De pétalo metálico, Eva Lucía Armas, Argentina

A veces pienso que cierro los capítulos de mi vida como cierro los libros que no voy a volver a leer. Los cierro, los pongo en la biblioteca entre otro montón de libros cerrados y se quedan ahí, perdidos y formando parte de una gran colección de citas célebres.

Adquirí una extraordinaria facilidad para sacarme los pelechos aunque no sea la época de muda. Mudo por las circunstancias de mi clima interior y no le hago caso a la primavera, que, como me gustan los climas cálidos, impera junto al verano, todo el año. Por eso, en vez de mudar piel, voy mudando corazas y cada vez me crecen más regias.

Soy —cada vez más— algo galvanizado, pero no puedo decir que sea una «flor blindada» porque de flor tengo cada vez menos y tanto de metal, que si lloro me oxido.

Lo peor de un metal es lo que tiene de cosa fría. Es un elemento inerte y frío, naturalmente invulnerable o naturalmente indiferente. Está ahí, contemplando y contemplado por la naturaleza, inmóvil en sí mismo y hecho para durar los siglos de los siglos.

No se me ocurre todavía acuñar un término que pueda adjudicarse a este cambio mío en los estados de la materia, pero ya voy a encontrar alguno que señale cómo se impermeabiliza el alma.

Creo que en mi caso, hasta «maternidad» sería apropiado.


A veces soy de una suavidad desesperada, el último recurso de lo áspero, la carraspera de una contralto, el decente ademán de una caricia.
La vida me es tan simple, tan simples las pasiones que aprendí a descifrar, que me hacen complicada para aquel al que toda la vida le parece complicada.

Aprendí a ser feliz en la felicidad de los que quiero, porque la felicidad en los afectos es una cosa pública y cuando alguien es feliz, hay un poco más de dios en todas partes.

Hoy estoy muy contenta. Tan contenta como estuve también hace unos días en los que dije, «no me pongo luto». He aprendido a vivir en mis amigos.
Y estoy segura que por primera vez desde hace un año, una de mis mejores amigas mira el cielo.

Dios estará en nosotros mientras aprendamos a contar la historia en sus milagros y dejemos de contarla por las guerras.

Cucurucho de nata y fresa, Raúl Muñoz, España

Si hay algo en la vida por lo cual vale la pena insistir, es salir a la calle con mi abuelo a jugar.

Soy muy insistente, no cedo un ápice haciendo carantoñas al viejo -algo triste, a veces, con pocas ganas de moverse del butacón-. Puedo esconderme en el lavabo, correr hacia la sala de estar y, en el marco de la puerta, soltar unas cuantas carcajadas con varias exclamaciones.

—¡Aquí estoy viejito mío! ¡En un plis-plas nos vamos a la calle! ¡No acepto un no por respuesta!

Otras veces, si se queda dormido, le quito con disimulo el reloj de pulsera; ah, cuando el viejo despierta y ve que no tiene el reloj, a poco comienza a fruncir el entrecejo, alguna mueca de disgusto asoma en sus labios; aun así, la arruga del rostro enfadado se desliza suavemente y, medio sonriendo, me busca con la mirada. Corro hacia la butaca, me planto delante suyo y digo en tono socarrón, cruzando los brazos:

—¡Ahora sí que sí, viejito! ¡Ahora, sí o sí, nos vamos!

Cuando quiero puedo ser muy insistente. Y el viejo acaba por entender, que la vida es coger un poquito de allí y otro poquito de allá; disponer de un poquito de tiempo para todo, que si alguien, además, se pone muy pesado, no es menester hacerse tanto de rogar. Y sigo insistiendo, de tal forma, que el viejo anda despacio a coger la chaqueta, y yo tiro que tiro del bolsillo del pantalón. Las escaleras son algo más de lo mismo, pero con cierta precaución, está muy débil de las piernas, no es cosa que se vaya a caer. Así seguimos por la calle. A veces, me adelanto, me detengo y salto delante suyo, comienzo a saltar y gritar de alegría:

—¡Ahora sí, ahora sí, viejito!

Una vez en el parque, descansa un poco de mí, se queda pensando en sus cosas, puede que en las cosas del tiempo: si hay muchas o pocas nubes, si bajó o subió la temperatura, si el sol ha perdido algo de su ímpetu al ponerse, si estará animada esta noche la luna. Vete a saber, qué piensa el viejo. Yo sigo a lo mío. Enfilándome al columpio más alto, grito al viejo hasta que se vuelve.

—¡Eso sí que no! ¡Caerás, baja de ahí!

Y suele funcionar. Bajo presto y tiro de su chaqueta, ahora mucho más insistente.

—¡Ya, vamos por el helado, ya vamos, viejito, antes de subir a casa!

Hasta que no tengo el cucurucho de nata y fresa en mis manos, no puedo mirar al viejo a los ojos. Entonces, con los dedos pringados de helado, derretido, restriego la palma de la mano en mis pantalones, salto y grito -así que me oigan todos los ángeles-:

—¡Te quiero mucho, viejito mío, te quiero mucho! ¡Siempre vendrás conmigo!

El viejo sonríe, algo melancólico, suspira. Yo sigo con mis cosas.

Esfera de agua, Solange Schiffino, Chile

Abro los ojos.
Con cierta pesadez se vuelven a cerrar mientras hago el esfuerzo de enderezar la habitación que se ladea hacia mi derecha. Veo caer el sillón en que reposa mi madre.
La distingo y se vuelve a borrar como si resbalara.

De pronto, su imagen triste aparece frente a mi cama y en mi sopor siento más tristeza aún por darle ese pesar. Pero está y la necesito justo ahí sin importar mi edad, para decirle: «mamá, estoy viva».

Veo su sonrisa casi a través de una esfera líquida, como si fuesen ondas, haciéndome olvidar el dolor del pecho y las ataduras de mis piernas y cada vía de mis brazos.

Quizás, como me dijeron meses después mi hermano Paulo y José, la borrachera anestésica me hacía «excesivamente cariñosa» porque no dejaba de repetir sonriente «los quiero mucho, no me morí», como si el corazón zurcido no tuviese bastante ya para remendarse con más limitaciones.

Yo solo quería abrir los ojos y no volverlos a cerrar. Aun si dormía, quería ver a mi madre a mi lado, porque el dolor de la sangre ajena entrando por mi mano derecho, el hierro por la otra o los antibióticos en la vía del cuello, me hacían cómplice de sus propios sacrificios de años de diálisis. Entonces, me pregunté por qué no estuve sentada al lado de su sillón durante tantos años en que tres veces por semana debía oxigenarse para seguir. No podría pensar en una forma más heroica de cuidado que la suya.

Por esos días, solo sus palabras en tono de reto evitaban el vacío y eran el deseo de continuar sin demasiadas preguntas por la utilidad o el sentido. Era suficiente verla con su dificultad para caminar o sus propias cicatrices o la grieta que dejó la pérdida del primer hijo para siquiera dudar en darme por vencida.

Con ella aparecían todas las respuestas, aunque su silencio fingiera tranquilidad. Bastaba oírla repetir su rosario como un mantra de nombres a los que cuidar, para sentir que en esas cuentas nos sostenía con un nudo a algo superior.

No necesitaba otro cuidado más que su presencia, su respiración tranquila.


**

Sé que pasaron 16 horas de pabellón. Todo me duele, pero me siento fuerte como ella.

–Nos quedan muchos viajes por cumplir, así que cuídate tú, que a mí después de ésta, no me vuelven a amarrar–.le digo entonces.
–Cuídate, hija. Con el corazón no se juega,
–Bahhh si ya está muy parchado. Habérselo dicho a los ‘giles’ que jugaron con él– le respondo haciéndome la indiferente– pero ya está bueno, ahora solo a disfrutar la vida.
–Yo le he pedido a todos los de arriba que te cuiden. ¿Pero no sé en qué andan?
– Ahh y te parece poco!! Mírame con todos estos cables y pensar que vine por un resfrío. ¡Qué mal agradecida! Y además, de urgencia… así que no voy a pagar ni uno!
–Eso sí, ¡qué bueno! Estaba preocupada por cómo ibas a pagar la clínica.
–¿Viste? Mejor les das las gracias. Por ahora tengo claro que no les hizo chiste que se llenara tan pronto el sitio en el parque y me mandaron de vuelta.
–No, pues ya está bueno. ¿Y supiste que a Javier le salió el departamento en La Serena? Y me llamó tu tía Alicia…

Escucho a mi madre con atención. Vuelvo a sentir que me cuida.
Es sabia cuando cambia de tema.
Me pone al día de las señoras del barrio, de sus compañeros de diálisis. Repasa en lo que está cada nieto, mis hermanos y siento que la vida sigue como debe seguir, así es como funciona bien, con su mirada y sus opiniones tamizando con total claridad lo que es bueno de lo que necesita enfrentarse o de las tristezas que solo queda poner en manos de alguno de sus Santos y que no se nos olvide que «la vida da muchas vueltas» así que no desesperar.

