Ven aquí lucero hermoso, dame tus manitas tiernas, voy a contarte los dedos como si contara estrellas:
Diez dedos tiene este niño como diez luces pequeñas y en los pies, diez diminutos cordeles de una cometa. Cuando tu aprendas a andar se irán soltando los hilos con la justa longitud que hay de los padres al hijo.
A la par que vas creciendo se hará más largo tu paso, y cuando seas ya un hombre que no cabe entre mis brazos, si la vida me da tiempo, me sostendrás como un arco.
Vuela niño cuanto puedas con nobleza y desenfado.
Dos cometas en los pies y una estrella en cada mano.
Los dedos de la mano
Cada dedo de la mano tiene un nombre personal, el primero es el más bajo y le llamamos Pulgar. Al pequeño regordete lo usamos para agarrar.
Al siguiente de la fila le gusta más señalar, Índice es largo y delgado, más que su hermano Pulgar y cuando cumples un año ¡a todos se lo dirá!
El tercero de la fila es el dedo Corazón está en el centro de todos y es alto como un señor, queda en medio de la mano, a su lado hay dos y dos.
Ya casi estamos llegando, con los dedos, al final, pero antes de que acabemos hay que nombrar a dos más; uno que es muy presumido, y que se llama Anular porque se pone el anillo de los novios y papás.
Por último un chiquitín, pequeño como un penique, más flaquito que el Pulgar ¿Cómo se llama? ¡Meñique!
Y ya que los conocemos, ¡vamos todos a jugar! Pero antes diré un secreto: a los dedos de las manos ¡les encanta dibujar!
La bruja Lombarda se ha puesto perdida: haciendo un brebaje le saltó una chispa, le cayó en la falda, se ha vuelto amarilla.
Su búho, asustado, no quiere mirarla, le dice muy serio y hablando de espaldas: ¡Estás horrorosa! ¡Límpiala con agua!
La bruja Lombarda no viste colores, siempre va de negro, de día y de noche, y el color del sol le alegra la cara igual que el limón alegra la rama.
Se han puesto a bailar por toda la casa, el búho la sigue, -qué cosa más rara- y es que la brujita le ha echado en las alas gotas del brebaje que tiñó su falda.
Estando yo en la cocina, de pie y pelando patatas delante del fregadero, ha llegado Pelusa. Se me ha subido a una pierna, ha continuado por el brazo y de ahí hasta mi oreja, donde se ha puesto a darle golpecitos con una pata al pendiente que llevo puesto, para después decir: —Má. —Qué —digo yo. —Que mañana es el cumpleaños de Rafael. —¿Y quién es Rafael? —pregunto intrigada y sosteniendo una patata a medio mondar. —Rafael es un amigo que tengo. Como no me dejas tener perros… —responde Pelusa con voz blandita mientras le da vueltas con una pata a un mechón de mi cabello— me he buscado un amigo gato. Mañana cumple cuatro años y me ha invitado a una fiesta de sardinas en el tejado de su casa. No sé qué regalarle ¿Me das alguna idea?
Antes de contestarle he abierto la palma de mi mano indicándole que salte en ella y una vez ahí nos hemos sentado a la mesa para hablar mirándonos de frente.
—Pelusa, ¿pero ese gato es peligroso? —Peligroso va a ser… Desde luego… ¿Cómo puedes ser tan miedosa? Pero si es así de pequeño —explica mientras muestra juntando dos patitas y haciendo un hueco en medio—¿Te crees que es un tigre? Lo único que tiene de tigre son la rayas. Por lo demás es más bueno que tú. Además, me ha dicho que a lo mejor estamos emparentados porque es gato y araña. —Vale. Te creo. Pero lo del regalo no sé, chica. Regálale un cascabel para que se lo ponga en el cuello. —No… que se queda sordo. Qué mala amiga sería ¿no? Eso descartado. —Pues hazle un ovillo con tus hilos para que juegue. —Eso me gusta más —dice Pelusa, sonriendo— pero pasa que no tengo ganas de trabajar. —Bueno, Pelusa, tampoco lleva tanto trabajo. Tú vas sacando hilo y lo enrollas como si estuvieras haciendo una pelota y ya lo tienes. —¿Y si le hago una mantita? ¡Eso está bien! Como hace mucho frío se puede envolver en ella y pasar la noche calentito. —¿Pero no acabas de decir que no tienes ganas de trabajar? A ti no hay quién te entienda, cambias de pensamiento como cambia el viento en alta mar. —Bueno, me voy a mi rincón a trabajar. No me molestes que me disperso y se me hacen nudos en el hilado —dice descendiendo de la mesa como un escalador del alta montaña.
