Convertirse en escritor conlleva años. ¿Significa eso que tiene que pasar una década, o dos para que puedas llamarte, definirte como escritor? NO. Uno es escritor desde el minuto uno que emprende su carrera, porque es una manera de vivir. Uno ve algo que le impresiona, algo que le gusta —o algo doloroso que le ocurre a alguien que quiere– y lo convierte en verso, lo transforma en historia. Uno se lo saca del pecho, se lo arranca del estómago y lo deja sobre el papel. Y eso ya te da la posibilidad de mirar ese conflicto, ese hecho traumático, ese paisaje o emoción desde una perspectiva diferente.
Y eso es ser escritor o ser poeta, vivir el mundo, sentirlo a través de esa habilidad.
No, yo no soy consejero, yo soy poeta. Huyo como si huyera de la peste de esos escritores que en su día lo intentaron y jamás lograron despertar nada en el receptor, ese lector que está al otro lado, porque mayoritariamente, es en eso en lo que se convierten los poetas que no quieren profundizar, que no quieren currar.
¿Qué es lo que hay que hacer para convertirse en un buen poeta?
Reconocer que no sabes una mierda es el primer paso para entrar en la ruta de los cambios. Sin eso no hay nada.
Lo difícil no es llegar, sino mantenerse y según decía mi abuelo, hombre sabio, naturista y ecologista, «la cerveza fría se la toma cualquiera».
Para enseñar no basta con decir, también hay que saber hacer cómo Dios manda.
Nadie te puede enseñar a escribir versos con un manual, porque la poesía es diferente en y para cada individuo. Trabajamos con nuestras vivencias, con nuestras emociones, con nuestras entrañas.
Conozco a muchas pibas que se funden el sueldo en tacones y bolsos. Los compran como si fueran Chupa Chups a sabiendas de los malabares que tendrán que hacer para llegar a fin de mes. Mi mujer también fue una de esas consumidoras compulsivas. Compraba zapatos a juego con las carteras a punta de pala, pese a saber que me eran indiferentes.
Me daba igual si iba a la compra descalza. Me gustan las mujeres por lo que hay oculto en su corazón.
En cuanto a los bolsos, no dejo de reconocer que tienen su punto funcional. Cuando vas de copas con tu mujer, por ejemplo. Ese mismo bolso en el que te andabas cagando por su desorbitado precio se convierte en tu salvador cuando le pides que te guarde el tabaco, la billetera, las gafas de sol…
En ocasiones, el bolso de tu compañera te libera de una multa por posesión de estupefacientes: «Mierda, un control policial». Entonces le pides a tu mujer que te guarde en su bolso la metralla que llevas encima.
Por supuesto que ella me cumplía, ambos sabíamos que los agentes no iban a registrar el bolso de una señora de buena posición.
A ratos, yo también practicaba la compra compulsiva, aunque no eran objetos tan chachis como un bolso de Carolina Herrera. Eran, según mi mujer, «más mierda inútil».
Solo una vez, en Navidad, compré algo que nos puso de acuerdo: un karaoke. Lo usábamos en Nochebuena, por San Esteban… y otras fechas señaladas. Para evitar enfados entre los participantes propuse algunas pautas con las que ella estuvo de acuerdo. Tuvimos cantantes de oído cuadrado a los que soportó con un estoicismo de Grammy.
Giubi, por ejemplo, es un excelente bailarín, pero para cantar no lo llames. Mi colega no afina, rebuzna.
Sentí más la presencia del verdadero amor en el último año que pasé junto a mi mujer que en los veintiséis que llevábamos de matrimonio. En esa última etapa ya no estábamos casados ni usábamos el karaoke. Tras el ictus mi esposa perdió los rudimentos del lenguaje, pero no a su compañero de vida. La amaba aunque fuera totalmente dependiente de mí y aunque hubiera convertido mis días pasados en un infierno.
Era una gran verdad que aunque que me esforzara en hacerle la vida más fácil ella no recuperaría lo perdido. Su degradación mental y física era una realidad que yo solo podía combatir fabricando nuevos recuerdos.
Es cierto que no hablaba, como también es cierto que al cabo de los meses de producirse el incidente recuperó algunas palabras. No le valían una mierda para hacer una sesión de karaoke –no podía construir una frase por sencilla que fuera–, pero bastaban para comunicarnos: café, bebé para identificar a los hijos, agua, TV. Sol, decía sol, lluvia…, y ¡Juan!.
Fue una sorpresa descubrir que de entre toda la variedad lingüística, mi nombre había regresado a su memoria. Hecho curioso, en el pasado solo me llamaba por mi nombre de pila cuando estaba de bronca.
Encontrar el karaoke entre los trastos que guardo en el garaje me hizo rememorar la noche en que nos conocimos y en la que oí por primera vez a Camarón de la isla, una voz valiente en la manera de afrontar los preceptos del flamenco de finales de los ochenta.
Me enamoré de su voz, tanto como lo hice años más tarde de mi mujer. La conocí durante el intermedio de la jam session que había ido a escuchar en el café del teatro Central, en Sevilla. Ella era una de las participantes.
«¿Le importaría dejarme un papel de fumar?», le pregunté.
Minutos antes vi que se había liado un porro en la terraza, apartada del resto de músicos.
Ella me pasó un papelillo.
«Ha sido un “Love for sale increíble», le dije refiriéndome al estándar con el que los músicos habían cerrado la primera parte de la jam y que ella había interpretado al piano.
Me dio además del papel, fuego. Mientras la miraba adentrarse nuevamente en el bar me di cuenta de que no sabía su nombre. Llegué con el concierto en marcha y ni siquiera miré el cartel publicitario de la entrada.
Más tarde, volvimos a encontrarnos en la salida del teatro. «Te acerco a casa», gritó ella desde el interior de su coche, gesto que acepté agradecido. Era la voz de Camarón de la isla la que sonaba en el reproductor.
Entonces no tenía manera de saber que ella sería en el futuro mi esposa ni que veintisiete años más tarde esparciría sus cenizas bajo el olivo del jardín de nuestra casa.
Desde que nos casamos, vivió inmersa en una guerra contra el tiempo. La diferencia de edad, veintidós años, nunca me molestó. A quien le hacía la puñeta era a ella, ya que perdía una hora cada mañana para disimular las arrugas con el maquillaje. Teñirse el cabello semanalmente para ocultar las canas o someterse a costosos tratamientos contra la celulitis.
Sí, la mujer que ya no compraba tintes de L’Oreal para el cabello ni podía usar el karaoke había envejecido milenios.
No caí en la cuenta de que la mujer que fue mi compañera durante un cuarto de siglo era ya una anciana que usaba, en lugar de tacones caros a juego con el bolso, deportivas con velcro.
Van los ríos profundos de mi tiempo, alzando insospechados calendarios donde cuento los días de esperanza mientras tacho los días de quebranto.
Arranco de los meses los silencios cuando no hay ya manera de escucharlos y en la tela esmeril de cada hora engarzo los tejidos de mi espacio.
De vez en vez, aquella voz que canta repasa las historias de dos náufragos que fabricaron barcos de crepúsculo para apagar la sed en solitario.
Ahora, aquí, en esta tierra firme, desenrollamos los papiros mágicos, hablamos con un ritmo de tambores convocando al olvido a recordarnos.
Seguro que en el cofre de la vida, el cuento aquel, aún está esperando.
Cancelación de lo desierto
Gavrí Akhenazi
Yo sé que a veces hinco la rodilla en la tierra y que entierro en el pecho la cabeza afiebrada por imaginar cosas que podría decirte a solas y en la umbra, como alguien sin mañana.
Pero soy un silencio que se remuerde solo con vocación inhóspita. Una bestia esteparia que busca entre las cuevas secretas de tu especie la especie que ha perdido su espíritu de llama.
Aúllo y te reclamo con mordiscos de lumbre, tu acerico de ausencia se me clava en las plantas y soy el caminante que ha extraviado un desierto y rebusca en su sed el agua de la lágrima.
Al fin y al cabo, a solas, sin tantos artilugios asesino entre verbos mis mundos de metralla y, como ves, inclino mi arrogancia señera a la rienda de seda de tus manos extrañas.
No me acaricies, hembra, que la melancolía de no haberte tenido, me llena de nostalgia.
Jack Skeleton – John Madison
En voto de silencio me declaro aunque la «verbi gratia» me desborde que puede mi discurso no ser claro si mi voz de poeta es monocorde.
Y ya puede mi Sally tras la reja pedir que rompa en dos mi mandamiento que no daré cordel a la madeja de versos sin tener conocimiento
Hay silencios que dictan en su arrastre una suerte de efecto mariposa no temas, Sally Persson, si el desastre alcanza a mi liturgia clamorosa.
Te vuelves por momentos adictiva a amores que alimenten tu brasero, yo soy tu Frankenstein y tú la diva que doma la pasión del romancero.
Y mientras la metáfora resiste a regalarme su divino encanto carcelera es la sombra que te asiste hasta que el verbo anuncie el contracanto.
¿Qué se necesita para hacer arte? Yo diría que valentía, y mucha personalidad por encima de todo, porque desde ya afirmo que no es suficiente con la formación técnica. Si todos los artistas del planeta se hubieran conformado con lo que ya estaba hecho sin traspasar la línea que cuenta para la academia como no permitido, aún estaríamos pintando en las cavernas.