No sé qué día es. Pero calculo que van casi dos meses en tratamiento intensivo, las horas de visitas se hacen tan breves que las he encapsulado en la memoria y parecen apenas un día con numerosas figuritas de personas girando alrededor, brillantes. Diría que son colores flotando alrededor de mi madre.

Sí, pienso que soy fuerte como ella, aunque tenga el esternón fracturado. Ya estoy en pie. Firme, en sentido más allá de lo literal, porque no hay dolor o trizaduras que puedan quebrar esta fe. Como si se tratara de eso la vida: ser felices por el solo hecho de sentir, sea con los ojos abiertos o cerrados, que hay presencias conectando el corazón para latir a un ritmo único.

La «Ana», como me gustaba llamar a mi madre, es esa vibración capaz de ordenar los puntos como si fueran la nieve en esas bolas de agua, que una vez agitadas, se asientan lentamente y otra vez hay calma. Y en el centro de ese paisaje que es tu vida, lo primero que ves, es su rostro.

Cartas abominables

Tu boca, aún en mí, es una larga circunstancia que acontece con dulce morbidez.

Sierpe tu lengua envolvedora de los pensamientos que me acosan el día con tu nombre, hecho todo de oscuras maravillas constantemente deformadas.

Duermo en tu espacio de enredadera fiel, gustoso de tu hiedra venenosa que me traspasa el sueño y la vigilia como una escolopendra irrefrenable.

Me acuno en tu costado doloroso.

Me bebo tu costilla de las penas y horado mi garganta con tu piel.

Muerdo el sollozo con el hambre estéril, en lo estéril del sino despiadado.

Luego, la soledad y toda el ansia. La inconclusión y el ansia. La soledad y el ritmo del vacío, la nada de la nada y el silencio, como un incendio de agua, aquí, en mis ojos. Como un incendio de agua.

Si no estás, tampoco estoy.

Tampoco.



Llevo tiempo sin escribir algo que realmente me satisfaga; algo que me recuerde el escritor que siempre he sido.

La escritura ha dejado de curarme porque ya no tiene nada que salvar. Todo está exageradamente destrozado una y mil veces sobre el mismo destrozo, y ya no le queda a la escritura un espacio sano en que meter la aguja de zurcir.

Es que no hay nada que zurcir en este monstruo de Frankenstein, cosido y vuelto a coser en extraordinarios pedazos que se rompen, rasgan o descosen apenas el monstruo intenta un movimiento.

El escritor aquel se ha transformado en una especie de prenda podrida, una prenda que se ha abandonado a la intemperie durante tanto tiempo que cuando se recuerda que está allí y se intenta su rescate, ya ni siquiera es una tela. Se ha convertido en un cúmulo de hilachas que se agita atrapado en un alambrado entre el que corre un huracán.

Todos llegamos a este tipo de momentos, cuando descubrimos que nos han otorgado un don: el de sufrir.

Pese a que siempre me he reído de aquellos que consideran a la escritura una especie de tortura china que llevar integrada, casi que ahora puedo entenderlos, pese a que nunca ha sido una tortura para mí, sino algo que me ha salvado de la mía propia.

Ni siquiera puedo salir de aquí. Es como estar atrapado en uno de los rizos de un bucle e ir y venir por él, sin desplazamiento que nos lleve al siguiente y al siguiente. Una especie de parálisis, de no tener qué. De no tener para qué.

Así que la escritura ya no me sirve para nada. Ya no puedo salvarme a mí mismo, como toda la vida pude.

Los demonios ya están afuera y no precisan de más exorcismos para manifestarse en un folio. Ya están expurgados y nos observan desde ese afuera al que los hemos y nos hemos condenado.

La vida se transforma en la derrota a la que siempre estuvimos predestinados. Una derrota hecha con montículos de victorias pírricas en las que hemos engañado el ego y la costumbre hasta que, al fin, hemos descubierto el engaño. Una especie de The Truman Show.

La escritura ya no puede salvarme porque no te he salvado. No nos ha salvado.

Ni a ti ni a mí.

El destino nos ha alcanzado igual. Nos ha alcanzado igual.


PROSA POÉTICA DE WILLIAM VANDERS

Ajeno

Estas paredes sin culpa están llenas de mis culpas. El concreto es áspero como la inocencia de la mano cuando siembra. Intento repintar mi lamento para atenuar el grosor de la grieta. Realmente me esfuerzo, pero cuando la mente se rompe el cuerpo se deshabita, se desarticula, porque el alma vive donde la raíz alguna vez hizo nicho.

Se puede arrancar el árbol y cambiarle de aire, incluso, taparle los ojos para que no memorice el traslado a campo ajeno, se puede, incluso, mimarle, decirle: aquí te replantaré, te cuidaré, te abonaré, te abrazaré para abrigar tu desconsuelo… pero no puedes devolverle aquel salitre, aquel sol, aquel carpintero que lo perforó para acunar a la familia.

Hay resiliencia de hueso, de sangre, de carne, de pensamiento… el alma siempre estará en donde tocaron el rostro de tu ternura.


Perseguido

Inventaste pájaros de agua volando por el fuego; peces, en el corazón de la piedra; árboles, con sequías en el llanto de sus hojas; muecas, borrando el hambre del abatido.

Inventaste el jolgorio del silencio, el caparazón de la pausa, el entresijo de la sospecha, el cansancio sin sueño.

Compusiste sonatas para la ventisca y operetas en la sordera del trueno. Proyectaste sombras azules para atrapar ángeles corruptos escapados del sol.

Pero al reinventar el tiempo, las horas antiguas retrocedieron hasta tu infancia para mostrar el alma muerta, aplastada por la finitud del sosiego y por la guerra.

Finalmente, tatuaste zapatos de ónix en tus pies para ocultar el rastro

CONTRATAPA

Quizás, para ella, siempre fui un animal herido que llevar en los brazos. Un animal que desafiaba su capacidad de acariciar y que, sin embargo, desesperaba en silencio por sus caricias.

De ahí que, tan maduros ambos y tan lejanos a los ímpetus de nuestros años jóvenes, seguíamos haciendo sexo de nuestro mejor idioma.

Era en ese momento que a ella todas las caricias le estaban permitidas y yo me rendía. Siempre me rendía. Aprendí a rendirme frente a lo lacustre de sus ojos que me ofrecían una ternura líquida y compasiva y frente a sus labios, que murmuraban mi nombre como algo cabalístico que solo es capaz de cosas buenas.

Ella no era como yo, pero estoy seguro, como lo estoy de mí, que amaba a esta mujer como ella me amaba cuando se enzarzaba conmigo en retozos inverosímiles y siempre encontraba un nuevo juego que proponerle a la piel del pensamiento.

Yo era más bien de los después. De esos después de abrazo y calor en que quedarnos pausados y serenos, el animal y la caricia que lo ha domesticado.

Esta mujer, ahora, se representa en mí como una caricia que me sabe, que podría andar por mis ciclones sin perder el norte y por mi oscuridad, solo dejándose llevar por el poder enorme de su tacto.

Permanezco en aquel después que se transforma en el siempre del amor, dentro de esta habitación hecha con agua de lluvias infinitas, así, respirando en esa sensación de su cabeza sobre mi pecho y mi brazo rodeándola como una zarpa quieta y amorosa.

Nunca preguntó ni dónde estuve ni qué hice ni por qué acabé así. Solo se dedicó a curarme las secuelas sin hablar demasiado, ofreciendo sus palmas a mi olfato de dramática bestia acorralada.

Así, podíamos hacer el amor diez veces en un día si fuera necesario, hasta que, al fin, ella obtuviera una palabra o, como tantas veces, una lágrima.

Porque ella fue y será la única capaz de volverme un animal que llora.

Un animal que aprendió a llorar entre los dedos de esa mujer que me ofrecía el mar infinito de sus ojos y se recostaba a mi lado mientras sus manos atrapaban mis dos manos, como si fuéramos niños todavía, capaces de jugar.

BREVEDADES, WILLIAM VANDERS

Amando

Me quedé mirando cómo tus ojos se perdían hacia adentro, cómo tu rostro dormía la palabra, cómo tu mente olvidaba nuestros besos, cómo anidabas a mi lado sin saber quién era.

Me quedé en tu aire, en tu olor, en tu paso polvoriento.

Me quedé en el eco de tu mudez, aguardando la muerte como la piedra espera su ayer de agua.



El alma

A la humanidad no parece importarle que la voluntad y el demonio beban de la ignorancia, así como no presiente el dolor de otras guerras lejos de casa.

Si alguna vez alguien cobijó al huérfano olvidado entre los escombros de una batalla, ese alguien proviene de otro que, sin saberlo, le tocó la frente para hacer sin deshacer. Ese alguien anterior a la memoria va en los genes.

