LA NORMA Y EL USO

por Gavrí Akhenazi

Si bien en cierto modo resulta superfluo ponerse a discutir el uso transitivo de un intransitivo, el idioma es todo así. No es perfecto y podemos decir que apenas o a penas, está medianamente normado, incluso mal normado en tantísimas ocasiones ya que el uso oral es absolutamente contrario a la norma que se le intenta imponer.

La cosa aquí, creo yo y es apenas una opinión, radica en la intencionalidad con la que se dice tal o cual cosa y cómo un autor aplica esa intencionalidad sobre las palabras.

La literatura no es un hecho aséptico porque si se quiere transmitir realmente lo que intentamos, siempre es mejor trabajar a conciencia (y también con inconsciencia), el plano de nuestra intencionalidad.

Por lo tanto, es muy diferente decir: «te pensé» (por más mal que se considere para determinados sociolectos) que «pensé en vos».

«Te pensé/pienso/pensaba» crea otro ámbito de relación entre el hablante que emplea el término y el sujeto al que el término va dirigido.

Aunque la norma diga otra cosa «te pensé» implica una relación de intimidad entre el yo, el pensamiento de ese yo, y el objeto pensado. Es una relación interna, emocional, íntima por completo, mucho más estrecha, más de tú a tú: Yo te pensé a vos.

Eso es puramente intencional. Intenta llevar la expresión casi a un plano de propiedad con el objeto pensado, que el verbo, si se empleara en la forma gramatical correspondiente, no alcanzaría.

Por eso, en literatura creo que el autor puede permitirse ciertas transgresiones o ciertos artilugios que enfoquen el pensamiento del lector sobre un factor determinante sobre el que ese autor está intentando incidir.

No es tampoco dar todo por válido, pero sí detenerse en buscar el contenido de porqué se hace tal o cual cosa cuando se escribe.

Esto que digo va mucho más allá de si dos vocales fuertes son una o dos sílabas. Va mucho más allá porque ya no es un asunto «técnico» que se puede aceptar o rebatir desde el lado de la biblioteca que nos satisfaga, sino que hace al entresijo más profundo, a lo que uno «pone» de sí para explicar algo que no queda igualmente explicado de otra manera.

Son los resortes del arte, su mecanismo invisible.

VERSO RIMADO

Canción de hojarasca

Antonio Alcoholado

Venían de lejos
y todas en una,
sus pieles las horas distintas del sueño,
sus voces las luces detrás de la bruma.

Venían del tiempo
de entonces y nunca,
de allende la noche
y sitios sin dónde.

Traían palabras y canto,
su son para hijos sin suerte,
los mismos muchachos descalzos
por esos rincones de siempre.

Cantaban de un árbol
secreto en su selva durmiente,
un árbol cargado de hojas
guardianas de sombra:

«El viento en las ramas, sin nadie que mire…
Las hojas al viento, sin nadie que escuche…
El viento y las hojas, quietud y silencio terribles
de quienes aguardan tu lumbre…»

Y nadie percibe
ni nadie descubre
al pobre muchacho que pierde los ojos
en este paisaje sin fondo

y encuentra el amor de la madre,
y entiende su herencia de niño:
la sombra que abrigan guardianes
de pecho encendido

y sigue creciendo en los márgenes
de tanta hojarasca que intuye el camino.



Me quedo ensimismado
como si me encontrara en otro mundo,
no reconozco nada,
solo a mí yo iracundo
que busca la respuesta a esa pregunta
que nadie ha formulado…
Me abstraigo en lo profundo
de lo que ha provocado en mi persona
el giro en la manera en que despunta
la inmensa soledad
con que esta realidad
se posa en el abismo de mi encierro.
Preparo la bañera,
que el agua limpie el mal de este pecado,
aunque solo por fuera
pues dentro está todo contaminado
– que allá, en el otro lado,
al cruzar la frontera,
al menos me reciban aseado.
Con mis mejores galas
– vestido elegante y afeitado –
entorno el alma antes que el gatillo
dispare el arma que en mi mano apunta,
justo en este momento
al que solo me enfrento,
para acabar con todo
y hundirme así en el lodo
del que he salido a flote en cada intento
que no tuve valor.
Apuro hasta el final un cigarrillo,
me deja un sinsabor, fugaz, amargo;
anoto sin detalle un gris lo siento
en un papel que saco del bolsillo;
evito despertarme del letargo
para no arrepentirme…
me invento una sonrisa
y rezo porque todo sea deprisa.

Diario de un suicida

Santiago Vázquez



Isabel Reyes

Malabaristas

Aquí o allá, todo es lo mismo,
Todo sucumbe y gira alrededor del miedo,
en el centro del vértigo. Todo busca caer.
Somos malabaristas sobre un centro
de gravedad que busca el extravío,
seres encaramados en el aguijón-vértice
de este tiempo cambiante, brevísimas catástrofes
que están balanceándose y evitan la caída
con cortos equilibrios inestables,
ingenuos trapecistas que no saben
que hacen sus aspavientos en una cuerda floja.

HISTORIAS

Cuatro vientos – María José Quesada

Frente al domicilio de Pedro aguarda, sentado dentro un Opel Corsa amarillo, Eugenio, con una bolsa de patatas fritas que calma, bocado a bocado, su tiempo de espera mientras engorda, milímetro a milímetro, el contorno de su cintura. Permanece al acecho de Pedro. Hoy está dispuesto a seguir sus pasos y observar todos sus movimientos, nada más que ponga un pie en la calle.

Eugenio podría haber sido policía, ya que ese fue su deseo desde chico, pero no daba la altura requerida para entrar en el cuerpo de la policía municipal. Él lo sabía y por eso se presentó a la primera prueba de ingreso con unas cuñas taloneras dentro de los zapatos; pero no hubo caso, los medían descalzos y en calzoncillos. Aquello no lo achicó y se presentó en segunda convocatoria. Para pasar la prueba, ésta vez se dejó crecer el cabello por la parte de arriba del cráneo y lo engominó de punta, consiguiendo ganar así varios centímetros de altura. No hubo caso, los midieron descalzos, en calzoncillos y con el cabello rapado.

