Por la tierra resbalo como el gris resbala por el cielo en las tormentas. Una tormenta en gris, que se resbala.
O un pájaro caído, pienso después, mientras giro el cuerpo con el caño del fusil adherido a los labios.
Tengo esa costumbre.
Lo aprieto contra mí y soporto el caño con los labios en un beso de olor picante, frío, contaminado de lubricante y pólvora.
El olor del arma empapa el olfato y tiembla entre las manos como el olor de una mujer que también tiembla entre mis manos, tantas veces feroces, cuando intento acariciar la piel desnuda. Todo lo desnudo está indefenso.
Estoy un rato así, tendido, con el arma-mujer sobre mi cuerpo y su boca en mi boca, sostenida casi sobre el filo de los dientes y la rigidez mordiente de los labios, apretando sus partes que disparar enciende de calor, igual que a un cuerpo encienden los orgasmos.
El olor del arma me intoxica, me droga, me despierta las voces del rugido, igual que una mujer me las despierta con sus olores íntimos y sus sabores bruscos a pelo y a sal, grasa y almizcle, carne cruda y metal, pescado y hambre.
Cierro los ojos y me abandono a la seducción suave, a la succión del juicio por lo que todo mi cuerpo se estimula, mientras ahora giro, suavemente y apoyo el vientre en el olor a tierra que se pega a la sudoración.
Disparo.
El francotirador hace silencio y el silencio es un hábito que rueda por el morbo.
Le hago un gesto a la tropa y continuamos el camino por ese territorio interrumpido por la vida y la muerte de las cosas.
A veces tengo erecciones al matar.
«Alto psicópata» diría alguna gente que no entiende los secretos del ramo.
Nunca tuve en mis manos un arma de fuego. A los críos traviesos, desobedientes y caprichosos los justifican: «Es muy inquieto». Extrapolando, yo era un niño quieto, incluso demasiado quieto. Pero también, impulsivo e iracundo.
Mis amigos del pueblo disparaban con escopetas de perdigones y apuntaban igualmente a botes de conservas que a pardales. Esa caza infantil me aburría. Yo observaba a los demás sin hacer ni un solo ademán para unirme a la ronda de tiro.
Recuerdo el ruido metálico del perdigón contra el bote, el aleteo de los pájaros asustados y el sonido seco del impacto en algún tordo o pardal que distraído descansaba sobre el tendido eléctrico.
Después el pajarillo caía al suelo, el infante cazador lo recogía y comprobaba su puntería buscando el orificio de entrada del perdigón.
El primer día que presencié el juego se me ocurrió proponer que disparasen a los pájaros escondidos entre los árboles porque sobre los cables se exponían demasiado.
Me contestó Miche ofreciéndome la escopeta: —Toma, dispara tú donde quieras. Lo rechacé diplomáticamente. —Yo no quiero, no me gusta. Pero José insistió: —¿Te dan pena los pájaros? No jodas, seguro que comes pollo. —No me interesan, ni muertos ni vivos. —Se nota que eres un pijo de ciudad.
A los diez segundos la escopeta descansaba sobre la hojarasca y un urbanita estampaba repetidamente sus puños contra las mejillas de Miche.
Otra vez perdí el control.
El abuelo
Mi abuelo tampoco era partidario del uso de la escopeta. No me lo dijo, pero en su casa no había armas y nunca lo vi salir de caza.
A los ojos de su nieto se veía como un hombre tranquilo y lleno de las contradicciones que los ancianos no necesitan disimular.
Su medio de transporte habitual era la bicicleta, aunque las carreras de motos televisadas ocupaban todas sus mañanas de domingo.
Le gustaba jugar a la baraja, pero sin contrincantes. Las tardes de domingo escuchaba la radio y jugaba a las cartas en solitario, partidas que no finalizaban hasta que se completasen sin hacer trampas.
En muchas ocasiones sus nietos nos quedábamos a su lado en silencio aprendiendo las reglas de esos juegos contra el azar.
Entre semana cuidaba de su huerta y de un par de canarios y un jilguero. Los trinos nos despertaban cada mañana de verano. A veces él limpiaba sus jaulas mientras los niños desayunábamos.
Una de sus comidas favoritas era el arroz con pichón, un plato típico de los pueblos interiores españoles y muy recurrido en la cocina de la posguerra.
Nuestro vecino, el padre de Miche, intercambiaba palomas por ciruelas o manzanas de nuestra huerta.
El primer recuerdo que tengo de un pájaro muerto por un perdigonazo es que lo desplumaba el abuelo. Él me explicó la causa de la muerte cuando extrajo el balín de la paloma.
La carcasa del ave, una vez limpia, daba sabor al caldo en el que se cocía el arroz. Sobre el otro fuego de la cocina de leña mi abuela sofreía un poco de ajo y pimentón, y en la misma sartén añadía la escasa carne del pichón. Los olores perduran en mi recuerdo.
El plato final era una especie de arroz caldoso con trozos de paloma. En mi infancia se me antojaba desagradable. Hoy pagaría por probarlo.
Mi cama estaba situada junto a la ventana que da a la calle. Desde allí podía escuchar a los niños que jugaban al salir de la escuela, sus risas, gritos y voces, incluso podía ver cómo volaban sus cometas.
Debido a mi frágil salud nunca tuve la oportunidad de hacer esas cosas y por eso no las echaba de menos, pero los envidiaba.
Las armas que yo tenía para correr, saltar, y vivir un sinfín de aventuras eran los libros.
A través de ellos fui mosquetero; estuve en el centro de la tierra; dentro de la tripa de una ballena; en la prisión del castillo de If, …
Pero un día todo cambió. Entré en un profundo sueño y cuando desperté me invadió una gran sensación de libertad y ya no hay cama ni ventana ni he vuelto a escuchar a los niños de la calle.
Ahora vuelo entre montañas, profundos valles y planeo en las corrientes de aire. Mis armas, ahora, son alas.
Dentro del sueño, el pan tostado se deshace en su boca y el aroma de ese mordisco llega como en la infancia, esculpido con crujidos tibios y untuosos que impregnan la conciencia de una dulce gratitud.
