Te adentraste en mis bosques, trajiste el paraíso y el autobús del día, las lanchas de tus labios y el corazón unánime. Andas por mis pestañas sin exigirme nada. Callo y anida el tiempo en mis ojos azules.
Tal vez no pueda nunca regresar al calor, a la ribera suave de los pájaros a la fruta de barro que taponó la aurora, a esas iniciales grabadas en mis ojos.
Pero tú me escanciaste como un vaso de sol y fuiste el primer árbol que se quebró en mi pecho. Embalé mi destierro. Me lloraban las calles, el camión con mis muebles traspasó la vendimia, pero tú me conduces. A tus fuentes me llevas.
No me diste la luz. Si la hubiese atrapado con mis manos entonces yo sé que en mis retinas vería mariposas y un ancla bajo el agua de mi cuerpo.
¿Y por qué no encontrarnos de nuevo en las murallas de la noche los dos, rescatarnos el día, ver si podemos juntos adelantar tormentas?
Por mi esperanza cruza tu recuerdo de música al desvestirme selvas esenciales, y tengo el dolor de la nieve, la madurez salobre de quien atrapa barcos con sus manos de piedra. Cuando pasen andenes te seguiré mirando.
Mi meridiano eres. Tanta melancolía se albergaba en mi acento castellano. Fuimos desmenuzando palabras interiores. Por entre el diccionario con mi paraguas rojo impediré que caiga la nieve en tus pupilas.
Yo ciega voy de amor, sé tú mi lazarillo.
Instante decisivo
Miradme aquí, en piedra convertida, exhausta de silencios y ciclones, coronada de inútiles razones a causa de una nueva arremetida.
Observadme en el tiempo detenida enlazando palabras a jirones, sombras de soledad, crudas lesiones que acunan el sabor a despedida.
Mas no lloréis la ausencia de mi viento ni toquéis el poema que os escribo bajo el soplo desnudo de mi acento.
Que en la nada de un verso sigue vivo -con la sangre y la sal del desaliento- el reloj del instante decisivo.
El arpa de mis ritmos
Os dejo la palabra en mi verso truncado y este fulgor que intento mantener encendido para que los senderos no se llenen de sombras cuando la sombra venga a cebarse conmigo.
Os dejo un arcoíris de voces traspasadas por el ardiente dardo del poema maldito que se encona en el alma, madurando en la mente y rompe las entrañas cuando quieres parirlo.
Os dejo cuanto tengo: mi alforja de palabras y este viento que, a veces, me aúpa al infinito con el ímpetu firme de sus alas amigas para hurtar los azules que me fueron prohibidos.
Me marcho como vine, desnuda y sin apegos pues no escalé montañas, pero sé de los riscos que cercaron mis huellas con ortigas malignas cuando aventé canciones por todos los caminos.
Recordadme si os place, y si no, silenciadme. Sé todo cuanto os debo y cuánto he recibido de este afán que me tiene atada y bien atada al querencioso potro del verbo y su destino.
Si me queréis gritadlo frente al mar de mi tierra. Os dono para siempre el arpa de mis ritmos y el amor que me crece en los espejos mudos del poema sangrante y mi triste delirio.
Están las fosas llenas de cadáveres, de miradas selladas y temblores inmóviles. Están las fosas llenas de silencios, de retorcidos gestos y brazos apuntando, un revuelo en el aire de mi Bihac herido. Están las fosas llenas de despojos y hay ribetes de luto en los dondiegos. El rictus de la boca se concreta en un susto pasmado, en un asombro que se quedó desnudo para siempre en la noche de Bosnia-Herzegovina. Están las fosas llenas, rebosantes de corazones rotos, de recuerdos que ya no tendrán pecho en que albergarse. Están llenas las fosas de ausentes recobrados a golpe de odio y bala. Sólo la tierra sabe su regreso.
Metáfora del lugar
Las ciudades en esta parcela del mundo parecen inventadas y tienden a la sublimación de la realidad. El hombre de por aquí lo que desea es encontrarle a la metáfora sus despropósitos, porque se dan con tanta frecuencia los espejismos, que se ve lo que no está; se elevan tanto en el aire las paneras y los hórreos que cualquiera los convierte en castillos. Por esta tierra anduvo Pelayo observando la meseta, mientras hurgaba entre sus secretos, hasta convertir la batalla en victoria.
Los paisajes de estos montes están a propósito para que se resbale el personal por la raya del horizonte y se caigan de bruces al encuentro consigo mismo. La gente va feliz a través de los renglones de su lengua vernácula, y con mucha capacidad de imaginar.
El paisaje asturiano tiene tendencia a darse la vuelta sobre sí mismo y por mor de tantos rodeos y circunloquios por las montañas y prados, posee el don de sobrepasar el aquí y ahora y fantasear más de la cuenta. Los hombres y mujeres de este lado de la tierra, piensan que en el puerto de Pajares se acaba el mundo y se deslíen los colores últimos. Las cosas al fin y al cabo, carecen de consistencia en sí mismas y el ser humano se define como ser abierto al infinito, incorregible fabulador habituado a metamorfosear porque sí la evocación del cortezón de la intemperie. A cada quien le sobra por tales “andarivienes” su ración de herejía. En tales enclaves el burgués falto de mollera, el cura, la sobrina del boticario, el vendedor de pan a domicilio, el lechero…todos están escuetamente centrados en la mitad misma del paisaje desatinado y quieto.