Es verdad que mucho se aprende del fracaso y del dolor, pero es cierto que existe algo en nuestro genoma precodificado para actuar espontáneamente en favor de lo noble, de lo bueno, de lo esencial, lo trascendental y lo espiritual.

Vengo a esta vida sin manos para la furia, pero la furia -ante la injusticia-recorre mi sangre como ente traslúcido y la desconozco, a veces, cuando se manifiesta. Es aquello que los griegos llamaron transporte místico, como si algo ajeno a mi naturaleza me poseyera, como si otro yo dominara mi instinto.

¿Acaso el cuerpo es la silueta de un archivo infinito, amasijo de cultura, huella encriptada de lo que fuimos antes de nacer?



Azúcar para las grietas

La gente que te mira, no te mira, te observa con ojo distraído, detalla los fuelles en la comisura de tus labios.

La gente que te mira, no te mira, imagina -sin querer- el combate de la angustia incrustado en tus ojeras, la resiliencia en tus párpados, el hambre en el diente partido.

La gente que te mira no lo sabe, no te mira, no te escruta, porque va a tientas en su espejismo y de pronto se topa con el tuyo, hace recuento de sales y encarga azúcar para las grietas.

Esa gente va con retinas en la espalda, cansada de poner en la metralla el corazón.

RELATO

Cosa e’Mandinga

Silvia Heidel

El infierno está por aquí cerquita, nomás. A la vuelta de la casa. Aunque ustedes no lo crean, el Ñato y yo vimos al Diablo con nuestros propios ojos. Desde ese día, nunca más fuimos para el fondo del monte. Según me advirtió en voz baja la Oma, hay que tener mucho cuidado porque, ojito, está en todas partes.

Atardecía. Se había levantado una luna llena, rosada y enorme. Aquel sábado, el monte relucía. La primavera se dejaba ver en el manto dorado que cubría los espinillos, en los ceibos sangrantes, en los lapachos que alumbraban con sus flores la sombra de los follajes y en los sauces melenudos de trenzas desacomodadas por el viento.

Salí para el campo siguiendo al Ñato, envueltos los dos por ese aire florecido. Era uno de sus paseos predilectos. Le encantaba volar entre la espesura, picoteando los nísperos maduros, mientras perseguía con sus gritos destemplados a los pájaros. De vez en cuando, jugaba a perderse de mi vista.

Al rato, retumbaron sus graznidos en el silencio, «¡Juancho! ¡Juancho!», llamándome. Esto fue mucho antes del día de los cuetes, ustedes se acuerdan, ¿no? Esa historia ya se las conté.

La cuestión es que, de golpe, desapareció. Lo llamé veinte veces y nada. Se lo había tragado la tierra. ¿Dónde se había metido? Cuando ya me estaba poniendo nervioso, lo vi aleteando frente a una pared de piedra oscura, tras el quebrachal.
El Tata me dijo, más de una vez, que no me acercara a ese lugar porque había demonios escondidos.

El Ñato estaba deslumbrado por un urutaú que, sentadito sobre una rama alta, se lamentaba con una mezcla de tristeza y rabia. Ese eco fulero iba y venía en el monte, dando mil vueltas por todos los recovecos habidos y por haber. Terminó rebotando contra la piedra que, al ratito nomás, para mi sorpresa, empezó a moverse despacio hacia la derecha. El urutaú lloraba cada vez más fuerte. El Ñato, como sabiendo lo que iba a pasar, se abalanzó adentro del hueco. No tuve más remedio que seguirlo por un pasillo sin luz.

Disimulada entre las rocas, apareció una cueva enorme. En el fondo se movía un fuego que largaba una humareda asquerosa, como cuando uno quema basura, ¿vio?

Alrededor de la brasa chamuscada había una convención de bichos raros que hacían ruidos feos, sentados en la tierra. ¡Nunca en mi vida me pegué semejante julepe!

Primero se nos acercó un chivo maloliente, con ojos enrojecidos. Creo que la sangre se me congeló en las venas, pero –por suerte– el Ñato se le tiró encima y lo espantó. Detrás del chivo vino culebreando una serpiente peluda, retorciéndose, y con el ánimo de darse un atracón con nosotros, a la que el Ñato hizo frente como si nada.

A estas alturas, yo estaba pasmado. ¿De dónde había sacado tanta valentía mi amigo? ¿O será que estuvo antes aquí? Esto era muy extraño.

Cuando creíamos estar librados de tanta inmundicia, apareció un basilisco, de ojos ovalados, en llamas. ¡Mamita…, menos mal que fui con el Ñato! si no, creo que me comía, porque yo estaba re cagado. Sabíamos por el Tata que –en casos como éste– el peor enemigo del hombre es el miedo: hay que armarse de coraje, mirarlos de frente y chau, santo remedio, desaparecen.

Así que el Ñato, por instinto, o conocimiento previo, con esa táctica, los puso en jaque. Igual, no sé qué fue lo peor, porque cerca del rescoldo enfriado había unas veinte brujas, el Lobizón y el mismísimo Mandinga.¡Y yo creía que el Tata decía cosas de loco! ¡Resulta que estaba en lo cierto!

Según las historias que se le escapaban cuando tomaba una copita de más, en esta cueva los demonios gustan atender a los hombres y mujeres que estarían dispuestos a cualquier cosa con tal de aprender un oficio o arte: curar, cantar, tocar la guitarra, escribir, bailar, domar, hacer maleficios, adivinar la suerte y desparramar maldades, también. Bicho raro el ser humano, prefiere perder el alma y sufrir toda la eternidad para lucirse en cualquier fiestón. ¿Sería eso lo que tramaban? ¿Era una reunión de negocios?

El diablo vestía traje de calle, bombacha con rastra repujada, botas con espuelas, sombrero de ala ancha, camisa bordada. Agitaba un rebenque con lazo de fuego mientras hablaba fuerte y con ganas. ¿O estarían por enredarse en vaya a saber qué tropelía? El caballo negro y brilloso lo esperaba, atado a un fierro, apostado detrás de su cuerpo. El pelaje oscuro parecía tragarse el reflejo de la silueta de su dueño. Supongo que ocupaba ese lugar por precaución. Al demonio se lo puede matar, sí, pero debe ser con bala de plata bañada en agua bendita y hay que apuntarle a su sombra.

Justito, él arengaba a sus secuaces. Según dicen, estos personajes necesitan un enemigo, alguien a quien hacerle una maldad, si no viven en la peor de las infelicidades.

En esta ocasión –figúrense–, se las agarraban con los pobrecitos horneros. Ni el Ñato ni yo podíamos creer las barbaridades que escuchábamos. La orden era terminante: «¡Acaben con ellos!¡Extermínenlos! Por su culpa nos quedamos sin clientes. Nadie viene por aquí a vender su alma a cambio de nuestros servicios. Ya no les hacemos falta. Qué se creerán estos bicharracos santurrones que tienen una sola pareja durante toda la vida. ¡Habrase visto semejante caradurez! Se ocupan de la prole con tanto ahínco que esas crías salen flojitas: no se pelean, no se meten con nadie, no comen carroña, son demasiado limpitas. «Lo peor es que trabajan como negros levantando una casa nueva todos los años ¡para que su descendencia nazca en un lugar sin parásitos! Y el colmo de los colmos… Le solucionan el problema a un montón de inútiles que no tienen idea de cómo hacer su nido y terminan adueñándose de los que son abandonados. La verdad es que constituyen un pésimo ejemplo, hay que liquidarlos», bramó el lobizón, mientras las brujas lanzaban unos gritos, que te hacían poner los pelos de punta, con sus bocas sin dientes, como para asustar al más corajudo.

El Ñato y yo, acurrucaditos en un rincón, rezábamos el Ave María completo, el Padrenuestro y el Rosario íntegro. Sufríamos de antemano por los horneritos instalados en las ventanas de la casa, en el alero de la galería, en el ombú del patio, en el eucalipto al lado del molino, y por los que pululan adentro del monte.

La cosa no quedó ahí: se las agarraron con el canto de los horneros. Que son insoportables y le rompen los tímpanos al más sordo. Y dale con el mal ejemplo… «Ya no van a venir acá a entregarnos sus almas serviditas en bandeja. Los están avivando: si el hornero hace su casa, yo también puedo, y –si aprende a cantar solo– yo también lo haré, y –si él es limpito– mejor lo imito», decía el Lobizón.

Así siguieron con la lista, entre carcajadas, gritos y cantitos con rima, mientras se emborrachaban bebiendo sangre humana mezclada con unos yuyos que dan mareos.

Pobres horneritos, nunca más los veríamos trayendo luciérnagas al nido la noche de la parición para alumbrar a su cría. Nunca más andarían por el patio llevando en el pico cada piedrita, cada pajita perdida, cada gota de agua, cada miga de tierra para armar las paredes de su rancho. Nunca más agarrarían de una volada las lombrices que preparábamos para sus hijos ni los escucharíamos cantando a dúo como un solo alma , alegrándonos la vida.