De ahí, a dos años después, creció, lo que son las cosas, sólo que a lo ancho. Bien le valía luego su presencia anatómica para detective, más su paciencia, intuición, discreción y un largo rosario de cualidades.

Eugenio nació con dos dientes así que, al mes de nacer su madre lo alimentaba más con cocido, con garbanzos y lentejas estofadas que con leche materna. Nunca cogió un resfriado, una tos ni un mal de estómago, pese a que su abuela peleaba con su hija, la madre de Eugenio, para que respetara su etapa de lactante. Pero desde que Eugenio probó por vez primera el cocido, con garbanzos, no quiso tomar de la teta ni papilla alguna.

Pedro acaba de poner un pie en la calle y se dirige en dirección contraria a la que Eugenio tiene aparcado el coche, así que éste observa su trayectoria, ahora, por el espejo retrovisor del vehículo. Considerada una distancia prudencial, Eugenio sale del coche y lo persigue guardando un moderado espacio entre los dos.

Pedro se detiene frente a un vendedor de cupones de la ONCE. Eugenio, unos metros por detrás, se detiene y consulta su reloj. Pedro continúa el camino con su cupón de la ONCE y Eugenio llega hasta el vendedor, al que pide el mismo número que acaba de llevarse el último cliente, no vaya a ser, añade, que le toque el premio a ese y a mí no.

Veintidós minutos caminando al rebufo de Pedro lleva Eugenio, y, por ahora, sin novedad en el frente.

«Comestibles Aurora, queso y pan a todas horas» reza el cartel que hay en la puerta del establecimiento en el que Pedro acaba de entrar.

Hace cinco minutos que Eugenio se ha hecho con un periódico de tirada gratuita al que le faltan la letra H, de hacienda, y la letra L, de limítrofe. En su lugar aparecen dos agujeros semicirculares, hechos a pellizcos, y con la distancia justa para que coincidan con el ojo derecho y el ojo izquierdo de Eugenio.

Con tamaña máscara aguarda, mirando a través del escaparate de «Comestibles Aurora, queso y pan a todas horas», y observa los movimientos de Pedro en el interior de la tienda. Alguien de dentro señala hacia afuera, y Eugenio se agacha a recoger una ficticia moneda encontrada, perdiendo así unos preciados momentos de observación.

Cuando cree que ya ha pasado el peligro vuelve a su postura de lector los agujeros que coinciden con sus ojos.

Pedro ya no está, pero no ha salido de la tienda.

¿Estará enredado con la tendera? ¿Habrá pasado a la trastienda para ayudar con alguna caja pesada? ¿Le habrá dado un retortijón y habrá tenido que ir al retrete? ¿Se habrá volatilizado? ¿Habrá una escalera interior que lleve al primer piso y ahí está el de la inmobiliaria para hacerle firmar el contrato de venta de Los cuatro vientos? -se pregunta.

(fragmento)

ANTIACADÉMICAS

El lugar común

por Gavrí Akhenazi

Para Barthes escribir es «la elección del área social en el seno de la cual el escritor decide situar la naturaleza de su lenguaje».

Ergo, la creación literaria ocurre en un tiempo determinado y es durante ese tiempo que cada palabra tiene un impacto preciso en el lector que la recibe desde su propio lugar en la «naturaleza del lenguaje» y es en ese momento cuando la literatura «le ocurre».

Que ese feedback se establezca y exista en el lector ese descubrimiento de algo que ocurre, depende de que el autor ofrezca un panorama diferente y no que se mantenga en el ámbito de los convencionalismos naturales tanto en las secuencias de la vida como en el idioma que emplea para explicarlas en la obra.

Salir del pensamiento corriente, de ese primero que se nos viene a la cabeza, implica salir del facilismo que ofrece sólo manzanas o peras, como si no existieran otras frutas de estación o de fuera de estación (las adecuadas en un caso así) a las que apelar.

La técnica implica también una búsqueda de ese lenguaje que indique la diferencia entre lo común y lo heterogéneo, ya que hay imágenes que existen casi de manera preconcebida y son las que se deben evitar, en persecución de caminos alternativos que estimulen no sólo al lector sino también, que nos estimulen a la exploración de una concepción nueva, un enfoque particular, aunque se trate de una anécdota ordinaria.

La teoría literaria es muy amplia y si algo tiene de bueno conocerla, es que le permite al autor un cambio en el pensamiento rutinario al que suele aferrarse y por tanto, reivindica y habilita recrear la construcción por fuera de las zonas confortables que vienen dándole resultado.

Algunos, ni siquiera advierten que se han vuelto completamente previsibles en el lineamiento de sus tramas y en la reiteración de sus golpes de efecto. Frente a ellos, desde la primera página un buen lector puede hablar del libro completo sin haberlo leído, como si de un resumen predecible se tratara.

Esa previsibilidad es la que acampa en todos los lugares comunes, como una plaga que infecta la creatividad y susurra en la cabeza del escritor que ese es el camino que da resultado porque a otros, antes, les dio resultado.

En la prosa, a diferencia de lo que muchos piensan, el ritmo es un factor determinante para que un relato, incluso uno lineal y sin mayores expectativas, se haga apetecible por su fluidez.

No dejarse atrapar por un manejo acotado del idioma para trabajar la llanura de la anécdota implica un sentido artístico inaprensible con el que variar lo que se está diciendo.

La precisión de un adjetivo no convencional, la sinestesia como recurso, incluso un enfoque arbitrario sobre lo establecido funcionan como un golpe de atención y provocan un repentino interés que el lector agradece porque lo mantiene involucrado y expectante con el desarrollo.