Trata de encontrar una palabra que defina la consistencia de ese pan que sueña, pero no la consigue. El sueño se la niega y le aproxima, en cambio, palabras que nada tienen que ver con lo que él sueña, mutilado al fin por el cansancio. El sueño insiste con aportaciones caprichosas como: “mordisco fluo, pan volátil, miga desesperada, espuma despanada”.
El hombre busca angustiosamente la palabra que defina a ese pan de sus sueños como el pan de su infancia, hasta que pierde la palabra y el pan.
Duerme en un rincón que comparte con la oscuridad y la vigilia. Todo lo sobresalta en los momentos en que no busca el pan. Allí los hombres reposan como pueden, bajo un constante murmullo de quejumbre que levita insistente, lo mismo que un fantasma usa la noche para alimentarse. Es un mismo tono sostenido en una grave perpetuidad. A veces, un niño se despierta gritando. Llora y llora, con voces angustiosas. Provoca un remezón del aire, un sobresalto que avasalla al fantasma y sus gemidos, como avasalla al sueño. Entonces, otros niños lloran de igual forma, como una rabiosa reacción en cadena, inconsolable.
Pero cuando sólo existe la quejumbre sobre todos y el resto está en silencio por afuera, existe, también, un mal presagio. La calma se transforma en un presentimiento que se solaza en la vigilia y nadie duerme, porque el afuera, ese afuera desconocido, oscuro y silente, es una garra pronta que está eligiendo, en soledad, el momento para cerrarse sobre los hombres desprevenidos en sus sueños. Por eso, nadie duerme, realmente. Ni los que están de guardia ni los que aguardan su turno para hacer la guardia.
El hombre se recoge en una posición aún más fetal. Se enrolla sobre sí, como un ciempiés, para aferrarse al pan con el que sueña o con el que quiere soñar todavía un rato. Evoca desesperadamente al pan. Lo edifica cien veces en su mente vigil, para soñarlo. No pide más que eso. Un sueño en que haya pan.
Luego ocurren el fuego y el estruendo. Ocurren los gritos y las armas, sobre ese brusco campamento insomne en que los hombres se levantan y buscan posiciones de defensa, atrapados repentinamente por la garra que ha saltado desde la oscuridad y corre libre, incendiando las pocas chozas precarias que persisten en pie, luego de su último asalto hace seis noches, cuando aún no habían llegado los que ahora, con armas, le hacen frente.
El hombre que soñaba relega el pan, aparta el pan, olvida el pan y se transforma en uno de esos feroces animales del miedo, que dispara sobre otros animales. Los fogonazos van llevándose la noche con incendios.
—Perdimos un camión —susurra alguien en la oscuridad. Una voz conocida, que jadea detrás de algunos tiestos que la ocultan.
La corresponsal de la BBC, cámara en mano, intenta rescatar esas secuencias en que los hombres corren y combaten. Toma fotografías compulsivas, apresuradamente instintivas.
El camión incendiado es una luminaria majestuosa, intrépida, que se eleva en la noche como un fuego sagrado e invencible.
—Son niños… son niños… —grita alguien, pero el fuego no cesa, aunque los que atacan desde la furia de la garra, sean niños soldado.
Uno de esos niños se detiene.
Queda frente al lente de la cámara y a la mujer que lo ha enfocado mientras avanzaba disparando contra el hospital. El niño soldado se detiene allí, mirando a la fotógrafa y de espaldas al fuego del camión. Sonríe. Se acomoda en una pose marcial frente al objetivo, como un niño que se toma una foto. Baja el fusil y simplemente sonríe para su retrato, con una sonrisa ancha y orgullosa.
Suena el disparo. El niño cae hacia adelante y su cuerpo se desarma sobre el suelo. La fotoperiodista observa al hombre que ha disparado y se acerca hacia ella.
El profesor Adalberto Almeida daba una charla libre y gratuita en el salón de actos del Instituto de Estudios Sociales, que gentilmente cedía sus instalaciones. El tema era «Recursos poemáticos de la Gauchesca», y además de algunos de sus alumnos y alumnas de la Facultad -entre las que se encontraba Sol- había una inesperada concurrencia.
Durante casi una hora el profesor Almeida pasó revista, analizó y alabó autores, estrofas, tradiciones y originalidades. Después recalcó la superioridad de Hernández sobre Ascasubi. Después trató de demostrar que en esa superioridad no estaba ajena la elección de la estrofa.
—Las décimas, acriolladas —dijo en un momento—, se desmerecen; el hablar gauchesco las torna desprolijas. Las sextillas, en cambio, por su sencillez, parecen ir sólo un poco más allá de las coplas corrientes de los payadores. Esa ventaja, a saber: la escasa pretensión de la forma, resalta el contenido y lo jerarquiza.
En este punto, el profesor Almeida se interrumpió y bebió un sorbo de agua. En el silencio producido se oyeron algunos murmullos de la gente, como si ya a esta altura de la charla se hubiesen formado dos bandos de opiniones contrapuestas. ¿En qué bando estaría Sol? Después prosiguió:
—En la célebre primer estrofa del Martín Fierro es notablemente marcada la simplicidad de la rima y de los recursos empleados. ¿Recuerdan? «Aquí me pongo a cantar / al compás de la vigüela; / que el hombre que lo desvela / una pena extraordinaria, / como el ave solitaria / con el cantar se consuela.» Estos versos parecen decir más de lo que dicen, como si el verdadero hallazgo fuera una idea universal, de la que sólo se expone una de sus variantes. Fíjense que los versos 4 y 5 tienen una rima bastante pobre: a los adjetivos en femenino extraordinaria y solitaria podrían corresponderle estrafalaria, sectaria, milenaria, plenipotenciaria, etc. etc. Y la rima de los versos 3 y 6 no es más ingeniosa: a los verbos conjugados desvela y consuela le corresponden recela, desmantela, cancela, congela, etc. Como el verso 1 es suelto, sólo nos queda el verso 2, que termina con la palabra clave vigüela, que es la que estructura toda la estrofa y en la cual recae la única precaución del versificador.