Por acá no hay movimiento. Las figuras que aparecen, si se movieran, ocasionarían un gran desnivel en el universo, pues están convencidos de que tienen en su mano el eje de la tierra.
No se sabe qué tiene este paisaje, estos verdes, sus montañas, las calles de este lugar, el orvallo, el «volanderío» de sus casas sobrepuestas en los pueblos marineros. Los habitantes de este doblez del mapa de la tierra, sobre todo si han sido tocados por el arte, fundan cada mañana el lugar, o lo reinventan, o fingen que lo hacen. No es tan fácil, apenas sí se deja. Está, de algún modo, aguardando y se acicala como una mujer detrás de los espejos. Venid almas sensibles de ahora o nunca, venid, reclinad vuestros sentidos en este paisaje donde el laúd suena en cada paso, en cada acera, en cada mano vibrátil que anuncia un nuevo mundo.
En definitiva este lugar es el resultado de una invención, o el escalofrío de una metáfora sin posibilidad de resolver. Las golondrinas rasantes que antaño cruzaban la cordillera volverán, o han vuelto, como en la rima de Bécquer.
Octubre llegó a destiempo con vocación de solsticio y entre los verdes y ocres en mí germinó el olvido despojándome de ramas que asombraran los caminos (jamás tuve luminarias que dieran luz a mi exilio).
Octubre con alfileres ornamentó el acerico del corazón que me late a ritmo de petroglifo.
Hoy soy columna de mármol conteniéndose el respiro y aunque el ayer se revuelve entre pátinas de siglos para recordarme siempre todo aquello que yo he sido no me arrepiento de nada ni a los veranos envidio y con mis ojos desnudos azules, cálidos, limpios, espero pacientemente seguir llevando los hilos de las riendas de mi vida y que el instante preciso me encuentre serenamente abrazando el infinito. No doblarán las campanas porque han de morir conmigo.
Nocturnal
Ahora sobre el alero la luna, triste, se alza y dialoga antigüedades con no sé qué voces blancas.
Hay algo extraño en la calle retorcida y solitaria.
Acaso yo no soy yo, tal vez no son mis pisadas éstas que van en la noche rompiendo la oscura calma.
Los versos que voy pensando quizás no son mis palabras.
Algo ha pasado en el tiempo.
¿Es otra edad ya lejana, otra noche y otra luna dialogando con el alba?
A niñalondra se le transparenta el alma por el cristal de los espejos. La porcelana florecida de su cara es igual que un pecado luminoso, y de ella se puede esperar un corazón de niña-mujer como para sacar los colores a cualquiera. Como en esta tierra el verde es abundante, a su cara le dio por ser un paraíso, música desvestida y un mohín en la boca en espera del hombre que la cubra de ternura.
Si la miras te darás cuenta de que su cuerpo de hembra abarcadora se dirige hacia el edén de Proust recordándole a la memoria el tiempo desandado, como si se pusieran entre paréntesis las grietas del pan y el resfriado del viento en las esquinas, y desearan los sueños besarla en los labios con todo el sofocón de la canícula.
Al principio fue la locura. Luego llegó la luz. Hoy es un sol rodando incólume hacia un atardecer que encela al horizonte. Todo se lo debe al horóscopo desabrochado de haber nacido en esta tierra donde las lluvias son interminables. Por eso un rostro como el suyo muestra la boca de colegial que se hubiera soltado, al fin, de la mano de su madre.
Su perfil es como un madrugón de manzana. Todo su rostro un bosque que arde. Pura lírica pues.
El fotógrafo
Solía venir días antes de las fiestas del barrio, cuando las tardes ya se acortan y baja el aire fresco de la sierra de Guadarrama. Montaba sus bártulos a la entrada de la feria: un mural grande en el que se veía el océano azul y unas montañas altas y rojas, muchos sombreros y un caballete de cartón. Todo un poquito teatral.
No me saque usted de alma entera señor fotógrafo. Luego mi mujer en menos de un diostesalvemaría ve lo que soy y lo que no. Se planta uno delante de ese cacharro y nos asusta usted con ese zas como de fuego vivo.
Es muy atrevido que te retraten. ¿Qué andas pensando tú cuando te quejas en el momento en que el fotógrafo esconde la cabeza detrás de esa tela tan rara colgada del trasto ese? ¿Querrá examinarte hasta el pensamiento?
La vida es un retrato: las cosas están puestas donde están y de pronto no se atina a saber lo que son, el meneo de los visillos de las ventanas, los ires y venires de la gente, lo que miras de reojo y lo que no. Después está la cara que pones delante del aparato, cómo y dónde colocas las manos. Te sacan un retrato de alma entera y luego lo revisan los hijos, la mujer, la cuñada, los suegros y hasta el querido de la vecina de enfrente. Venga hombre, retrataos vosotros.
Los vecinos caminan con mucho cuidado por las perspectivas de su paisaje. Saben que pisan la raya del horizonte y de ahí su preocupación por no escurrirse de la superficie de la bola del mundo.
Se lo repito, fotógrafo, sáqueme bien parecido. Después no habrá modo de agarrarme al cristal del horizonte.
Dejas que aprieten delante de ti el botón de la máquina diabólica y aparecen a todo color en el fondo de la cartulina los hombres que besaste en el puente de Segovia. Permitir que te retraten es un peligro: te observan de arriba a abajo los habituales del balcón del fisgoneo.