Desafiar al lector, proponerle retos pero por sobre todo, proponerse retos uno mismo, no debe ser jamás obviado ni perder de vista que la creación siempre es, en cierto modo, magia y a ningún mago le gusta que su público ya le conozca todos los trucos.

VERSO LIBRE

Aquí están mis recuerdos,
suspendidos en el espejo desviado de la memoria.

Aquí están:
oscilan en trapecios de agua,
evaden pesadillas.
se intercambian, exaltados se quejan,
duplican su carcajada,
desayunan, salen de paseo, lloran,
y sus lágrimas son ulexita
que sabe ver a través de la pena.

Aquí estás vos,
que sos un recuerdo,
lo eras o, tal vez, no,
porque batís palmas,
corpóreo, en el horizonte de esa fantasmagoría,
nombrándome.

Tu voz y su nítido eco,
cómo trompeta de Miles David,
profundo como un odaiko.

Aquí están mis recuerdos,
arrojados en el tiempo lábil de un código postal
que la emoción fijó en las cosas que pasan.

Código postal

Silvia Heidel



Visión en Laguna Redonda

Antonio Rojas

Sus ojos eran un sol negro sobre las aguas de Laguna Redonda;
parecía un pez bíblico bebiendo la sombra de los árboles.
De sus orillas emergen muertes paralelas
a contemplar la muerte de los pájaros, la infancia de los lobos,
y el éxtasis de los agonizantes.
El viento arrastra letras y números
que abren cortinas de bronce y combinaciones de aldabas,
la perfección del olvido, y un bellísimo azul matemático.
En su callar caben todas las voces,
los cocodrilos silentes del ocaso,
el peso de lo que está por existir,
las llaves y cinceles que abren el ayer de los baúles
y el orden estricto de los féretros,
la espada de David y los espejos en la cabeza de Absalón,
Jezabel y la Sulamita, la nave de Elías, El corcel de Saulo,
los muros y las trompetas de Jericó,
el oro,
las piedras,
los cristales,
los dos ladrones en ambos extremos de la luz.

Su vista termina donde comienzan los sueños.

Más allá, la tarde eleva sobre la ciudad aéreas construcciones,
(allí hay puertas que, al mirarlas,
sueltan los cerrojos,
se quiebran en relámpagos fríos,
en cifras olorosas,
y abundantes cabelleras caen de los dinteles).

El anciano se sienta en el borde de una piedra;
tiene en las manos la marca de Caín y la daga de Atila,
las eleva hacia el cielo en un semi círculo monstruoso
buscando el corazón de la noche,
y un duende infla danzas en la memoria,
el ritmo de otras eras
donde él es, apenas, el balbuceo de un instante
que se consume aprisa en las fauces omnívoras del universo.
Creo escucharle decir: -”Aleph”,
y pienso en la cebada y la menta de Eleusis,
en las mezquitas gemelas del Taj Majal,
la piqueta y la lanza de Nemrod,
el tango de una noche en Buenos Aires,
las ruinas de Sechin…
Pero él sólo buscaba comprender el horror
de esa selva metálica
donde duermen estrellas difuntas su ilusión de albas,
pasear por los oráculos
donde cantó Elohim su hosanna secreto,
y descienden con la lluvia
dioses azules,
alas de ángeles…

huesos de hombres.


Acostumbro despertar a las cuatro
para comunicarle con un beso
ese buen día enamorado, como si fuese
un laurel profético de luz sobre la oscuridad.

Ya sé de las confusiones que se alojan
en su tránsito de decisión a victoria
y cómo se repiten los mapas de la complacencia.
Por eso, llevo días adelantándome a la madrugada
para dar con el trayecto donde circulan
juntos, razón, deseo y posibilidades.

A veces, pareciera plena noche al fondo
y otras, la boca inédita del día, justo ahí
donde cambia el destino de mis besos,
como si todo se resumiera en actitudes
mediando entre fugas de energía y fe.

Entonces agradezco las líneas que se escriben
con esos silencios que ojalá también trazaran
claramente los límites entre hora vacía
y amanecer con sol estallando en la ventana y sus promesas.

Rutina sin agenda

Solange Schiaffino

HISTORIAS

Cumpleaños – Sergio Oncina

Hoy es mi cumpleaños y creo que estoy triste, o debería estarlo, no estoy seguro. Siento que no necesito adentrarme en esa tristeza melancólica del que contempla la vida con la marcha atrás puesta y ha llegado a la mitad del camino pero ni siquiera sabe cómo.

Pero aún me cuesta mirar hacia delante y planificar el futuro, sencillamente porque no sé quién quiero ser. No es tan fácil cómo supone la gente. Antes de lanzarse de cabeza a la piscina conviene saber si está vacía, contestarse otras preguntas: «¿quién soy?, ¿estoy vacío?» Cada vez que las planteo, se me cuela el pasado entre las rendijas de la percepción. Así que, aunque intente evitarlo, la melancolía nutre el presente.

Por eso me planto y giro la cabeza para encontrarme en una infancia tan extraña como todas las infancias, al lado de las personas que me conocen mejor que yo mismo.

A la niñez voy de la mano de mi hija. Cada día que recorremos los pocos metros que separan la puerta de casa a su colegio yo vuelvo a mis escuelas, a mis compañeros y a mis juegos.

Hoy, Helena, por primera vez ha soltado mi mano en la entrada del patio escolar y, sin percatarse de la atenta mirada que perseguía sus pasos, ha corrido a la puerta de su aula hasta que uno de sus amigos le ha tendido la mano para ayudarle a subir el escalón que separa el patio de su clase.

Con seis años es capaz de tener una pequeña vida propia de la que no dar cuenta a su padre.

Yo, con seis años como ella, iba a una escuela de pueblo en el Seat 127 de uno de los profesores, sentado en la parte trasera con mi madre y mi amiga Laura. En el asiento delantero iba la mamá de Laura, Yolanda, que también sería mi maestra durante ese curso, el primero de EGB.