En ese instante, las luces del salón de actos parpadearon, como suele suceder antes de un corte de energía. El profesor Almeida miró la luminaria que tenía por encima de su cabeza y los fluorescentes adosados a las paredes. Después paseó la vista sobre la concurrencia, como manejando el tiempo de su charla.
—Veo algunas caras conocidas, algunos alumnos, ¡hola, Federico; hola, Sol! ¡Qué tal, ingeniero Rubulotta! ¡Hola, doctor Saralegui! Mucha gente nueva… y este señor, se vino con la guitarra… ¿no será payador, no?
—Alguito —contestó desde la primera fila de sillas el hombre con cara de entrerriano, que no soltaba el instrumento.
—¡Qué interesante! Me gustaría conocer su punto de vista de todo esto.
—No sé…
—¿Cuál es su gracia?
—Olmo, Juan José.
—¡Ah! Seguramente aprovechará Juan José para ahí lo ve y Olmo para para colmo, ¿no?
—Y…
—¿Se animaría a ilustrar lo que hemos dicho con algunas coplas?
—¿En sextas?
—Bueno, sí, si pudiera ser en sextillas, mejor.
—¿A favor o en contra?
—¿¡!?… como a usted le parezca…
Se hizo un breve e incómodo silencio, y cuando el profesor Almeida comenzaba a arrepentirse de ese convite fuera de programa, el hombre con cara de entrerriano se levantó con su guitarra, pasó al frente, y se sentó en la tarima sobre la que se encontraba la mesita del disertante. Acompañándose con una melodía indefinida dijo:
—Aquí me pongo a cantar al compás de mi guitarra, que el hombre que se desgarra por una pena secreta pruebe esta simple receta: salamín y vino en jarra.
Hubo algunas risitas en un sector del salón, al fondo. Desde la segunda fila de asientos alguien dijo, en voz baja pero no tanto como para que no se oyera:
—Esa se la trajo de su casa. Además, es bastante vulgar.
El payador no se inmutó, y siguió rasgueando. Del mismo sector, otra voz, con sorna, pidió:
—¡Pianoforte!
Sonriendo y enarcando las cejas, mientras asentía con un leve movimiento de cabeza, repitió unos acordes durante algunos segundos.
—Aquí me pongo a cantar al compás del pianoforte; que el hombre que se comporte como un estoico en la vida, no tendrá llaga ni herida ni dolor que no soporte.
—¡Ahí tenés —gritó uno del medio—, lo quisiste correr con el pianoforte y te retrucó con los estoicos!
—Además —agregó el de al lado— te escuchó lo que dijiste y empalmó el epicureísmo vulgar de la primera estrofa con otra digna de Séneca…
—¡Epa, no exageremos! —terció el ingeniero Rubulotta— ¿Por qué no continúa, caballero, con otros instrumentos de la orquesta?
Y el payador, que no había dejado de hacer acordes sin apartar la mirada de su mano izquierda, como si no le importaran las opiniones de los presentes, acometió de inmediato:
—Aquí me pongo a cantar al compás de los violines; que el cerebro no imagine ni el corazón se acelere: eso es cosa de mujeres que andan llorando en los cines.
Otra vez se oyeron risitas en el fondo. El que había pedido pianoforte dijo:
—Bueno, no se dirá que no es consecuente con la anterior… Esta es muy estoica también.
—Y machista —aclaró una flaca de anteojos de la primera fila.
El que había acusado al payador de vulgar pidió más instrumentos de la orquesta. Y un adolescente que estaba sentado cerca de Sol –y no dejaba de mirarla– se atrevió a decir, en voz alta:
—Timbales.
Y al punto el payador espetó:
—Aquí me pongo a cantar al compás de los timbales. No hay dos dolores iguales en la gente dolorida, yo conozco mis heridas y me acostumbro a mis males.
—¡Eso! —gritó uno del fondo.
—Eso ya más que estoico es masoquista —comentó el que había pedido pianoforte. Y en seguida exclamó, redoblando la sorna:— Pruebe con espineta.
—Sí, a ver con espineta —reforzó la flaca de anteojos, que no conocía de qué instrumento se trataba pero le había gustado la palabra.
—Aquí me pongo a cantar al compás de la espineta, que el hombre que no respeta las normas de convivencia, poco honor hace a su ciencia cada vez que abre la jeta.
—¡Eso es una grosería! —gritó el del pianoforte y la espineta, dándose por aludido.
—¿Y qué querés? —dijo otro del medio, donde se habían ubicado los estudiantes de filosofía— Es el lenguaje de la gauchesca…
—Haya paz, caramba —intervino Rubulotta, ya convertido en mediador—, esto es un acto cultural…
El profesor Almeida escuchaba pasivamente y miraba el espectáculo con fastidio, o con indiferencia, ya seguro de que las cosas se le habían escapado de las manos.
El adolescente de los timbales volvió a intentar una participación que, al menos, atrajera una mirada de Sol.
—Clarinete —balbuceó en una rima tácita que aludía a su emisión en falsete. E inmediatamente se oyó al payador:
—Aquí me pongo a cantar al compás del clarinete; si te molesta el juanete y no aguantás los zapatos, hay un remedio barato: caminar con los zoquetes.
—¡Ah, esto es extraordinario —bramó uno de los del medio de la sala, ya convertidos en una espontánea claque—, ha dejado lo epicúreo y lo estoico y ya anda en lo utilitarista!
—¡En lo pragmático! —aportó el de al lado.
El acusador de vulgaridad volvió a ejercer su desconfianza:
—Así claro que no es difícil versificar, este hombre no tiene discurso propio, va cambiando de voz según le convenga la rima. ¡No está seguro de nada!
—Corno inglés —insistió el del pianoforte y la espineta, que ya había perdido la sorna.
—Justo —murmuró el payador mientras terminaba un rasguido.
—Aquí me pongo a cantar al compás del corno inglés; que si sufrís un revés que te tira por el piso, levantate de improviso que eso es lo mejor. Tal vez.