En ese momento, una de las lámparas que estaba en la pared, repleta de grasa humana, chisporroteó más de la cuenta dejándonos al descubierto.

Las brujas, los demonios y toda la comitiva enfocaron en nosotros sus ojos incendiarios, lanzando aullidos del inframundo. ¡Qué cosa más espantosa!

No nos alcanzaron las patas para salir de ese infierno. Antes, les revoleé la cruz bendita que el Tata me colgó al cuello y el rosario que la Oma me anudó a la muñeca.

Afuera era de noche. Corrimos entre una nube de luciérnagas, que esperó para escoltarnos, rezando sin parar. Creo que las lianas, las enredaderas y las ramas espinosas fueron cómplices de la huida: caían sobre nuestros pasos cerrando los caminos a los maleficios.

En el trayecto, hasta llegar a la casa, el Ñato largó insultos a todo volumen contra los diablos y diablas del universo entero.

Con la lengua afuera y el corazón desbocado como potro salvaje, no paramos hasta escondernos debajo de la mesa de la cocina, entre las piernas de los grandes.

Recién ahí volvimos a respirar.

PROSA POÉTICA DE SOLANGE SCHIAFFINO

Automedicación

Estoy bien, diría mi estrella gemelar que ha dibujado su trazo breve en la mitad de mi mano. Y si he de probar de su sabor bajo la luna, sería traducible al idioma de los poetas que sublevan la palabra en el difuso contorno de sus sombras.

Entonces, tendría que decir: ¡Qué ilusa pretensión de sol cada mañana y transparencia de las bocas en esta economía de guerra entre poderosos y deslindes de una historia contada por el dinero!

En mis significados, cabría la pregunta ¿Por qué insistes en la luz desfibrilante de allá afuera para tu corazón en penumbra?

Pero estoy aquí dándole cabida a lo que me hace bien para mis últimos días.
¿Acaso podría explicarse de otro modo esta sed de pálpito suave, mientras respiro mi paz en verso, como sobrevivencia?



Esta inédita forma de ver

Voy a paso lento y algo desconfiada de esta primavera con tintes de otoño foráneo que me despide cada tarde.

Voy mirando almas y sus silencios y en ellas se me aparece la sonrisa del hombre, suspendida en una imagen que alguna vez oí respirar tan lejana que dudo de si fue solo idea mía. Pero, de todos modos, sonrío con mis ojos que se fascinan, enamorados de su brillo que delata. Se miran a sí mismos, estos locos, vanos. Fotógrafos de todo lo inédito que me rodea.

Es extraño recoger, luego, los recortes del día y dejarse llevar por el filtro de un nombre. Esa mezcla jazmín y albahaca y luminosidad de parque de cabras y afluentes que solo ocurren en Valdivia.

La tonalidad es también color de cuerdas vocales y nitidez de retinas.

Por eso, voy disfrutando esta manera de recobrar suspiros que la gente desecha y que yo veo y oigo míos como si desde sus hombros atravesaran montañas, universos y vinieran a visitarme porque sí o porque quizás el viento soñó que en mi pecho tiene su destino y yo hubiera aprendido que ya no es necesario querer atraparlo para sentir simplemente un tacto que sucede.

ANÁLISIS DEL CUENTO «EL CRONISTA» PERTENECIENTE A LA NOUVELLE «RESPUESTAS»

por Silvia Heidel

EL VIENTO Y LA BRUMA– EMIL  GARCÍA CABOT- EDICIONES NUBLA- 1998

A fin de establecer las características de este cuento partiré de los conceptos de Anderson Imbert acerca de su tipología, la clase de narrador, las partes constitutivas de un cuento «clásico o formal» e intentaré relacionar conceptos de Cortázar y Piglia acerca del género con esta narración.

De acuerdo con la clasificación establecida por Anderson Imbert en Teoría y Técnica del cuento podemos decir que El Cronista se trata de un cuento realista, (pág. 148): «Un cuento realista es el resultado de la voluntad de reproducir, lo más exactamente posible, las percepciones del No-Yo (naturaleza, sociedad) y del Yo (sentimiento, pensamientos). Su fórmula estética podría ser: el mundo tal como es. La voluntad de describir de manera que cualquier hijo de vecino reconozca lo descripto lleva a elegir perspectivas ordinarias desde las que se vean objetos también ordinarios.»

Aquí, la voz narradora describe el escenario de un pueblo, en un año específico, estableciendo de entrada las coordenadas espacio-temporales. Por un lado, la referencia a la naturaleza marítima, al oficio de la pesca y al hombre como parte de la misma: «…se podía ver el esqueleto del barco en cuanto el reflujo ensanchaba la playa a partir de Punta Delgado. La cuaderna se hallaba casi intacta, aunque muy enmohecida». (Pág. 125), «…afuera el viento oeste señoreaba entre los eucaliptos, y el polvo y la arena hacían de las suyas arrastrados como sin duda Ruocco arrastraba sus recuerdos…» (pág.129). Por otro lado, el bar de Somoza, donde transcurre casi todo el relato: «…esa noche el tema de las velas quedó indeleblemente asociado en mi memoria con el típico y mal iluminado y humoso bar de chapa y madera, impregnado, encima, de los olores del tabaco y la ropa percudida…», un lugar con una atmósfera muy especial generada por sus asiduos concurrentes: el borracho, Jaime, Nica, el Cabezón, Somoza, Mario Salinas, Roque, Arturo, el propio Rocco y el Cronista.

Anderson Imbert, en Teoría y Técnica del Cuento, (Pág.52) afirma que: «el narradortestigo es un personaje menor que observa las acciones externas del protagonista. También puede observar las acciones externas de otros personajes menores con quienes el protagonista está relacionado. Es un personaje como cualquier otro, pero su acceso a los estados de ánimo de las otras vidas es muy limitado. Sabe apenas lo que un hombre normal podría saber en una situación normal. No ocupando el centro de los acontecimientos se entera de ellos porque estaba ahí justamente cuando ocurrieron…».

Esta definición se ajusta cabalmente al narrador usado por EGC en El Cronista. El  propio título alude a la condición de periodista de quien habla. En primera persona y en tiempo pasado,  él dice: «yo había decidido volver a ese pueblo para repetir un período de descanso y de paso redactar una serie de artículos sobre la zona austral». (pág 125). El narrador elige un tono uniforme a lo largo del cuento que solo varía en la transcripción de los diálogos. Es un tono sereno, de alguien contemplativo que acompaña la conversación y, por momentos la incentiva, con la esperanza de desatar el nudo del drama, ese que pone a Ruocco en un cotidiano ejercicio de remembranza: «El resto debería figurármelo, deducirlo, sonsacarlo con astucia (muchos no querían ni oír hablar del asunto)…». Dicho tono instala una atmósfera donde las peculiaridades del paisaje y el comportamiento de los hombres giran alrededor de lo silenciado, de lo no dicho: el porqué del accidente: «De la discreción al olvido y del recelo a la indiferencia, pueden haber razones de sobra para no querer tocar un tema a fondo»,  «por no atreverse a contarla sin pelos en la lengua, la mayoría simula haber olvidado en gran parte o como si sencillamente no existiera y tuviesen que inventarla hasta en sus menores detalles, salvo cuando de tanto en tanto brota en acalorados borbotones de los labios de los hombres en copas, poniendo de manifiesto que realmente está viva en el recuerdo de todos.»

Anderson Imbert, en la página 85 se refiere a la cuestión del «principio, medio y un fin» presentes en un «cuento bien hecho». Sin duda, en este caso nos encontramos frente a esa clase de cuento ya que podemos establecer esos tres momentos y dispuestos en esa secuencia.

En lo que sería el principio, el autor nos «presenta una situación» (pág. 86) en la que es posible distinguir los siguientes elementos:

  • El protagonista principal: el viejo Ruocco.
  • Lugar de la primera escena: San Antonio Oeste.
  • Fecha: año 1950.
  • Qué ocurre: el cronista se encuentra con el esqueleto de un barco que aparece cuando la playa se ensancha por el reflujo del mar y también con el viejo Ruocco que, sentado de cara al sur y con la pipa encendida, pareciera estar esperando a alguien o echando a volar sus pensamientos.
  • Por qué ocurre esto: el naufragio del «Don Benito» ocurrido años atrás.

A partir de estos hallazgos, el periodista -aguijoneado por la curiosidad- decide «averiguar algo más  sobre el ex pescador» y así es como se dirige un viernes por la noche al bar de Somoza, donde según «me habían dicho» se reiteraba cada semana la misma escena: el viejo Ruocco sentado solo y en silencio delante de dos vasos llenos con la pipa sin encender. Un «ritual», dirá la voz narrativa más adelante, desarrollado «no justamente para olvidar.»