¿La técnica es necesaria para crear cosas que nunca se han hecho? Por supuesto, ¿cómo valorar lo hecho para posteriormente abrir una nueva brecha? ¿El autor puede hacer lo que le de la gana con su obra, aunque no entre dentro del canon? Por supuesto.
Tu Arte: ¡Tu responsabilidad!
En muchos casos, los procesos de experimentación han dado lugar a movimientos culturales nuevos y a la modificación de los manuales.
Los valores del individuo: historia personal, infancia, geografía, dogma, religión o filosofía, condición socioeconómica, familia y tabúes condicionan la forma de hacerlo. De ahí que no se pueda medir la manera en la que cada cual se exprese. La literatura es una instantánea de esa realidad que el creador vive y exorciza. De modo que, también, es una credencial que habla de ese autor como parte de un conjunto «x» con un comportamiento sociocultural «x». Lo llamamos «estilo». Cada cual el suyo.
A menudo uno tropieza con gente que pretende cambiarle el estilo: «No entiendo lo que escribes, porque tus palabras o tus versos no son iguales a los míos», «Yo no diría jamás eso con las palabras que tú lo has dicho»… válido para actividades como pintar, cocinar, actuar, fotografiar… En fin, Arte.
Para TODO.
Enfrentar un texto, en prosa o en verso, con esa libertad de la que hablo requiere valentía si se pretende retratar y sobrevivir a toda una jauría de inquisidores más interesados en la quema de brujas que en el respeto por el marco que rodea la expresión escrita.
Me es imposible marcharme sin recordarme a mí mismo el concepto real de Arte: Arte, del latín ars, artis. Actividad o producto realizado con una finalidad estética y comunicativa.
Para volar contigo quise un día ser verso en la franquicia de tus ánforas, hechizo a contraviento que enamora tu pelo, tu perfume de muchacha.
Para vivir contigo canto a canto, mi voz de hombre fractal junto a tu almohada, vendí mi vocación de aventurero al Brahma creador una mañana.
El creador me impuso ciertas normas:
«Todo negocio implica abonar tasas. Alfarero te nombro, busca un reino dimensional en otra de mis casas. «El alfarero Juan”, ni los cometas opondrán resistencia a tu palabra. Las dunas se alzarán con tu prestigio, los puertos, las marismas y alfaguaras. Irás con tu Nereida a sembrar montes de amor gemelar puro y nobles dádivas. Pues solo allí podrás vivir con ella la rueda de pasión que te arrebata».
Y el arancel pagué a las siete lunas de Brahma por mi don y por tu alma, por esta condición de construirte mundos en otros mundos, novia amada.
Miserere
Después de tanta lluvia torrencial debería sentir, mi Dios, que reverdezco, que brotan de mis ojos ramales que conectan con tu infinitud universal y en el pelo una selva de ramilletes vírgenes.
Debería agradecer a ese Diluvio ser este nuevo hombre escribidor de pócimas sanadoras, agradecerte Dios cómo me enseñas a sentir este ahora en plena conjunción con el paso de los años. Pero hijo tuyo soy e igual a ti me hiciste, así que, no te extrañe si te reclamo al menos una parte de tus dones, solo para gozar del privilegio de provocar catástrofes ciclónicas que anulen la historia de su amor.
Te confieso mi Dios que muchos días quiero abrir esa caja de Pandora que todo mortal guarda en su armería y que no quede ni una sola señal sobre la tierra de ese oscuro querer que fue su amor.
En ocasiones quiero borrar mi humanidad, toda clemencia. Borrar de un solo golpe su historia de mi historia, su rastro de la sangre de nuestros hijos, sus noches de mis noches. Barrer con mi tormenta de nuevo semidios reverdecido todos sus orgasmos…
Borrar, mi Dios, del éter de tus días nuestro tiempo.
Maia
Alguna vez ayer, fui de un poblado su guerrero mayor, guardián del templo. Alguna vez di muerte en un combate a un hombre y otra vez resulté yerto, y fue mi funeral crisol de cantos de antorchas y de ofrendas a los cielos, mientras mi cuerpo ardía en la litúrgica promesa de entregarme al firmamento.
Alguna vez, según me cuenta Brahma, ayer, alguna vez fui marinero. Fui mercader, fui paria, bailarina en un burdel francés vendí mi cuerpo.
Hechicero, chamán y enterrador… Alguna vez, también, hombre de versos. Su voz me llama a ratos en la noche, su voz nocturna y clara rompe el velo y ya no sé en qué mundo vivo y ando, si Maia es este cuarto en el que duermo.
Alguna vez, según la voz de Brahma, alguna vez fui Juan, el de los versos.
Canción del enemigo
Dios, ya no cuento las veces que te invoco. Te pido no te quejes si todas las noches practico el mismo rezo:
Salud para mis enemigos, riqueza en su diario, equidad en la sed de sus venganzas. Fiereza en el combate.
Dame un púgil en igual condición sobre el terreno.
El enemigo primero, Dios, porque él es parte de mi signo, fractal inquebrantable en mis batallas.
Mi enemigo es el termómetro que indica los grados de temperatura que alcanza mi resistencia, mi enemigo me muestra mis debilidades, todas mis fortalezas.
Mi enemigo me muestra mi pasión contenida usando el arma. Esta arma nocturna hecha de huesos rotos y de muertos; esta voz de abecedarios inéditos difícil de entender, de contentar.
Te agradezco todas tus bendiciones, Dios.
Cuando mis enemigos se desbordan como un río salvaje, tú me levantas y lanzas tu manto sobre mí, me recuerdas que eres más creativo y justo condenando.
Me dices: «No te apures, Juan, deja todo en mis manos, cada Goliat que el destino te impone es la oportunidad de demostrarte quién eres realmente».
Luego ya estoy en paz como guerrero, y toca rendir culto a mi linaje.
Dios: cuida bien de mi hijo, dale luz a su espíritu.
Cuida de mi mujer.
Este hijo te pide que no se la devuelvas al Samsara. Déjala allí, ausente, tejiendo quién sabe qué nueva fechoría de maldad entre las sombras, porque sé que la luz también sabe cómo vivir oculta en las tinieblas.
Solo es cuestión de tiempo que ella la encuentre.
Dejamos muchas deudas sin saldar. Algunas ecuaciones irresueltas. Pudo más mi orgullo. No supe ser el hombre que querías, Dios.
Lo lamento.
Di más valor a mis espadas. Más valor a la carne, más valor a mis vicios, más valor a mi trono. Más valor a esa estúpida guerra de los miedos.
Lo reconozco, Dios.
Pero aún así te pido, no nos hagas pasar, una vez más, por el calvario de volver a querernos completamente a oscuras. Si algún día ella y yo volvemos a estar juntos:
Hace mucho que mi hijo dejó de visitarme en sueños. Pero aún sigo creando esas secuencias en su compañía, aunque ahora ya tengo la capacidad de llevarlo a cabo sin la obligatoria necesidad de alterar mi conciencia como recurso infalible para mantener sus recuerdos intactos.
Aún sigo siendo un fiel consumidor de cannabis. Pero ya no creo formas ni subrealidades, ahora la yerba opera como un vehículo conductor que transporta mi conciencia a una zona segura de completo relax. Mi entrada en la fase de sueño es inmediata y reparadora, aunque hoy, en especial, no lo ha sido.
Son las cinco de la mañana. Estoy tendido en la cama abrazado a mi perro, Drako. Él, partícipe de mi sobrecogimiento, se pega a mi cuerpo con denotada ansiedad. El pobre no alberga la más remota idea de ser el protagonista principal de mi nightmare, a título compartido con mi difunta esposa.
En ocasiones, los encuentros oníricos con ella son aterradores.
Necesito un café, además de una conversación con mi mujer.
«Buenos días, mi amor. Te extraño mucho», digo, ya en el jardín. Bajo el olivo que guarda sus cenizas.
Gavrí Akhenazi – Israel
Niño del laberinto
Miro a mi niño fiel. Miro su demacrada fidelidad de perro con hambruna de dueño y regreso a explicarle que el camino nunca se hace de a dos; que siempre en el camino hay una encrucijada que se toma de noche, distraídos quizás y entonces, la soledad ocupa el costado ocupable. De preferencia, que te ocupe el izquierdo, le digo, porque de ese lado está tu corazón y siempre es mejor estar solo que falsamente acompañado. La soledad jamás te traiciona. Avanza de tu mano, te lleva en brazos cuando el cansancio truena en tus rodillas y te ofrece un pecho firme cuando la reflexión es perentoria.
Mi niño fiel me mira en el espejo y veo cómo asimila sin demasiado esfuerzo mi mirada. Veo mutar sus ojos, mansamente, en un jeroglífico inconmensurable por el que solo él podrá caminar desde el cansancio.
Miro a mi niño fiel que ha diseñado a mano alzada su propio laberinto con setos metafísicos y lianas vigorosas que atrapan con sus flores sangrientas a los rayos de luz. Lo miro, satisfecho como un emperador espeluznante, protegido en su propia Ciudad Prohibida, solo y a merced de sí mismo y sus proezas.
Desordeno mi fidelidad. La corto en trozos que dejo sobre espasmos de sol, para que se agusanen mientras se secan con la estólida laxitud de lo muerto. Basta que des la espalda, le digo al niño fiel cuya mirada en el fondo final del laberinto, es un manto de espejos que deforman sus ojos y su fe, y aquello en que creías se corrompe. Pero eso no es lo malo. Lo malo es entenderlo; darse cuenta.