Hubo unos murmullos de aprobación y otros de incomprensión. Desde atrás, alguien que comenzaba a perder la paciencia, o a entusiasmarse (quién sabe) gritó:
—¡Violonchelo!
Y con un gesto indulgente dijo el payador:
—Aquí me pongo a cantar al compás del violonchelo, que no hay mayor desconsuelo ni cosa más aburrida que vivir en esta vida pensando en ganarse el cielo.
—¡Colosal! —gritó en coro la claque.
—¡Piramidal, insólito! —bramó uno de ellos— ¡Más allá de Mill y de James! ¡Estamos en la declaración de un escepticismo radical y superador que nos abre quién sabe qué caminos de la especulación metafísica y ética!
—Parece mentira —dijo el acusador de vulgaridad—, parece mentira que gente instruida se deje engañar así. ¿No se dan cuenta de que este señor se estudió de memoria los instrumentos de la orquesta? A ver si es tan rápido con el ukelele.
Y sin mediar un instante se oyó la voz del payador:
—Aquí me pongo a cantar al compás del ukelele; si trabajás dele y dele sin poder juntar un mango, practicá chistes guarangos y probá suerte en la tele.
—¡A las pruebas me remito! —dijo uno de los filósofos de la claque— Ahí está la contestación, rozando el campo de la crítica sociológica.
Un joven de barba y amante del jazz, que parecía ajeno a la polémica pero tenía posición tomada, se incorporó de su asiento de la cuarta fila y sentenció con tono solemne y lapidario:
—Banjo.
Por unos segundos, que sintieron triunfales unos y fatales otros, sólo se oyó un lento rasguido apócrifo. Y en seguida la voz, segura y parsimoniosa, que decía:
—Aquí me pongo a cantar al compás del dulce banjo: este problema lo zanjo pronunciándolo con jota. ¡Qué fácil que es dar la nota, si encima me llamo Juanjo!
Entre la explosión de risas de casi todos y los aplausos de la claque se oyó decir al doctor Saralegui:
—No sé qué dirá el profesor Almeida, pero yo creo que la conferencia ha sido suficientemente ilustrada ya, y podríamos…
—Yo propongo… —alcanzó a decir el ingeniero Rubulotta, y en ese mismo instante se cortó la luz.
—¡Ohhhhhhhhhh! —se oyó como un coro entre la concurrencia.
Y todo el mundo supo que ahí se terminaba la cosa, porque no se había previsto una contingencia así, y la sala era una boca de lobo. Algunos encendedores alumbraron intermitentemente la desconcentración, que duró unos pocos minutos. Afuera no se formaron grupos para seguir charlando, como suele suceder a veces, porque hacía frío y corría mucho viento, y la gente ya estaba cansada.
El profesor Almeida, que no fumaba, aprovechó las lucecitas del encendedor del ingeniero Rubulotta y, tomándolo del brazo, caminaron juntos hacia la salida. Al llegar a la calle vieron al payador que se alejaba charlando animadamente con una chica.
—Tengo el coche a la vuelta. ¿Lo alcanzo hasta su casa, Profesor?
—Ahí va, con Sol —dijo el conferencista, como si no hubiese escuchado la propuesta de su alumno.
—Ah, sí, el payador se va con Sol. Y dígame, Profesor: al final, ¿la payada fue a favor o en contra?
—Me parece que en contra, Ingeniero. ¿Vamos?
Desde adentro del Instituto, como ya habían salido todos, el sereno, con una vela en la mano, echó llave a la puerta.
Cocuyo le dijo a Manteca que subiera a la loma. Manteca subió a la loma. Manteca nunca había subido a la loma, le daba miedo, pero, aun así, subió porque se lo había dicho Cocuyo. Cocuyo no era el jefe de Manteca, sólo era su amigo. Manteca confiaba en Cocuyo porque Cocuyo alumbraba, tenía aquella lucecita fosforescente y verdosa que le transmitía seguridad. Manteca, en cambio, no tenía luz, era opaca, muy opaca, como las cenizas o el carbón del marabú quemado. Cuando Manteca llegó a la cima de la loma, muerta de miedo y cagada en los pantalones, descubrió que la isla era más grande de lo que le habían dicho. Desde allí arriba se veía el mar anaranjado en toda su plenitud, el horizonte se hacía lejano, y el monte, lleno de guásimas, palmas, jagüeyes, ceibas y ocujes, parecía una mancha verde ante el insólito espejo naranja del agua. Manteca, entonces, se sentó en la hierba y lloró y lloró. Lloraba porque tanta belleza y tanta inmensidad no cabían en sus pupilas. Cocuyo llegó caminando despacito, muy despacito, sin hacer ruido, y con un abrazo luminiscente la abarcó en su totalidad a pesar de que Manteca era gorda gordísima. Y, por primera vez en la vida, Manteca sintió que brillaba con luz propia.
Micaela y Agapito
Agapito tocaba el silbato y Micaela el acordeón. Agapito era fuerte como el ácana y tan alto como una palma real. Micaela era pequeñita y frágil, sin embargo, cargaba con el enorme acordeón como si cargara con un saco lleno de aire. A Agapito parecía que el silbato le pesara en el cuello, caminaba cimbrado hacia adelante arrastrando sus largas patas de flamenco y siempre daba la sensación de estar cansado. Micaela llegaba la primera a la plaza del batey, mucho antes de que saliera el sol, y montaba su carpa y su escenario en menos de lo que cantaba el gallo. Agapito se levantaba tarde y cuando llegaba a la plaza apenas había sitio, y si encontraba cabida era porque él parecía un alfiler. Micaela, apenas aparecían los niños, entonaba canciones alegres e improvisaba décimas sobre los animales del monte y la laguna: que si de la cotorra, de la biajaca, de la jicotea, del jubo o del perro jíbaro, y los niños aplaudían pidiendo más y más. Agapito tocaba el silbato cada vez que un niño corría, reía un poco más alto de lo habitual o se ponía a dar brincos como un chivo, y entonces les gritaba con semblante avinagrado: ¡Muchacho, carijo, quédese quieto y no joda más!. Micaela y Agapito eran hermanos.