Lo que más preocupa por estos lugares son los espejos. Porque la tierra es un espejo circular que da vuelta a las cómodas dentro de casa, y fuera, a la luna de los escaparates. Todos cuantos van y vienen se paran para ver el alma y el espejo de los vecinos. Ésta es una galería de personas que son y no son lo que parecen. Sólo tramoya y cristalería: la boticaria, el pintor, el poeta y las antiguas alumnas de las franciscanas de Montpellier.
Así que cuidado con el retratista, tan curiosón él, todos los años de la feria. Aunque no está tan mal eso de hacerse un retrato siempre que salgas igual que eres.
La noche se ha cerrado y es nieve lo que cubre el escaso paisaje a través de las ventanas sin cristales.
Nuestra vista no alcanza a ver más que la nieve.
El fuego cruzado rompe el silencio.
—¿Qué pasa, Enver? – le pregunto.
—No debes preocuparte, es una boda.
Y dejo que me mienta.
Un disparo, diez segundos. Veinte más y otro disparo. Yo busco protección entre sus brazos. Desconozco si tiene el miedo que yo tengo.
Mi temor de mujer —porque ya no soy médico en el momento del miedo urgente y agrio—, es un apenas en los brazos de un hombre. Pero al miedo no le importan los detalles.
He aprendido del miedo a tener miedo. Del disparo, la muerte. De la explosión, los restos mutilados.
Y ahora estoy a su lado, protegida en su pecho, mientras nos acribillan los que matan.
Me tumba entonces con la brusquedad que da la urgencia.
La piel sabe cuando sí, con quien sí, cómo sí, pero desconoce el impulso que la guía.
Nos besamos hasta el cansancio de las bocas.
Y estas cosas olvidan su porqué.
Entre sus brazos que tiemblan con las balas, me sostiene a mí que también tiemblo. No hay nada que decir.
Cuando el combate arrecia, el minuto en que se piensa o no se piensa, pasa a ser el último minuto.
El miedo es un testigo que no habla.
Pero un hombre y una mujer son dos sobrevivientes sobre el suelo.
Cuando todo cesa, me susurra: Doctoriza, hemos parado la guerra.
Descripción
Mi terraza es una enfermiza primavera cuajada de invierno. Reducido espacio de madera y cristal.
Una silla delante del PC como un verano muerto y esquelético. Una cinta de andar esperando la herrumbre del olvido. Los maceteros abiertos al aire de abril son eriales rectangulares. Y piedras, cosas olvidadas y una librería incoherente.
Han pasado muchas noches sobre todo ello y hay todavía un frío muerto en mi terraza como un pájaro gris caído de lo inhóspito del mundo. Cruzan los cristales unas líneas dudosas que empequeñecen el paisaje y miden el vacío dando una nueva dimensión al firmamento.
Mi terraza es la vida arrinconada, el hueco de un verano, el hueco de mí misma. Y estoy aquí detrás de los cristales, pero tampoco estoy, el pensamiento va por otras vías ahora que el verdor ha huido de los maceteros soplado por una boca oscura.
Un reducto de letras y de muerte por el que me muevo hablando sola. La soledad como un naufragio.
Es mi ataúd abierto festoneando de polvo el fracaso de mi vida.
A la hora de celebrar un buen poema suele decirse que goza de calidad tanto en fondo como en forma, pero ¿qué implica esta sentencia? En el caso de Isabel Reyes significa el equilibrio entre el mensaje, la estructura formal del mismo y el aliento propio del autor. Aquí señalo que con empeño y algo de oficio es posible conseguir decir adecuadamente lo que queramos, pero, expresarse de tal modo que pareciera ser la normativa la que se adecua a nuestro tono es algo que implica talento. Más aún, si los platillos son variados.
Si vamos a sonetos, por ejemplo, Isabel combina pies de rima y encabalgamientos que en conjunto diluyen la idea de estar leyendo un soneto, porque consigue una fluidez y una claridad tal que el lector antes que nada se hace con el poema y ya después valora la técnica formal.
Si vamos a arte mayor o a verso blanco, se permite construcciones que se asemejan al trazado de una pista de fórmula uno -se perdonará esta comparación-, con rectas largas alternando con curvas cerradas, logrando un dinamismo que incita a recorrer de nuevo de principio a fin cada poema.
Pero, cualquiera sea el ritmo en el que se exprese, Isabel irradia una madurez exquisita fácil de disfrutar, aunque compleja de entender. Y por eso vuelvo a la idea de equilibrio y de resultado, porque detrás de la sonoridad de sus versos hay un músico, y detrás de la intimidad emocional y desnuda con que se nos muestra, hay un médico que sabe cómo son los latidos.
La poesía de Isabel Reyes implica el placer de la lectura, y el dolor muy intenso de querer aprender a escribir. Una presión precisa que muestra y lava las heridas.»
¿Qué es la poesía sino un deslumbramiento, compañero? Porque la vida es un minuto que brilla, una alegría que transcurre, el vuelo sutil de los pájaros, el gesto de unas manos, el aire fresco contra la cara, que bullidores, van y vienen, vuelven y tornan a llegar desde den-tro y fuera de la palabra. Acuérdate de lo que te digo.
Pensabas que los versos eran solamente envoltorios, dedalillos de coser en los que cabían únicamente las lágrimas, arroyos para las avemarías con sueño, cajitas para significar, nada más. Pero antes de todo fueron aguas abismales.
La poesía entró por libre en nuestra existencia y el día que enmudezcamos habremos muerto. Las palabras son excesivamente engañosas. No sirváis a nadie que se os pueda morir.