Mato a mi niño fiel. Solo lo mato.
No sirve para nada y espero que nunca más se obstine en renacer.
Quizás la magia existe. No lo sé. Pero muchas veces, el acto de escribir se transforma en un acto de magia que devela ante los ojos atónitos del lector, todo un universo ideal hecho con propuestas sanadoras, con ímpetus heroicos, con penas restañadas y, por sobre todo, como en una ensoñación, un universo en que hay «amor del bueno».
Eva Lucía Armas y John Madison existen y escriben en ese plano que transforma lo real en un caleidoscopio de sensaciones armoniosas.
Han hecho del verso y la palabra, un arma de combate para enfrentar la vida cotidiana y llevarla al plano de los sueños.
Ambos coinciden en el don. Y ambos poseen un don poderoso para hacer de la expresión escrita un ancho mundo sano a través del cual los lectores pueden encontrar la ruta de la sanación siguiendo el rastro de las emociones en su estado más puro.
Dos autores con poder de fuego que viajan por todos los mundos que sus voces fabrican con esmero y latido.
Leerlos vivifica y remodela el día. Como si fuera magia.
La cordura es un don que no abunda demasiado ni conviene ejercerlo, pues los locos no quieren que nadie les disuada de que es solo ruido ese abigarramiento polifónico que suena en su cabeza.
Sin saber qué decir que aporte algo de luz a toda la vorágine de tantas y tan cáusticas babeles, qué habrá de hacer mi voz, sino asumirse lágrima en un océano de sal y quedarse callada.
Hablar de la armonía en un mundo de sordos carece de sentido mejor no exasperarse malgastando palabras.
Porque jamás la música ni la verdad necesitaron nada que no fuese el susurro del viento en la enramada y un corazón atento y sensitivo para existir.
Quién quiera puede llegar a ellas, solo tiene que dejar al instinto que descubra los rumores que pueblan los silencios.
Y escuchar con el alma ensimismada.
Jordana Amorós
Verso blanco
Miguel Urbano
Tercetos encadenados
Canto a la esperanza: A Lorca
Te busco amigo mío por doquiera… mas no puedo arrancarte de mi mente pues hiciste en mi alma enredadera.
Y a pesar de tan largo tiempo ausente tu recuerdo me sirve de alimento, pues, en mí, siempre vives tú presente
ocupándome todo el pensamiento. Jinete cabalgando te he soñado, cometa que volabas sobre el viento.
Y, ¿cuánto con tristeza te he llorado? Que lágrimas de sangre aún me vierte el corazón, del tuyo enamorado.
Con su guadaña vino a ti la muerte quedando aquella noche ensangrentada; ¿Qué hados te trajeron mala suerte?
Y, ¿dónde estaba Dios la madrugada?… Pero los hombres son con sus rencores, el odio y tanta envidia despiadada.
Yo querría llevarte algunas flores, donde tu cuerpo pueda reposar con el trinar de pájaros cantores.
La luna se quería desposar tú de negro, ella rojo su vestido y en sus manos un ramo de azahar.
Y yo pregunto ¿Dónde te han metido?… Alimentando rosas y jazmines en un hondo barranco allí perdido.
Te buscaré del mundo sus confines hasta haber tus reliquias encontrado y haremos fiesta y fondo de violines.
Tu verso compañero va a mi lado y, como perro mis entrañas muerde dejándome el sentido traspasado
soñando…verde que te quiero verde… Maldita sea siempre toda guerra. El mismo vencedor también la pierde.
Si no aprendemos del error se yerra: y esparcimos el odio de semilla sembramos de cadáveres la tierra.
¡El poeta de alma tan sencilla sea concordia entre los hermanos, fanal de amor y paz su luz nos brilla, y nos haga vencer rencores vanos!
Una fiesta de luz y de colores
Cuando me llamas Juan, Juan de mi signo, cuando me llamas Juan entro en los cielos cuando me nombras, Juan, soy tu cautivo. Cuando me dices, Juan, Juan de los muertos.
Cuando me dices Juan, Juan de mi signo se desordena el magma de mis versos. Cuando pronuncias: Juan, no hay más caminos que elegir en tu nombre de altos vuelos la majestad de levantar destinos en órbitas lejanas. Si tu verbo, si tu cantar de pan, tu son de vino me invoca: «Juan, mi Juan el marinero» a mis montes regresan los olivos, los albatros quebrando mis silencios
Cuando me dices Juan, Juan el marino, cuando me llamas Juan, regreso al templo que fundé para ti donde los hilos del tiempo hacen posible los te quiero.
Cuando me llamas Juan, soy ese tipo que levanta por ti mareas, reinos. Cuando me llamas Juan, soy tu marido en esos tentadores multiversos.
Cuando me dices, Juan, vuelvo a estar vivo, Dios protege en sus aguas el secreto; nuestro secreto, amor, donde existimos en un castillo al borde del desierto, y solo Dios conoce nuestro exilio nuestro rito desnudos contra el miedo, solo Dios reconoce tus vestidos mis sombreros Fedora, mis misterios. Solo dios sabe, Octavia, que dedico al borde de tus labios mientras vierto mi seminal victoria en tu delirios.
Cuando me llamas Juan, mi Juan el marinero, mi capitán, mi Juan el de los himnos, soy tu escritor mercante extra terreno y en tu fiesta de pájaros y trinos quiero morir de amor, morir en verso.
John Madison
Rima alterna
Orlando Estrella
Verso blanco
Mi compañera se marchó
Mi compañera se marchó de incógnito. No me explicó porqué. No se fue de mi casa, nunca vivimos juntos, nuestro hogar era el mundo, los caminos, las calles, los comedores, los hoteles chinos, -ahí no hacen preguntas-, les importa un carajo quien eres o quién no. Y esos pormenores nos definían bien.
Nos gustaba estar solos, apartados de otros. Amigos de los márgenes, algo así como antítesis, un gran contraste, pues, éramos militantes de un partido de masas que procuraba gente para lograr sus fines. No fue nada chocante que juntos renunciásemos maldiciendo los putos dirigentes de mierda que resultaron ser rateros consumados.
Una mujer brillante, cuyo sueño mayor era ser contratada como investigadora como cualquier ratón de biblioteca. -Aunque esté recluida y que además me paguen- musitaba con brillo en su verde mirada.
Pero un día se fue, se apartó sin decir, sin dar explicación. Quizás sea frecuente en la mujer independiente, libre. O tal vez cometí un disparate y no lo supe.
Si no fuese habitual mi mundo solitario, me hubiese golpeado con una mayor fuerza ese trance de vida que recuerdo como el mejor poema que se adapta a mi estilo.
Mea culpa
Resultaría fácil culpar a los demás de que haya huecos en las opacas vetas de espejismo con las que construí mi gazapera.
Afuera luce el sol y por los agujeros se cuelan alfileres que inoculan el frío de la luz.
Aunque me convirtiera en diosa de ocho brazos los dedos no serían suficientes para tapar las brechas que persisten en su afán de mostrarme mi ceguera.
Culpo a mi cobardía y su tesón en hacerme mirar hacia otra parte, mientras tarde o temprano los problemas que un día no enterré revientan para abrir otro boquete.
Ángeles Hernández Cruz
Verso blanco
Eva Lucía Armas
Romance heroico
La playa de la Pena
Érase una vez un hombre antiguo que amaneció en la playa de La Pena. Con él había un esplendor de antaño, su vieja Excalibur, cuatro quimeras, un paquete con voces que cantaban mojadas bajo el sol pero despiertas, algunos abalorios hechiceros que olían a Patchouly y hierbabuena, conjuros varios, notas, mapas, pan y un fuego que alumbraba en cualquier niebla.
Iba a pie por el mundo con sus cosas: sus viejos dinosaurios de otras eras, sus aves fabulosas e imposibles, su voz de encantador de las tormentas, su flauta de Hamelín, sus distracciones y su red cazadora de cometas.
Un día, tuvo un barco y fue pirata, un corsario en busca de una reina y anduvo por «los mares procelosos» al timón de su propio Perla Negra que del norte hasta el sur viajó la aurora buscando una esperanza aventurera.
Érase un hombre antiguo, un hombre extraño, con manos de apartar todas las piedras el que llegó a la playa dando voces como conquistador de las sirenas y levantó castillos y almanaques puso en horario el reloj de arena y se sentó a esperar tejiendo pájaros a que se enamorara de él la ausencia.
La Pena lo miraba, alucinada. Toda la isla olía a madreselvas.
Hay quien busca la luz en la mentira y se alumbra con lunas. Pide besos ingenuos en un feudo de embelesos y frente a la verdad sufre y delira.
Quiere verse en el sol y cuando mira solo descubre ímpetu y excesos, sentimientos agónicos y presos que no sabe plasmar, rayos de ira.
No conoce la voz inmaculada, la palabra perfecta que se asoma al balcón de un poema transparente,
el verbo que ajusticia en la alborada los miedos a las noches del idioma y te desnuda agudo e insolente.
(Soneto)
Isabel Reyes – España
Daría
Daría todo el mar, todo mi anhelo y el agua de mis ojos, mi llanura con tanta sed de sal y tanto miedo
Daría el sufrimiento, los senderos de tu boca a la mía, tantas leguas que median de mi abrazo hasta tu cuerpo.
