandes amigas, aunque nuestras familias se enemistaran hace mucho… El muchacho vino a saludarme… Su abuela le había hablado de mí… Fue una gran alegría que Oriana me recordara con tanto afecto. Yo también la recuerdo en forma sumamente afectuosa y así se lo dije a Daniel. Y le agradecí que hubiera logrado independizarse del odio familiar para transmitirme un cariño tan caro a mi corazón… ¿Sabes… me preguntaba cuando ibas a descubrir el secreto?.. —y repitió— No es un gesto…

—¿Y qué es, abuela?

Entonces, ella levantó sus dos manos y acarició mi cabello entre sus dedos.

—Es un brillo en la mirada, Luisina. Es “el brillo en la mirada”. Las personas tenemos luz en los ojos, una luz que viene desde el alma. Y no es que los ojos están tristes… sino que se apagó el brillo en la mirada.

Fue como si descubriera algo que íntimamente ya sabía. Aún así le dije a mi abuela que Daniel Irala no era ningún muchacho.
—A mi edad ya todos lo son. —respondió ella, sonriendo.


Capítulo 2

Cosas pendientes

Por Gavrí Akhenazi

Alfonsina, que durante un buen rato estuvo mirando por la ventana el atardecer sobre el pueblo y el camino que llevaba desde su lugar al horizonte, comenzó a encender los candiles.

La luminosidad impregnó el ámbito de un amarillento tembloroso en el que el humo de las frituras de cocina tomó el aspecto de un velo impalpable suelto por el aire sobre todas las cosas.

Algunos parroquianos bebían tragos de bebidas fuertes en la penumbra de candiles y humo. Había olor a tabacos, sudores y perfumes. Había algunas voces.

Alfonsina había envejecido muchos más años en el alma que en el cuerpo.

Ya casi no recordaba la risa explosiva de su juventud y su andar cadencioso sobre el que caían todas las miradas.

No era el mismo su cabello negrísimo resbalando como una cascada por su espalda, ni el retintín de sus pulseras que había ido empeñando de a una en una, frente a la codicia infinita de don Fausto hasta que sus brazos perdieron la musicalidad característica.

Pero no se quejaba.

Su padre le había enseñado a no quejarse, mientras iban empobreciendo.

Quizás, había sido tan rápido el proceso que no dio tiempo a la queja y ya consumado, solamente quedó la resignación, porque vuelta atrás no existiría.

Se limitaron a salvar las ruinas que por ruinas no le interesaron a nadie en la rapiña.

Así le había dicho ella alguna vez a Juan Luis Irala y él, que estaba tan golpeado o más que ella le había respondido “La dignidad, niña, no te la puede quitar ningún verdugo así que si te vas a morir, muere de pie sin pedir clemencia y con los ojos bien fijos en los ojos de tu asesino”.

Esas palabras, las únicas de alguien que se acercó cuando todos se alejaron, le signaron la vida.

Recordaba a Juan Luis el día de su muerte.

Lloró junto al féretro como si se tratara de alguno de su propia familia.

Ella, Eleuteria la criada y algún que otro peón que se había quedado junto a él, fueron los únicos.

De los del pueblo, solamente la señora Clarisa y su hija María de los Milagros que se había puesto de luto. Ni su hermanastro Francisco se presentó a acompañar el cortejo al campo santo.

Mejor, porque a ella en especial no le hubiera gustado encontrarse a Francisco.

Le hubiera dicho unas cuantas cosas sobre traiciones y falacias.

La señora Clarisa se ocupó de todos los menesteres del entierro sin cansarse de protestar: “Muchacho… muchacho… tan valiente y tan frágil…” María de los Milagros lloró todo el tiempo y anduvo de negro durante varios meses hasta que se casó.

A los pocos días del entierro de Juan Luis, Francisco enterró también a su mujer.

Alfonsina recordaba como ensoñaciones las fiestas del pueblo en su juventud. Recordaba a todos los actores de su vida.

Aún a veces se soñaba bailando en el gran salón de su casa, cuando cumplió los quince años y sus padres la presentaron en sociedad.

Luego, cuando llegó el desastre, todos se olvidaron de ellos y les dieron la espalda. La echaron a un lado sus antiguas amigas. Sólo María de los Milagros y Felicitas De León continuaron visitándola, viéndola empobrecerse y envejecer día por día. La sostuvieron y apoyaron hasta donde les fue permitido hacerlo.

Juan Luis Irala compró la casa donde ahora vivía porque ni casa les habían dejado. Llegó un día y le puso el acta del notario en las manos a su padre. Pero el padre de Alfonsina había quedado enfermo de tristeza y se moría un poquito todas las mañanas. Ella, que tenía diecisiete años, miró al hombre moreno allí frente al viejo extendiéndole los papeles.

Aquella actitud le valió a él la vindicta pública. Fue un acto de osadía oponerse al despojo consumado.

Ella nunca había comprendido con claridad que cosa había pasado. Nadie se lo había explicado tampoco. Sólo sabía de escuchar conversaciones entre su madre y su padre, en voz baja, de algunos negocios que habían salido mal.

Francisco y Juan Luis no se parecían en nada el uno al otro.

El menor había cargado toda la vida con el mote de “arrimado” porque a pesar de ostentar el apellido y vivir en la casa de los Irala, nadie le perdonaba su origen clandestino. Quizás por eso tenía tanta vocación por arreglar las injusticias de los poderosos.

La voz de Margarita, su ayudante, diciéndole “Doña Alfonsina, un señor pregunta por usted” interrumpió los recuerdos.

Se acercó al salón en el que la luz amarilla y el humo formaban una niebla fantasmal ahora.

Y el Jesús se le murió en los labios, porque se le subió el corazón a la garganta.

“Jesús, María y José” se persignó unas cuantas veces, detenida detrás del mostrador y con los ojos fijos en la figura de pie casi a la entrada.

“Ahí está mi patrona” le indicaba Margarita al hombre de camisa blanca, que avanzó por fin.

—¿Juan Luis? —preguntó Alfonsina entrecortadamente, sin detener la mano que la persignaba una y otra vez automáticamente y agregó como si sollozara— Dios mío… no puede ser usted…

Daniel Irala se apoyó en el mostrador.

—¿Perdón? —preguntó, viendo el efecto que causaba en la mujer.

—No puede ser usted… —le repitió Alfonsina, alargando sus manos para rozar el rostro frente a ella.

Daniel Irala se echó hacia atrás, sorprendido.

—¿Señora Alfonsina Reguera? —insistió.

—Juan Luis Irala… usted está muerto… ¿qué está haciendo aquí, en la tierra de los vivos? —musitaba Alfonsina, luchando por rozar la figura del hombre frente a ella que la miraba azorado.

—Yo soy Daniel… Daniel Irala —replicó él y por si faltara algún dato el dueño de “Las Sombras”.

Alfonsina salió del trance por un instante.

Miró bien al hombre frente a ella y aún se cubrió la boca con ambas manos.

Demoró un largo rato en reponerse y en poder hablar con normalidad.

El corazón era un tumulto asfixiante en su garganta y las lágrimas le caían por las mejillas, incontenibles. Aún así, tomó a Daniel por una mano y lo condujo a la más apartada de las mesas. Pidió para ellos un buen vino “Brindaremos… ¿tiene usted hambre? Hay buena comida hoy, una buena caldereta. Debe hacer frío allí donde está. Siempre me imaginé que hacía frío allí…”

Daniel la acompañó pensando que la pobre no estaba muy en su juicio. Le dijo que sí te-nía un poco de frío porque había caído el rocío de la tarde mientras venía a visitarla.

—Milagros no le ha visto aún ¿verdad? — preguntó Alfonsina de repente, con sobresalto.

— No vaya a darle el susto que me ha dado a mí… Esas cosas no se hacen… de aparecerse así… Y sabe usted, la casaron con Huberto De León así que no le vaya a dar esa serenata que le daba. Aún la recuerdo… Dios mío ¡¿por qué cantaba usted cosas tan tristes?! Allí donde está no se envejece… Mírese, tiene todavía treinta y cuatro años.

—Creo que me está confundiendo con otro Irala, señora. —acabó Daniel con la disquisición de Alfonsina— Yo soy Daniel Irala. Daniel, el último hijo de Francisco.

Se hizo un silencio profundo.

—Beba —murmuró Alfonsina al fin y le ordenó a Margarita un buen plato de la caldereta de cerdo “y trae pan, bastante pan ¿No decía que no había buena caldereta sin bastante pan?.. Le extrañé durante treinta y cuatro años… Y si se ha cambiado el nombre, pues da igual. Este le sienta mejor para lo que le gusta hacer.”