Después, a base de espigar en los campos de las palabras, hemos sabido que es cuestión de escuchar. Todas las palabras van, desde el primer latido emocionado en procesión. Graduales como los salmos.
No paras de estarte a ahí sobre la mesa dale que te pego a la máquina de escribir. Se te va a desorientar el sentido y la conducta como no salgas a darte una vuelta.
Tiramos muchos escritos a la papelera, pero las palabras quedan esculpidas sobre los dedos anchos del pantocrátor de la memoria. Tal vez la poesía no nos lleve a ningún sitio, pero ¿qué es al fin la poesía sino un grito de auxilio, un peldaño más en la escalera que sube hasta la azotea para contemplar el amanecer? Hay noches y noches, eso es cierto. La poesía, que os quede constancia, destruye todo lo malo de algunas noches.
Eugenia Díaz Mares, poeta novel mexicana, presenta su ópera prima “Su corto vuelo”.
Nacida en el portal literario www.ultraversal.com ha ido aprendiendo y haciéndose fácilmente con la técnica poética, métrica y rima en corto espacio de tiempo. De lenguaje fácilmente comprensible, sin que la sencillez se convierta en simpleza, no recurre a juegos malabares e introduce en sus versos metáforas sutiles. Su palabra no excluye la cadencia, la tradición y alcanza una voz que le es propia.
Todo el poemario está construido en Arte Mayor, la mayoría sonetos, y da la impresión de que la autora intentara reconstruir su vida desde lo destruido y decidida a edificar el futuro desde su carne abierta y sus propias cenizas humeantes. Versos urdidos con reflexión y dolor. Con la emocionalidad que late en los silencios.
En cada uno de sus versos hay una mujer doliéndose, pura llaga abierta que respira la pérdida de su hija menor, Erika, por una terrible e invasiva enfermedad, el lupus eritematoso diseminado. Pero también sorprende de qué forma se enfrentó la protagonista a la misma, un modelo de alegría y fortaleza que mantuvo hasta el final, incluso dando ánimos a todos sus seres queridos.
La muerte de un hijo es algo contra natura que no entra en los esquemas evolutivos, y cuando se produce, provoca grandes crisis a nivel físico y emocional, Eugenia ha tenido el valor de expresar en su libro todo el proceso de la enfermedad, hasta que Erika fue vencida por la misma. Una necesidad vital para alejarse de la locura e intentar encontrar de nuevo sentido a su vida. Porque aunque parezca mentira, es posible renacer después de un golpe así, a pesar de que un hijo nunca muere, pues siempre está en el corazón de madre el amor por el ausente.
En la fase final de la enfermedad dejó un testimonio de vida, un tesoro, que se presenta en forma de mariposas que revolotean a menudo alrededor de sus seres queridos.
Silenciosa y honrada con sus sentimientos, hermosa, así Eugenia Díaz Mares.
Vicente Mayoralas nace en la Solana, provincia de Ciudad Real (España), y fallece en Madridejos (Toledo) en 2012 tras una larga y penosa enfermedad. Engrosa ya el elenco de grandes poetas, escritores y artistas que nos ha dejado en herencia La Mancha.
De grandes inquietudes, empezó a sentir atracción por la poesía desde la infancia, dada su inclinación natural a la filosofía y la esencia de la naturaleza humana.
Tras la muerte prematura de su padre ingresa en la Legión Española que le marca profundamente y forja su carácter, para posteriormente incorporarse a las Fuerzas y cuerpos de Seguridad del Estado.
De formación autodidacta y amante de las formas clásicas, utiliza una retórica sencilla y fácilmente inteligible con el objetivo de establecer una comunión con todos los lectores. Una poesía que incluye al yo poético, o que lo excluye explícita y voluntariamente, para pintar escenas, personajes y paisajes con palabras. Como él mismo afirmó, “una poesía en blanco y negro”.
Fue “el poeta de la búsqueda”, siempre a la espera de respuestas que no llegan. La primera fue en la tierra, en la existencia física del hombre, de ahí poemas en los que rememora su infancia y sus primeros referentes vitales, y donde sabe captar la árida dureza de los campos manchegos.
Al no hallar respuesta, comienza una bús-queda espiritual dentro de sí, una especie de Vía Crucis que le fue elevando del mismo suelo a las alturas. Desde su duda existencial crea su mundo más íntimo, un lugar infranqueable para capear las borrascas.
En su Poética de la Agonía vislumbra ya la muerte como un tránsito cercano y su serenidad se mezcla con la inquietud de resolver sus propios enigmas personales. De ahí a debatir con Dios, al que busca y no encuentra, al que niega pero acepta, en un contrapunto en blanco y negro tan típico de su personalidad, una persona de contrastes.
Al fin, estando ya gravemente enfermo, escribe sobre la lucha y aceptación de la muerte, abrazando a Dios en sus últimas instancias.
Murió con la elegancia del Legionario que abraza a la muerte en un acto de valentía, sin hacer ruido ni lamentarse, y dejando en Ultraversal sus últimos poemas impregnados de un realismo estremecedor.
Verso del arado
Cómo me gusta el verso del arado cuando labra la tierra estremecida, y cómo de su amor surge la herida, hecha surco: poema cultivado.
La rima en su quehacer es el legado secular de sustento, propia vida, donde la mano terca y dolorida de la necesidad, y su dictado,
convierten el arado en el apero que utiliza el poeta de la tierra; cada surco es un verso, y cada verso
melodía perfecta, voz de arriero, y el hálito del hombre que se aferra, metáfora suprema, al universo.