Daría el trigo verde y el silencio de tu nombre crecido en los bancales de mi heredad estéril tanto tiempo.
Daría estarme siempre entre los remos de tus barcas y el mar, y estar contigo más allá de los campos y del cielo.
Daría todo ahora, cuanto tengo de bello en torno mío: las palabras y el viento delicioso en que te envuelvo.
Por saber qué nostalgia, qué misterio hay más allá, amigo, hay más acá de esta orilla en que vivo y no te encuentro.
(Tercetos de Arte Mayor)
Miguel Urbano – España
Te busqué
Te busqué por las cumbres y los ríos, por selvas y por ricos cafetales, por remotos espacios siderales, y por piélagos, cálidos y fríos.
Te busqué sin rendirme a desafíos, por oasis de verdes palmerales, por áridos desiertos minerales, y por volcanes, mansos y bravíos.
Te busqué en el bullicio y en la calma, sin cesar te soñaba noche y día siendo de mi existencia ansiada palma.
Y cuando el desaliento me vencía, al asomarme al fondo de mi alma al fin te hallé, mi amada, poesía.
(Soneto)
Morgana de Palacios – España
Ciclotimias
Entre ¡vivas! y ¡mueras! me nazco solitaria, nadie se asombre pues si escéptica me muestro metáfora baldía y correligionaria de los que no rezaron jamás un padrenuestro.
Simbólico aluvión de sangre derramada en arenas extrañas a despecho de azares, no encuentro mi lugar en ninguna alborada ni sueño en publicar mis obras ejemplares.
Nací para ser libre con las manos abiertas que se han ido colmando a traves de los años, de brillantes esposas y de cerradas puertas de todos los colores y todos los tamaños.
Hay quien inventa falsas conjunciones astrales y en alarde piadoso se acaricia a sí mismo con el polvo de estrellas de las aparenciales orgásmicas visiones de su propio espejismo.
En la exacta frontera de las pulsiones grises yo vivo a ras de suelo, casi definitiva. Si tropiezas conmigo ¡cuidado! no me pises que suelo revolverme si no hay alternativa.
(Serventesios de Arte Mayor)
John Madison – Cuba
Love cactus
Te encontré y no sabía que guardabas la llave del orden de mis mundos, nightmare en rebeldía. Te encontré como encuentras para un ánfora el agua.
Con esa fe imposible, yo encontré tu abadía.
Te encontré y ahora tengo que levantar diez puentes de Madison en vuelo, poética osadía, para activar la risa de tu barca nocturna, verano de mi sangre al declararse el día.
Hoy he pensado en ti, en tu aroma de impúber, conjugación almática de antigua novia mía, y he sentido nostalgia de tu loca costumbre de alunizar espléndida en mi casa baldía.
(Romance heroico)
Natalia Alberca – España
Futuro imperfecto
Un mal día dejé de conjugar el futuro perfecto. Se esfumó de aquel libro gastado de gramática que solía leer asiduamente.
Y me topé de frente con la fobia que me causaba el modo imperativo. Con el condicional me consolé, intentando pensar: ¿Y si tan solo
fuera una pesadilla?¿Si eso nunca pasó? Me ilusioné con el acaso que el subjuntivo, amable, me ofrecía
con rasgos irreales. No me queda salida; aceptaré que mi vivir es tan solo un gerundio: subsistiendo.
Un cactus floreciente es toda ella para mi corazón, otoño en trance, y solo el verbo Sol de mi sistema planetario da voz a su elegante poética manera de abrazarme.
Un cactus floreciente, una rareza, acuática es su risa de muchacha. Cactácea verde mar que a mí asexuada espiritualidad ha conquistado.
El Ra de mi nocturno round terráqueo: El amor verdadero es mi cactácea.
Aguacero astronáutico en mi nave, sambando va su lluvia por mi casa,
2
Te espero en la otra vida, allí te espero con mis deudas saldadas, bajo el signo de otra era animal, amor, te espero. Con mi voz de poeta volcánico te espero.
En la ladera oculta de la luna, en los campos de Orión, allí te espero para poblar de flores tu canción, de renovados besos tu vivero.
Encontrarás mi savia en otra piel, pero sabrás que es Juan, el de los versos.
John Madison
La vida y sus problemas nos envuelven con espinas peores que las mías. Yo suelo ser aloe curativa o tunita de azúcar si me quieren.
Espinitas por fuera, miel por dentro, me defiendo a mi modo de las cosas pero tu corazón me desemboza con su boca que vuela a contraviento.
Algo de mi dulzor se ha despertado como un loto fugaz por tu palabra y, rosa del desierto, aquí te habla mi pétalo de agua, desflecando una razón de estrellas singulares.
Juan de los versos, Juan que siempre añades un fondo universal a mis espacios.
Eva Lucía Armas
“Mi corazón es tuyo”, dije un día hace ya algunos años, flor de loto. Mi corazón que entonces era un frágil misal que no encontraba su acomodo.
Mi corazón que escribe sin reposo en el norte caudal de su obra pía la fecha en que tu amor de Cataleya, dio muerte con su voz a mi perfidia.
Tu amor sin condición, tu amor de altares tu amor es mi oración, tu amor mi salve,
tu amor me llevo yo, mi Eva Lucía junto a la luz de Dios cuando él me llame.
John Madison
A veces, ya sabés, amortiguo la espina y me vuelvo una grosella verde para esa boca tuya, dorsal y masculina.
Una grosella ácida que arde por dentro de tus ganas y ambarina se licúa en sus rojos fiel al mordisco oculto de tus ojos.
Un talle milenario que se inclina en alas de tus vientos sin canceles y aparca los enojos en un grito de luz, alada harina para el pan de este Juan
y sus antojos.
Eva Lucía Armas
Animal de platea, vivo siempre en tu sueño irreal que me descorcha. Como un moet chandon soy en tu boca, el banquete en tu mesa de los viernes.
Tu harina de moldear tu permanente festejo literario, soy tu pronta máquina de inventar. Yo soy tu honda bahía espiritual, el hombre en ciernes
que juró lealtad hacia tus versos. Es tuyo mi monólogo despierto, mi ópera visceral y sus semillas,
mi poniente y mi luz. Tuyo mi arpegio de pajarero atlante, tuyo el fuego hacedor de mi tierra prometida.
John Madison
Algohay en vos de superhéroe Marvel, algo de extraño ídolo pagano, de niño del tambor, de árbol de antaño henchido de crepúsculos que arden.
Un espíritu errático que implora por sed al agua que su mano junta, y un mineral recrudecido en jungla, una anfibología que me nombra.
Te escucho en las ausencias más presentes, como una oximorante receptiva escucha las respuestas que no entiende.
Y te percibo al pie de mi silencio, figura universal que se alza en vuelo si coincide su alma con la mía.
Conozco a muchas pibas que se funden el sueldo en tacones y bolsos. Los compran como si fueran Chupa Chups a sabiendas de los malabares que tendrán que hacer para llegar a fin de mes. Mi mujer también fue una de esas consumidoras compulsivas. Compraba zapatos a juego con las carteras a punta de pala, pese a saber que me eran indiferentes.
Me daba igual si iba a la compra descalza. Me gustan las mujeres por lo que hay oculto en su corazón.
En cuanto a los bolsos, no dejo de reconocer que tienen su punto funcional. Cuando vas de copas con tu mujer, por ejemplo. Ese mismo bolso en el que te andabas cagando por su desorbitado precio se convierte en tu salvador cuando le pides que te guarde el tabaco, la billetera, las gafas de sol…
En ocasiones, el bolso de tu compañera te libera de una multa por posesión de estupefacientes: «Mierda, un control policial». Entonces le pides a tu mujer que te guarde en su bolso la metralla que llevas encima.
Por supuesto que ella me cumplía, ambos sabíamos que los agentes no iban a registrar el bolso de una señora de buena posición.
A ratos, yo también practicaba la compra compulsiva, aunque no eran objetos tan chachis como un bolso de Carolina Herrera. Eran, según mi mujer, «más mierda inútil».
Solo una vez, en Navidad, compré algo que nos puso de acuerdo: un karaoke. Lo usábamos en Nochebuena, por San Esteban… y otras fechas señaladas. Para evitar enfados entre los participantes propuse algunas pautas con las que ella estuvo de acuerdo. Tuvimos cantantes de oído cuadrado a los que soportó con un estoicismo de Grammy.
Giubi, por ejemplo, es un excelente bailarín, pero para cantar no lo llames. Mi colega no afina, rebuzna.
Sentí más la presencia del verdadero amor en el último año que pasé junto a mi mujer que en los veintiséis que llevábamos de matrimonio. En esa última etapa ya no estábamos casados ni usábamos el karaoke. Tras el ictus mi esposa perdió los rudimentos del lenguaje, pero no a su compañero de vida. La amaba aunque fuera totalmente dependiente de mí y aunque hubiera convertido mis días pasados en un infierno.
Era una gran verdad que aunque me esforzara en hacerle la vida más fácil ella no recuperaría lo perdido. Su degradación mental y física era una realidad que yo solo podía combatir fabricando nuevos recuerdos.
Es cierto que no hablaba, como también es cierto que al cabo de los meses de producirse el incidente recuperó algunas palabras. No le valían una mierda para hacer una sesión de karaoke –no podía construir una frase por sencilla que fuera–, pero bastaban para comunicarnos: café, bebé para identificar a los hijos, agua, TV. Sol, decía sol, lluvia…, y ¡Juan!.