Daniel se echó hacia atrás en la silla.

Miró alrededor. Algunos indiscretos los observaban de soslayo.

Había pensado explicarle a la mujer el motivo de su visita, pero bien se veía que la pobre estaba más anciana de lo que en realidad aparentaba y venirle con esos asuntos que hasta a él le habían resultado siempre confusos de explicar, hubiera empeorado la situación.

En una de esas, la doña se le moría por recibir otra emoción encima de la primera, que aún no se le pasaba del todo, ya que continuaba persignándose de vez en cuando.

—Milagros también ha envejecido. No se la vaya a confundir a usted con Luisina, su cuarta hija. —le dijo de repente Alfonsina, llevándose la copa de vino a los labios— Es muy parecida a ella, así que… yo sólo le digo… porque a veces el tiempo hace que no recordemos con claridad y han pasado treinta y cuatro años. Así que bien puede habérsele desdibujado a usted Milagros y cuando vea a Luisina… pensará…

—Conozco a Luisina —la interrumpió Daniel mientras Margarita situaba frente a su nariz el plato de guisado humeante.
Alfonsina lo miró devorar la caldereta.

—¡No ha perdido usted ese buen apetito! —exclamó, satisfecha, reconociendo los detalles de su memoria uno por uno— Mírese qué bonito está… aunque el pelito un poquitín más largo le sentaba a usted mejor… pero bueno… si allá le piden de pelito corto, tendrán sus reglas…

Daniel sonrió entre los bocados.

“Le hubiera mandado los papeles en vez de traerlos yo” pensó entre dientes aunque en el fondo, la situación lo divertía.

Sin duda que se lo había confundido con el otro.

Ya le había pasado antes con el banquero, que se quedó pasmado allí mirándolo como si hubiese visto alguna aparición poco afortunada, hasta que Daniel consiguió presentarse y estrecharle la mano.

El pobre hombre tenía las palmas empapadas de sudor frío y le temblaba tanto el cuerpo que le contagió a él el movimiento por todo el brazo.

Pero como don Fausto Mirándola era hombre práctico, superada la primera emoción, aceptó que Daniel fuera quién era y no el que él se había imaginado.

Tiempo después, terminaron haciendo negocio.

Don Fausto le dijo en confianza que “la primera vez que lo vi a usted, pensé que era el difunto que me venía con reclamos».

Daniel Irala no opinó sobre los decires de don Fausto. Tampoco opinó sobre “el difunto” que acabó muerto de varias puñaladas “aunque realmente se estaba transformando en un problema, porque le había entrado vocación por defender cosas indefendibles y enfrentarse a nosotros…” le había aclarado don Fausto.

Durante días Eleuteria lo miró revolverse como si se hubiera quedado enjaulado.

Daniel conocía bien los síntomas. Sabía cómo empezaban a aparecer despacio pero inexorablemente y se iban acomodando uno por uno encima de sus días hasta que la fuerza se le soltaba adentro y empezaba la lucha de quién gobernaba a quién.

En el colegio religioso, donde su padre lo internó, seguramente con el afán oculto de salvarlo de aquel mal pernicioso y devorador, enseguida empezaron las curas, porque había llegado con el mote de “endemoniado”, así que cada cual podía probar en él el exorcismo que le viniera en ganas, además de los que ya había probado todo el mundo.

Pero ni todas las fórmulas de la Inquisición pudieron contra la fuerza poderosa de su naturaleza.

Sí, en cambio, lo obligaron, para poder sobrevivir, a manejarla. A que no se estuviera saliendo a cada rato. A controlarla segundo por segundo. A saber sus secretos. A conocerla detallada e íntimamente.

Aún así, pese al esmero furioso que ponía en ocultarla, los curas la descubrían.

Hasta que un día, el padre Benedicto, harto de tanta penitencia y exorcismo y convencido de que tanta agresión era más perjudicial que beneficiosa, lo llamó al Refectorio.

Daniel ya esperaba alguna nueva forma de quitarle el demonio, más sofisticada quizás que las burdas torturas y los interminables rezos. No dijo, en consecuencia, ninguna palabra, porque cada vez que hablaba, lo que decía se le venía en contra.

“Quedan muy pocos de tu especie… Pero el Señor sabe que a cada cual su afán y por eso, todas las criaturas de su Creación tienen un propósito. Si me prometes manejar tus fuerzas yo prometo educarte sin castigos. Y te aseguro que puedo hacer que te parezcas a los demás hasta que el Señor disponga lo contrario.”

El padre Benedicto había cumplido y por eso él había podido regresar a Villarrica.

Mirando a Alfonsina, Daniel acabó la comida y luego de beber un largo sorbo de vino, se puso de pie.

Sobre la mesa le dejó algunos papeles con un apenas murmurado: “Para usted, señora…”

Y esa noche, luego de varias sin hacerlo, durmió como un bendito.

La muerte desde el páramo: un libro de Gavrí Akhenazi

Por B.Kvekdze

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Ficha del libro

Título: La muerte desde el páramo
Autor: Gavrí Akhenazi
Publicado: 26 de diciembre de 2012
Género: Novela
Idioma: Español
Páginas: 227
ISBN: 9781300566601
Encuadernado: Libro en rústica con encuadernación americana
Tinta interior: Blanco y negro
Peso: 0,87 lb
Dimensiones en pulgadas: 5.83 de ancho x 8.26 de alto

«Terminé el libro. Voy a enviártelo» fueron sus palabras y pensé: «no, por favor no», porque recordar una guerra como aquella es volver a morir. Pero no me negué. La cobardía es un acto que reservo solo para mí cuando debo enfrentar mi memoria.

Llegó así a mis manos el manuscrito de «Relatos del páramo» y comprobé que mi amigo le había cambiado el título original y puesto en su lugar «La muerte desde el páramo».

Inmediatamente acudieron aquellos momentos a esta cansada mente mía. Las palabras me trajeron olores, gritos, rostros que viajan junto al mío desde aquellos días de 20 años atrás y que no olvidaré porque es necesario mantenerlos vivos luego de que la guerra se los llevara como a un puñado de hojarasca. Los hombres en la guerra no son otra cosa que un puñado de hojarasca.

Luego de leer el manuscrito, me pregunté cómo mi amigo puede hacer poesía con la guerra y cómo puede hacer que la guerra se transforme en un acto de humanidad y de horrenda belleza.

Sólo lo hace.

Acerca de Gravrí Akhenazi

La pasión triste: un libro de Gavrí Akhenazi

Por Ovidio Moré

Dibujo de Ovidio Moré

Nada diferencia a la concepción literaria de la concepción plástica, el proceso creativo es idéntico. En el primer caso, el creador, dibuja imágenes con palabras, en el segundo, crea las palabras con las imágenes. El dibujo, el óleo, o la acuarela, pueden ofrecer un discurso poético, de la misma forma que el poema o la prosa pueden ofrecer un discurso pictórico. En resumidas cuentas, estamos hablando de arte, independientemente de cómo se manifiesta.

Pero yendo más allá, cuando ambas son leídas o visionadas por estos artistas (pintor o narrador o viceversa) da pie a inspiraciones mutuas: un poema o una narración puede inspirar una obra plástica, y una obra plástica puede inspirar una obra literaria.

Y eso es lo que me ha pasado a mí con la lectura del último libro de Gavrí Akhenazi, que me ha inspirado el siguiente dibujo  y, a su vez el dibujo ha dado pie al texto que sigue a continuación.

A propósito de la pasión triste de Gavrí Akhenazi

En tu cabeza habita el pájaro hambriento de ojo insomne, y llueve en las sombras de tu rostro, pero llueve de manera diferente a como llueve en el amarillo del día y en el negro de la noche.

Te alzas desde el gris, como un reloj de arena que se nutre del agua viva de tus lágrimas, en una desmedida ambición de ser clepsidra.

Tus lágrimas anegan el pecho, inconmensurable mar azul donde navega el corazón atravesado por la punzante flor de la pasión, de la pasión triste, la que duele lo que SÍ está escrito. Es el mismo corazón que vive, late y sangra versos que se vuelven ave: Cisne intrépido a la conquista de nuevas constelaciones, que son como circuitos eléctricos que han de dar luz al lucernario que te habita y que añoras.

Y en esos amarillos días en que la sangre cae gota a gota, la esperanza (inmensa neurona verde y espinosa a la que siempre perseguimos) te persigue, va a tu espalda porque eres como ese Cristo redentor dolido y lacerado el que refuerza su piel de aleaciones de plata y acero, para que ni la bala perdida de plomo ni la bala de la desidia del mundo, encuentren carne en la que echar raíces, justo allí, donde tu ala de pájaro de barro quedó trunca.