Vicente y su duda
Vicente fue un chiquillo con tendencia a no dar por sentado cosa alguna; su herencia fue el ingenio de la hambruna y una dosis sobrada de impaciencia.
Su mundo era un por qué, una exigencia, buscaba una respuesta sin fortuna, oía explicaciones, mas ninguna otorgaba a su duda transparencia.
Quería comprender, pues no entendía, la razón verdadera de este mundo y por qué la presencia de lo humano.
Le dijeron que Dios se lo diría, pero un silencio terco y tremebundo acompañó su espera hasta lo arcano.
Gente sencilla
Su caminar es lento, concienzudo, se rige por el tiempo de labranza, de sol a sol, con ritmo de una danza, con el atril del cielo por escudo.
Es parco en la palabra, el gesto rudo, la mirada de siembra y enseñanza, que sabe que las prisas son tardanza y el dicho inteligente siempre mudo.
Es hombre agradecido, temeroso de Dios, un buen cristiano y fiel esposo, que lleva en el calvario de su frente
la señal de la cruz desde que nace; amante de su tierra, donde pace, y dueño de una vida indiferente.
La huella del hombre (VI)
Debajo de mis pies, por los rastrojos, la sequía estrangula todo anhelo. Oprime la solana. El sol ahoga. La tierra se bifurca en soledades y en sus raíces drago mis silencios. Suspira la esperanza en el crepúsculo, teñida de sopor, bajo el azul desmedido de un cielo que no entiende de oraciones. Aquí, por la llanura, se crían las verdades primigenias; nace el olvido, áspero y cerril, mientras la vida brota hacia adentro, hasta la muerte, en busca de su origen. Soy un hombre curtido en el secano, con el ayer a cuestas y mi infancia en ristre y la sonrisa del hoy. Alguien que sabe que vivir es algo más que un simple recorrido por el tiempo. A golpe de azadón, con estas manos que adoran y estremecen cuanto tientan, me siembro en la aridez de los eriales y cavo, junto al alma, su alarido.
Al Cristo de la buena muerte
Me llago en tu dolor y en tu tristeza, y venero tu imagen dolorosa donde la pena íntima reposa sobre el llanto sublime que te reza.
En ti sangra el amor y la pobreza, el sueño de otra vida más gozosa, la fe inquebrantable y generosa que te ayudó a morir con entereza.
Te siento tan cercano, tan adentro, que brota en mí la sed de tu creencia y en duelo el corazón al recordarte,
pues soy un pecador que va a tu encuentro en busca del perdón y la indulgencia que me procura el hecho de rezarte.
Profundidades
Crezco hacia adentro, boca abajo, con el gesto sombrío y la mirada en balde, mientras escarbo más y más, como si no supiera que cuanto más me aleje de la superficie las lombrices custodias de la duda envolverán mi marcha.
Qué hondo que me encuentro de esta vida. Cuántos metros de sombras nos alejan. Y cuánta soledad une y separa al hombre del silencio.
Sepultado en la umbría de mis noches habito en las entrañas de la tierra, ceguera de mi alma, mientras anhelo una luz que ilumine mi crepúsculo y pueda verme como soy.
Poemas de la agonía
En busca de Dios
I
Oh, Dios, vengo a buscarte entre los vivos, en el aliento humano, entre sus dudas, en esas cotidianas y menudas cosas que el hombre escribe en tus archivos.
Revierte mi ansiedad en sucesivos rezos. Sigues callado y me desnudas palabra por palabra entre las mudas calaveras de hombres pensativos.
Necesito de Ti. Mas no te encuentro. La soledad del huérfano me habita y en cada cita surge el desencuentro.
¡Señor! ¡Señor!, ¿por qué no me respondes? ¿No sientes mi dolor que resucita cada vez que te busco y Tú te escondes?
II
Ay, Dios, cuánta amargura contenida en este rezo agrio de salmuera. Te busco en vano, en vano entre la cera de una fe por el tiempo derretida.
Sé bien que no me escuchas y la herida de tu silencio sangra como fiera salvaje acorralada y prisionera que busca libertad en su estampida.
Un resquemor, la duda de si existes chirría en mi interior hasta atronarme y sordo, como Tú, medito y duermo
en ese paraíso de los tristes, humanamente dócil, sin hallarme, con el ansia y la fiebre de un enfermo.
Mi DNI
Le sobran horas a mis días. Todos son iguales. Hartazgo es lo que siento. Trago a trago con vino me reinvento bebiéndome mi drama por los codos.
Hablo de mí con esos malos modos que utiliza la nube contra el viento, y el rayo destructor de su lamento convierte su abundancia en propios lodos.
Miro hacia el cielo, pero el cielo calla, y en la noche derivo en plena ausencia rodeado de excesos sin latido.
Mi voz tan sólo, que el silencio acalla, me llama por mi nombre en su demencia. Soledad es mi único apellido.
A solas con la muerte
He muerto de repente. Con lo puesto. A solas y encerrado en mi retiro. Me fui tal como vine: en un suspiro de impotencia. El rostro descompuesto.
Deshabitado en mí quedé traspuesto. La vida me mordió, como un vampiro, sedienta e insaciable. No respiro. No noto nada. Y a materia apesto.
Todo está consumado. Sin adioses ni lágrimas me voy por donde vine. Yo no elegí la vida ni la muerte.
Me llevo a mis demonios y mis dioses en espera a que el tiempo me fulmine y en los brazos de nadie me despierte.