Mandinga y Carabalí
Mandinga y Carabalí sólo se tienen el uno al otro. Mandinga es tan viejo como la ceiba del potrero y tiene la cara lisa como una polymita. Carabalí tiene cara de jutía y es mucho más viejo que Mandinga. Mandiga, de tan negro que es, no se ve por la noche, pero si se ríe sus dientes brillan en la oscuridad. Carabalí ya ha perdido todos los dientes y su negritud se está volviendo gris. Mandinga viste como un tocororo, con colores vivos y alegres y se entretiene con los zunzunes, los jubos, las arañas peludas y cuanto bicho hay en el monte, y como es así de “entretenido” y se ríe solo cuando saca las papas, las malangas o las yucas, de los sembrados, le llaman el Bobo de la Yuca. A Carabalí le gusta vestir de blanco, pero desde que se ha enfermado, prefiere ir desnudo por temor a que el color se enferme con su podredumbre (así llama él a la enfermedad). Mandinga, a pesar de ser “entretenido” cuida de Carabalí: le toma la temperatura con la mano, le baja la fiebre con paños húmedos y le hace tamales, guenguel y majarete con el maíz que él mismo siembra; le espanta los jejenes y las moscas y le da los jarabes en una jícara hecha de güira. Carabalí se lo agradece contándole historias de princesas y guerreros de su África natal. Carabalí y Mandinga habían venido en el mismo barco y los había comprado el mismo amo. Mandinga antes no era así, era inteligente y jacarandoso, pero por romper sin querer una botija en la casa del amo, el amo le pegó tan fuerte en la cabeza que se quedó “entretenido” para siempre. Carabalí le cuidó entonces y se lo trajo a vivir con él a su bajaraque en los lindes del ingenio. Carabalí tenía un bajareque propio porque ya era muy viejo. Y como ahora Mandinga, además de viejo, es “entretenido”, el amo dejó que viviera en el bajaraque de Carabalí. Al ser ambos tan ancianos no rinden en el cañaveral, por lo tanto ya no han de vivir en los barracones ni ir al corte de caña, pero Mandinga y Carabalí no saben vivir sin hacer nada, por eso la amita Eduvilges, que es una niña muy buena, le había pedido al amo que dejara que ellos se ocuparan del cuidado de su jardín, el único, en toda la casona, que está plagado de romerillo, mariposas, varitas de San José, girasoles, siguarayas, coralillo, cundeamor, y de las orquídeas malvas que se alimentan del caigurán. Ahora es Mandinga, como he dicho, el que cuida de Carabalí. Carabalí se ve como un clavel mustio y se entristece, se siente inútil, pero sobre todo, se entristece más, porque sabe que si él se muere, Mandinga se quedará solo, muy solo.
Nadie y Alguien
Nadie no tiene nada y, por no tener, no tiene ni sombra. Alguien tiene mucho y tiene una sombra muy larga. Nadie, aunque se ponga al sol y el sol le ilumine con toda su intensidad, nunca tiene sombra. Alguien, hasta en la oscuridad tiene sombra, o mala sombra, según como se mire. A Nadie no le importa no tener sombra, y no le gusta hacer sombra ni ser la sombra de otro. A Alguien le gusta que su sombra siga creciendo y que cubra la sombra de los demás. Nadie cultiva letras. A veces sus cosechas son tan escasas que apenas puede alimentarse de palabras, pero a él le da igual, sus palabras, aunque estén algo raquíticas y sólo den para una oración, le mantienen vivo. Las cosechas de Alguien, que también cultiva letras, son copiosas y le dan para párrafos y parrafadas, y para mantener inmaculada su obesidad mórbida. A Nadie le gusta cosechar palabras como: blanco, lagartija, espejo o lluvia. A Alguien le gusta cosechar palabras como: oropel, ditirambo, suculento o grandilocuencia. Nadie y Alguien viven en un pequeño islote dentro de un mar inmenso que a su vez está dentro de un gran océano. Nadie no ocupa casi nada, sólo un cuarto del islote que comparte con los otros. Alguien lo ocupa casi todo: las tres cuartas partes restantes. A Nadie le gusta no ser nadie, y a Alguien le gusta ser alguien, aunque sigue soñando que un día será Dios.
Emerges desde el fondo del caos convertida en milagro. A qué temer entonces, si no hay más muerte que el miedo, ni más oscura extensión de la nada que el temor. Somos hombres porque odiamos. Somos hijos, porque al final, no importa realmente el origen, sino tan sólo aquello que lo sustituye. Así quedamos a la espera de que alguien nos guíe, cuando el camino se nos dibuja bajo los pies inexorablemente, y el destino es en nosotros, fórmula y ejercicio del error. Sumar ceros a la nada no nos servirá, ni agregarle más letras al odio porque la ira es insobornable. Ya pesa el gramo en mis ojos, y es más noche en la noche, y un sopor mortecino y amigable saluda mis dedos, hasta entumecerlos. No hay variaciones del yo en lo que ocurre, sino la continuidad del oro de tus ojos en mi mente: esa sabiduría brutal que nos empuja a Dios cuando nos hieren. Un ser mutilado y clarividente se cierne tras mi lengua y te habla. Escupe estas palabras y se duerme.
No he de volver a Dios cada mañana
No he de volver a Dios cada mañana luego de besar el húmedo labio de la noche. No he de volver de tanta oscuridad negando la sabiduría cruel que se esconde en la derrota. No he de ser otro si soy éste que ilumina de sombra tu camino y tu caída, cuando otra vez nos vuelve a mirar la bestia que habita tu dulce abismo.
Infantes
Ayer no lloraste. Me quedé esperando tus lágrimas hasta que nos visitó la morfina. Pensé en acariciar estérilmente tus deformidades. Entonces recordé que Dios te tocó primero y preferí olvidar el regalo de tus uñas. Lamí un espejo trizado donde se reflejaba tu cara de niño-monstruo, de niño-insecto, de niño-niña, hasta que el semen de tu lengua se secó sobre los ojos, y mis dedos untados se apaciguaron de ti.