Laura y yo éramos como hermanos postizos y mi madre, Socorro, y Yolanda eran tan amigas que compartían una forma de vivir. Eran dos maestras muy jóvenes, apenas llegadas a la treintena, (qué jóvenes me parecen ahora y qué mayores las creía cuando íbamos juntos en ese coche antiguo). Habían estudiado la carrera juntas y aprobado la oposición en el mismo año. A partir de ahí el sistema educativo público y sus elecciones las reunían para ejercer la docencia en los mismos pueblos

Odio el olor a gasolina, lo asocio a la sensación de madrugar y de no poder dormir en el viaje desde León a Quintana, el destino que ese año, y los tres siguientes, nos tocó en suerte.

Agapito, profesor y conductor, nos recogía en el mismo punto y a la misma hora cada día de la semana. Con seis años una rutina aburrida y monótona es una jaula. Por suerte a esa edad cualquier barrote es de plastilina y al montar en el coche había una niña que, como yo, tenía ganas de jugar.

Al llegar a Quintana nuestras madres entraban al colegio y nosotros esperábamos fuera a que llegasen el resto de niños.
A principios de los 80 los pueblos de León seguían teniendo calzadas de barro, ausencias de aceras, portones de madera y muros de adobe. Un escenario ideal para el juego al aire libre.

El primer día de curso el ruido era ensordecedor en los cinco peldaños de las escaleras de acceso, Laura y yo actuábamos con la timidez propia de los nuevos, veíamos formarse los grupillos de amigos a nuestro alrededor, niños gritones y alocados, iguales que los que ahora observo en las puertas del colegio de Helena.

Me proyecto en ella y pienso en cómo se relacionará con sus compañeros y cómo formará parte de un grupo.

No me preocupo porque los niños la saludan al entrar y al salir y yo la noto feliz. Pero, por otro lado, la comparo conmigo y advierto los muchos secretos que ocultaba a mis padres a esa temprana edad.

Uno de mis secretos era el miedo a estar solo, a no tener amigos o a que un niño más fuerte que yo se riese por mi incapacidad para pronunciar correctamente la erre. Laura no se reía, pero no podría contar con su ayuda en el caso de que hubiera pelea porque, aunque fuese mayor que yo, siempre evitaba los líos y se comportaba como una niña bien de cara al exterior. A solas tenía el carisma suficiente para llevar la voz cantante en nuestra relación.

Supongo que su situación era tan complicada como la mía, alumnos nuevos e hijos de los profesores, solo debía pasar el tiempo para que nos llamasen enchufados, empollones o chivatos. Entonces, Laura no necesitaría defenderse y otros niños lo haríamos por ella porque hay personas que tienen don de gentes desde que comienzan a hablar y Laura era una niña tan adorable que si alguien la insultaba sería por envidia y siempre encontraría un paladín que se partiese la cara para que le dedicase una palabra amable.

En cambio, yo no tendría a nadie y acabaría jugándome el respeto de mis compañeros a puñetazos en el barro.

Por eso, ese primer día, ya analizaba con la mirada quiénes eran los niños mayores, quiénes mandaban y quiénes tenían hermanos que pudieran complicarme la existencia.

Pese al año que Laura me sacaba íbamos juntos a la misma clase porque ni en primero ni en segundo sumábamos alumnos suficientes para formar un curso propio.

Nada más entrar en el aula Yolanda nos hizo leer y fue con estas lecturas de iniciación cuando me tranquilicé, más niños de seis años tenían serios problemas de dicción, sobre todo con la erre y nadie leía igual de fluido que Laura y yo.

Mientras los compañeros se trababan y se esforzaban en completar los párrafos que les correspondían, me leí los textos de la semana siguiente. Observé que Laura ocupaba su tiempo con la misma actividad, competíamos sin habernos retado.

No recuerdo nada más de mi primer día de clase en Quintana. A partir de esa fecha la memoria mezcla imágenes y sucesos sin un orden concreto.

¿Qué recordará Helena del 3 de noviembre de 2020? Dudo mucho que se acuerde del dibujo que me ha dado como regalo o de la película que hemos visto esta tarde, pero quizás sí se acuerde de cualquier detalle que haya ocurrido en su aula junto a su mejor amiga, Sara. O de la mascarilla de unicornio, o del gel hidroalcóholico que no soporta porque huele a menta, o de los deberes de inglés sobre Halloween que hicimos ayer en la mesa del salón.

No sé qué podrá determinar su personalidad, cómo saberlo si no sé qué influyó en la mía.






SONETOS

Morgana de Palacios – Tres sonetos

Tengo mente de virgen

Tengo mente de virgen por más que me reparta
y me mastiquen ojos como manos,
por más que me desnude de luto en las aceras
y me penetren lenguas en todos los idiomas.

Puta mente de virgen, de vigilia y viacrucis,
aunque me abra de letras para el mundo
y me subasten boca, y me regale a trozos
de tripas y garganta y pieles y vocablos.

Yo nací para sola sobre un montón de sombras.
Soy la sola que sabe que todo se termina
por más que lo disfraces de principio.

No te llames a engaño. Yo no soy la que ves
expuesta en la vitrina de la sensualidad.
Soy sólo lo que callo. Mi silencio.


Terca

No soy tuya, Tristeza, no cantes tu victoria
que aún me quedan sueños y algunas realidades
para gozar despierta y guardo en la memoria
las guerras que has perdido contra mis soledades.

Sin prisa mas sin pausa, escribiré tu historia
vulgar por cotidiana en mis carnalidades
pero, nunca lo dudes, no te daré la gloria
de verme sometida a tus cautividades.

Como un junco, Tristeza, me doblego a tus vientos
para que no me arrastren mis propios sentimientos
ni me sajen el talle tus salvajes cuchillos.

Soy tan terca, Tristeza, que no me vuelves loca,
tan dura que si quiebro me rompo por la boca
y escupiendo los dientes, me crecen los colmillos.