El cronista, empeñado en obtener más información acerca de Ruocco y del «Don Benito» establece una conversación con los parroquianos. Se podría decir que el medio o nudo del cuento se inicia cuando advierte una reticencia de los presentes en hablar al respecto. Paciente espera que el alcohol suelte las lenguas. Alguien menciona que el barco había sido de Ruocco y de Atilio, ex patrón del «Cuy», vendido éste último a Bassi, que -presente también en el bar- lanza una apuesta a Ruocco, desafiándolo a que el «Navegador» se midiese con su «Cuy». Se entabla una conversación ríspida entre Roque y el pescador Italo, donde el primero insinúa que algo debe saber Ruocco acerca de lo que pasó con el «Don Benito» ya que habrían tenido- según el carpintero Mario Salinas, allí presente- una discusión acalorada unos días antes del accidente a raíz del empeño de Atilio en colocarle un mastilero doble con bauprés y botalón, razón por la cual casi se rompe la sociedad. Roque, uno de los presentes, remata con que «eso le costó la vida».

Cuando Ruocco, que jamás había levantado la vista, golpea en seco al vaso contra la mesa –reactivo y seguramente dando rienda suelta al remordimiento-  podríamos decir que se inicia el final. Se desata una andanada de preguntas contenidas durante todos esos años transcurridos desde el accidente. Todos querían establecer la causa del mismo, que la historia no se convirtiese en una «historia de fantasmas»: «¿Atilio se salió con la suya? ¿Había viento, sí  o no?». Por única contestación, antes de perderse «en la noche y en el viento» Ruocco- sin emitir palabra-  dio por única respuesta «un inequívoco asentimiento con el que el viejo meneó la cabeza».

Así es como el silencio de Ruocco, al principio, mirando el mar con su pipa encendida, se une al silencio del final, donde «habla» con el lenguaje del gesto y esta unión del final con el principio remite a lo que escribe Julio Cortázar (pág.1) de  «Del cuento breve y sus alrededores»: «Alguna vez Horacio Quiroga intentó un “decálogo del perfecto cuentista” cuyo mero título vale como una guiñada de ojo al lector: Cuenta como si el relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida en el cuento”. La noción de pequeño ambiente da su sentido más hondo al consejo, al definir la forma cerrada del cuento, lo que en ya otra ocasión he llamado su esfericidad; pero a esa noción se suma otra igualmente significativa, la de que el narrador pudo haber sido uno de los personajes, es decir que la situación narrativa en sí debe nacer y darse dentro de la esfera.» Y este narrador cronista es  parte de la historia: es un testigo que interviene en la historia y moviliza con sus preguntas el desarrollo de la trama.

Por otro lado, dice Piglia en la pág. 126 de «Formas Breves»: «Hay algo en el final que estaba en el origen y el arte de narrar consiste en postergarlo, mantenerlo en secreto y hacerlo ver cuando nadie lo espera». Con esa determinación y esa astucia se ha manejado este narrador, preguntando, escuchando, suspendiendo la expectativa para llegar al final: la ruptura de un silencio de años, tanto de los habitantes del pueblo – el pueblo vuelto uno- como de Ruocco, frente a un drama que nadie en definitiva ha querido asumir, ya que ninguno tuvo la fuerza suficiente para frenar a Atilio y así evitar la  tragedia. Y en la pág. 132, continúa: «La verdad de una historia depende siempre de un argumento simétrico que se cuenta en secreto. Concluir un relato es descubrir el punto de cruce que permite entrar en la otra trama.» En este caso la otra trama es ni más ni menos que el cierre de un interrogante, el acceso a la verdad.

Emil García Cabot, con un lenguaje parco pero poético, usando el diálogo de una manera precisa y efectiva para que la trama avance,  otorgando el marco espacial de la naturaleza omnipresente que contesta a los desafíos del hombre muchas veces con la muerte, nos acerca a un momento que transcurre en un bar perdido entre el oleaje y el viento y la arena patagónica para hablarnos  de lo trascendental a partir de lo cotidiano: lo precario de la condición humana frente a un paisaje avasallador (tópico recurrente en su obra).  Como dice Cortázar, (pág. 5) en «Algunos aspectos del cuento»:  «El elemento significativo del cuento parecería residir principalmente en su tema, en el hecho de escoger un acaecimiento real o fingido que posea esa misteriosa propiedad de irradiar algo más allá de sí mismo…».

A modo de cierre, y retomando las palabras de Anderson Imbert en el prólogo del libro citado: «…me mantengo firme en la filosofía que comenzó hace veinticinco siglos con aquel atisbo de Protágoras: El hombre es la medida de todas las cosas. Humanismo elemental, inmune al anti humanismo de quienes anuncian que, para la crítica literaria, el autor ha muerto y lo que queda son intertextos de todos y de nadie». Respecto del cuento que nos ocupa podemos refrendar ese concepto: Emil García Cabot, habitante de nuestra desolada Patagonia, la ha puesto en el centro de gran parte de su obra, y quizá este cronista haya sido él mismo un viernes a la noche, perdido entre el bullicio de los parroquianos en un ignoto bar del sur.

RELATO

por Héctor Michivalka

Entre las delicias culinarias del pueblo, emergió un restaurante griego que se concentraba sólo en vender pollo asado a la parrilla. Desde su apertura los lugareños y forasteros acudían al local a saborear la exquisitez del platillo extranjero. Intrigados por el evento gastronómico y guiados por los sobresaltos del hambre y el poder de convocatoria del aroma que invadía los alrededores de la fonda, mi amiguito Juan y yo permanecíamos a la entrada del negocio, observando atentos a través de sus cristales, esperando impacientes el momento en que algún cliente terminara su merienda para correr a rematar las sobras de ese inverosímil plato.

Y así, como buitres nocturnos, repetíamos la escena.

Una previsión infalible eran las parejas juveniles que se iniciaban en el arte de la seducción. Ellos compensaban nuestros estómagos con residuos generosos y plausibles debido a la evidente timidez que impera en las citas primerizas del cortejo. Mediante esa forma de rapiña no quedábamos al margen de la fiesta y confirmábamos que los griegos no estaban equivocados.

El asalto a las migajas formó parte primordial de nuestra agenda. Sin embargo, la magia del pollo asado no pudo sobrevivir al tiempo. Lo comprobé al regresar años después cuando sentí con desilusión que el sabor no era el mismo, sino sólo una sombra de su antiguo esplendor.

Concluí que la decadencia de mi paladar y la añoranza del hambre de huérfano, quedaron atrapadas en la memoria de mi infancia.

NARRATIVA PARA NIÑOS

Pelusa y el regalo de cumpleaños

por María Quesada

Estando yo en la cocina, de pie y pelando patatas delante del fregadero, ha llegado Pelusa. Se me ha subido a una pierna, ha continuado por el brazo y de ahí hasta mi oreja, donde se ha puesto a darle golpecitos con una pata al pendiente que llevo puesto, para después decir:
—Má.
—Qué —digo yo.
—Que mañana es el cumpleaños de Rafael.
—¿Y quién es Rafael? —pregunto intrigada y sosteniendo una patata a medio mondar.
—Rafael es un amigo que tengo. Como no me dejas tener perros… —responde Pelusa con voz blandita mientras le da vueltas con una pata a un mechón de mi cabello— me he buscado un amigo gato. Mañana cumple cuatro años y me ha invitado a una fiesta de sardinas en el tejado de su casa. No sé qué regalarle ¿Me das alguna idea?

Antes de contestarle he abierto la palma de mi mano indicándole que salte en ella y una vez ahí nos hemos sentado a la mesa para hablar mirándonos de frente.

—Pelusa, ¿pero ese gato es peligroso?
—Peligroso va a ser… Desde luego… ¿Cómo puedes ser tan miedosa? Pero si es así de pequeño —explica mientras muestra juntando dos patitas y haciendo un hueco en medio—¿Te crees que es un tigre? Lo único que tiene de tigre son la rayas. Por lo demás es más bueno que tú. Además, me ha dicho que a lo mejor estamos emparentados porque es gato y araña.
—Vale. Te creo. Pero lo del regalo no sé, chica. Regálale un cascabel para que se lo ponga en el cuello.
—No… que se queda sordo. Qué mala amiga sería ¿no? Eso descartado.
—Pues hazle un ovillo con tus hilos para que juegue.
—Eso me gusta más —dice Pelusa, sonriendo— pero pasa que no tengo ganas de trabajar.
—Bueno, Pelusa, tampoco lleva tanto trabajo. Tú vas sacando hilo y lo enrollas como si estuvieras haciendo una pelota y ya lo tienes.
—¿Y si le hago una mantita? ¡Eso está bien! Como hace mucho frío se puede envolver en ella y pasar la noche calentito.
—¿Pero no acabas de decir que no tienes ganas de trabajar? A ti no hay quién te entienda, cambias de pensamiento como cambia el viento en alta mar.
—Bueno, me voy a mi rincón a trabajar. No me molestes que me disperso y se me hacen nudos en el hilado —dice descendiendo de la mesa como un escalador del alta montaña.

Continúo con mis tareas mientras Pelusa teje que teje en un rinconcito al lado de la ventana. Pero no me queda otra que regañarle para que baje el tono de voz; está cantando y seguramente la estará oyendo hasta el vecino del quinto piso.