Jugamos a besar el odio hasta la náusea, hasta agotarnos y caer en la vigilia. Jugamos a rozar los pies entre las sábanas y sufrir el hambre sin emocionarnos. Probaste que mi voz no se escurre en tus brazos como el agua (ni lo necesario) mientras todos duermen. Pero dividir la máscara no fue suficiente. Ábrela si quieres. Estamos preparados.
Desátame como la naturaleza engendra la catástrofe. Ya sembramos tu sien y mi sien. Cosecha entonces este bello fruto que esperamos abrazados a un mismo torso, invertidos y en silencio. Hoy son tuyas mis dagas y el ánimo de mis cuervos. Son tuyas ahora mis palabras. Invócame. Llama nuestro fuego a la calle y precisa la víctima. No temas, ya te dije. El resplandor de tus alas nos protege.
Cuando comprobé que no existen aves guías inmortales creí haber elegido ser un pájaro huérfano que con las alas plegadas se dejaba caer.
El tiempo me enseñó que no existen pájaros sin lastimaduras y que los que realizan los mejores vuelos son los que aprenden a llevar consigo el dolor sin darle combate.
Me enseñó que en los puentes de salvación siempre existen tablas sueltas y que el único soldado que las puede reconocer es uno mismo.
No necesito hacer pie en la fragilidad de otro y salvarlo para comprobar mi propia capacidad de resistencia ante la adversidad porque mostrarme débil ya no me importa.
Solté mi afán absurdo de ser una semirrecta impaciente con vocación de empuje y resistencia porque comprendí que soy un punto en la grandeza de la vida, un punto que puede detenerse y que detenerse no es necesariamente morir.
Breves
Inventé un mundo tan lejos de mí que ahora no encuentro un pájaro que me quiera regresar.
Por proyectar tantos vuelos he olvidado cómo agitar las alas.
Suspendida en el aire, con las alas entumecidas por imposibles, vigilo el cambio de guardia. Tal vez hoy se vaya el silencio o la araña del tiempo.
En muchas oportunidades me propuse modificar la rapidez con la que transito por la vida porque, siempre confabulada con mi responsabilidad, impidió quedisfrutara de muchos paisajes que dejé atrás. No puedo victimizarme porque mientras mantenía la mirada fija en el cartel de llegada sabía que no había caminos de retorno.
Mis talones nunca encuentran una fuerza externa que resista el empuje de las obligaciones. Sigo el trayecto vencida por la inercia.Cuando me busco cierro los párpados. Cuando necesito sentir o pensar apago la luz del afuera. ¿Será que la verdad se pega al reverso de los ojos? ¿Qué es lo que ellos ven que enceguece el entendimiento? ¿Por qué si en el silencio oscuro de mi habitación la verdad es tan clara, por la mañana ando a tientas?
Un poema
No está en la línea de mis manos
Si quieres conocerme no alcanza con leer las líneas de mis manos porque no guardan rastros de escapes y locuras.
Solo pueden contarte que a veces ser entrega me lastima porque soy incapaz de levantar columnas desde la periferia;
escapar de reclamos para garantizar la protección de mis células sanas,
silenciar el idioma de mis ojos que exponen claramente lo que guarda mi lengua. También pueden decirte que a veces soy un pájaro, un pájaro que elige vivir en una jaula que mantiene la puerta siempre abierta;
o una fiel maleza, empecinada en hacerse frondosa en un terreno húmedo y oscuro mientras sus ramas tímidas acarician el árbol coronado de sol.
Te dirán que soy mapa, también ruta y refugio; un paisaje pintado con montañas de euforia y llanuras de pausas.
Pero hay algo intangible, sin registro en las palmas, algo que transfigura si las garras del tiempo descansan y desprenden, algo que me transporta a la vereda opuesta donde impera la magia, en donde lo perfecto es toda imperfección.
Todos saben que me gusta estar solo. Me siento bien dentro de la soledad que queda en mi mundo. Las personas me estorban, excepto aquellas únicas que elijo para relacionarme, para que puedan avanzar por mis largos yermos carentes de agua y despiadados de pájaros, donde se gestan y apaciguan mis tumultos de polvo, mis tormentas de olvido, el calmo paroxismo de mis furias.
Vivo ahí, en esa jaima inhóspita, hecha con huracanes y veleros. Una jaima cosida con gigantescas gavias para capear oleajes de la sangre. Vivo dentro de mi rutina de silencios, de intermitentes y oscuros monosílabos y, dicen esos que siempre están conmigo, que soy una alimaña hecha con gestos y con ojos de bruscas mutaciones.
Los niños, sin embargo, no ven en mí lo que los hombres ven. Jugamos, cantamos, trabajamos y aprenden “cosas raras” (como suele decirme el hombre sabio que conduce la civilización en este lado tan poco hospitalario de la existencia humana).
Yo les explico la gesta de los hombres, mientras dibujo mapas en la tierra y les hago relatos de otros lugares que están inaccesiblemente lejos, pero que los niños consiguen imaginar para asombrarse. No hablo de ese occidente dominador y férreo que parece el único territorio habitado sobre el mundo. Les hablo de culturas antiguas como la suya propia, de largos mitos rústicos que se parecen en todos los lugares y que se repiten con diferentes nombres. No hablo de religiones con los niños. Hablo de civilizaciones y esperanzas.
La escuela es paga aquí, porque de otro modo, es imposible retener un maestro sin comer. Algunos pueden pagarla. La mayoría no, así que esos de la mayoría son mis niños del fútbol y la historia y los mapas que los humanos han trazado para cortar en trozos la esperanza.
Disfruto enormemente de estos niños, como en mis viejos tiempos de docencia, en el margen que nadie quiere ver.
Luego, regreso a mis silencios, a esta imprecisa ejecución del día, que implican los informes, los ajustes a la necesidad, el miedo de los otros, los que migran como si el suelo bajo sus pies se les moviera y ese resabio a pólvora que dejan los malos daños impregnado en la piel.