Carnada para un silencio

Ante el murmullo obsceno de la vida
me sucede el silencio como un rito
que se opone al enjambre de la letra tendida
al sol que más calienta y su estridente grito.

Se desdice de mí mi consabida
pasión por el vocablo nunca escrito
y cronometro el caos, el vértigo, la herida,
reina de la quietud sobre la que levito.

Con la voracidad de la indigencia,
a su anorexia, lánguida, me presto
como virtual carnada silenciosa.

Y me dejo morir en su presencia.
¿Volverá la palabra en manifiesto
tras el mustio cadáver de la rosa?

HISTORIAS

Largas horas de sombra Gavrí Akhenazi

—De muchacho era un ratón pálido, hocicudo. Una bolsita de huesos que excedían la carne y se clavaban encima de las cosas. Era una laucha hambreada más que hambrienta… No es lo mismo estar hambreado que hambriento. Daba ese aspecto de animal tristón que vive de penuria en penuria y todos corren a escobazos para evitar la contaminación. Un bicho desgarbado y telúrico, crecido desde su propia idiosincrasia. Como buen ratón, no cabía en la vida de la gente hasta que un día me convertí en gato…en este enorme gato que ahora ves. La muerte puede, de vez en cuando, hacerle a un ratón de Hada Madrina con solamente darle un susto en una guerra…como me lo dio a mí la primera vez que vi morir pilas de gente con un solo y único estallido. Ya debería estar acostumbrado y sin embargo, algo le pasa a mis costumbres. No se dan.

Ella es una pantera agazapada y sana, como un animal de terciopelo esquivo que espera en una horqueta. Está serena y firme, con esa piel lustrosa y exigente, brillosa y aceitada, recogida entre las piernas de su hombre. Inmóvil está allí, como una bestia tibia.

Lo escucha hablar y desde su mirada a su lengua hace silencio. Le gusta oírlo hablar.

Él le habla en un inglés que a veces es difuso y se mezcla en su boca con suajili o se sazona con los demás idiomas en los que él habla sólo con la gente que él habla, porque él solamente habla cuando quiere. Con ella habla a menudo de todas esas cosas que los unen y que a la vez los separan de todos los demás hombres que no viven las cosas que ellos viven.

Ella está allí como una talla de madera alcanzada por un último rayo.

Tiene ojos enormemente enormes, como si fueran dos lagunas negras naciendo de la sal, porque brillan así, pupilares, dentro de una esclerótica toda de fuerza azul. Son dos planetas sus ojos, que han alcanzado la violencia del sol y calcinados, refulgen con feroz nocturnidad.

Ella escucha a su hombre con atención de hembra que quiere oír hablar a aquel que la hace suya. Está desnuda y quieta entre sus piernas, como una gata ciclópea que se entrega a una cuestión de piel, mórbidamente.

Han hecho el amor hasta extenuarse como si ella fuera una manada y él un único macho.

Han hecho el amor como si hubieran decidido repoblar el mundo y repoblarse.

Ahora él le habla y ella escucha y a veces, con la punta afilada de su lengua de frambuesa brillante, lame las ingles de él, mordisquea los vellos de los muslos y sonríe, como la juventud. Pero no lo interrumpe. Lo escucha con una atenta dulcedumbre.

Cuando se conocieron él iba envejeciendo de derrotas y ella trepaba por un rayo de luz al universi, Los dos eran un grito.

Ella ha pasado por tantas desventajas que se entiende con él en los escalamientos que sacan del abismo y además, sabe que ese hombre que sufre con una desesperanza de suicida el final de sus años paradójicos, conoce mil y un secretos para sobrevivir contracorriente. Entonces, ella, que no quiere ser de rama rota, se aferra a esa sabiduría por los límites que lo mantienen a él atemporal.

Se miran a los ojos con languidez de perro y entrelazan los dedos de las manos como si uno al otro se alzaran desde un oleaje en el que están sumersos.

Luego, él la atrae hacía sí. La levanta de ese mar nocturno e invisible hacia la tierra seca de su cuerpo y ella, como si fuera un náufrago del que las manos jalan, repta despacio y apoya la mejilla sobre el pecho de él, donde no duele o donde en realidad, todo es dolor.

—Siempre regresas herido, pero igualmente, siempre llegas de regreso.

Ella habla mientras cierra los ojos sobre el compás metódico de la respiración en que siente como él se relaja y se diluye en su mundo sin sueños.

Se duermen así.

NOVEDADES EDITORIALES

Mutter, un libro de Silvia Heidel

En este nuevo libro, la autora argentina Silvia Heidel nos propone una travesía por etapas diversas, tanto de la historia general como de la particular.

A partir de la relación con la historia familiar, se imbrican situaciones pasadas y presentes, como en un caleidoscopio que Heidel maneja desde diferentes ángulos, creando un clima por momentos onírico y por momentos realista y concreto. Lo tangible y lo intangible se entrelazan en un juego climático que nos lleva desde los ancestros hasta el presente, donde la realidad ejerce un peso específico que la remembranza aligera.

El entramado de escenarios lleva al lector por un vaivén a la vez tan pintoresco como poético, tan verosímil como mágico, en ese viaje hacia la historia que se porta como descendiente de otras historias anteriores.

En todo el desarrollo gravita ese peso familiar sobre las búsquedas particulares de la voz narradora, como un justificativo para emprenderlas en aras del propio e íntimo descubrimiento.

La oscilación entre pasado y presente nos ofrece un juego textual profundo e interesante, en que el lector se sumerge, también él, como un buceador de esa trama en la que acompaña a la voz narradora en su propuesta indagatoria.

Las subtramas están desarrolladas con naturalidad y frescura. De igual modo, los diálogos internos y externos que la voz narradora aporta como realidad ficcionada y que, en su desarrollo, resultan a la vez cerraduras y llaves del hilo general, ubican al lector dentro del panorama que las distintas secuencias van ofreciendo.