—«¡Pinocho fue a pescar al río Guadalquivir, se le cayó la caña y pescó con la nariz, naná naná naná, naná naná na náááááá..!»

—¡Shhh! Baja un poquito el tono, anda, que parece que estás loca.
—¿Y por qué? —me pregunta Pelusa soltando el hilo de entre sus patas.
—Pues porque hay vecinos y tal vez les molestas con ese escándalo.
—¿Tan mal canto? Peor cantas tú cuando imitas a Beyonce y encima como no sabes inglés vas y te lo inventas ¿y yo te digo algo? ¿te acuerdas de los vecinos? Sepas que cuando cantas, al día siguiente llueve, lo tengo más que comprobado.
—Oh, oh…¡mal andamos compañera! No me hables así que todavía veo que no vas al cumpleaños.
—Vale, perdona. ¿Me perdonas? Cantas muy bien, cantas como… ¡los ángeles! y pronuncias muy bien el inglés, mejor que Beyonce y Batman juntos. ¿Verdad que voy a ir al cumple de Rafael? ¿Verdad que me quieres, verdad, verdad? ¿Verdad que si fuera así de fea, mira ma —y se mete dos patas en la nariz, sacando la lengua y torciendo el gesto— me querrías también? ¿Verdad que…?
—¡Cállate ya! ¡Uf! me pones la cabeza como un bombo. ¡Qué cencerro! Sí, vas a ir a su fiesta, pero no debes ser tan contestona. Ni tan teatrera.

Pelusa levanta dos patas en símbolo de victoria, sonríe, y sigue con su labor cantando en voz bajita.

Pasado un buen rato ya sale con su trabajo hecho. Lo lleva puesto encima de la cabeza para no arrastrarlo por el suelo pero aun así lo arrastra porque es demasiado pequeña para que no le cuelgue por los lados.

—¡Ya la he terminado! —grita entusiasmada- Mira que chulada!
—¿A ver? Enséñamela.
—¿Qué te parece? ¿A qué es bonita? —dice poniendo dos patas en jarras.
—¡Uy, la verdad es que es una preciosidad! Pero… eso no le va a venir al gato. Es demasiado pequeña ¿no te parece?
—¿Muy pequeña? ¿Es que acaso tú has visto como está Rafael de gordo, o cómo es de largo? Rafael cabe aquí—contesta airada.
—No te pongas así, que no te lo he dicho para que te enfades, te lo digo porque en lugar de una mantita parece un posavasos.
—¡Jolin! ¡Jolin! ¡Jolin! —exclama ella, enfadada— ¿Ahora qué? Ya no me va a dar tiempo de hacer otra.
—Tranquila. No te alborotes ni te preocupes. Vamos a pensar un poco, algo se nos ocurrirá.

Después de quince minutos cavilando salta Pelusa con un «¡Eureka! ¡Ya tengo la solución!»

Acto seguido, y a mordisquitos, le hace dos agujeros a la prenda y, según ella, ya tiene un antifaz para Rafael.

Para asegurarse del todo de que funciona hace que me lo pruebe, pero evidentemente me queda chico así que miro a través de uno de los agujeros y le digo que se ve perfectamente y muy clarito a través del antifaz. Ella me contesta loca de alegría:

—¡Anda! ¿Tú quién eres? ¡Qué bien hecho está, no te conozco!

DEBATES MÁS, DEBATES MENOS

Imagen by Gerd Altmann

Sobre un texto de Albert Rueda: Pretérito imperfecto.

Pretérito imperfecto

Era Gervasio un campesino de consumadas dotes para la caza con garrote. Su estrategia era, invariablemente, la misma siempre. Localizaba un agujero, valoraba el tamaño y juzgaba la importancia de la presa. Luego introducía su cayado y hostigaba al animal, hasta que éste salía de su madriguera. Finalmente, un certero garrotazo daba fin a su cacería.

Cierto día, el último que se recuerda, Gervasio andaba por el campo; atrajo su atención un decomunal agujero, y pensó que la pieza debía ser formidable. Con tal acicate puso en práctica su infalible estrategia de caza. Introdujo el palo, hostigó y hostigó por un rato hasta que escuchó el atronador lamento de la pieza, y finalmente preparó el golpe de gracia elevando su arma. Salió un tren de mercancías… y lo mató (a Gervasio, claro). Por eso comencé en pretérito imperfecto esta corta reseña: por lo pretérito del verbo y lo imperfecto del resultado.

……………………….

Pretérito imperfecto v 2.0

Era Gervasio un campesino de consumadas dotes para la caza con garrote. Su estrategia era, invariablemente, la misma siempre. Localizaba un agujero, valoraba el tamaño y juzgaba la importancia de la presa. Luego introducía su cayado y hostigaba al animal, hasta que éste salía de su madriguera. Finalmente, un certero garrotazo daba fin a su cacería.

Cierto día, el último que se recuerda, Gervasio andaba por el campo; atrajo su atención un decomunal agujero, y pensó que la pieza debía ser formidable. Con tal acicate puso en práctica su infalible estrategia de caza. Introdujo el palo, hostigó y hostigó por un rato hasta que escuchó el atronador lamento de la pieza, y finalmente preparó el golpe de gracia elevando su arma. Del enorme agujero salió un tren de mercancías…

Por eso comencé en pretérito imperfecto esta corta reseña: por lo pretérito del verbo y lo imperfecto del resultado.

………………………..

Pretérito imperfecto v 3.0 (updated version)

Era Gervasio un campesino de consumadas dotes para la caza con garrote. Siempre seguía la misma estrategia, de su propia invención. Localizaba un agujero, valoraba el tamaño y juzgaba la importancia de la presa. Luego introducía su cayado y hostigaba al animal, hasta que éste salía de su madriguera. Finalmente, un certero garrotazo daba fin a su cacería.

Cierto día, el último que se recuerda, Gervasio andaba por el campo; atrajo su atención un descomunal agujero, y pensó que la pieza debía ser formidable. Con tal acicate, puso en práctica su infalible estrategia de caza. Introdujo el palo, hostigó y hostigó durante un rato hasta que escuchó el atronador lamento de la pieza, y finalmente preparó el golpe de gracia elevando su arma. Del enorme agujero salió un tren de mercancías…

Por eso comencé en pretérito imperfecto esta corta reseña: por lo pretérito del verbo y lo imperfecto del resultado.


Opinión 1:

Como en literatura todo es posible, el relato puede ser visto como una gran metáfora acerca de la conducta que prevalece en ciertos individuos y cómo esta conducta se carga el criterio o el sentido común.

La cosa es que sí, que el resultado termina por ser imperfecto y la resolución, generalmente drástica.

En lo formal, creo que para este pasaje existe, además de la opción que propone el relato, la de obviar o mejor dicho, no referir explícitamente el destino que le tocó a Gervasio, sino dejárselo a la participación del lector. Además, es casi cantado que era eso lo que sucedía y es la primera hipótesis que uno -al menos yo- imagina cuando el tipo se mete a hurgar en el enorme agujero.

La cosa, resumiendo, podría plantearse también así:

Introdujo el palo, hostigó y hostigó por un rato hasta que escuchó el atronador lamento de la pieza, y finalmente preparó el golpe de gracia elevando su arma. Del agujero descomunal brotó un tren de mercancías.

Luego, sí, la reflexión de narrador indicando por qué eligió pretérito e imperfecto.

Hago esta sugerencia, porque previamente el narrador ya expresa a comienzo de párrafo «el último que se recuerda», refiriéndose a los días de vida de Gervasio, lo que ya es un anticipo de que ahí se terminó Gervasio.


Opinión 2:

Un resultado imperfecto en pretérito perfecto. Curioso.

Me gusta el texto, porque al igual que en otros tuyos, se revela el oficio del escritor. Ya sabes que me gustan las robotizaciones, podas y los hachazos como diría Gavrí. A veces le erro por drástico o visceral, pero mi finalidad es pulir las cuchillas para que los cortes sean precisos. En esta etapa experimental de mi vida como escritor escondido del mundo, me dio por la manía de la tachadura. No sé en qué terminará. Todo lo escrito me parece tachable e incendiable. Y ya que estamos en un taller literario y sin ánimo de hacerle correcciones a nadie, te haré mi propuesta redaccional de «Pretérito imperfecto».


Anticipando: Digo. Si bien los incisos son autónomos porque explican algo extra-necesario de una idea, en mi visión literaria hago revisiones para dinamitarlos si fuera urgente. Es probable que el uso del inciso como recurso gramatical de adición, sea hachable. Se supone que el escritor tiene la misión de contar con claridad para ser entendido, entonces acude al inciso porque es incapaz de definir sus ideas en una oración diáfana. ¿Acaso el inciso es lo que digo?