Pero siempre regresas del horror y renaces del gris, siempre. Y el pájaro roto de barro se hace hombre que ama, sueña y escribe. Porque el amor y la letra son el mejor ungüento contra la soledad, el horror y el olvido.

La literatura de Gavrí Akhenazi, de La pasión triste, es una literatura visceral y auténtica. Prosa poética donde las haya, exuda un exquisito lenguaje metafórico que no deja indiferente, al tiempo que se revela como lenguaje testimonial único. Cuando lees a Gavrí, la empatía y la sinergia te atrapan, ahí quedas en simbiosis con la escritura y con un mundo vivencial pletórico de emociones desgarradoras, donde el amor y el  “horror” van de la mano, formando parte de la cotidianidad del hombre-guerrero-cooperante-escritor, que viste de belleza el encanto en una catarsis continua para poder sobrevivir.

Entre cartas y epitafios te sumerges en una obra literaria de una calidad y riqueza verbal inigualables.

Os la recomiendo de todo corazón, porque esto es literatura de muchos quilates.

El mundo, el demonio y la carne, por Morgana de Palacios

El 2.015 ha sido un año duro para todos, un año en el que se ha puesto en evidencia que el hombre con Dios en la boca, es el peligro más grande de la humanidad, y en el que hemos seguido juntos, quizás porque cuanto más inhóspito se hace el mundo, más necesidad tenemos de compartirnos a nivel almático y regalarnos lo único que no pasará nunca de moda: la emoción.

Sentí que pese a los problemas de cada uno, las enferme-dades, las tragedias y hasta la muerte de algún compañero, o precisamente por todo ello, sería hermoso reunirnos para hablar, como tantas otras veces, sobre la vida con todas sus consecuencias y ceder al golpe de la inspiración que suele ser tan positivo para los que pertenecemos a la corriente literaria que bautizamos como «Poesía del arrebato». Ceder al impulso de la inspiración, aunque uno empiece a escribir algo como ejercicio de costumbre, porque el poema va tomando por asalto al pensamiento y termina adueñándose de él.

Os convoqué y una vez más habéis respondido con el espíritu de los ultraversales a la llamada a la acción.

Ultraversal va cumpliendo sus ciclos vitales, sus objetivos, sin prisa pero sin pausa, y en este año, la Revista adquirió consistencia dando una idea muy aproximada de la altura poética y literaria de los autores que componen nuestro proyecto, con el que seguimos adelante en todos los frentes potenciando calidad sobre cantidad, sin olvidarnos de la solidaridad tan necesaria en cualquier faceta de la vida, e imprescindible en la lírica y la literatura por ser un ambiente extremadamente proclive al egocentrismo.

Lo mejor que se puede decir de un Ultraversal es que, además de ser buen escritor, digno escritor, es solidario, sincero y generoso con sus compañeros a la hora de com-partir conocimientos sin melindres ni falsos pudores para ejercer la crítica honesta que ayude al crecimiento de todos.

Estoy orgullosa y agradecida de compartir la vida con vo-sotros y os lo hago saber, porque somos mucho más que un grupo que se reúne para desengrasar neuronas dialécticas: somos un auténtico ejemplo de creatividad literaria vanguardista.

Salud para todos y no olvidéis compañeros que, hoy por hoy, seguimos siendo el futuro.

Un año más que pasa y sigo viva.

Algo obvio, quizás, para la gente
pero no para mí que estoy amenazada
por la «larga y penosa enfermedad»
a la que alude el mundo
cuando, disimulando en un susurro,
pretende hablar del cáncer
como si fuera algo vergonzoso.

El mundo, sí,
qué discreto y delicado para ciertos temas
y qué salvaje y turbio para otros
donde la crueldad la ejerce el hombre
y no precisamente,
con la total indiferencia de Natura,
sino con la ambición que frena y desbarata
la evolución del bien en nuestra tierra.

Nada cambia en el mundo,
la carne sigue siendo fragilidad sufriente
y el demonio se impone con su imperio
caótico y perverso sobre todas las razas.

Escriban un poema que no sea un panfleto
de los muchos que surgen por las redes,
una emoción que, humana, se aproxime
al otro con las letras extendidas,
los pájaros dispuestos para el vuelo más alto
y el diente para el hambre que nos acucia a todos.

Un rítmico poema
que ponga los acentos en la vida
porque tendremos tiempo ad aeternum
de ser fans de la muerte.

Escriban el poema que acelere los pulsos
de los que, por amor, siguen despiertos,
y avanzan por amor y se rebelan
ante el inmovilismo de las masas.

Nihil novum sub solem, compañeros,
pero escribamos viejas cosas nuevas
y estrenemos el alma.

Acerca de Morgana de Palacios

El mundo, el demonio y la carne, por Gavrí Akhenazi

cada vez me veo más como un enfermo
me veo y me siento así, como un enfermo dentro de un leprosario
como si yo habitara en otra realidad

en otro mundo que no queda en el de las cosas putamente buenas

no puedo atribuir a nadie más que a mí esta sensación
esta hambruna de hombre
esta carne del corazón que se me atrofia un poco cada día
cada hora
cada oscuro minuto en el que roto sobre el eje de los malos vientos

no reconozco en el Diablo un enemigo superior al hombre
no he visto nunca a ese señor
pero he visto kilómetros de serpientes con sonrisas hipócritas
antropomorfas y políticamente correctísimas
empáticas serpientes a las que solo emociona su saliva asquerosa
cuando babean delante de un McDonald’s

ya sé que existen como criaturas que nos rozan a todos
y que animan la vida colosalmente impune
en la que nacen, crecen, se reproducen, mueren
mientras joden al prójimo con sus manos lavadas
y sus trajes planchados
y su voz que no sirve más que para callarse

qué es el mundo sino una pantomima
sin dioses y sin diablos

todos murieron cuando el primer hombre
ejerció la humanidad sobre la tierra

Acerca de Gravrí Akhenazi

Gavrí Akhenazi – Israel

Esos lugares que quedan lejos del corazón

“Cuando ellos se conocieron, los dos estaban solos. La de él era una soledad compuesta de soledad  y de violencia. La de ella era una soledad donde acampaba un hambre que despacio se quedaba sin dientes.

Yo, por entonces, tenía una novia que era sólo mía. Él nunca me la disputó ni ocupó mi lugar porque entendió que la novia que yo me había buscado necesitaba de alguien como yo y no de alguien como él. Se lo agradezco, porque no llegó a hacerle nunca daño. A su modo, la cuidó para mí.

Luego ella murió y yo también me quedé solo y ya no me fui buscando novias que no fueran para compartir. Toda la vida compartimos todo de una manera natural aunque las mujeres siempre las proveyó él, dado que con mi primera elección (y debo decir en mi favor que era muy joven) fallé de plano. Nos divorciamos –ambos y enseguida– de una francesa hermosa que se asustó de él y sufrimos los dos, no solamente yo. Sufrimos, digo, porque él se volvió mucho más él después de aquella herida que recién ahora, luego de treinta años se ha curado en nosotros.

Esta mujer de hoy es toda suya aunque a veces ella apele a mí para que imponga la cordura en ambos”.

Tengo a esta mujer madura y rubia montada sobre mí.

Su piel entre mis dientes es la ruta de un canto que se ahoga y, su boca,  su boca es una vulva y su vulva una boca, y ambas se abren con algo de flor ácida, para mi lengua que explora en la humedad. Murmullan suavemente una pasión grávida que yo he ido olvidando en este largo tiempo de no explorarla al borde del desastre.

Ella me llama “mi bestia dolorosa” cuando busca que el sexo le haga daño. Tiene algo de sadomasoquista su cintura que ya no pueblan hijos y su fuerte cadera leonina, de hembra de pradera que anda cazando a un macho por las sábanas.

Sus pechos son macizos y constantes, con un sabor ligero a grasa humana que me gusta lamer con lentitud. Lamo y lamo sus pechos como masas sudadas, manoseadas y tensas, que mis manos estiban en mi boca con juegos simples que la hacen reír.

Ella también me lame. Con su lengua y sus ojos me lame la piel y las ideas, agazapada como un devorador. Tiene ojos densos por los que asoma un clítoris mental que mis ojos provocan al orgasmo. Mucho hay de mental en nuestra química aunque parezca toda hecha de piel.

Hay más mente que piel en nuestra química, como una fantasía que podemos realizar más de una vez y siempre a nuestro gusto porque ni ella ni yo somos monógamos, aunque quizás tengamos algo de endogámicos.