Fue una sorpresa descubrir que de entre toda la variedad lingüística, mi nombre había regresado a su memoria. Hecho curioso, en el pasado solo me llamaba por mi nombre de pila cuando estaba de bronca.
Encontrar el karaoke entre los trastos que guardo en el garaje me hizo rememorar la noche en que nos conocimos y en la que oí por primera vez a Camarón de la isla, una voz valiente en la manera de afrontar los preceptos del flamenco de finales de los ochenta.
Me enamoré de su voz, tanto como lo hice años más tarde de mi mujer. La conocí durante el intermedio de la jam session que había ido a escuchar en el café del teatro Central, en Sevilla. Ella era una de las participantes.
«¿Le importaría dejarme un papel de fumar?», le pregunté.
Minutos antes vi que se había liado un porro en la terraza, apartada del resto de músicos.
Ella me pasó un papelillo.
«Ha sido un ‘Love for sale increíble’», le dije refiriéndome al estándar con el que los músicos habían cerrado la primera parte de la jam y que ella había interpretado al piano.
Me dio además del papel, fuego. Mientras la miraba adentrarse nuevamente en el bar me di cuenta de que no sabía su nombre. Llegué con el concierto en marcha y ni siquiera miré el cartel publicitario de la entrada.
Más tarde, volvimos a encontrarnos en la salida del teatro. «Te acerco a casa», gritó ella desde el interior de su coche, gesto que acepté agradecido. Era la voz de Camarón de la isla la que sonaba en el reproductor.
Entonces no tenía manera de saber que ella sería en el futuro mi esposa ni que veintisiete años más tarde esparciría sus cenizas bajo el olivo del jardín de nuestra casa.
Desde que nos casamos, vivió inmersa en una guerra contra el tiempo. La diferencia de edad, veintidós años, nunca me molestó. A quien le hacía la puñeta era a ella, ya que perdía una hora cada mañana para disimular las arrugas con el maquillaje. Teñirse el cabello semanalmente para ocultar las canas o someterse a costosos tratamientos contra la celulitis.
Sí, la mujer que ya no compraba tintes de L’Oreal para el cabello ni podía usar el karaoke había envejecido milenios.
No caí en la cuenta de que la mujer que fue mi compañera durante un cuarto de siglo era ya una anciana que usaba, en lugar de tacones caros a juego con el bolso, deportivas con velcro.
Ya no era capaz de apañárselas con los cordones.
Isabel Reyes – España
El regreso
La muerte ha venido a visitarme varias veces. La primera, cuando mi padre volvió una noche por sorpresa y permaneció observándome en la puerta del dormitorio. Y vino para quedarse conmigo para siempre, cuando Miguel apareció de pronto en el salón, después de tantos años enterrado.
Hasta entonces, yo dudaba de mis ojos, de mis silencios y de mi propia sombra. Pese a la claridad de lo vivido, yo creía, -o al menos lo intentaba- que el miedo había provocado y dado forma a unas imágenes que sólo existían en el recuerdo. Pero, esa noche, la realidad se impuso a cualquier duda. Cuando Miguel abrió la puerta, yo estaba allí, sentada frente a la chimenea, despierta y desvelada igual que ahora, y al verle ni siquiera sentí miedo.
Pese a los años transcurridos apenas me costó reconocerle. Seguía igual que yo le recordaba cuando vivía. Y ahora, sentado en el sofá, inmóvil, parecía haber venido a demostrarme que era el tiempo, y no él, el que realmente estaba muerto.
Ambos permanecimos en silencio. Después de tanto tiempo separados, estábamos los dos frente a frente, sin atrevernos, pese a ello, a reanudar una conversación interrumpida bruscamente. Yo ni siquiera me atrevía a mirarle. Ni un solo instante dejé que me invadiera la sospecha de que había venido para velar mi propia muerte. Sólo al amanecer, cuando una tibia luz me despertó y comprobé que ya no estaba conmigo, un negro escalofrío me recorrió por vez primera al recordarme el calendario que aquella noche que se iba tras los árboles del parque, era la última noche de enero. La misma exactamente en que Miguel había muerto 25 años antes.
A partir de entonces volvió a hacerme compañía muchas veces. Llegaba siempre a medianoche cuando el sueño comenzaba a rendirme. Aparecía en el salón sin hacer ruido, sin pisadas, sin que las puertas de la calle ni el pasillo lo anunciasen. Pero yo sabía que Miguel se acercaba por los ladridos asustados de Boss. A veces, cuando la soledad era más fuerte que la noche, cuando el cansancio desbordaba los recuerdos, corría hacia la cama y me tapaba con las mantas, como una niña, para no tener que compartirlos con él.
Una noche, sin embargo, hacia las tres o cuatro de la mañana, un extraño murmullo me despertó de repente. Era una noche fría de finales de otoño y la lluvia cegaba, como ahora, la ventana. Al principio pensé que llegaba del exterior, que era el viento al arrastrar las hojas muertas. Pero en seguida me di cuenta de que estaba equivocada.
Procedía de algún sitio de la casa, como de voces cercanas, como si hubiera alguien hablando con Miguel. Permanecí inmóvil en la cama escuchando largo rato antes de levantarme. Boss había dejado de ladrar y su silencio me alarmaba más aún que ese extraño eco de palabras.
Cuando salí al pasillo el murmullo se detuvo de repente como si en el salón también me hubieran escuchado. Con Miguel sólo había sombras muertas, silenciosas, sentadas en corrillo que se volvieron a la vez a mirarme cuando abrí la puerta y en las que apenas me costó reconocer los rostros de todos los muertos de mi casa.
Durante segundos me quedé paralizada. Pensé que el corazón iba a estallarme y aterrada eché a correr hacia la calle con el perro. No me atrevía a volver junto a los míos. El miedo me arrastraba sin rumbo por callejas solitarias y me empujaba más allá de la noche y de la desesperación.
Esperé a que saliera el sol. El viento había cesado y una calma profunda se extendía por la ciudad. Boss me miraba en silencio tratando de entender, pero yo no podía decirle nada. Aunque entendiera mis palabras, no podría explicarle algo que ni yo misma alcanzaba a comprender. Quizás todo no hubiera sido más que un sueño, una turbia pesadilla nacida del insomnio y la soledad. O quizás no. Quizás lo que había visto y oído era real y las sombras negras seguían esperando a que volviera. Abrí la puerta. La casa estaba sola y por la ventana entraba la primera luz del día.
Pasaron varios meses sin que nada parecido ocurriese. Yo esperé cada noche atenta a cualquier ruido, temiendo que la puerta volviera a abrirse sola y Miguel apareciera frente a mí. Pero pasó el invierno sin que nada turbase la paz de mi corazón. Y así, cuando llegó la primavera, yo estaba segura de que nunca volvería porque jamás había existido más que en mi imaginación.
Pero volvió. De noche y por sorpresa. En medio de la lluvia. Se sentó en el sofá y se quedó mirándome en silencio igual que el primer día.
Desde entonces a hoy ha regresado muchas noches. A veces con mi padre. A veces rodeado de toda la familia. Durante mucho tiempo me escondí para no verles. Me resistí a aceptar su compañía. Pero siguieron acudiendo cada vez más a menudo, y al final, no tuve más remedio que resignarme a compartir con ellos mis recuerdos y mi hogar.
Ahora que presiento a la muerte rondando por mi cuarto, y mis ojos van tiñéndose de gris, incluso me consuela pensar que están ahí, esperando el momento en que mi sombra se reúna para siempre con las suyas.
Era como una larga espumadura de cimbreante cadencia y de paisajes en tonos de amapola, con celajes de aromo y hierbabuena. Una apertura al íntimo pregón y a sus anclajes
en un lecho abismal, intenso y ácido. Era en la suavidad un limonero que al tronco lleva atado al Can Cerbero defendiendo las gamas de lo plácido. En el fondo de mí, un dios austero
me llenaba de fe como de ramas. Creí en lo que decía y me hice fuerte en la batalla franca con la muerte que pelaba a cuchillo mis escamas. No voy a ser un pez, flotando inerte esperando abonar agua podrida.
Para quien lo pregunte : soy mi vida.
Isabel Reyes – España
El reto
(quintetos alejandrinos consonantes)
Era mujer de sombras, mañana luminaria huyendo del vacío que me niega el futuro; me deslizo en silencio de espaldas a lo oscuro emprendiendo la huida de la red carcelaria de viejas soledades con alma de siluro.
Intuyo un aire cálido que remueve los sauces que arraigaron antaño en los tiempos de ausencia marcándome el camino donde late la esencia de una vida alejada de los amargos cauces de hembra regicida que su muerte sentencia.
Temeraria y audaz desempolvo pasiones que quedaron ancladas en un arcén dormido me atavío de rojo –mi color preferido-. y con la mente abierta a golpe de pulsiones comienzo un nuevo puzle con todo lo vivido.
Ando por las cornisas de los esperanzados y amplío mis cajones para el dolor extinto; me dispongo a salir del aciago recinto que recoge las lágrimas de los desesperados. Hoy nace otra mujer… ¿Será todo distinto?
John Madison – Cuba
Jack Skeleton
(serventesios endecasílabos consonantes)
En voto de silencio me declaro aunque la «verbi gratia» me desborde que puede mi discurso no ser claro si mi voz de poeta es monocorde.