Así como indica el título, el personaje de la madre es sobresaliente en toda la obra. Marca el tempo y el sino, como una especie de guía constante a la que la voz narradora recurre y se aferra, para encontrar salida a sus preguntas y contradicciones.

Heidel ofrece una prosa coloquial y cercana (bien argentina), dentro de un desarrollo histórico que abarca un amplio período del país. El lenguaje es claro, práctico y abierto, dentro del coloquial natural de origen.

Quizás, un poco localista en ciertos aspectos de su «argentinismo», pero, si vamos al caso, toda obra lo es, independientemente del país donde se haya escrito, ya que lo verdaderamente valioso es el retrato de la época y la arquitectura de la trama con sus personajes vívidos y fecundos. Eso la dota de universalidad.

HISTORIAS

Cuento para salir a navegar – Solange Schiaffino

Imagen by Renzo Alarco

Ella abría las ventanas apenas la sombra se dejaba acariciar por la entrada del sol.
Hacía tiempo que había dejado las vendas y su convalecencia solo quedó registrada en un diario, pues usaba buenas cremas para la difícil cicatriz.

Cada tanto solía guardar las lágrimas para luego reciclarlas en forma de canciones con océanos que se podían navegar en ojos brillantes de curiosidad y sorpresa, porque había aprendido que la vida era como los puertos, donde la única certidumbre es que existen los arribos y también las despedidas.

Hasta que un día ya no fueron solo sus canciones las que aparecían en sus cajones de guardar. También desde el jardín venían cantos impresos en hojas que volaban hasta su mesa. Al dirigirse a su trabajo, lejanas melodías le resonaban durante todo el trayecto hasta grabarse en los papeles que parecían pentagramas de tareas listas para cantarse. Algunas le llegaban como mensajes por debajo de la puerta, incluso como flores tomadas por el camino. Entonces, quiso intercambiarlas con las suyas y comenzó también a dejar canciones junto al sol de la tarde para que dieran la vuelta al mundo.

Una noche en que vio a media calle al dueño de la voz sutil, al que hacía girar las palabras como remolinos y tronar con las olas una sintonía perfecta para la danza de las estrellas, supo que quería cantar canciones nuevas que salieran de todos lados con su ritmo de despertar mañanas.

Pero él dejó de cantar y ella, que se comunicaba con sus adentros, apenas vio que la herida iba a brotar de nuevo en el tiempo de los regresos, agradeció al de la voz sutil, sus letras y silencios. Se fue a sanar a solas. Así oyó emerger en el centro de su pecho una música veloz, y pudo gozar de su novedad conmovedora: ya podía cantar con las sonrisas y con quien ella quisiera más allá de las ventanas.

Estaba lista para dejar ella misma el puerto. Hallar desde ahora su propia isla, una estrella, un cielo o todos los océanos hacia donde la llevaran sus canciones, que ya eran libre aliento y navegación en el presente infinito.

HISTORIAS

Love for sale – John Madison

Imagen by Luke Jones

Conozco a muchas pibas que se funden el sueldo en tacones y bolsos. Los compran como si fueran Chupa Chups a sabiendas de los malabares que tendrán que hacer para llegar a fin de mes. Mi mujer también fue una de esas consumidoras compulsivas. Compraba zapatos a juego con las carteras a punta de pala, pese a saber que me eran indiferentes.

Me daba igual si iba a la compra descalza. Me gustan las mujeres por lo que hay oculto en su corazón.

En cuanto a los bolsos, no dejo de reconocer que tienen su punto funcional. Cuando vas de copas con tu mujer, por ejemplo. Ese mismo bolso en el que te andabas cagando por su desorbitado precio se convierte en tu salvador cuando le pides que te guarde el tabaco, la billetera, las gafas de sol…

En ocasiones, el bolso de tu compañera te libera de una multa por posesión de estupefacientes: «Mierda, un control policial». Entonces le pides a tu mujer que te guarde en su bolso la metralla que llevas encima.

Por supuesto que ella me cumplía, ambos sabíamos que los agentes no iban a registrar el bolso de una señora de buena posición.

A ratos, yo también practicaba la compra compulsiva, aunque no eran objetos tan chachis como un bolso de Carolina Herrera. Eran, según mi mujer, «más mierda inútil».

Solo una vez, en Navidad, compré algo que nos puso de acuerdo: un karaoke. Lo usábamos en Nochebuena, por San Esteban… y otras fechas señaladas.
Para evitar enfados entre los participantes propuse algunas pautas con las que ella estuvo de acuerdo. Tuvimos cantantes de oído cuadrado a los que soportó con un estoicismo de Grammy.

Giubi, por ejemplo, es un excelente bailarín, pero para cantar no lo llames. Mi colega no afina, rebuzna.

Sentí más la presencia del verdadero amor en el último año que pasé junto a mi mujer que en los veintiséis que llevábamos de matrimonio. En esa última etapa ya no estábamos casados ni usábamos el karaoke. Tras el ictus mi esposa perdió los rudimentos del lenguaje, pero no a su compañero de vida. La amaba aunque fuera totalmente dependiente de mí y aunque hubiera convertido mis días pasados en un infierno.

Era una gran verdad que aunque que me esforzara en hacerle la vida más fácil ella no recuperaría lo perdido. Su degradación mental y física era una realidad que yo solo podía combatir fabricando nuevos recuerdos.

Es cierto que no hablaba, como también es cierto que al cabo de los meses de producirse el incidente recuperó algunas palabras. No le valían una mierda para hacer una sesión de karaoke –no podía construir una frase por sencilla que fuera–, pero bastaban para comunicarnos: café, bebé para identificar a los hijos, agua, TV. Sol, decía sol, lluvia…, y ¡Juan!.

Fue una sorpresa descubrir que de entre toda la variedad lingüística, mi nombre había regresado a su memoria. Hecho curioso, en el pasado solo me llamaba por mi nombre de pila cuando estaba de bronca.