Pertenecemos al mismo grupo de desajustados y nos comportamos como tales, en la cama y la vida por igual, aunque ella es más formal que yo de cara al sol. Sin embargo, cuando estamos solos, me permite que explore los espacios que la religión ha prohibido. Entonces practicamos  el ver cuánto puede tener de rabia el sexo y hasta dónde somos capaces de llegar al provocar y recibir placer.

Siempre llegamos lejos, a veces demasiado porque lo nuestro es ver quién es el dominador y quién el dominado, ya independientemente de lo que uno y el otro representan en otros escenarios que no quedan aquí.

Yo soy el más fecundo si ella busca dolor. Y ella es la más sabia para ciertas torturas con las que el oficio que ejercemos nos tienta por igual.

Es buena torturando pero yo como torturado soy atroz porque el juego se transforma no ya en una puja con esa mujer que me tortura, sino conmigo mismo que resisto y así los roles cambian. Ella se frustra y yo me fortalezco una vez más.

Es raro que caigamos en lo convencional de dos amantes que se reencuentran, porque nuestra relación es laboral. Por eso me asombra cuando esa boca suya, entreabierta y acústica, vuelve a quebrar su voz sobre mi pecho con un: “Te extrañé tanto, tanto. Te amo tanto”, mientras sus ojos lloran.

Yo cierro los oídos y los labios y mastico el quejido como una implosión liberadora de todos los anclajes, allí, donde esta mujer rubia se derrumba conmigo en un derroche de cuerpos satisfechos.

Prefiero no pensar en sus palabras, ni siquiera ahora que ambos respiramos esta calma sobre la piel viciosa que va perdiendo agitación despacio, porque las palabras que esta mujer ha dicho no están en el libreto ni son parte del show de los orgasmos, de esos orgasmos que provocan que una hembra –a la cual no amamos– se abra y a pesar de nosotros, nos diga su verdad.

De: Animal de tormenta – Los diarios de Aivan Jaid

De historias para no dormir y otras «vellocidades» II

Dentro de este lugar el silencio es un inmensurable eco que se hace maquinalmente pulcro en los rincones y ambiguo y anchuroso mientras flota pegado sobre el aire.

La elección de hacer las cosas sucias me está permitida en el contexto de la desolación, como a la luz se le ha concedido volverse magia refractando en un prisma.

Se ausentaron las moscas y los peces son gotas de alabastro panza arriba, o redondeles de mercurio cósmico, enredado en el moho de un agua podrida por cadáveres.

Me lavo los pies en ese charco quieto, donde la bruma verde se ha adherido a la cárcel del vidrio y el olor a abandono trepa todos sus muertos a mi olfato.

Dejé morir los peces del demiurgo como murió la luz cuando trabé con maderas las ventanas que siempre dan al viento y abandoné las plantas a un desierto cerrado hecho todo de muebles y sin sol.

Profano los recuerdos como un bárbaro.

Dentro de la pecera caen lágrimas.

v

Sólo esta vacuidad.

Sólo este ambiguo soporte de destrezas.

Sólo la soledad.

Sólo lo que está solo en un paisaje solo en el que soy el solo que existe solamente.

Hacerme viento.

Hacerme Sinaí.

Sólo desierto

v

Después llega lo trémulo.

Tiembla la carne que tiembla en la palabra que se vuelve mordible.

Cárnica boca llena de una lengua tan húmeda como lamiblemente lujuriosa y apenas invisible en esa ocultidad de los recatos.

Asesino en silencio ese idioma que niega sus orígenes y se vuelve rebelde, reveladoramente irreversible ante la paradoja de sí mismo sin un consigo acorde ¿O un conmigo? O algún otro un que cruce, con alas inventadas, el puente derribado por la sola costumbre de aquel aislamiento en el que somos libres.

Es mejor estar solo que este ser vulnerable en compañía.

v

La luz se ha derrumbado.

Debajo de la luz, soy una sombra que escapa por un hueco.

La luz se ha derrumbado sobre mí, igual que la memoria.

Anaqueles de luz se han derrumbado con sus libros monótonos encima de mis libros y todos confundidos, somos papeles viejos.

Pero no llega el viento a hacer limpieza.

La luz no existe más.

Tampoco el aire.

v

Luego vendrá la escoba a poner orden en el sitio impedido de las manos.

Barrerá los cerebros que acumulo, el hambre de beber, la sed del daño, la impúdica y reñida mansedumbre de lo que persevera y nunca ceja.

El dolor está listo y embalado, pero se hallan de huelga los correos y bajo el brazo pesa su gratuidad, temblando.

¿En qué buzón comprado depositar la ofrenda que agoniza con su propio holocausto entre mis dientes?

La luz no vuelve más desde la aurora.

Le pertenece sólo a las estrellas.

v

Larga piel de agonía. Subluxación del alma que no se amolda al hueco en que le sobra espacio porque es poca y se retuerce, tratando de agrandarse hacia la vastedad de estar sin nadie.

¿Quién entiende de luz en estas sombras en la que el grito es una flecha opaca y mata ciervos de tela y de peluche?

Sólo ambulan dragones de Komodo en la parafernalia de esta boca con más dientes que aquellos de lo humano y una lengua infecciosa como un antro de prostituir ángeles de vidrio.
Igual estoy en paz desde el retorno.

Toda sombra es aquello de lo impune.

v

Que todo sea un apagón de sangre. Un sitio de metales que rodean un latido penúltimo y disparan – fiera violencia rota – destiñendo la boca de la carne hacia un cementerio de cerámicos.

Que todo sea un apagón de sangre. Una boca deshecha que se abre con hondo estremecimiento muscular y tiembla, precipitada como alguien que corre, boqueando como alguien que gotea su último estertor amurallado y acaba, dulcemente, en un sopor de charco que coagula.

La sangre es lo más íntimo de un hombre.

Pinto en rojo tu nombre sobre el karma y luego resucito, ya vacío.

De: Pósthomo, Written in black

Acerca de Gravrí Akhenazi

De odios necesarios y otras literaturas

Por Gavrí Akhenazi

Los adultos que «se dicen a sí mismos» que «escriben» en la Red se comportan ante un comentario desfavorable, generalmente, como niños literarios.

Anteponen la validez de la emoción (como si los escritores de oficio no supiéramos que es eso y el patrimonio emocional fuera un gen ligado al bodrio) y arman berrinches más o menos pueriles frente a una observación negativa.

Me recuerdan, en la mayoría de los casos, a aquello de cuando los padres levantamos la voz para reprender a nuestros hijos porque están haciendo algo mal y el niño empieza con pucheros y termina llorando. Es su forma de defenderse de la corrección. Si no somos enérgicos, probablemente incurrirá muchísimas veces en el mismo error hasta que un día nos preguntemos ¿pero qué hice mal yo para que haya metido los dedos en el tomacorriente?

Otros, como los adolescentes, prefieren el insulto ausente de argumento, porque al no saber claramente cómo escribir, menos aún pueden hacer la defensa argumentativa de lo escrito. No tienen idea de los porqués íntimos de su obra, parida a la que te criaste en medio de un charco de amnios emocional.

Un adulto que escribe (ya sea de emociones o de vampiros) es esencialmente un adulto y como un adulto debe razonar y no dejarse llevar por la conmoción que pueda producirle una palabra u otra que la crítica esgrima hacia él y aferrarse a esa odiable palabra como a la excusa válida para no reflexionar sobre sus falencias literarias.

Herirse por el modo en que las cosas nos son dichas es no ver lo que se nos está diciendo cuando se nos está diciendo algo, porque el objetivo «docente» de la cosa es llegar a poder dar la explicación de por qué se dice tal o cuál cosa sobre un texto expuesto a la lectura pública. Y eso queda automáticamente invalidado por la reacción violenta del «autor» cuestionado.

Cuando un trabajo literario no es bueno, no lo es, así el autor suponga que con su emoción desbordada alcanza para que lo sea y por consiguiente, todos comulgaremos con ella. La literatura «también» es un arte y como tal, merece un respeto necesario que tanto «pseudo» le resta diariamente.

La Red, tan democrática como anárquica, tiende a emparejar todo hacia abajo.

Los lectores no diferencian lo bueno de lo horrible y los autores son incapaces de la más mínima autocrítica, amparándose en un «todo vale» que ha transformado al hecho literario en un charco para cerdos donde todos chapotean con placer volviendose indistintos e indistinguibles.