Y ya puede mi Sally tras la reja pedir que rompa en dos mi mandamiento que no daré cordel a la madeja de versos sin tener conocimiento
Hay silencios que dictan en su arrastre una suerte de efecto mariposa no temas, Sally Persson, si el desastre alcanza a mi liturgia clamorosa.
Te vuelves por momentos adictiva a amores que alimenten tu brasero, yo soy tu Frankenstein y tú la diva que doma la pasión del romancero.
Y mientras la metáfora resiste a regalarme su divino encanto carcelera es la sombra que te asiste hasta que el verbo anuncie el contracanto.
Morgana de Palacios – España
Mis rarezas
(serventesios pentadecasílabos consonantes)
Atarse por gusto al sonido de un metro supone, la vuelta de tuerca divina que reta al talento. No todos buscamos lo mismo ni a nadie se impone, mirar con mirada distinta los rostros del viento.
La música late en el aire: suspiro y tormenta, relámpago y rayo en el cielo de las armonías, rebeldes tambores que incitan a la guerra cruenta que a solas mantengo en la tierra de sus melodías.
No existe alambrada ni muro ni oscura frontera, que yo no atraviese buscando prohibidas canciones. Mi boca es soldado de guardia desde su trinchera, mi sangre tumulto en la esencia de sus vibraciones.
Si presa por gusto liberta de alas gloriosas persigo la huella de Orfeo sobre el pentagrama, mi vuelo es el vuelo brillante de las mariposas, mi voz envenena a la prosa cuando se derrama.
Y de tanto huir le parecía pertenecer a mundos que desaparecían con solamente sacar el pie de ellos.
Había vivido en un montón de mundos que huían unos de los otros, como un complejo juego de escondidas. Mundos que se iban perdiendo en su memoria, escapando mientras se escapaba de algún otro mundo.
Alguna vez pensó que era de aire y que vivía subida en algo que no admitía la condición de enraizar más que en la valija que a veces tampoco se llevaba.
Ella terminó siendo su propia valija, que huía de la vida con los pocos recuerdos que podía meter dentro del pecho: Su abuela Catalina, que era ampulosa y feliz como una pajarera. Los sandwiches de queso cremoso de la tía Chichí, cuando en las huídas alguien se la olvidaba en esa casa como a un bulto que todos se niegan a portar. El aroma profundo del poleo y la menta en un atardecer lleno de verdes. El gesto serenísimo de la tía Elvina leyendo a Proust debajo de los sauces. La soledad recóndita. Los campos polvorientos del abuelo Bautista, tan infinitamente planetarios.
Era, al fin y al cabo, un bulto que manos apuradas iban dejando en diferentes oficinas que no lo recibían.
Hasta que apareció el Dueño del Paquete y lo reclamó como Cosa Muy Suya, a la que nadie, ni siquiera ella, podría volver a acceder, según le dijo cuando se casaron.
Pensó que se había olvidado la cara de su padre y no conseguía recordar la voz de su madre, cuando cargó a los dos hijos menores en el auto y huyó sin secarse la sangre de los golpes.
¿A qué mundo me escapo una vez más?
Como cuando escapaba con su madre de un inevitable momento político, en la valija, transportaba el miedo.
John Madison
A change is gonna come
A los siete días de separarme de mi mujer me compré una botella de tequila. Recuerdo que era sábado y que yo deambulaba por la casa en bóxer como un fantasma, un fantasma que bebía a morros mientras lloraba.
Los niños y la asistenta me veían ir de un lado a otro, pero no me decían nada porque sabían que me encontraba en un estado de depresión profunda. Mi cuerpo y mis emociones reflejaban, prácticamente, los mismos síntomas que un toxicómano siente cuando el síndrome de abstinencia lo tiene pillado por los huevos.
Lo que te convierte en adicto no es la sustancia, actividad u objeto en cuestión, sino tu comportamiento ante su ausencia, la ausencia de mi mujer.
Sí, soy un adicto al amor. Pero no supe que lo era hasta que comencé mi proceso de divorcio. Abría y cerraba el día llorando por una hija de perra que me había maltratado psicológica y físicamente tanto a mis hijos como a mí.
Quedé muy descalabrado de esa relación en todos los frentes: el emocional, el físico y el financiero. Sufría ataques de pánico, alcoholismo, depresión, ansiedad, agorafobia, impotencia, recuerdos intrusivos, pérdida del control, arrebatos de ira, aislamiento, pensamientos suicidas, trastorno del sueño y pesadillas recurrentes en esos días en los que conseguía dormir, además de transfiguración de la realidad, insensibilidad ante los estímulos vitales y una profunda dificultad para mantener la atención; hecho que afectó considerablemente a mi carrera de escritor.
¿Se puede superar la dependencia emocional? Por supuesto que sí, pero primero has de reconocer que eres codependiente.
La dependencia emocional está catalogada a día de hoy por la psiquiatría moderna como adicción. Mi cuerpo es un libro abierto que atestigua todas las humillaciones que soporté durante veintisiete años: un navajazo en una pierna, rotura del radio, una cicatriz en el cráneo, dos dientes partidos por los que pagué un ojo de la cara al dentista que los devolvió a su estado original y una larga lista de marcas invisibles.
Esas son las más difíciles de calibrar ya que los sucesos que las acompañan me salen al paso sin que yo los llame y cuando esto sucede, por regla general, la herida vuelve a sangrar profusamente.
¿Tiene alguien idea de lo que es despertar en medio de la noche con un cuchillo de sushi en la garganta?
Existen muchos tipos de maltrato: el psicológico, el financiero, el físico, el sexual…Yo los soporte todos.
El maltrato está, a menudo, se asocia con las mujeres como víctimas, aunque todas las personas que hemos pasado por situaciones similares sabemos que el asunto no tiene estatus social, bandera o género.
Socialmente se juzga y condena a un hombre que no responde a un acto de tal índole con la misma moneda. Al parecer los que nos abstenemos de golpear somos menos hombres. Pero hay que ser muy hombre para mirarse ante el espejo y hacer el obligado recuento de los daños, mucho más que para ocultarlo. El gran aliado de la violencia conyugal es el silencio del cónyuge afectado. No solo sentía vergüenza de exponer mi calvario, sino que había desarrollado una simpatía hacia mi ex mujer que me llevaba a justificar su mal comportamiento.
Podría haberle soltado dos carajazos bien dados, y aquí paz y en el cielo gloria. Pero nunca lo hice por mi educación. Mi abuelo nos grabó a martillo, tanto a mí como a mis hermanos varones, Rafa y Yeyo, que el hombre que le levantaba la mano a una mujer no era nunca más un hombre. «La violencia es un camino sin retorno», solía decirnos. Pese a ello, confieso que alguna vez la abofeteé para llamarla a capítulo.
No, no podía responder a sus ataques con un contraataque efectivo, pero tampoco era capaz de apartarla de mi vida. Mi matrimonio era peor que formar parte del reparto de actores del film A Nightmare on Elm Street en versión vida real.
La historia era siempre la misma. Ella montaba un pollo, yo la echaba de casa. Luego de unas semanas ella regresaba, me pedía perdón y yo la dejaba entrar, una vez más, en mi reino. A veces se presentaba en el colegio de los niños y les pedía envuelta en sus lágrimas de cocodrila trágica que intercedieran por ella. Entonces los niños hacían de mediadores, también envueltos en lágrimas, solo que las de los niños no eran falsas.
Tantas noches llegué a hacerme la pregunta de por qué me sentía imposibilitado de romper aquel círculo cíclico de broncas y perdones que la vida me trajo de vuelta la respuesta: «Apriétate el cinturón, guaperas. Dependes emocionalmente de una psicópata».
Los psicópatas tienen un comportamiento similar al de un pitbull. Una vez pillan a la presa se resisten a abrir las fauces y como suele ocurrir con las perras suelen ser más agresivas y territoriales que los machos, y es una realidad clínicamente probada que los dependientes emocionales respondemos a una jerarquía de mando. El alfa es quien gobierna y yo no he sido jamás alfa de nada. Yo representaba en aquel guirigay monumental el papel de perro, también. Aunque mi fuerza física era superior mi cerebro interpretaba que la cadena de mando era inviolable.
Como dependiente emocional tenía auténticos problemas para lidiar con los espacios vacíos. Vivir sin mi ración diaria de sexo era un infierno. Ni siquiera era capaz ya de masturbarme porque me hacía sentir más terriblemente solo aún. Me tiraba todo el día colocado en una especie de trance provocado por el hachís la marihuana y el alcohol que anestesiaba por completo mi sensibilidad.
No me divorcié por voluntad propia, pero todo círculo se cierra cuando Dios le asigna a uno escuderos poderosos. Marie, nuestra Marie, nos sentó en la cocina de casa una mañana y le pidió a su madre que se marchara a Londres. Tanto mis hijos como mi asistenta estaban hasta el moño de las manipulaciones y de las malas pulgas de la señora.
Me llevó tres años divorciarme, fue laborioso. Cada vez que mi abogada presentaba el preacuerdo mi mujer se declaraba en desacuerdo y vuelta a empezar. A excepción de la casa familiar a mi nombre le permití quedarse con todo lo que me exigía con tal que me dejara en paz, cuenta bancaria incluida.
Aun así, no era suficiente para ella. Chapeadora profesional al fin, intentó quedarse con la custodia total del niño. No por amor de madre, sino porque vivir con el niño le permitiría mantenerse en contacto conmigo.