Al texto:

Era Gervasio un campesino de consumadas dotes para la caza con garrote. Su estrategia era la misma siempre. Localizaba un agujero, valoraba el tamaño y juzgaba la importancia de la presa. Luego introducía su cayado y hostigaba al animal, hasta que éste salía de su madriguera. Finalmente, un certero garrotazo daba fin a su cacería.

Cierto día, Gervasio andaba por el campo; atraído por un decomunal agujero, pensaba que la pieza debía ser formidable. Con tal acicate, practicaba su infalible estrategia de caza. Introducía el palo, hostigaba y hostigaba hasta que escuchaba el atronador lamento de la pieza, y finalmente preparaba el golpe de gracia elevando su arma. Salía un tren de mercancías… matándolo.


Hachazo 1: anulación de «invariable» . Si era la misma de siempre por tanto es invariable.
Hachazo 2: anulación de «el último día que se recuerda». Ante la imprecisión del día y el desconocimiento del mismo, la expresión «cierto día» es semánticamente inversa a la afirmación: «el último que se recuerda». Si el día es cierto es porque es impreciso. Me explico: al ser un adjetivo indefinido, su potencia semántica es relativa por imprecisa. Entonces, se presupone que Gervasio no recuerda ese día con exactitud.
Hachazo 3: anulación de «por un rato». Si Gervasio hostigaba y hostigaba en pretérito imperfecto ,, al igual que en hostigó y hostigó, tal insistencia presupone una secuencia temporal.
Hachazo 4: anulación de «a Gervacio, claro».
Hachazo 5: anulación de «Por eso comencé en pretérito imperfecto esta corta reseña: por lo pretérito del verbo y lo imperfecto del resultado.» Al desarrollar la historia en pretérito imperfecto, el cierre es innecesario.

Idea final: en el segundo párrafo el autor desarrolla acciones con la finalidad de sorprender al lector. Es una de las propuestas narrativas más difíciles de lograr. La muerte de Gervasio ocurre. Un tren lo mata. Pero para que la muerte del personaje ocurra, requiere de un resolución más ajustada. No sé cómo explicarlo. Se me ocurre mencionar el cuento de Horacio Quiroga llamado «El hijo». Su desenlace mortal es una obra maestra de la intriga. Y la intriga es la que falta en este final.

Reitero: Desde que nos comentamos, es enriquecedor este proceso de mejora textual. La finalidad es encontrar nuestra propia voz. Y que esa voz reacentúe las influencias transformándolas en un estilo peculiar. Un estilo tan marcado que el lector diga: éste es un Albert Rueda, en vez de decir: este cuento es de Albert Rueda.



Réplica:

Mucho tijeretazo veo yo en tu comentario; y también la eterna cuestión del tiempo verbal que alguna vez hemos debatido algunos compañeros. A ver si acierto a darte mis razones y te resultan convincentes, más allá de que tu estilo es tuyo y eso no se pone en entredicho.

En primer lugar, la introducción no forma parte del texto, propiamente cuento. Nota la línea de puntitos al final del inicio, eso desliga, además de estar en cursiva para mejor señalización. Sólo pretendía poner en antecedentes al lector sobre el origen, y de paso aprovechar para desear un feliz domingo. Pero por éste y otros posteos míos, creo que terminaré pasando de introductorios y contextualizaciones que no sean propiamente el texto, visto el éxito de tales iniciales. Por eso, al exponer la versión 2.0 eludí deliberadamente la misma introducción, no forma parte en sí misma del texto. Sigamos:

Cierto día, Gervasio andaba por el campo; atraído por un descomunal agujero, pensaba que la pieza debía ser formidable.

Tal como lo expones tú, me parecería más acertado gramaticalmente interconectar de modo directo ambas partes. Algo así como «Cierto día, Gervasio andaba por el campo cuando, atraído por un descomunal agujero, pensaba que la pieza debía ser formidable.

Y aquí empiezan los problemas de redacción. Si lo plantease de esa forma, el peso de la idea recaería totalmente sobre la idea de lo que Gervasio pensaba. Y el planteamiento inicial no era para nada ése. La frase tiene un carácter de contextualización general, y por ende considero que las partes deben sostenerse un tanto equilibradas unas respecto de otras. Y entonces aparece la cuestión de tiempo verbal. Tu planteamiento casi impone el pretérito imperfecto, que además sostienes completamente en el resto de propuestas. Y es tema ya comentado que me parece muy prosaico y le resta totalmente frescura; por no hablar de que al establecer pasados matizados ofrece más precisión narrativa, en según qué casos. El pretérito perfecto simple destaca con sutileza algún momento o hecho puntual, sin perder la óptica del tiempo pasado sostenida en el texto. Sé que los ojos de cada uno tienen sus apetencias, y por eso la mía gira en torno a ese planteamiento.

En cuanto al hachazo 2º, definitivamente no concuerdo contigo. La expresión «cierto día» no manifiesta en este caso una imprecisión comprensiva, sino un mode de decirle al lector: «un día, pero no te digo cuál exactamente, sigue leyendo…» Eso es lo que desliza la expresión. Y por pura coherencia, solo que un tanto próxima, la siguiente aclaración, «el último que se recuerda» es complementaria de lo pimero, una especie de reiteración aclarativa con su posterior conexión irónica en el desenlace del texto. No sobra, sinceramente lo digo. Y también por lo mismo tomé la sugerencia de Gavrí, obviando el explicito «lo mató» y dejando al lector cierto margen, poco pero no explícito, al menos. No renunciar a cierta ironía sugerida, pero tampoco dar el pescado totalmente asado.

Tu tercer hachazo, por lo de los tiempos verbales, sigo pensando que no encaja en mi discurso. Tanto verbo en «aba» termina siendo monótono, si no hay una genialidad expresiva manifiesta. Sin embargo, sí que me ha hecho releer el pasaje, porque creo que lo de «un rato» resulta poco enriquecedor, dicho tal cual, por lo que voy a añadirle algo que lo haga girar más redondo, tal que así:

..hostigó y hostigó durante un rato…

Y hay una razón para ello. Se pretende dar la idea de que el tal Gervasio se tomó tiempo ante la expectativa de cobrar una pieza formidable. Por tanto, aunque no comparto tu punto de vista, sí que saco ganancia con tu observación al revisarlo con ojo más crítico. Gracias mil.

El cuarto hachazo, ya está resuelto en la versión 2.0 y por tanto, nada que objetar.

Respecto del quinto hachazo, es parte de la ironía global, Willy; si lo prefieres, un sub-sarcasmo de cierre. Ese fragmento sí corresponde propiamente al texto, con su leve toque de humor. Más o menos acertado, se puede debatir. Por ejemplo, a nuestra compañera Ángeles le resultó grato. Y obviamente, al autor también puesto que lo situó ahí con intención.


Respuesta:

El presente histórico

El presente histórico indica simultaneidad del evento con respecto al momento del habla, pero el presente histórico indica anterioridad, igual que un tiempo de la esfera del pasado o que un pretérito perfecto compuesto. Esto motiva que en la oración sustantiva se encuentren las mismas formas verbales que se subordinan a tiempos de la esfera del pasado o a un pretérito perfecto compuesto y no las que se subordinan a tiempos de la esfera del presente:

Y es entonces cuando le DIGO que muchas personas habían sido testigos de su infracción (anterioridad), que yo tenía todas las de ganar (simultaneidad) y que mi abogado arreglaría todo (posterioridad).»

Que conste que la definición de hachazos y roboticidad del texto le pertenecen a Gavrí. Prefiero decir poda o tachadura. Creo que le llamaste nota de autopsia o nota de suceso periodístico. En los tres casos, define una situación en la que el lenguaje tiene tendencia a ser parco, plano, quirúrgico, sacrificando los recursos narrativos que pudieran dinaminarzo o enriquecerlo. No estoy seguro de esta última afirmación, pero es probable que así sea.


Réplica:

La terminación «aba» no es un presente histórico. Es un pretérito imperfecto puro y duro que no deja las ideas como las ideas son sino que las deja colgando de supuestos que no existen, porque no tienen fin, sino que se hacen discurrentes.

En el planteo con todas esas terminaciones en aba, además de ser de una monotonía arrasadora, hay ideas que ni siquiera se expresan con corrección sintáctica, porque el imperfecto no da para ponerlo en todos lados o en cualquier lado y quedarse uno tan tranquilo.

Una narración correcta requiere de muchos juegos verbales entre modos y tiempos para que sea sólida.

Y refiriéndonos ya específicamente al presente histórico, no es un un pretérito, sino que dentro de la formulación de la frase se incluye un verbo en presente dentro de un contexto pretérito. Ejemplo:

El muro de Berlín cae el 9 de noviembre de 1989.
Colón descubre América en 1492.

Eso es presente histórico.


Nueva posición:

Creo que se me ocurre una forma razonablemente clara de abordar el asunto verbal. Supongo que por otros comentarios, ya sabéis la tendencia que tengo -a veces un tanto burda, lo acepto- a metaforizar, comparar, ejemplificar conceptos. No es seguramente el modo más ortodoxo, pero he podido comprobar que a pequeña escala ayuda mucho, sobre todo para entender la idea básica. Luego ya es cosa de cada uno profundizar. Veamos si esta vez acierto.