Dar lo regular por bueno y lo malo por bueno ¿ayuda? ¿aporta algo? ¿estimula qué? Abunda lo mediocre por la Red como la maleza crece ahogando lo noble de un cultivar. Sin embargo, la tendencia es a abonar la maleza siendo que convendría no fomentarla ya que, al tiempo de la cosecha, veremos que está deshaciendo la literatura que a los escritores nos cuesta tanto en este momento mantener erguida y digna.

El grupo de gatos pardos que se autotitulan «escritores y poetas» en internet (excepciones hay como en todo y se destacan por sí mismas), en realidad no conciben a la escritura como una disciplina sino como «algo fácil de hacer» ya que, para ellos, alcanza con saber el alfabeto y tener emociones, como si eso fuera, lisa y llanamente, el oficio de escribir. El descuido no sólo en los contenidos sino en la exposición de esos contenidos parece, a ojos vista, supeditado a la exigencia de que exista una emoción escrita, no importa cómo. Alcanza con que sea una emoción y que (supuestamente para su autor) esté escrita, para que todo este grupo de terroristas literarios piensen que han alcanzado el culmen de la obra impoluta y guay con que venga alguno de los demás a decirles que no es así o que el hecho literario es un poco más complejo que soplar y hacer botellas deformes.

La literatura es amplísima y todas sus vertientes son válidas. Todos los autores tenemos un lector. Por lo tanto se puede hacer todo tipo de literatura. Lo que no se puede ni se debe es hacerla mal. No hay nada más soberbio que la ignorancia y en las comunidades literarias de internet este es el fenómeno palpable y constante ya que no se apunta a sostener la literatura como el enorme arte que es sino a fomentar el amiguismo mediante la prostitución del arte.

La literatura es el arte reflexivo por excelencia aunque tanta marea roja en sus costas impida hasta la más insignificante creación de pensamiento en pos del «todo está permitido y avalado por ser una emoción». Nada nuevo en el mundo que nos toca, por otro lado. ¿Para qué complicarse la vida pensando y haciendo las cosas bien si es el mundo de lo más o menos y del tododalomismo?

Ódienme con enjundia aquellos a los que este artículo refiere porque nunca llegarán a sentir por mí la honda repulsa que yo siento por lo que acabo de describir que sucede con la disciplina artística que amo.

Lejaim: un libro de Gavrí Akhenazi, por Iosi Erdân

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El primero de mis recuerdos, si de Gaby Akhen se trata, es el de aquel Ulpán en el que todos los presentes le escuchamos decir con un convencimiento profético: Mi próxima novela la escribiré en hebreo.

Aclararemos que, por aquel entonces, su hebreo era nulo tal como lo era también el nuestro y nadie de nosotros podía imaginar que ese joven introvertido de aspecto esmirriado pero de actitud voluntariosa para todos los emprendimientos, cumpliría su objetivo sin apartarse un ápice de su decisión.

Sobre la producción literaria de Gaby puede uno explayarse en infinidad de aspectos ya que ha demostrado un temperamento poco usual y para nada convencional, dentro del ejercicio literario.

Desde aquellas Tiendas de Desierto, en que recopiló, en hebreo, anécdotas y percepciones durante el servicio militar, Gaby ha demostrado en todos los planos su dominio del objeto estilístico, su apasionamiento narrativo y una voz definida, potente, clara y nunca atada a convencionalismos ni prejuicios.

Ha sido un escritor descarnado, profunda-mente crítico, demostradamente incapaz de acomodarse a “lo que conviene decir” y de esa actitud en algún modo arrogante e inquebrantable, han surgido obras de un valor humano y poético que ejercen sobre los lectores una fascinación irremediable. Las voces de La Paradoja, aún hoy nos convencen por su estremecida voluntad humanista.

Por eso, quien no haya leído con anterioridad a Gaby, choca con Lejaim.

Esta novela parece apartarse de la estructura de su obra y a nadie recomendaría que la eligiera como el primero de los libros a leer de este autor si no se le conoce. Solamente conociendo ya al escritor detrás de la obra, Lejaim puede contabilizarse como “otra faceta más” en la que el autor despliega su narrativa.

Lejaim es una novela alborotada, por momentos brusca. Ofrece la sensación de una novela descuidada, mal redactada, con un manejo atolondrado del idioma que llega al punto de confundir a los lectores.

Lejaim parece efecto de un error, de un desorden, de un rapto, pero no de una improvisación.

Sin embargo, aunque esa pudiera ser la impresión de un desprevenido lector, es tan grande la intensidad emotiva volcada en sus páginas y tan desesperada la voz narradora, que todo eso que pudiera parecernos una forma poco criteriosa de tratar un texto, no es más que la forma elegida por el autor para transmitirnos el grito subyacente.

Lejaim, por tanto, con su formato anárquico, su adolescencia de puntuación, su nulo rigor estético, es una novela que habla, que nos habla, que nos grita, que nos golpea, escupe, sacude y busca nuestra complicidad a su alarido.

Lejaim es una mezcla de arbitrariedad ex-trema en la elección de la expresión sintáctica hermanada a una desconcertante música sinfónica.

El lector la recorre trabajosamente. Siente molestia, sensibilizado, fastidiado, dolorido, incómodo en sus párrafos, hasta que comprende la sustancia final de esa desproporcionada suma de errores y belleza, de des-compostura y poesía. Comprende que está leyendo la única forma que Gaby Akhen encontró para dar forma a esta novela.

Creo, ya para terminar, que Lejaim es una novela para pocos lectores, porque su contrapostura narrativa es evidente y necesita de un lector perspicaz, que comprenda los alcances del riesgo que el autor asume para darle un cuerpo visible a su desesperada necesidad de decir.

Escribir autobiográficamente requiere un equilibrio entre talento y razón que en el caso de Lejaim, padece de un desborde impensable por sus espacios de caos narrativo y su ruptura de todo criterio gramatical o estético. Sin embargo, superada la barrera de la violencia a la que Gaby somete a la estilística, compenetrados ya con la arbitraria sintaxis y atendiendo a la incuestionable vertebralidad que mantiene al texto en absoluta coherencia, podemos afirmar que estamos ante el talento innegable de un autor vehemente, convencido y poderoso, que cree en lo que escribe y que asume los riesgos de la impostura a la que somete su obra.

Ni más ni menos que aquel muchacho de poco más de 20 años, que sin pronunciar aún dos palabras en hebreo, afirmó que en hebreo iba a escribir su próxima novela y antes de cumplirse un año de esos dichos había escrito, derrotando toda nuestra incredulidad, sus Tiendas de desierto.

Acerca de Gravrí Akhenazi

Editorial de la edición número 2 de la Revista Ultraversal, por Gavrí Akhenazi

El asunto del rol en la narrativa convencional

Cuando un escritor enfrenta el desarrollo de la idea narrativa y debe comenzar a plasmar todos los detalles que compondrán el texto, descubre que el trabajo de explayar una idea tiene resortes mucho más complejos que no se contemplan dentro de la idea original, que es lo mismo que una semilla.

Un escritor tiene una idea o sea una semilla.

Sabe por ejemplo que es una semilla de cerezo  y tiene más o menos una idea “normal” de cómo es un árbol de cerezo. Ese será su marco. Pero luego, cuando comienza a germinar la semilla, resulta casi imprevisible la cantidad de brotes que surgen a medida que se enlazan las acciones entre los planos y sus habitantes.

La narración es algo prácticamente imprevisible, incontrolable inclusive hasta para el autor que de lo único que es dueño, por volver al ejemplo anterior,  es de “una semilla de cerezo” que “teóricamente” por ser una semilla de cerezo dará un árbol de cerezas, aunque a veces, ni ese postulado se cumple y aparecen otras frutas colgando de las ramas.

Por ser la narración un trabajo de relativa longitud, es una especie de monstruo autofecundante, que se gema a sí mismo en cada oportunidad que tiene de concebir un orgasmo, así que el escritor enfrenta ese imperioso afán copulador que tiene el ente con el que trabaja. Por ejemplo, los roles protagónicos.

El autor normalmente parte de la trilogía: protagonista, agonista, antagonista y seres anexos que pueden ser diferentes o comunes a las tres posiciones de rol protagónico.

De repente y a mitad de trama, advierte asombrado que el planteado como “antagonista” es tan rico en matices, tan complejo psicológicamente y tan especial en sus acciones, que comienza a opacar al protagonista o por lo menos, a resplandecer a su par de tal manera que el autor  —mientras termina de darle forma a esa novela— ya se ve exigido por esa otra personalidad naciente a escribir una nueva, en la que ese original antagonista se transforme en protagonista.