Por supuesto que peleé por quedármelo con uñas y dientes. A mí había que matarme para que lo entregara a cambio de mi libertad. Pero no estaba en mis planes permitir tal cosa, ya ni siquiera porque el niño me hubiera suplicado quedarse conmigo. Sé perfectamente que mi hijo y yo tenemos el mismo monstruo del armario: nuestras madres.
Como suele ocurrir en las tragedias familiares irresueltas, Dios solo cambia el escenario y el atrezzo, los personajes y el trasfondo de la escena a interpretar son los mismos: el maltrato.
Silvio Rodríguez Carrillo
16 – 50
Detrás de una de las cabeceras de la cancha de vóley, estaba el edificio con las aulas y, detrás de la otra cabecera, la cantina. Con la cantina de frente, podías ver, a la derecha un muro que iba hasta llegar a la escalera por la que subíamos a las aulas. A la izquierda, algo del patio de recreo, por el que se accedía a las escaleras que llevaban al vestuario. Sabíamos que no debíamos ir a los vestuarios salvo en los días de fútbol, cuando nos juntábamos por lo menos dos o tres cursos para jugar algún partido del calendario.
Nunca fui un rebelde sin causa, conviene decirlo, pero sí, siempre me gustó experimentar cosas, probar distintas maneras de hacer algo, aunque jamás tuve en mí el menor deseo de violar reglas sólo por joder. Por ejemplo, primero logré cambiar la misa de las 13:30 para las 17:00 porque se hacía más soportable al evitar la hora de más calor de la siesta, y luego pude eliminar su obligatoriedad al reemplazarla por charlas vocacionales que venían a darnos algunos profesionales. Ahí tenías a un abogado, o a un ingeniero contándonos de qué se trataba su trabajo, como para que supiéramos algo.
Por otro lado, debo confesar que siempre tuve problemas con mis superiores si estos no me despertaban admiración. Y digo admiración y no respeto, sabiendo bien qué estoy diciendo. Creo que nunca he respetado a nadie, aunque sí he valorado en todo lo posible a cualquier ser humano que se me cruzó enfrente. Ahora, si un superior no es gigantescamente superior no lo puedo tratar como tal y entonces, en lugar de admirable, me parece despreciable, y al ladito del desprecio, me nacen, incontenibles, las ganas de burlarme, de joderlo adrede para que sepa quién es el guacho de la manada.
Supongo que acabé de joder al padre Brítez cuando logré que –no bien terminado el segundo mes lectivo– me exoneraran de las tediosas clases de religión. Yo venía jugadísimo desde el primer curso, cuando el padre Venancio me escogió como a su favorito y me entrenó en la biografía de los santos, en la simbología oculta de los textos bíblicos y en los misterios del sacerdocio. Yo era un animal de misa y comunión diaria y mi único pecado era, quizás, decir palabrotas. Me fascinaba ser cristiano y me imagino que el padre Venancio esperaba que yo llegue a ser sacerdote.
Cinco años después, con el padre Venancio en Roma, Brítez era el que mandaba. Yo ya sabía, entonces, que nada como un profesor imbécil para domesticar el carácter de un alumno como yo. Sin embargo, en la otra mano, había profesores que darían pena si analizáramos su erudición, pero que tenían una humanidad, un don de gentes severo y gentil, que me desarmaban. El de sicología era tan flojo, el pobre, que si no fuese por mí, no hubiera podido dar. Algo similar ocurría con la profe de Sociales. A Brítez le dolía que yo dominase ciertos quilombos, estaba muy claro.
De repente fue por eso, justamente, que intuitivamente pillé que me tenía rabia y decidí cagarlo. Las notas iban del uno al cinco, uno: aplazado; dos: aceptable; tres: bueno; cuatro: muy bueno; cinco: excelente. Mi nota más baja era 4, en inglés. En todas las demás, religión entre ellas, a puros 5. Yo sabía –como se saben esas cosas que no pueden demostrarse– que Brítez iba a hacer lo que tuviese que hacer para que yo no alcance el 5 en religión. Fue por eso, ahora que lo empiezo a ver, por vanidad y por odiador de injusticias que lo cagué.
Le comencé a estropear las clases de religión mostrándole que su Biblia, la de Reina Valera, era una patada en los huevos, y que con la de Jerusalén el discurso sería más fácil de entender, aunque mucho más difícil de explicar. El golpe de gracia se lo dí después, cuando me burlé de Pablo, tratándolo de posible homosexual al que le faltaron huevos para declararse un puto cualquiera, o por lo menos un misógino al uso, y que me demuestre lo contrario, «si podés, hermano en Cristo». En el consejo de profesores decidieron ya no tenía que pasar clases de religión.
Como sea, yo sabía que no debía bajar por las escaleras hasta el vestuario, al tiempo que sentía que debía hacerlo. La gente como yo sabe que muchas veces las cosas están decididas desde mucho antes, de lo contrario, ¿cómo explicar a Vivaldi y a Richter, a Tolstói y a Cortázar? Así que pasé por el costado de la cantina y bajé la primera y la segunda escalera hasta dar con el vestuario. Estaba vacío, olía a azulejos con lavandina, a humedad limitada, a frescor deportivo. Y escuché, como un rumor, el sonido del agua corriendo por uno de los mingitorios.
Apenas me acerqué para cerrar la llave sentí la tenaza en mi nuca que estrelló mi frente contra la pared de azulejos blancos y una mano hábil, hijoputezca, tomando mi muñeca izquierda para llevarla hasta mi espalda. Un dolor físico, puro, que no conocía, se instaló en mi hombro izquierdo, mientras mi frente primero, mis pómulos después, le aceptaban su realidad de muro a los azulejos. Quien me sometía no era otro que Britez. El aroma a menta que salía de su boca jadeante lo delataba y me encumbraba, porque en mi aliento había tabaco, como oposición necesaria, quizás hasta justa.
Apalanqué mi empeine zurdo detrás del talón de su pierna izquierda y me tiré hacia atrás. Entonces él, desparramado y medio mareado –puede que al golpearse la cabeza por no soltarme– se quedó debajo, con el día boca arriba y mis ojos mirando por una milésima de segundo el terror que le ganaba la mirada. Estrellé mi puño derecho en un gancho debajo de su oreja izquierda y mi puño izquierdo contra el lado derecho de su quijada, por comenzar racionalmente. Golpeé su cráneo con mis puños muchas veces, desde el rencor hasta la calma. Desde el ruido hasta mi nombre.
En la mar todo era lejano. Y él había olvidado, temporalmente y por su bien, los mapas de retorno hacia su isla.
En la calma chicha de las noches serenas las leguas se le antojaban eternas, insalvables, mientras el galeón se mecía solitario como un crío huérfano indefenso ante lo imprevisible de las aguas.
El capitán de aquel vaixell era el espíritu del mar. Un verdadero corsario de acero que nunca había conocido en sus carnes el miedo a la soledad de las aguas. Tal vez porque en el fondo él también se sentía tan solitario e impío como el océano. Un renegado que jamás lamentó tanto su condición de marinero errante hasta encontrar a su «ella».
No se conocían personalmente. Aunque él presumía de tener en su camarote una imagen del perfil de su mademoiselle brillando sobre el blanco de las elegantes perlas que rodeaban su cuello de cisne.
Sí. Mademoiselle lo hacía feliz desde su exótico paraíso en el hemisferio Sur del mundo. Desde su lejanía cercana en la correspondencia. Lo hacía feliz aunque él no pudiera desnudarla en su santuario marino y amarla a plenitud como le gustaría. Como un hombre.
Pensaba mucho en «ella», a diario. La pensaba como esa pieza imprescindible que completaba el puzzle de su hombría. Algo valioso que ya había tenido con anterioridad en otro estado físico y que perdió, bien sabía el universo por qué, en algún tramo del camino.
Si existía en el mundo una versión de los sueños que lo haciera sentir mágico era la de fabular despierto: la verticalidad de su cabello castaño sobre su espalda desnuda camino de la ducha. Su dulzor tímido y callado estallando en hecatombe, solamente, cuando ella quería y necesitaba gritar junto a ese otro hombre que él había sido en el pasado su placer. Sus grávidos y sensuales pies de geisha (siempre imaginaba a aquella mujer pragmática de cabellera alegre sin los rituales mágicos femeninos del maquillaje, con el rostro lavado y puro avanzando descalza por las viejas calles de su espalda curtida por las largas travesías) El camarote desordenado en suspiros. Sus armas y cortafuegos de mujer derribados, dispuestos a matar su soledad transoceánica.
Lo cierto es que entregaría al destino el contenido al completo del botín atesorado en sus bodegas si eso le permitiera formar parte de su olor a hembra asilvestrada, a mate, en el camarote, mientras ella escribía novelas de navegación en la noche. Todo, por quebrantar en mil nocturnos su atractiva soledad.
Ella sin él.
Fantaseaba con lo mucho que debió haberla amado en alguna de sus anteriores vidas. O quizás en todas.
«Que el destino y los dioses le concedan nuevamente tan alto privilegio a mi próxima piel marinera. Y un galeón español para perdernos mar (cuerpo y verso) adentro».
Pensó mientras volcaba su pasión en verso encerrado en su cripta de cristal, el camarote, rumbo a Tombuctú:
«Detén los tiempos, mademoiselle.
Detenlos.