La soledad se aprende, como todo. La soledad no es más que un hábito más, una costumbre que no precisa de zurcidos ni parches porque es una muralla no vencida por el asalto de las hordas trágicas.
Afuera de mi jaima hay otras jaimas. Tratamos, apenas, de ser buenos vecinos, en la desértica amplitud que constituye no saber si hay mañana cuando cae la noche día a día.
Recordé aquella canción, la que ahuyentaba al silencio, al vacío, la que susurrabas inesperadamente mientras la banalidad anegaba la casa y mis palabras se escondían en los rincones de la alacena.
Recordé tu tibia música, el fulgor que brotaba fundiéndose en el cristal de la ventana.
Recordé tu sonrisa mezclada en el susurro y al susurro mientras sonreías.
Toda la arquitectura del silencio caía derribada por tu voz apenas audible, pero que, como un disparo, fulminaba tanto gris, tanta mediocridad, tanta melancolía… Y la casa se llenaba de alegres trinos, de avecillas iridiscentes posándose en cada resquicio, en cada oquedad, en cada poro de mi piel. Entonces la soledad también huía aterrorizada por los sumideros, y sus alaridos se dejaban oír en las cañerías. Y las palabras bajaban a la hoja y danzaban desenfrenadamente con sus piececitos manchados de tinta dejando un reguero de versos estampados en lo blanco del papel.
Recordé aquella canción y yo también la susurré. La susurré al oído de la casa, al cuerpo del espejo, al pubis de las sábanas… Pero el color seguía siendo el mismo, un gris apagado, yerto; el silencio continuaba y a cada paso eran más espeso, como un muro pétreo e insalvable. El vacío se arremolinaba en el interior de mi cuerpo, viajaba por mi sangre dejando un frío riachuelo de temor serpenteando por las venas. Y la soledad, esa dama soberbia y omnipresente, se paseaba desnuda por cada habitación. Por más que lo intenté no pude. Mi susurro era anodino, insípido, la casa no era capaz de encontrarle el sabor a mi canto. Las palabras volvieron a refugiarse tras el frío de la porcelana y es por tu ausencia. Y aquí estoy, a la espera. En tu espera.
Cuando el dolor se instala para no marcharse, hay que apretar los dientes, callar y no ponerle alas, silenciar el ritual del desespero, hacer oídos sordos al pitido del tren que atraviesa la estación de la carne como una navaja afilada que reabre la herida, y la pudre y la transforma en llaga que nunca cauteriza.
Sobornar al silencio con caricias, es una buena forma de conseguir que se quede a tu lado. Murmurarle al oído tu lealtad perpetua y dejar que el resto del mundo se desgañite iterando sus pérdidas que son las de todos y, por tanto, las mismas, un año y otro año.Un punto de frialdad o incluso insensibilidad, favorecería al sensible en momentos de manida quejumbre y al pretencioso que considera su pena inimitable e imprescindible de ser contada y te pone perdido de añoranza tu vestido de estreno que solo esperaba algún piropo que no llega.
Cada quién su dolor, cada cual su almohada para llenar de lágrimas, sus cartas imborrables, sus recuerdos de tiza sobre pizarra negra que repasar como una constante sobre el tiempo, cuando se van borrando de la mente.
Porque la muerte nos pelea a todos y a todos llegará, porque las ausencias que provoca son una masa informe e invasiva que todo lo devora, yo intento centrarme en lo vivo y si cuando le hablo no me responde porque aquello que esté vivo siga refocilándose en sus lejanías (susurrando lejanías, amando lejanías, llorando lejanías, escribiendo lejanías), prefiero estar callada abriendo puertas al olvido que siempre termina por matar las vorágines de la memoria. Cualquier ausencia que se nos dé en la vida.
—Pedro, he estado hablando con mamá y escucha todo lo que me ha contado al preguntarle cómo ha sido su vida.
«Mis hijos siempre me han llevado loca. Cuando eran pequeños, de amor; cuando adolescentes, de preocupación; cuando se casaron, de alegría.
Pedrito era un maníaco de las motos. Su padre lo enseñó a pilotar el Vespino que tenía para ir al trabajo y llevarme de compras. Doce años tenía el niño, y el padre lo veía bien… A mi no me hacía gracia que se fuera con la moto él sólo por los descampados y para solucionarlo se juntó con una pandilla de amigos motorizados. Ya no iba sólo, según él. ¿Has visto qué solución?
Patricia me preocupaba de otra manera. No salía de casa más que para ir al colegio y hacer los recados que le mandaba. Hasta que cumplió los trece años me pareció normal, sí, hasta esa edad ni siquiera le echaba cuenta a que la niña no saliera en pandilla ni quedara con las amigas, que las tenía, a dar un paseo. Ya tendrá tiempo, decía yo. Pero claro, cuando llegaron los 14, 15, 16 años y esa actitud era constante ya me empezó a preocupar. Yo la animaba a que saliera, a que aprovechara el tiempo y su maravillosa juventud para hacer cosas nuevas -¿sabes?, tenía la carita de porcelana- La animaba a que hiciera algún curso de pintura, de fotografía, hasta le propuse que participara como voluntaria en un albergue de animales, que tanto le gustaban. Y la niña que no, solo estudiar y estudiar y estar en casa.
Pero como todo, con el tiempo cambiaron. Solitos».
Pedro escucha y sé que se conmueve igual que yo.
—Nos recuerda, Pedrito, nos recuerda.
Mamá nos mira, sentada, balanceándose en el asiento de su mecedora. No nos sonríe, no dice nada. Nos mira extrañada.
Pedro le coge las manos y ella lo rechaza pero Pedro insiste dulcemente hasta que al fin las doma. Yo también me acerco a ella, y frunce el ceño. Reclina su espalda y se aleja un poquito pero hoy nos deja que la toquemos, que le acariciemos las manos y el cabello. Ella nos pregunta dónde están sus hijos. Mi hermano me mira y me dice: «No llores Patricia, nuestra madre es la misma, quien nos está hablando ahora es solo la ausencia».
Llevaba un retrato en el morral y preguntaba a todos en las calles, imponiéndoles la visión de retrato: «Has visto a La Mujer».