Desnudez
Se me pone la carne de gallina, dando diente con diente miro el cielo mientras mi corazón se aferra al suelo, depositario de mi propia ruina.
En la tierra la losa y la sordina me impedirán que alce alto el vuelo. —ya se sabe que el mundo es un pañuelo— Pequeño se me hace en la retina.
La certeza en la muerte por contagio, la duda en otro mundo, mal presagio, y todo al retortero y sigo mudo.
Me sobran las palabras y los gestos. Aquí ya sobra todo. Son los restos mortales de mis versos al desnudo.
Mi sombra
Por suerte o por desgracia —no se sabe— nací con un difunto aquí, a mi lado. Siempre estuvo conmigo, amortajado, e ignoro si en mi cementerio cabe.
Le pido que a mi alma no la trabe. Aquí tiene mi cuerpo desangrado. Y aquí me tiene a mí, medio enterrado gritándole a la vida que se acabe.
Su presencia es oscura y alargada. Me sigue a todas partes. Desespero. Y sin una palabra a mí me nombra.
Sobre el filo siniestro de su espada camino hacia el final. Mi mal agüero: es el luto reflejo de mi sombra.
Ipso facto
Si he de morir, que sea ya. Me inquieta el óxido del tiempo en mi memoria, pues mañana, mi muerte será historia, la historia clandestina de un asceta.
Seré un difunto más, sin etiqueta, un referente anónimo, sin gloria, un grito, uno más sin trayectoria que sabe que el olvido le interpreta.
Si he de morir, ahora es el momento, me siento en paz conmigo, que no es poco, y a la vida he pagado ya con creces.
Soy múltiplo de cero y me presento con las manos vacías mientras choco con el vientre alquilado de mis heces.
Poema de la Agonía
Un día moriré. Uno cualquiera. Al destino le dejo mi mortaja. La muerte por mi cuerpo se desgaja. Y vivir por vivir, sólo es espera.
Morir antes de tiempo no quisiera, y vivir de alquiler, polvo de paja. Este estar por estar se desencaja de este ser o no ser que me exagera.
Me finjo hasta la médula y soporto, a fuerza de imitar lo que me callo, la fiebre delirante del enfermo.
Transito por las órbitas del orto y entre signos de incógnita me hallo, y entre símbolos fúnebres me duermo.
Leer la poesía de J. L. Jiménez Villena es viajar de las luces del norte a la claridad del sur, su lugar de nacimiento.
Poeta y maestro. Una armonía sutilmente clásica, bañada cada día en el presente al que Villena fue fiel y además le divertía: sonrió sin rupturas ante la mujer, el amor y el deseo.
Sus poemas llevan implícitos tintes filosóficos y sutiles con un léxico extremadamente refinado, que se muestra en todo tipo de composiciones poéticas. Un profundo desasosiego metafísico enmarca su obra y todo ello definido por un acendrado sentimiento humanístico de su tiempo.
Tuvo una idea clara acerca del rumbo de su andadura literaria. Fue el Albert Camus de su primera etapa de felicidad terrena, el invencible dichoso. Pero también mostró una claridad humana fuera de lo común cuando vio acercarse el final de su vida. Sus atardeceres no fueron finales; es más, su poesía transcurrió en un constante amanecer tomando la mayor cantidad de alegría y hermandad que este mundo agrio le permitió.
Huya el tiempo
A veces el pasado es el destino del humo de la vida, de la farsa del amor que, sin serlo, nunca fragua, como nunca es el agua un espejismo.
Dejaré en la tristeza un verso escrito, desamor, esperanza huera o vana e igual que su sentencia el reo acata yo quiero que después cunda el olvido.
Huya el tiempo también y su premura por caminos o vientos muy lejanos, que yo quiero de nuevo la dulzura
de tener el amor entre mis labios como el sediento que abre dulces frutas y se come la pulpa muy despacio.
El espejo
Tras el frío bruñido del espejo de alinde en que te miro, en el eco del silencio estás llorando y lloras lágrimas de cristal molido y lloras penas que son de hielo seco y lloras como un desterrado en el espejismo de tu dolor secreto.
Vives en una ciudad de vidrio y viento que tintinea en mi cabeza, casi rompiéndose cada día, pero yo no sé quién eres tú y tú no sabes por qué lloras.
Y yo que venía desarrimado a averiguarte la esencia del alma, héroe efímero de los escaparates… y yo que deseaba beber el aliento de cristal envenenado de tus labios, amor cercano e intocable…
y yo que quería preguntarte mi nombre…
La mujer del secreto
La mujer que me lleva a la otra orilla es un puente de sombras deshiladas, un atajo a la gloria o al infierno de un querer que me quiere a vida o muerte. La mujer que me mata y me desea es la maga que embruja mis sentidos, la razón que se pierde con ungüentos aplicados de noche y a escondidas. La mujer que me guarda y que me aleja trae un río de ayeres altaneros, desaguando en las dudas del ahora lo cierto y lo seguido de su estirpe, y es un brote de piedra en el futuro. La mujer del secreto que ella sabe, lo desvela en las noches del instinto y fía ciegamente a mi vigilia su vida, que hace tiempo que es la mía. Hay dos firmas de amor al pie de un trato avalando la sangre y su bullicio en los frágiles días que nos sueñan.