Tomemos un breve fragmento de texto, ideado repentinamente por mí para servir de muestra. Sea el corto:

Tomás estaba tumbado en el diván, mientras el psicólogo le preguntaba aparentemente cosas inconexas. Una de ellas le sorprendía repentinamente. Entonces Tomás se giraba hacia el doctor y le dirigía una mirada inquisitoria, al tiempo que le preguntaba: ¿es preciso responder a éso?

Bien, ya tenemos una especie de mini-argumento establecido. Deliberadamente usé algunos tiempos verbales de forma inadecuada; nos servirán como contraste para percibir la necesidad de ajustar estilística y gramaticalmente el uso. Con un giro más adecuado, la idea literalmente explota, se eleva de forma que resulta totalmente comprensible, asequible, y sobre todo, coherente en orden temporal. Algo así, más o menos:

Tomás estaba tumbado en el diván, mientras el psicólogo le iba preguntando cosas aparentemente inconexas. Una de ellas le sorprendió repentinamente. Entonces Tomás se giró hacia el doctor, dirigiéndole una mirada inquisitoria, al tiempo que le preguntaba: ¿es preciso responder a éso?

Con un poco de estilo, aún se puede mejorar sin duda. Pero ahora cada tiempo manifiesta un matiz específico que contextúa debidamente cada acción y sus derivados, al tiempo que aleja un poco la sensación de contar una historieta en pasado sostenido, vacilante e impreciso. Insisto que cuesta un momento mejorar el fragmento corregido, no es una labor de moros en absoluto. Pero para lo que pretendo exponer, me sirve. De nuevo, pero ahora una junto a otra,para apreciar los contrastes y cambios, el efecto se hace evidente:

EJEMPLO TIPO

Tomás estaba tumbado en el diván, mientras el psicólogo le preguntaba aparentemente cosas inconexas. Una de ellas le sorprendía repentinamente. Entonces Tomás se giraba hacia el doctor y le dirigía una mirada inquisitoria, al tiempo que le preguntaba: ¿es preciso responder a éso?

EJEMPLO GIRADO 1

Tomás estaba tumbado en el diván, mientras el psicólogo le iba preguntando cosas aparentemente inconexas. Una de ellas le sorprendió repentinamente. Entonces Tomás se giró hacia el doctor, dirigiéndole una mirada inquisitoria, al tiempo que le preguntaba: ¿es preciso responder a éso?

EJEMPLO GIRADO 2

Tomás estaba tumbado en el diván, mientras el psicólogo hacía preguntas sobre cosas aparentemente inconexas. De repente, una le sorprendió. Entonces Tomás, girándose hacia el doctor, le dirigió una mirada inquisitoria y le preguntó: ¿es preciso responder a éso?

Ni dicen lo mismo, ni lo hacen del mismo modo, ni siquiera lucen igual. Y no me he devanado los sesos para poner el ejemplo, lo cual indica que algo genéricamente gira de un modo u otro.

Intervienen: Albert Rueda (España) – Gavrí Akhenazi (Israel) – William Vanders (Venezuela)



PROSA POÉTICA

William Vanders – Venezuela

Imagen by Claudio Schwartz

En la orilla del ruido

Este canto vibra en la orilla del ruido donde hay miedo, está a medio milímetro del silencio.

Este canto es una espina que grita, una gota de angustia oculta en la panza.

Este bullicio duerme con los dientes apretados, sueña con el dolor de los niños sin madre y despierta engarrotado protegiendo la infancia del abuelo.

Esta garganta no se cansa de tragar sogas mientras el rostro se erige como estatua.

Estos labios cohabitan la tortura, cuando al desaparecido le esconden la vida para borrar su muerte.

El canto está herido, camina en la cornisa del precipicio, bordea el límite de la mudez y entona el estribillo mortuorio para que se levanten los vivos.

Esternón insuflado, espalda encorvada, de puntillas y cuello extendido: cabeza al vacío como yunque retando a la injusticia.

La voz ya no va en el aire, resuena en la neurona y viaja a la memoria.


Me sospecho feliz en el bosque

Imagen by Mario Esposito

Sé que el atardecer puede incendiarse en la mano y la lluvia ensayar percusiones en el techo del pobre.

Sé que a veces no amanece y la oscuridad es como el hambre del solo, del solo por abandonado.

Sé que al llorar sin lágrima labriega, la voz se pega al alma, las manos se cierran y nos miramos sin vernos el pecho.

Sé de un tiempo infinito al pausar la sonrisa del hijo y de ese otro tiempo raro, afilado y combativo, luchando por el presente de un pasado repetido en lo futuro.

Sé de atrincherarse en campo frío y sin agua, muriendo ,sin saberlo ,en la herida de la sangre del otro.

Sé poco de lo mucho y mucho de lo poco, me sospecho feliz en la sencilla complejidad del bosque.

HISTORIAS

Cuatro vientos – María José Quesada

Frente al domicilio de Pedro aguarda, sentado dentro un Opel Corsa amarillo, Eugenio, con una bolsa de patatas fritas que calma, bocado a bocado, su tiempo de espera mientras engorda, milímetro a milímetro, el contorno de su cintura. Permanece al acecho de Pedro. Hoy está dispuesto a seguir sus pasos y observar todos sus movimientos, nada más que ponga un pie en la calle.

Eugenio podría haber sido policía, ya que ese fue su deseo desde chico, pero no daba la altura requerida para entrar en el cuerpo de la policía municipal. Él lo sabía y por eso se presentó a la primera prueba de ingreso con unas cuñas taloneras dentro de los zapatos; pero no hubo caso, los medían descalzos y en calzoncillos. Aquello no lo achicó y se presentó en segunda convocatoria. Para pasar la prueba, ésta vez se dejó crecer el cabello por la parte de arriba del cráneo y lo engominó de punta, consiguiendo ganar así varios centímetros de altura. No hubo caso, los midieron descalzos, en calzoncillos y con el cabello rapado.

De ahí, a dos años después, creció, lo que son las cosas, sólo que a lo ancho. Bien le valía luego su presencia anatómica para detective, más su paciencia, intuición, discreción y un largo rosario de cualidades.

Eugenio nació con dos dientes así que, al mes de nacer su madre lo alimentaba más con cocido, con garbanzos y lentejas estofadas que con leche materna. Nunca cogió un resfriado, una tos ni un mal de estómago, pese a que su abuela peleaba con su hija, la madre de Eugenio, para que respetara su etapa de lactante. Pero desde que Eugenio probó por vez primera el cocido, con garbanzos, no quiso tomar de la teta ni papilla alguna.

Pedro acaba de poner un pie en la calle y se dirige en dirección contraria a la que Eugenio tiene aparcado el coche, así que éste observa su trayectoria, ahora, por el espejo retrovisor del vehículo. Considerada una distancia prudencial, Eugenio sale del coche y lo persigue guardando un moderado espacio entre los dos.

Pedro se detiene frente a un vendedor de cupones de la ONCE. Eugenio, unos metros por detrás, se detiene y consulta su reloj. Pedro continúa el camino con su cupón de la ONCE y Eugenio llega hasta el vendedor, al que pide el mismo número que acaba de llevarse el último cliente, no vaya a ser, añade, que le toque el premio a ese y a mí no.

Veintidós minutos caminando al rebufo de Pedro lleva Eugenio, y, por ahora, sin novedad en el frente.

«Comestibles Aurora, queso y pan a todas horas» reza el cartel que hay en la puerta del establecimiento en el que Pedro acaba de entrar.

Hace cinco minutos que Eugenio se ha hecho con un periódico de tirada gratuita al que le faltan la letra H, de hacienda, y la letra L, de limítrofe. En su lugar aparecen dos agujeros semicirculares, hechos a pellizcos, y con la distancia justa para que coincidan con el ojo derecho y el ojo izquierdo de Eugenio.

Con tamaña máscara aguarda, mirando a través del escaparate de «Comestibles Aurora, queso y pan a todas horas», y observa los movimientos de Pedro en el interior de la tienda. Alguien de dentro señala hacia afuera, y Eugenio se agacha a recoger una ficticia moneda encontrada, perdiendo así unos preciados momentos de observación.

Cuando cree que ya ha pasado el peligro vuelve a su postura de lector los agujeros que coinciden con sus ojos.

Pedro ya no está, pero no ha salido de la tienda.

¿Estará enredado con la tendera? ¿Habrá pasado a la trastienda para ayudar con alguna caja pesada? ¿Le habrá dado un retortijón y habrá tenido que ir al retrete? ¿Se habrá volatilizado? ¿Habrá una escalera interior que lleve al primer piso y ahí está el de la inmobiliaria para hacerle firmar el contrato de venta de Los cuatro vientos? -se pregunta.

(fragmento)