Los habitantes todos lo miraban, porque el retrato vacío tenía solamente escritas dos palabras: «La Mujer».
Pero él insistía, como enfermo de algún mal incurable que debiera encontrar un mago curandero en un mundo sin magos.
«Esa Mujer no existe», se animó a decirle el que cuidaba burros, indicándole irónico el retrato vacío y las palabras.
Él señaló entonces todos los papeles de los que estaba hecha la ciudad, tanto y tanto papel escrito de formas infinitas, sólidos como muros, voladores como pájaros, luminosos como farolitos, altos como palabras, profundos como el cielo, tristes, como él mismo.
—Esa busco.
—Esa es lo que estás viendo. No tiene forma. Es lo que estás viendo…papeles con palabras.
A veces mis ojos me abandonan. Se van de turistas sin provocarme dolor y yo me quedo tallada en piedra con huecos secos en el rostro. Es extraño porque sé que miro sin ver nada.
No sé el porqué, pero ocurre. Mis ojos se rebelan y son independientes. La película de la vida se tilda en una escena y me siento ajena al tiempo que pasa a mi lado.
Creo que son segundos en los que puedo prescindir de los demás sentidos y hasta del aire. Por un momento soy una cosa porque quedo sin vida. Y no duele, es cierto que no duele morir. Y es cierto también, que no se desea regresar porque no se extraña, porque sencillamente no se siente y es agradable.
No importa advertir que todo continúa mientras estoy petrificada y llego a odiar al inoportuno que se obstina en encajar mis sentidos de nuevo en el cuerpo y logra que la película siga porque he pestañado.
No puedo decir que Óscar y yo fuésemos una pareja mal avenida y ahí radicara el motivo de que nuestro matrimonio se arruinara. No discutíamos por todo lo discutible ni tratábamos de cercar la parcela de libertad del otro. Fue, en todo caso, un amor decreciente. Lenta pero inexorablemente dejaron de interesarle mis ideas y propuestas y de la misma manera yo empecé a pasar de las suyas. Nuestra vida se volvió predecible y anodina y nos fuimos enfriando en todos los aspectos que deberían estar vivos en una pareja, como si en lugar de madurar juntos nos hubiéramos convertido en dos ramas que crecen cada una hacia un lado hasta que dejan de tocarse. Nos convertimos en vecinos de cama y mesa y se deshizo por completo nuestro sentido de tándem. El divorcio sólo legalizó nuestra realidad.
Una tarde, cuando acabé mi horario de oficina, se me ocurrió conectarme a una página de contactos. Todo el mundo habla de esas cosas, incluso las anuncian en televisión, y bueno, bajo el anonimato decidí ver qué se movía en esos lugares.
Mi nombre es Noelia, así que me busqué un nombre imaginario: Helena. No tardó mucho en contestarme un hombre al que se le iba la vida en conseguir una cita conmigo. En cinco minutos que estuvimos conversando virtualmente ya me había coronado Reina. Así que al comprobar la velocidad que llevaba aquel tipo me dije: capaz que si permanezco un poco más me hace copropietaria de su latifundio. Aquel pensamiento, además, me hizo intuir que, con la misma pasión y prestancia que mostraba, al menor contrapunto que tuviera conmigo me arrojaría al foso de los cocodrilos de su castillo. No continué con el asunto y cerré sesión.
Dos semanas más tarde volví a hacerlo. Volví a conectarme en esa página de chat. Mismo nombre, Helena. En esta ocasión apareció un hombre sin tantos arrestos como el otro. Se presentó diciéndome que se llamaba Luis y casualmente, o porque estas cosas ya las tienen preparadas, era de mi misma provincia aunque residía en otra ciudad. Mantuvimos una conversación que duró casi una hora, pero se nos pasó tan rápido y ameno el tiempo, que quedamos en continuar charlando con asiduidad. Y así, día a día, Luis y yo fuimos intimando. Nos contábamos un poco de todo: los pormenores de la jornada, nuestra situación personal; ambos éramos separados, él por segunda vez pero, igual que yo, no tenía hijos. Me gustaba. Tenía mucho desparpajo hablando y cuando tocábamos temas de cosas más trascendentales ambos nos embarcábamos en una charla la mar de interesante, además de agradable. Me revivía por completo, era todo lo contrario que Óscar. Eso, junto con el cosquilleo que me producía nada más ver su nombre en la pantalla, hacía que se convirtiera en un cóctel muy, muy seductor.
Mantuvimos ese contacto ininterrumpido durante dos meses y medio aproximadamente, así que, a esas alturas, ya conocíamos las coordenadas interiores de cada uno. Y llegó el momento en que Luis y yo decidimos dar un paso más: conocernos en persona. Sabíamos de nuestras manías y gustos, nuestras opiniones sobre muchos temas, nuestros miedos y nuestros puntos fuertes, lo único que nos faltaba era descubrirnos físicamente, esa sería nuestra conexión definitiva. Era el momento de poner toda la carne en el asador.
Luis reservó mesa para nuestra cita en un Restaurante situado entre nuestras dos ciudades -cuya ubicación conocía porque estuve allí en alguna que otra ocasión- y me envió el mensaje: Restaurante «La Florida», viernes, 20:30. Si llegas más tarde el maître te acompañará a la mesa 5. Es la nuestra.
La mañana de aquél día estuve hecha un manojo de nervios. Sentía incertidumbre pero al mismo tiempo estaba muy ilusionada. Agarré las llaves del coche y antes de salir de casa me dije frente al espejo: vamos chica, no tienes nada que perder.
Llegué al restaurante e hice lo que me indicó Luis, dirigirme al maître y presentarle mi asistencia. Me acompañó amablemente a la mesa 5. Allí estaba Luis, sentado de espaldas a mi trayectoria. Le anunció mi llegada y él se giró levantándose de la silla. Al mirarnos, apenas pudimos articular palabra hasta pasados unos segundos.
¡Óscar! -le dije a Luis.
-¡Noelia…! ¿Tú eres Helena?
A la pregunta (si la hubiera) de si volvimos a ser pareja: No.