Nocturno
La noche se abre en una flor de brea que naciera del tallo de lo oscuro y derrama su efluvio misterioso bajo una lluvia de marfil eléctrico, de una luz que quizás sea de luna. Camino en la quietud de las aceras buscando una guarida que me ampare y un bar es un lugar donde esconderse para encontrar sosiego en una copa y suponer tu cara entre las caras que me miran mirando lo que miro. No sabe nadie que te busco a tientas, que me parece verte en algún rostro o en el cristal narcótico de un beso que me devuelve a ti, a la derrota absurda de quererte en unos labios de carmín postizo. No estás y a la intemperie, cuando las putas vuelven del infierno, en esa hora turbia en que el delirio tiene un aroma de flor del trasmundo, sin aliento ni ruido vuela un ángel que desangra en palabras su agonía y un poeta se bebe los silencios del amargo licor de los crepúsculos. Nunca hubo un amor tan imposible.
In the road
Dejé que el coche fuera despacio y sin destino hacia la noche albada del neón y el desvelo, igual que un ángel roto volando al ras del suelo la gloria me pillaba muy lejos del camino.
Por las calles oscuras, por las sombras opacas, la gente de la noche peleaba su esquina con la sed insaciable del vicio y la ruina que, al hervir de la niebla, bullía en las cloacas.
Yo, que buscaba el rastro y el perdón del olvido, devoraba kilómetros huyendo de lo inmundo y drogado de pánico, conduciendo errabundo, maldecía la suerte que tiene el forajido.
Repartía el semáforo en tres luces el mundo y en la duda del ámbar me quedé detenido.
21 gramos
El alma huele al humo y la ceniza de los hombres, que inmolan su conciencia para hacer de la pura inconsistencia algo eterno sin linde fronteriza.
Un alma es como un arma arrojadiza contra el miedo, pirueta de la urgencia, un mecanismo astral de nuestra esencia para fijar la vida, tan huidiza.
Espíritu de seda incorruptible, parece lo divino en cautiverio, la materia en la luz de lo invisible.
Veintiuno son los gramos del misterio fluyendo de un ahora imprevisible que anhela de lo eterno magisterio,
un mágico criterio que hiciera del soñar algo preciso para trocar la nada en paraíso.
Noviembre
La tarde, una más, se diluye en lo ausente, y esa vieja friolera está bordando un tul parecido a la noche. Un rescoldo de luz, de lumbre rubia, huye como huye el oeste.
Y parece que el aire, furioso, mal esconda la mórbida soberbia de un relámpago oculto, por las venas de luz de azafrán, el crepúsculo, sutil, se desvanece en un pozo de sombra.
Agua turbia de viento, la humedad de las nubes desemboca en la lenta serenidad del valle, llueve sobre los casi desnudos abedules,
y lloverá esta noche de aguacero y derrame, y caerá la lluvia con peso transparente, cuando, cerca del fuego, yo mire cómo llueve.
Adiós
Vengo a decirte adiós con un idioma de epitafio y mármol con el mal del silencio alambrando de miedo mis palabras y de ácido la boca y la saliva.
La ley inexorable de los nómadas sin compasión me rige y me sentencia a la innoble condena del traidor, a los fieros destierros del apátrida que conducen al sur de ningún sitio.
Me voy con lo mejor de tus secretos, desparejo me voy, fugaz y múltiple, por la mansa costumbre de la ausencia, y te diré adiós mientras la culpa arde en los carbones y se deshila en humo.
Contigo lloraré los funerales junto al tierno cadáver de nosotros expuesto a la oración y a la piedad de los desconocidos.
Ni el dolor ni el consuelo son de aquí, aquí no queda nada, aquí no queda nadie que nos sepa, sólo yo que he robado lo que había y he enterrado el botín tras la derrota.
Las esperas de Bukowski
los tratos que hemos cerrado
los hemos
mantenido…
Charles Bukowski
eres un mamón, Chinaski, te guardaste las palabras de amor para hacerte viejo, para morir apostado en todas las carreras y con el sabor de lo bueno en los labios.
alguien me dijo de ti que escondías el orden de la soledad debajo de la cama, al lado de las zapatillas y las revistas guarras: te felicito, tío, no es mal sitio para estuchar el botín de lo inesperado.
y más si eres escritor y poeta de puros huevos hasta el trago aquel de romperse el páncreas: eso es talento. lo tuyo es talento.
talento, man: has ganado.
has podido esperar, a la muerte sin que nadie, nadie, te reviente los cojones.
eso querías: esperarla vivo mientras te follabas a bebedoras de vino barato tan desesperadamente vivas como tú, tan ávidamente lúcidas del resplandor como tú.
sí, amigo, te las tiraste a todas, y fuiste un cabrón con ellas, cuando el infierno era un apartamento para dos.
en la radio suena Mahler a tu manera y he bebido por ti mientras leía “victoria”, un poema de gente con palabra.
a tu salud, socio, aquí ando: cumpliendo con lo mío. aunque sé que nada de esta mierda te interesa.
a mí también me da igual, pero bebo por ti, Hank, por lo bello, por lo suciamente bello, por lo ciertamente bello que ha sido leerte:
¿Qué tiene dentro la paz de la palabra? y muchas aguas diluviaron encima de mis manos sin dar con la respuesta.
Estoy muy sola con unos cuantos nombres desnudando mis ojos. Han huido de mí dejándome en los dedos un perfume de armas y ceniza Y soy una mujer imposible de atar que va dejando huellas por la arena, un perdido perfil en un retrato que no acierta la luz.