Detenlos y desnudate conmigo sobre tu cama roja y solitaria pensando en mis insomnios sin tu risa.
Detén los mundos, vida de mi muerte, que yo desataré todos los nudos ciegos de esos amantes que no supieron nunca que el amor vive en tu boca de poeta.
Que dios vuela en tu boca tan lejana»
Los versos.
Fue de esa manera tan antigua y almática que ambos volvieron a retomar el tren de la vida.
El libro de los sueños (Eva Lucía Armas)
Mientras esperaba que el bicicletero terminara de aplicar un parche a la cámara de la rueda trasera que había pinchado durante la vuelta a casa, a través de la vidriera atiborrada de cuadros y accesorios, Mara observaba el suave trajín del mar.
El pueblo costero que había elegido para vivir era breve. Pocas casas sobre calles de arena talcosa que se pegaba a todo como harina integral; muchos árboles que sostenían a la tierra en su sitio; médanos calmos como cuerpos que se desagregaban al pisarlos y nada de turistas, por ahora.
Con las monedas que heredara al morir su padre –un hombre rico en experiencias pero desapegado de lo material– había concretado aquella mudanza, soñada prácticamente desde la niñez.
La casa era como ella: hecha a medida con las cosas imprescindibles. Eso sí, de madera, una madera embreada y fuerte, como un casco de barcaza antigua, no de las modernas. Una casa como una cáscara de nuez muy grande y con un corazón de pulpa dulzona situado en la cocina que olía siempre a especias, a azúcar quemada y a plantas aromáticas.
Legéndero era un pueblo con mar, como el de la canción de Sabina, en el que no había un banco pero sí una taberna en la que Mara había conseguido trabajo recreando recetas extraídas del libro en que su abuela había escrito las que inventara. Legéndero era, sin ir más lejos, el pueblo de su abuela y a eso se debía el regreso de Mara a aquel lugar.
En el libro de recetas de su abuela había encontrado historias sobre Legéndero que, al igual que las recetas, Mara supuso inventadas por su abuela. Ella tenía la misma vocación: inventaba comidas y cuentos.
En el pueblo, a su abuela la llamaban Mara I y por eso a ella la apodaron Mara II. Mara I, porque ese había sido el nombre que un hombre navegante pintó en su barco. Un hombre que no fue su abuelo y que llegó a Legéndero en ese barco que tripulaba solo, como un «Solo en mi balsa».
Contaban los más viejos, casi como una leyenda urbana, que, hasta llegar a Legéndero, aquel barco no había tenido nombre de botadura. Lo contaban con alarma supersticiosa, porque todo barco debe tener un nombre para moverse entre los fantasmas del mar y no ser confundido con alguno de ellos, como le sucedió al Holandés Errante. Pero el de aquel hombre no lo tenía. Para referirse a ellos, al barco le decían «el barco» y al hombre le decían «el capitán del barco» y todos sabían de quién hablaban porque en el pueblo eran pocos y se conocían por sus nombres y por los nombres de sus barcos.
En el libro de recetas de su abuela los cuentos se relacionaban con las comidas. Todas las comidas tenían su historia y todas las historias tenían su comida, así que de ese modo aparecían en la carta de la taberna.
Los martes, esos en los que no te cases ni te embarques, se servían Cuentini d’il capitano.
Así figuraba en el libro de la abuela de Mara II el primer plato que le sirvió un martes al capitán del barco sin nombre de botadura, para que saboreara la hospitalidad de Legéndero.
Igual que una luna en llamas que en metáforas se empoza damos a luz la palabra con cruces de la memoria. Abrimos senderos íntimos que dejan al mar sin olas y la tinta sangra y sangra por nuestro parque de sombras.
Pero ocurre algunas veces que el sol se nos desmorona y no podemos plasmar el grito, el llanto, el aroma del alma que va por libre sobre el blanco de las hojas y es cuando miro al reloj despojado de sus horas y en el mapa de mis ojos se reflejan las palomas.
Cuando la música llega a desaguar en mi boca, la poesía me llama con su voz arrulladora. Entonces me arrugo en mí igual que una caracola y en introspección me escribo y el poema se desborda.
Pero ocurre algunas veces que el sol se nos desmorona y no podemos plasmar el grito, el llanto, el aroma del alma que va por libre sobre el blanco de las hojas y es cuando miro al reloj despojado de sus horas y en el mapa de mis ojos se reflejan las palomas.
Cuando la música llega a desaguar en mi boca, la poesía me llama con su voz arrulladora. Entonces me arrugo en mí igual que una caracola y en introspección me escribo y el poema se desborda.
Iza velas compañero timonel de las palabras y a la orilla de las horas ponle música a tu alma dirigiéndote sin miedo hacia el noray de mi abra donde rugen los silencios y los siglos de nostalgia.
No tengas miedo y expresa qué te duele, qué sed alta te está quemando por dentro y se enraíza con saña en el fondo de tu mente, las palabras susurradas que temen salir al aire y son aves que no cantan.
En mi isla de sigilo allá donde guardo el arca de metáforas y versos siempre encontrarás la calma.
Amigo de tus amigos no defraudes a tu dama.
Ella guarda mi armadura yo en el alma su requiebro, pienso llevarme a la tumba este amor, todo desvelo y no pienso olvidar nunca su nombre de altos cerros..
Por favor, pido a la luna que cuando crucé mi cuerpo el túnel a sierras pulcras me devuelva su recuerdo y le susurre a mis dudas su mantra edénico entero.
Ella guarda mi armadura, yo en mis arterias su verso, mi pasaporte de runas para salir del infierno:
¡Son poemas de alta cuna!, dirá seguro el barquero.
Ella guarda mi armadura, yo su sonido en stereo
Morgana de Palacios & Gavrí Akhenazi
Pleamar
En las islas de tu nombre hay pájaros veraniegos.
Un hecho del mar, tu boca, para mi río de muertos que desagua algunas veces sus peores pensamientos en su rutina sin sol sobre tus playas sin miedo.
En las islas de tu nombre hay pájaros extroversos.
Un hecho del mar, tus pájaros sobre el camino desierto que sobrevuelan constantes –como a historias de misterio– la sequía de mis pasos desprovistos de alimento.
En las islas de tu nombre hay pájaros a destiempo.
Un hecho del sol, tu mar acantilado de besos, amurallado de pájaros, desabrigado y esbelto que con sus manos de agua va moldeando mis silencios.
Cuando mi boca se calla, un hecho de amor, tu gesto.
Gavrí Akhenazi
En las islas de tu nombre un cuervo tutela alondras que en lengua romance dicen lo que murmuran las sombras.
Cuando el sol quiebra el ocaso y la noche se transforma en la escalada de odio que al sur de tu sur zozobra, me han dicho que los misiles caen a cientos en la zona, que son días de matanzas programadas peligrosas, que las alertas no cesan en sus gritos a deshoras, que se incendian edificios, bosques, desiertos y rocas.
Que siguen acuarteladas en sus cuarteles las tropas, con la paciencia perdida y un «alto el fuego» en la boca que no cumplen las naciones de la muerte expendedoras.
Qué pasará si el poder con su mano temblorosa aprieta el botón del pánico y descarga cuatro bombas contra Irán y los sicarios del terror que en Gaza flota como el venenoso aliento traicionero de las cobras.
La información que nos llega desorienta más que informa, porque pocos son veraces con la realidad rabiosa y menos los que dan cuenta de las manos tenebrosas que en la guerra de desgaste trafica con sangre roja.
Tú escribes por olvidarte un rato de tus pistolas, y yo porque no me olvido de la luz vertiginosa de esos misiles que estallan sobre el rostro de la aurora.
Morgana de Palacios
Décima espinela
Ángeles Hernández Cruz – Ana Bella López Biedma
Encadenados a la esperanza – Paisajes de interior
Ángeles Hernandez Cruz
Ana Bella López Biedma
Hoy quiero que fabriquemos una gran cometa blanca que nos sirva de palanca y arranque el mal que tenemos. En su vela pintaremos flores de vivos colores que ahuyentarán los temores, los llantos y pesadillas. Volverán las maravillas con eco de cantadores.
Con eco de cantadores, volando en nuestra cometa, veremos la silueta del monte de los amores. Te pediré que no llores por los que se han apagado que estarán al otro lado arropando nuestras vidas. Aun con las almas heridas el dolor será olvidado.
El dolor será olvidado y nuestro Teide orgulloso destacará siempre hermoso aunque el día esté nublado. Lo perverso desterrado, nos hará ser más humanos, generosos, más cercanos, aunque quede algún mezquino. La esperanza es como el trino de un canario en nuestras manos.
Abro la ventana. Llueve con su arpegio gris plomizo. En mi corazón granizo y en mis ojos pura nieve. Busco un gesto que me lleve hasta un paisaje de sol, un roce de tornasol a esta foto en blanco y negro. Una sonata en allegro a mi pena en Mi Bemol.
Cruza el portal, el bolsillo lleno de arrojo, aventura, y un toque sin calentura. Juega conmigo chiquillo a ese corre que te pillo que nos devuelva a la infancia. Retemos con elegancia a este tiempo que nos toca. Tiremos a quemarropa sin mirar la circunstancia.
Inventemos mil paisajes de vinilo o mazapan, lugares a los que van solo los que inventan trajes sobre torpes fuselajes con los que subir al cielo. Convirtamos cada anhelo en la real realidad. Solo aquí somos verdad que en su verdad alza el vuelo.