También sucede con algunos personajes secundarios que no pertenecen a la trilogía, pero que, en un punto dado, es tal el clima creado a su alrededor o tan oportuna y fascinante su intervención, que el autor comienza a buscar las causas de ese “desborde” y termina asombrado por las virtudes de un personaje con el que capítulos antes no contaba.

Y también sucede el hecho inverso.

El protagonista resulta ser un anodino intrascendente del que es prácticamente imposible remontar la personalidad y queda allí, tristón y sin rasgos, abúlico y desteñido.

No se trata de imprimir personalidades ponderosas a los protagonistas y obligarles a mantener el tipo, porque con el transcurrir de los capítulos, ellos mismos demuestran sus facetas desconocidas y humanas y van transformándose, mal que nos pese, en lo que realmente son.

El autor bosqueja a sus personajes. No los conoce, realmente.

Abre una caja con varios muñequitos, los bautiza, los pone en un retablo y ellos, extraordinariamente, cobran vida a medida que oyen el tiqui-tiqui-tiqui de las teclas y empiezan a escribirse, prácticamente, solos.

El autor que no permite que sus seres imaginarios (aunque sean reales, dentro de la cabeza del autor son seres imaginarios) se desarrollen y trata de luchar e imponerles personalidades a sus ficciones humanas, rara vez resulta convincente.

Esa es la magia del trabajo literario narrativo: la espontaneidad de lo que el autor no conoce de sí mismo y que se plasma como un acto místico en el papel.
Un autor que pueda conseguir que la novela “se escriba sola”, será ampliamente versátil y podrá explorar y explorarse, en todos los tipos de género y con todo tipo de argumentos.

Los personajes jamás mienten.

Son los autores los que, como quien domestica a un tigre, los obligan a mentir a fuerza de rigor, siguiendo un argumento.

El argumento es solamente la tierra del camino. Todo lo demás es la magia que nace del don y que es inexplicable para quien no la haya experimentado.

Todos los hombres estamos llenos de seres que desconocemos.

El escritor les permite hablar de sus historias. Es el ghost writter de su propia pluralidad.

Acerca de Gravrí Akhenazi

Diario: un libro de Silvio Rodríguez Carrillo

por Gavrí Akhenazi

Ficha del libro

Título: Diario
Autor: Silvio Manuel Rodríguez Carrillo
Año: 2013
Género: Novela
Edición: Primera
Editorial: Lulu Editores
Páginas: 218
ISBN: 978-1-291-45861-9

«Escribir lo que uno se propone escribir es ya desnudar de posibilidades a la empresa desde su principio mismo. Al contrario de lo que pudiera hallarse en la historia, el acometer una guerra plástica llena de finalidades y cronogramas sólo tiene sentido en la medida de la sucesión de traiciones.»

Con estas palabras, Silvio Manuel Rodríguez Carrillo comienza su libro. Analizándolas, un lector entusiasta se allega con rapidez a la intensidad temática que encontrará ya avanzado en la lectura.

El sino del autor está determinado por la llave que facilita a su lector para implicarse en la trama de sus búsquedas y anoticiarlo fehacientemente de su complejidad. O sea que el lector toca una llave que inmediatamente se le extravía sin entender ni el cómo ni el porqué; ni siquiera llega a comprender el momento en que el autor vuelve a tomar posesión de su libro y el lector queda afuera de él, sin ser contabilizado.
Así de angustiante y desafiante es tratar de penetrar los ocultos arcanos de esta obra.
Los libros que están hechos con símbolos, en un mundo en que los símbolos ya no representan un símbolo, excluyen a la mayoría de los hombres, porque para entender ciertos libros hay que conocer los semas de la vida o al menos, lo que se ha opinado desde el mithos y desde el logos, acerca de esos semas.

Dificultosamente se comprenda una arquitectura narrativa y poética que reúne la vastedad de los símbolos (místicos y míticos) e intenta ordenarlos en una confrontación de preguntas contra respuestas y de respuestas contra preguntas si no es poniendo la propia visión filosófica en juego, ya que Diario es un libro eminentemente confrontativo.

Si el lector logra abstraerse de la controversia constante, de la no existencia de un punto medio referencial que combate al mismo tiempo con la coexistencia de infinitos puntos excéntricos que sirven de referencia, podrá apreciar en Diario la multiplicidad de sus variables, la proyección poética que tiene toda necesidad de expresión explosiva, el raciocinio abstracto de los números, la sabiduría de lo empírico, la empatía y la antipatía que surgen del análisis de una imponderable variedad de circunstancias entre las que el libro flota y se remece como el Arca en el Diluvio.

Creo que es una obra para que sólo un lector preparado en la lid de la complejidad navegue a fuerza de sortear Escilas y Caribdis, porque, convengamos, pocos son los dispuestos a soportar esputos en el rostro y seguir adelante hasta el final para entender o para empatizar con lo agresivo de la verdad de otro.

Diario no es un libro convencional. Es un desafío.

Gavrí Akhenazi – Israel

Ejercicio de noche

Mientras Adi moría
me fui cortando el alma en finas lonjas
y las puse a secar de frente al viento
que aniquila las alas.

Mientras Adi moría
el sol era un estético estallido
en un cuadro amarillo.
Goteaba sol sobre las carnes rotas
y encima de la sangre y sus pedazos.

Yo sólo estaba ahí.

Mientras Adi moría
la luz era un silencio de honrar las efemérides
igual que un acto público.
Recuerdo que veía en el reflejo del charco de su sangre
una bandera rota.
Flameaba como un ala que se aleja.

Mientras Adi moría
encontré entre las piedras a su pájaro.
El pájaro aterrado y pequeñito
que buscaban sus manos por dentro del estruendo.

Ruth le tomó una foto al niño con su pájaro
cuando ambos eran un niño con un pájaro.

Luego, todos morimos.
O nos fuimos

(Del poemario: Nostalgia del Edén-poemas boca abajo)




Acto multidisciplinario

Vienen con sus morales de reloj
y sus cuadros de santos.
Vienen a hablarme de la bondad
como si yo todavía fuera un huérfano no prostituido,
un huérfano recién orfanado,
un cachorro de perro en un madero
después de la zozobra de sus músculos.

Vienen con sus morales de mural religioso
y de osamenta de almanaque
a hablarme de dolor desde su esfera de lidocaína
osados
anestésicos
anacrónicos
óptimamente acomodados al enamoramiento
y a la silla ergonómica.

Vienen con sus recitaciones de salón con beatos
a hablarme de las políticas correctas
para el género humano
con sus bocas untadas de pan
y sus dedos satisfechos de arroz con mejillones.

Vienen a decirme lo que está bien
con una Biblia costumbrista bajo el brazo blindado
porque todavía hablar es gratis

en algunos lugares.

(Del poemario: La temblorosa opacidad)




Fellare

Ella baja
despacio
hasta lo más hirsuto
y su lengua
envolvente
como una sierpe cálida

reclina la inquietud
lame lo más salado y lo más áspero
lo bebible
en los últimos sorbos y el temblor.

Ella baja con un filo sin saña
hasta mis propios filos
y desliza
la suave mojadura de sus ojos
por los espacios libres donde mis ojos tiemblan.

Carnosa mansedumbre
traza sobre mi tronco un ronco mapa que no tiene islas
y me cura en pasión
sin egoísmo
como una dulce sensación carnívora
que bebe mis silencios
mis gemidos sin orden
mis antebrazos rotos sin abrazos.

Ella baja y me lame las victorias
mastica el cuero con sus dientes breves
y arranca la derrota de mi cuerpo
arde en mi Territorio
y es una antorcha que no me pronuncia
más que en la oscuridad.

Ella tiene apretado entre sus labios
mientras traga
el llanto de mis letras.



Vocación de silencio

Yo me caigo en el arte de caerme
como un fractal oscuro siempre huérfano
o como una ecuación que no responde
al alto resultado del silencio.
Yo me arrodillo a veces, no me caigo,
con la boca en la piel del desencuero
para que uses tu látigo de seda
en la sangre copiosa de mi cuerpo.

Yo a veces me arrodillo y nunca en vano,
porque me da la gana; nunca es miedo
de que un día me escupas en la tumba
o te escapes del piélago violento
en una barca inútil de promesas
con quién no sepa jota de sus remos.

Yo agacho la cabeza si tu mano
escribe en mi cabello un manifiesto
donde el sol se haga frágil como un niño
que cree en las promesas y en lo eterno,
porque apuesta a saber que hay en tu idioma
un río metalúrgico y sediento
del agua de mi espada y la victoria
de nuestro amor es cosa del destiempo.

Y vos, entre la duda y la promesa,
vas de la fruta al jugo o al pelecho
si mi boca reclama, intempestiva,
que por fin fructifiquen los anhelos.