Encontrar el karaoke entre los trastos que guardo en el garaje me hizo rememorar la noche en que nos conocimos y en la que oí por primera vez a Camarón de la isla, una voz valiente en la manera de afrontar los preceptos del flamenco de finales de los ochenta.

Me enamoré de su voz, tanto como lo hice años más tarde de mi mujer. La conocí durante el intermedio
de la jam session que había ido a escuchar en el café del teatro Central, en Sevilla. Ella era una de las participantes.

«¿Le importaría dejarme un papel de fumar?», le pregunté.

Minutos antes vi que se había liado un porro en la terraza, apartada del resto de músicos.

Ella me pasó un papelillo.

«Ha sido un “Love for sale increíble», le dije refiriéndome al estándar con el que los músicos habían cerrado la primera parte de la jam y que ella había interpretado al piano.

Me dio además del papel, fuego. Mientras la miraba adentrarse nuevamente en el bar me di cuenta de que no sabía su nombre. Llegué con el concierto en marcha y ni siquiera miré el cartel publicitario de la entrada.

Más tarde, volvimos a encontrarnos en la salida del teatro. «Te acerco a casa», gritó ella desde el interior de su coche, gesto que acepté agradecido. Era la voz de Camarón de la isla la que sonaba en el reproductor.

Entonces no tenía manera de saber que ella sería en el futuro mi esposa ni que veintisiete años más tarde esparciría sus cenizas bajo el olivo del jardín de nuestra casa.

Desde que nos casamos, vivió inmersa en una guerra contra el tiempo. La diferencia de edad, veintidós años, nunca me molestó. A quien le hacía la puñeta era a ella, ya que perdía una hora cada mañana para disimular las arrugas con el maquillaje. Teñirse el cabello semanalmente para ocultar las canas o someterse a costosos tratamientos contra la celulitis.

Sí, la mujer que ya no compraba tintes de L’Oreal para el cabello ni podía usar el karaoke había envejecido milenios.

No caí en la cuenta de que la mujer que fue mi compañera durante un cuarto de siglo era ya una anciana que usaba, en lugar de tacones caros a juego con el bolso, deportivas con velcro.

Ya no era capaz de apañárselas con los cordones.

ARTE MAYOR

Viejas luces – Eva Lucía Armas

Van los ríos profundos de mi tiempo,
alzando insospechados calendarios
donde cuento los días de esperanza
mientras tacho los días de quebranto.

Arranco de los meses los silencios
cuando no hay ya manera de escucharlos
y en la tela esmeril de cada hora
engarzo los tejidos de mi espacio.

De vez en vez, aquella voz que canta
repasa las historias de dos náufragos
que fabricaron barcos de crepúsculo
para apagar la sed en solitario.

Ahora, aquí, en esta tierra firme,
desenrollamos los papiros mágicos,
hablamos con un ritmo de tambores
convocando al olvido a recordarnos.

Seguro que en el cofre de la vida,
el cuento aquel, aún está esperando.



Cancelación de lo desierto

Gavrí Akhenazi



Jack Skeleton – John Madison

En voto de silencio me declaro
aunque la «verbi gratia» me desborde
que puede mi discurso no ser claro
si mi voz de poeta es monocorde.

Y ya puede mi Sally tras la reja
pedir que rompa en dos mi mandamiento
que no daré cordel a la madeja
de versos sin tener conocimiento

Hay silencios que dictan en su arrastre
una suerte de efecto mariposa
no temas, Sally Persson, si el desastre
alcanza a mi liturgia clamorosa.

Te vuelves por momentos adictiva
a amores que alimenten tu brasero,
yo soy tu Frankenstein y tú la diva
que doma la pasión del romancero.

Y mientras la metáfora resiste
a regalarme su divino encanto
carcelera es la sombra que te asiste
hasta que el verbo anuncie el contracanto.

ARTÍCULO

El arte según Madison, por John Madison

¿Qué se necesita para hacer arte? Yo diría que valentía, y mucha personalidad por encima de todo, porque desde ya afirmo que no es suficiente con la formación técnica. Si todos los artistas del planeta se hubieran conformado con lo que ya estaba hecho sin traspasar la línea que cuenta para la academia como no permitido, aún estaríamos pintando en las cavernas.

¿La técnica es necesaria para crear cosas que nunca se han hecho? Por supuesto, ¿cómo valorar lo hecho para posteriormente abrir una nueva brecha? ¿El autor puede hacer lo que le de la gana con su obra, aunque no entre dentro del canon? Por supuesto.

Tu Arte: ¡Tu responsabilidad!

En muchos casos, los procesos de experimentación han dado lugar a movimientos culturales nuevos y a la modificación de los manuales.

Los valores del individuo: historia personal, infancia, geografía, dogma, religión o filosofía, condición socioeconómica, familia y tabúes condicionan la forma de hacerlo. De ahí que no se pueda medir la manera en la que cada cual se exprese. La literatura es una instantánea de esa realidad que el creador vive y exorciza. De modo que, también, es una credencial que habla de ese autor como parte de un conjunto «x» con un comportamiento sociocultural «x». Lo llamamos «estilo». Cada cual el suyo.

A menudo uno tropieza con gente que pretende cambiarle el estilo: «No entiendo lo que escribes, porque tus palabras o tus versos no son iguales a los míos», «Yo no diría jamás eso con las palabras que tú lo has dicho»… válido para actividades como pintar, cocinar, actuar, fotografiar… En fin, Arte.

Para TODO.

Enfrentar un texto, en prosa o en verso, con esa libertad de la que hablo requiere valentía si se pretende retratar y sobrevivir a toda una jauría de inquisidores más interesados en la quema de brujas que en el respeto por el marco que rodea la expresión escrita.

Me es imposible marcharme sin recordarme a mí mismo el concepto real de Arte: Arte, del latín ars, artis. Actividad o producto realizado con una finalidad estética y comunicativa.