Yo quemé mis pestañas y mis dientes en las hondas hogueras del ocaso con la misma pregunta. ¿Acaso puedo variar de rumbo al mundo?
Pero muchos maldicen mis palabras se juntan en las tardes sin peldaños conjuran al crepúsculo, se miran buceando en los ojos y si oyen un momento mi voz levantan árboles y el mar ponen en pie. Ya no hay orillas para mí que soy náufrago de tierra.
Ahora al mediodía de mis años dejo que vengan otros a robarme lo que yo nunca tuve, que me exilien a una tierra jamás pertenecida y no sean las sombras quienes pongan mi grito en cuarentena.
Me he dado tanto cuanto me fue posible, mas ignoro si me queda en los huesos algún haz de luz por entregar. Mientras, persisto luchando por un mundo más humano con toda mi inocencia en carne viva.
Que nadie venga ahora a apedrearme la mirada pues me sobra el arrojo para quebrar sus cántaros de sombra.
Romance de noviembre
Siempre me lanza noviembre los puñales de sus hielos y me atraviesan la piel y se me clavan muy dentro en el corazón que late con sístoles a destiempo. Trae su cántaro de luto con angostura repleto que se derrama silente por las lunas de mis pechos y entre el vacío del aire y el desconchón del silencio con su gris deja grabados en la cumbre de mis senos los cánticos funerales que musitan los espejos. Yo no sé quién habré sido ni hacia dónde va el revuelo de la sombra de mis pasos enlutados de silencio sólo sé que entre mis ojos llevo el alma al descubierto que huyendo de los otoños se enamoró del invierno. Llevo clavos en las manos —crucificados mis sueños— mientras la rosa de pólvora que alguna vez fue mi cuerpo se deshace en la derrota de tanto morir por dentro.
Dolor de luna rota
Llueve sobre mi voz rumor de llanto y es el llanto la llama, que silente, transforma con su látigo candente la lluvia de una lágrima en quebranto.
Llora sobre el amor un frío canto que corona de témpanos mi frente; mi voz es el silencio que va hiriente por la oscura salina del espanto.
Se desnortan las sílabas y brota un íntimo aguacero sin sonido y en mi rostro un dolor de luna rota.
Mis ojos son lagunas, hielo ardido amor que se desangra gota a gota en la garganta negra del olvido.
Vorágine
Aquí estoy de nuevo compañeros. Traigo la voz partida en mil pedazos, en muchos almanaques. Estoy como una más, una cualquiera de todos los poetas del lugar disfrazada de mí, con este agobio que aguanta una mujer sobre su espalda con escasa esperanza, con sus párpados medrosamente abiertos y en silencio.
A esta altura del año quién va a darse importancia, si no somos más que poquita cosa, un viento, un río, un gorrión de luto que no alcanza los astros, cada cual se queda solo aquí, no es para tanto la tragedia de una en voz primera, el primer chaparrón, diluvia el tedio por las calles de siempre, de hace siglos, sin variar un número, una esquina.
En mi ventana ya no existen sorpresas, la costumbre de siempre es lo que hay, no va a ser todo solemne y en mayúscula, en mi vida no ocurre nunca nada.
Compañeros he llegado de nuevo, me he quitado del corazón terrazas y crepúsculos, cuestas arriba y árboles, miradme, viva otra vez, normal, repatriada, las letras me dan vueltas, no detienen su vértigo un momento.
Soy la mujer que siempre estuvo aquí —dadme ese nombre— que besó tanto el mar, que moriría como tiene que ser a la sombra de un verso. Estoy aquí de nuevo ante el cristal y no me reconocen y me basta sólo vuestro dolor, el que no tiene un quicio en el periódico.
No es el tiempo de hablar en singular, hoy la tristeza tiene forma de mapa y es por eso que revestida al cabo de mí misma vuelvo a la soledad a quien me debo.
Voy a tapiar mi mente y toda la barroca amargura de los versos que no terminan de definirme. Voy a cerrar la puerta sin echar la vista atrás y a subir las persianas para sentir el aire fresco en las mejillas.
Voy a volar.
Podría hablar de tantas cosas…
He amado y me han amado, conocido medio mundo, cuidado cuerpos mutilados y heridas ajenas olvidando las mías, pero todo lo estropea la dichosa nostalgia de ti.
Debería haberte metido en el frigo hace muchos años. Sentir el resentimiento que te ganaste a pulso, para librarme de escribir mediatizada por tu recuerdo. Me jodiste la vida.
Va siendo hora de no eludir el odio, pero si dedicara el tiempo que me queda a sentirlo, seguiría siendo una víctima del recuerdo.
El pasado, pasado está.
Hoy me apunto al olvido.
Isabel, estás en ese punto en que lo que pasó es mucho más que lo que se vislumbra. Ha sido largo y difícil, muy difícil, pero jamás intentaste acortarlo.
Has sido valiente para enfrentar la vida y leal con tus amigos, aunque algunos terminaran como despojos y te frustraran.
Tampoco te quejaste demasiado cuando alguien te consideró exclusivamente como una médico útil y precisa.
En el fondo, reconócelo, siempre te satisfizo que te necesitaran.
No tuviste nunca grandes ambiciones ni se te ocurrió pensar que la humanidad estuviera en deuda contigo, así que tampoco esperaste grandes compensaciones, ni premios, ni regalos.
Buscabas la paz y es casi lo que tienes.
Buscaste amor y todavía te late el corazón para la entrega.
Al final, Isabel, naciste mansa y heredaste la tierra.