Vos sos esa raíz avariciosa
que sostiene en la tierra todo el huerto
y yo soy ese viento que deslinda
la gran docilidad de los desiertos

y un mar…un mar hecho con diques
con arrecifes, pulpos y alfabetos
en que el coral —en púrpura— madura
y escribe que me encallo en los «te quiero»
con esta vocación por lo inaudible,

como un profundo voto de silencio.

(Apúrate mujer, ponte bonita,
no te tiñas el pelo
y trae vino tinto y dos cebollas…
Yo cacé dos conejos.)

Acerca de Gravrí Akhenazi

Alegoritmos: un libro de Gavrí Akhenazi,

Por Silvio Rodríguez Carrillo

Ficha del libro

Título: Alegoritmos
Autor: Gavrí Akhenazi
Año: 2009
Género: Novela
Editorial: Ediciones Juglaría
Páginas: 94
ISBN: 978-987-1166-46-6

Uno entra a esta novela como entra un enemigo a territorio desconocido, con los sentidos en alerta y dispuesto a recibir el ataque. Desprovisto de adornos, el paisaje es hostil, casi inasible en lo descriptivo pero intensamente denso en las emociones que transmite, porque las secuencias las vive mientras las dice en un lacónico diálogo – un protagonista oculto en sí mismo, protegido en una identidad que sin nombre propio va emanando todo cuanto le va sucediendo, pero como si no fuese parte de eso que le está pasando, como si la pasionalidad de los hechos fueran competencia del lector.

La historia se da en algún lugar impreciso, pero real, y así es el planteo del relato, que transcurre en una geografía particular imposible de fijar, o, mejor dicho, innecesaria de precisar, pero que se entiende cierta desde el plano de la realidad en cada una de las situaciones. Las simbologías que parecieran ser tales, son más cercanas de lo habitual: cabezas, ojos y corazones cercenados, bombardeos y líneas demarcando límites, significan y simbolizan, parecen y realmente son; y es por esto que una “presencia” o un “ángel” devienen en protagonistas reales que sostienen los sucesos hasta el estremecimiento sin reparos.

Pero, más allá de la trama, hay algo que apuntala la novela, y este algo es el enorme conocimiento que tiene el protagonista sobre sí mismo y sobre las circunstancias. Digo “sobre” y no “de”, para remarcar el factor experiencia que viene tácito en el relato, pero que no puede obviarse. Una experiencia vital que hace responda con aparente frialdad ante la atrocidad circunstancial, que hace lata prevenidamente todo el tiempo, como si no le cupiera ningún resto de asombro ante el desastre y, que sin embargo, hace que todavía guarde en lo íntimo, la emoción que genera la inocencia.

Con este autoconocimiento, comprende que vivir al límite es casi un no vivir, que en algún momento todo pudiera ser tanto que desearía desprenderse del propio cuerpo; mas, al no darse esto, y darse en cambio la persistencia de la vida, surgen las dos variables que cierran los cimientos del libro, la de la camaradería, y la del amor, pero, con un dramatismo fuera de norma. El círculo se hace tan breve y los sentimientos tan fuertes, que con el camarada vuelto “ángel” no precisa hablarse, ni dialogar con la “presencia”, porque el amor es una urgencia que vence al tiempo.

Recorrer las páginas de Alegoritmos es recorrer ciertos abismos que pareciera sólo el hombre puede generar, encrucijadas que sólo ciertos sujetos elegidos por la vida están llamados a transitar, pero también es vivenciar de manos expertas el poderío de la fe, la razón hecha carne en cuanto se vuelve convicción y deviene en manera de actuar. Novela noble, narrada visceral y poéticamente, Alegoritmos es una belleza literaria desde cualquiera de los ángulos que quiera y pueda mirarse, donde escritor y protagonista, fundidos y velados, se descubren en su sencilla grandeza, porque es cierto, “Todos los monstruos somos en el fondo románticos”.

Algunas consideraciones sobre narrativa, por Gavrí Akhenazi

Consideraciones generales

Como cualquier otro trabajo técnico y que requiere habilidad, la escritura de una novela necesita cierto entrenamiento. Claro que una idea original es el punto de partida, pero el desarrollo, la técnica, la corrección e incluso la relación con editores y agentes son gajes del oficio que deben aprenderse.

Empezar a trabajar cuando ya los personajes están perfectamente definidos, ayuda mucho. La falta de preparación suele ser evidente para los lectores.

Hay que conocer a los personajes, su pasado. Crear una ficha de personaje, con toda la información relevante. Cada vez que se escriba el nombre de un personaje, es aconsejable crear su ficha correspondiente, al menos con el nombre y las características más esenciales. Si luego deviene en alguien más importante, se completará. No es agradable volver atrás a comprobar el nombre del personaje que salía 100 páginas antes cada vez que se mencione o accione.

Tan importantes como los personajes son los escenarios donde transcurre la acción. Si el autor no los conoce, el lector tampoco lo hará. Consultar mapas, atlas y cualquier otro elemento necesario. Los mapas son útiles para consultar distancias y hacer que el tiempo para mover los personajes de un escenario a otro sea verosímil. Los atlas suelen contener información interesante sobre los lugares de los que se habla, y pueden llegar a ser puntos importantes en que apoyar la historia.

Emilio Salgari escribió todas sus novelas sin salir de su buhardilla.

Hacer esquemas de los sitios importantes, como la casa donde vive el personaje principal o el negocio de su amiga donde pasa todas las tardes. Si un personaje siempre va a la derecha para ir al baño y más adelante, en el capítulo 20, gira a la izquierda, un lector atento se va a dar cuenta.

Los esquemas son importantes para mantener los sub argumentos subordinados a la trama principal. Evitar irse por la tangente está relacionado con en qué puntos de la historia hay que desarrollar el sub argumento (y cuándo y cómo volverá a aparecer para incidir en el argumento principal). Crear el esquema antes de empezar a escribir, no solo evitará pérdidas de tiempo innecesarias sino que además ayudará a mantener la historia bien construida.

Un esquema es escoger un principio y un final para un capítulo. Después las peguntas que el autor se plantea son ¿cómo voy de uno a otro? ¿Cuál es el propósito de este capítulo? También es necesario observar el capítulo dentro del esquema general de la historia ¿Dónde se encuadra? ¿Es el momento adecuado para que suceda lo que el capítulo narra? Sin un punto final decidido, el capítulo tenderá a desdibujarse.

Historia y técnica

Las novelas de género (fantasía, ciencia ficción, thrillers y misterios) son las que más se adecuan a este tipo de esquema.

Encontramos cinco elementos importantes en la estructura narrativa de cualquier novela: un incidente inicial, una serie de complicaciones progresivas, una crisis, un clímax y la resolución. Estos son los cinco pasos a seguir para desarrollar cualquier historia.

El incidente inicial es el anzuelo. Es un acontecimiento dinámico y debe ser visto como tal por el lector. Debe, a la vez, cambiar el equilibrio de fuerzas y el resto de la novela debe ser el intento por parte del protagonista de devolver las cosas a su cauce.

La serie de complicaciones progresivas escalan en el conflicto y se conocen también como suspense. Aunque tenga que ver con la salvación del mundo por parte de un héroe o con la autosuperación de un personaje marginal, el suspense forma parte de casi cualquier historia. El suspense, en una novela de misterio, puede provenir del tic-tac de un reloj. En una novela de misterio en el clásico: ¿Quién lo hizo? A veces tiene que ver en la forma en que el bueno consigue detener al malo. No importa el tipo de suspense, pero tiene que atrapar al lector.

Algunos escritores creen que el suspense es ofrecer una sorpresa casi al final de la novela. El problema que encuentro a este método es que el lector no sabe que la sorpresa se acerca, así que en realidad no hay suspense.

Incluso tener una sorpresa en la manga para el final, no impide escalar en el conflicto para mantener el nivel de suspense cada vez más alto hasta que el lector llegue a la sorpresa.

En el momento de crisis, el protagonista deberá decidir si quiere recuperar el equilibrio roto en el incidente inicial, durante la primera parte de la novela. En este momento no deberían ser obvios para el lector los pasos que tomará el protagonista para que continúe preguntándose qué sucederá. La crisis suele ser el momento más oscuro del protagonista.

Después viene el clímax. En el clímax el protagonista ya ha elegido y se ha restablecido el equilibrio o bien se ha conseguido un equilibrio nuevo. El protagonista forma parte del clímax. La escena del clímax debe involucrar al protagonista y al antagonista llegando a una conclusión sobre el dilema iniciado al principio.