En fin, comunicar va de «hacer Arte».

ARTE MENOR

Desde el principio del fin
tengo un sueño recidivo
que no se atiene a los tiempos
de júbilo o de castigo
ni al intelecto disforme
sobre el que ejerce dominio
como un virus melancólico
que actúa en el organismo
mutando desde su génesis
de escándalo fronterizo.

Porque se niega a morir
y ser pasto del olvido,
o quizás porque, inconsciente,
tengo una deuda conmigo,
desde el principio del fin
-cuando el orbe está dormido-
surge cruzando el umbral
de la emoción, sin permiso
y se adueña de mi cuerpo
como un amante furtivo.

Más allá del verbo amar
sin plantearse objetivos,
tiene lo mejor de mí,
lo más feraz, lo más vivo,
lo que no le entrego a nadie
sea amigo o enemigo,
aquello que me hace hermosa
ante un hombre sin prejuicios.

Desde el principio del fin
tengo una deuda contigo
que te pago con el alma,
el corazón y el instinto.

Cuando el fin llame a la puerta
y hayan muerto los caminos
entre tu boca y mi boca,
todo un mundo se habrá escrito.

Más allá del verbo amar

Morgana de Palacios



Rosa de pólvora

Isabel Reyes

Aunque fui rosa de pólvora
y me creía una Xana
hoy las luces de mis iris
son dos barcas congeladas.
Cuarenta días lloviendo
tan fuertemente en mi hábitat…

Entre mis manos y el aire
supimos construir un arca
para salvar a un abril
que en invierno se mutaba.

Hoy al fin el sol reluce
y me lava la nostalgia
regalándome raciones
pequeñitas de esperanza.
Es claridad todo el mundo
y la alegría me llama
como un allegro vibrante
que en mi tempo se instalara
transformando la armonía
mis ojos en luminarias.

Vuelvo a ser rosa de pólvora
en la mar de mis entrañas.



Tengo los ojos nublados
y como cántaros llenos,
en este dos de noviembre
cuando en silencio comemos
extrañando tu presencia.
Sé bien que no te veremos
pero anhelamos sentirte
feliz, sana, recibiendo
golosinas y comidas
que en el altar te ponemos.

La soledad me ha agrietado
en estos años tan negros
cargando tanta tristeza,
que suelto al irte escribiendo
con un caudal de morriña
versos, rimas y recuerdos
que no puedo pronunciar
por el dolor en mi pecho.
Al apagarse tu luz
de mí van quedando restos.

Restos que voy levantando
con el suelo en movimiento
y mi lámpara apagada,
para que veas que ha vuelto
tu madre que no se rinde
mi ofrenda es todo mi esfuerzo,
necesito de tu hombro
aunque sea mientras duermo
en esta senda invernal
donde te busco a lo lejos.

Ofrenda de día nublado

Eugenia Díaz Mares

HISTORIAS

Héctor Michivalka – Honduras

Imagen by Markus Spiske

Algo sobre mi padre

Mi padre, por muchos años fue comodín en el edificio del único Sindicato de Trabajadores de las Bananeras integrado por más de diez mil personas, ya sea como mensajero, carpintero, o taxista cuando lo requería cualquier delegado para que lo llevara de tour por las cantinas del pueblo.

En la entrada principal de aquel edificio había un enorme almacén que ofrecía al cliente electrodomésticos, bicicletas, sillas, adornos y muebles para el hogar. Detrás de la tienda se localizaban las oficinas del gremio. En el patio funcionaba el taller de carpintería, una galera abierta al aire libre, con techo de láminas, en cuyo local mi viejo y un grupo de ebanistas fabricaban mercancía para el negocio. Eso le otorgaba el derecho tácito de cargar en la parrilla de su bicicleta las tablitas sobrantes que cruzaban su paso al finalizar la jornada diaria.

Con el pasar de los meses, papá se vio obligado a erigir un galpón, por partes, en el patio trasero de nuestra vivienda, y que continuaba según exigencia de la madera huérfana que se iba acumulando.

Su codicia tuvo la brillante idea de construir mesas y sillas justo en la acera de la casa, a la vista de los transeúntes como estrategia para promover sus habilidades de ebanista, cebar su ego y exponer los artículos en venta. Era de poco sonreír, salvo cuando un cliente potencial le preguntaba por el precio de un producto, y más si era una mujer la que le aceitaba los resortes de su galantería.

Por sus conocimientos polifacéticos y la fama que aumentaba según adquiría prestigio por su buen hacer, el barrio procuraba sus servicios de plomería, electricidad, carpintería -de albañil, no, porque él olvidaba con rapidez el trabajo forzado-, y hasta de usurero. Con frecuencia, por las mañanas lo visitaba una clientela temeraria compuesta por conductores de autobuses, todavía temblequeando por los sopores de la borrachera de la noche anterior, empeñando la licencia de conducir para mitigar la resaca. Nunca faltaba un raterito vendiendo la poca mercancía que había obtenido en los riesgos de la madrugada a precio de ofrenda.

Mi padre siempre repetía la misma respuesta justificativa ante los reproches de mi madre, al ver una silla de ruedas o un par de muletas en calidad de compra o de empeño: «Si no lo hago yo, alguien más lo va a hacer».

Los clavos viejos que rescataba de las reparaciones, los coleccionaba en una olla tamalera. Si había un pedido pendiente de ebanistería, mi padre sacaba un martillo y un trozo histórico de riel de tren del cuartito de herramientas -el cual siempre protegía bajo llave como si escondiera un alienígena- y ordenaba a mi hermano René, de once años, y a mí, tres años menor, que enderezáramos los clavos de la temible y fastidiosa olla para reutilizarlos en el proyecto.

Nos turnábamos con el acuerdo de relevarnos cada vez que recibiéramos el inexorable pinchazo en los dedos. Muchos clavos eran de imposible rehabilitación por su estoicismo y las contorsiones sufridas durante el desarme.