Finalmente, debe resolverse los argumentos y subargumentos para llegar a la resolución final. No debe dejarse ningún hilo suelto. El lector se preocupará por todos los personajes y todos los acontecimientos. La resolución ofrece al lector una sensación de redondez subrayando lo que el lector ha ganado al final del libro.

Argumento

Algo tiene que suceder en una novela. La mayoría de los escritores no pueden permitirse el lujo de escribir una historia de personajes que simplemente se limiten a estar, sin hacer nada. La acción, tome la dirección que tome, es lo que mueve la historia y arrastra a los personajes consigo. A veces los personajes actúan y a veces reaccionan y esto es lo que crea el argumento.

Es importante tener una idea clara sobre cuál será el clímax de la historia antes de escribir la primera frase. Teóricamente, toda acción debe ir encaminada hacia él. El hecho de conocer el clímax de antemano ayudará a dar la dirección adecuada a la historia y a mantener en la mente el argumento principal. También impide que el autor se vaya por la tangente y que desarrolle un subargumento en el clímax. Sin una idea clara del clímax se estará escribiendo el Cuento de la Buena Pipa.

La vida real está llena de coincidencias pero hay cierto debate sobre cuántas coincidencias se pueden añadir a una novela para que resulte verosímil. Hay quien afirma que no se puede usar ningún tipo de coincidencia en una novela, que todo debe tener un por qué. Soy de la misma opinión. Lo que subyace es la idea de evitar que el autor manipule demasiado la trama. Pero, al fin y al cabo, el autor es el creador del mundo y en realidad, toda novela es una manipulación de la realidad que no se debe notar.

Trabajar en una novela, necesita en el autor la idea de lógica interna. El argumento tiene que tener sentido por sí mismo.

Dónde empezar

En realidad hay dos principios en una novela. Las primeras palabras que un escritor pone sobre el papel y las primeras palabras que el lector ve en cuando abre el libro.

Estos dos conjuntos de palabras, no tienen por qué ser los mismos. Algunos escritores se estancan intentando escribir ese principio perfecto pero como la gran mayoría tendemos o deberíamos tender a corregir y re-corregir, la mayoría de este tiempo se pierde.

Cuando se determina el inicio del libro, hay que mantener el propósito de la obra. El primer capítulo debe llevar al lector hasta la puerta. La historia debe enganchar a los lectores y a la vez presentar el problema, el tema o introducir los personajes principales. Ese primer capítulo puede hacer ambas cosas, pero no sobrecargar al lector con demasiada información al principio.

Otra herramienta interesante a tener en cuenta es un archivo con el pasado de la historia. ¿Qué sucedió antes del instante en que empieza la novela? Si bien no se usará directamente en la obra es posible que se usen pequeños fragmentos para rellenar agujeros que los lectores deban saber para entender qué está sucediendo.

El núcleo principal

Los personajes son la clave principal puesto que son los que crean la historia. Hay que conocer las motivaciones del personaje principal, por qué actúa de esa manera y qué es lo que desea. Otros elementos importantes pueden ser: vestuario, actitudes, gestos, educación, cultura, clase social, necesidades, sueños, miedos, creencias y valores.

El escenario es tan importante como los personajes. En muchas novelas, es el escenario principal lo que distingue una novela de otra. Si no es el escenario, son los personajes. El escenario puede ayudar a responder la pregunta ¿Qué es lo que distingue tu novela de otras ya publicadas?

El escenario implica conocer perfectamente el dónde y el cuándo de la historia. Y hay mucha más miga en el dónde de lo que la gente cree a simple vista. Los sitios donde se ha vivido ¿La gente no era diferente? ¿El clima? ¿La arquitectura? No hay que limitarse a describir el lugar. Se necesita mucho más para hacerlo salir vivo de la página.

El punto de vista es otro elemento crítico.

En realidad es el problema principal al que se enfrentan numerosos escritores.

Hay que tener en cuenta que aunque el autor es el dios principal, el creador de un mundo y conoce todos sus recovecos, el lector sólo verá lo que el escritor decida que la cámara enfoque. Por este motivo, el enfoque debe ser consistente a lo largo de la obra. No se puede andar cambiando de punto de vista sin ningún tipo de justificación. No hay un punto de vista erróneo. Todos ellos son válidos. Simplemente hay que intentar no confundir al lector.

Final

Los personajes, los escenarios y el punto de vista deben construir el mundo y llevar al lector hacia el final deseado, la resolución del problema, o argumento que se ha introducido en el primer o segundo capítulo. Se debe asimismo concluir todos los sub-argumentos al final, lo que a veces puede resultar algo complicado.

Cuando llega el final de la historia, llega. Eso se siente por más entusiasmado que el escritor esté con lo que escribe.

Precisamente porque ya se escribieron todas esas páginas anteriores, ya se ha perdido algún tipo de control sobre el final. El final debería ser la conclusión natural a la historia. Y se siente. Otra cosa es que el escritor (normalmente por su compulsión) lo admita.

Tal como se ha comentado anteriormente, ayuda bastante tener en mente cual el clímax del libro antes de empezar a escribir puesto que es hacia donde se dirige la historia, aunque algunos autores se niegan a hacerlo.

La corrección

La corrección se basa en equilibrar los dos lados del cerebro. El lado derecho del cerebro se considera más creativo mientras que el izquierdo se considera más lógico. Mucha gente considera que la corrección es cuestión del lado izquierdo pero si no confiamos en nuestro lado derecho nos estamos haciendo un mal favor. Algunos escritores permiten que su lado derecho domine demasiado y acaban destrozando su escritura.

Hay que leer con simpatía lo que se ha escrito. Pulirlo. Quitar lo que sobra, pero no tirarlo porque nunca se sabe cuándo se puede necesitar (en otro lugar del manuscrito corregido o bien en otra historia diferente). Empezar el día releyendo lo que se ha escrito predispone para continuar escribiendo.

Cuando se corrige hay que considerar la idea de pedir a algún corrector profesional que revise la obra, pero hay que tener muy en cuenta que los escritores no pueden permitirse ser sentimentales con su obra. Hay que aceptar las críticas y examinarlas fríamente. Si no se aceptan bien las críticas, hay un serio problema como escritor.

No corregir nada en los primeros estadios de la novela. Si se corrige demasiado pronto simplemente se perderá el tiempo puesto que más adelante se volverá a añadir elementos que harán volver atrás.

Algunos escritores pierden demasiado tiempo corrigiendo sus primeras palabras y nunca acaban nada de lo que empiezan.

Corregir los dos primeros capítulos una vez tras otra puede evitar que algún día se pueda escribir el último. También muchas veces se encuentra el escritor con que ha quitado detalles que luego más adelante serán cruciales en la novela y necesita volver a añadirlos. El subconsciente, afortunadamente, trabaja con el escritor y va plantando semillas que más adelante darán su fruto. Si se elimina demasiado pronto algún material, se corre el riesgo de no poder usarlo más adelante.

Una técnica útil para la corrección eficaz es dejar descansar la novela por un tiempo antes de emprender su lectura para aclarar las ideas y mirarla con ojos nuevos. En el argot editorial “dormir la obra”. A veces se ven con más claridad las construcciones extrañas una vez que el autor se ha distanciado de la misma.

Reescritura

Aunque la idea principal se mantenga, siempre hay pequeños fragmentos importantes a cambiar.

La reescritura no es sólo lo que ocurre después del primer borrador. También es un proceso que cambia cada vez que el argumento cambia o que hay un giro inesperado en el argumento.

No se acaba cuando se cree que se ha acabado.

El aspecto más importante en la reescritura es ser honesto. Mirar la obra objetivamente y encontrar sus defectos. Confiar en el instinto a la hora de corregir.

No subestimar al lector. Si puede leer, tiene una cierta educación. La mayoría de los escritores tienden a ser redundantes aunque algunos pocos yerran en el otro sentido, siendo tan sutiles que el lector medio no puede captarlos. Es muy posible que aunque no entiendan el significado de todo lo que está escrito en su momento, en el momento final, cuando llegue el clímax sí den su lugar a cada frase o hecho relacionado que ha ocurrido con anterioridad.

No hay que dar cátedra ni pontificar. A veces se escribe algo con lo que el autor se identifica plenamente pero que añade muy poco a la historia. Cortar parte de estos fragmentos puede ser doloroso pero también puede ser necesario. Hay que concentrarse en la historia en general, no en un capítulo.

Un autor, como decía Huidobro, es un dios.

Depende de él hacer posibles los paraísos para el hombre. Esto lo digo yo.

Acerca de Gravrí Akhenazi