Continúo con mis tareas mientras Pelusa teje que teje en un rinconcito al lado de la ventana. Pero no me queda otra que regañarle para que baje el tono de voz; está cantando y seguramente la estará oyendo hasta el vecino del quinto piso.
—«¡Pinocho fue a pescar al río Guadalquivir, se le cayó la caña y pescó con la nariz, naná naná naná, naná naná na náááááá..!»
—¡Shhh! Baja un poquito el tono, anda, que parece que estás loca. —¿Y por qué? —me pregunta Pelusa soltando el hilo de entre sus patas. —Pues porque hay vecinos y tal vez les molestas con ese escándalo. —¿Tan mal canto? Peor cantas tú cuando imitas a Beyonce y encima como no sabes inglés vas y te lo inventas ¿y yo te digo algo? ¿te acuerdas de los vecinos? Sepas que cuando cantas, al día siguiente llueve, lo tengo más que comprobado. —Oh, oh…¡mal andamos compañera! No me hables así que todavía veo que no vas al cumpleaños. —Vale, perdona. ¿Me perdonas? Cantas muy bien, cantas como… ¡los ángeles! y pronuncias muy bien el inglés, mejor que Beyonce y Batman juntos. ¿Verdad que voy a ir al cumple de Rafael? ¿Verdad que me quieres, verdad, verdad? ¿Verdad que si fuera así de fea, mira ma —y se mete dos patas en la nariz, sacando la lengua y torciendo el gesto— me querrías también? ¿Verdad que…? —¡Cállate ya! ¡Uf! me pones la cabeza como un bombo. ¡Qué cencerro! Sí, vas a ir a su fiesta, pero no debes ser tan contestona. Ni tan teatrera.
Pelusa levanta dos patas en símbolo de victoria, sonríe, y sigue con su labor cantando en voz bajita.
Pasado un buen rato ya sale con su trabajo hecho. Lo lleva puesto encima de la cabeza para no arrastrarlo por el suelo pero aun así lo arrastra porque es demasiado pequeña para que no le cuelgue por los lados.
—¡Ya la he terminado! —grita entusiasmada- Mira que chulada! —¿A ver? Enséñamela. —¿Qué te parece? ¿A qué es bonita? —dice poniendo dos patas en jarras. —¡Uy, la verdad es que es una preciosidad! Pero… eso no le va a venir al gato. Es demasiado pequeña ¿no te parece? —¿Muy pequeña? ¿Es que acaso tú has visto como está Rafael de gordo, o cómo es de largo? Rafael cabe aquí—contesta airada. —No te pongas así, que no te lo he dicho para que te enfades, te lo digo porque en lugar de una mantita parece un posavasos. —¡Jolin! ¡Jolin! ¡Jolin! —exclama ella, enfadada— ¿Ahora qué? Ya no me va a dar tiempo de hacer otra. —Tranquila. No te alborotes ni te preocupes. Vamos a pensar un poco, algo se nos ocurrirá.
Después de quince minutos cavilando salta Pelusa con un «¡Eureka! ¡Ya tengo la solución!»
Acto seguido, y a mordisquitos, le hace dos agujeros a la prenda y, según ella, ya tiene un antifaz para Rafael.
Para asegurarse del todo de que funciona hace que me lo pruebe, pero evidentemente me queda chico así que miro a través de uno de los agujeros y le digo que se ve perfectamente y muy clarito a través del antifaz. Ella me contesta loca de alegría:
—¡Anda! ¿Tú quién eres? ¡Qué bien hecho está, no te conozco!
Frente al domicilio de Pedro aguarda, sentado dentro un Opel Corsa amarillo, Eugenio, con una bolsa de patatas fritas que calma, bocado a bocado, su tiempo de espera mientras engorda, milímetro a milímetro, el contorno de su cintura. Permanece al acecho de Pedro. Hoy está dispuesto a seguir sus pasos y observar todos sus movimientos, nada más que ponga un pie en la calle.
Eugenio podría haber sido policía, ya que ese fue su deseo desde chico, pero no daba la altura requerida para entrar en el cuerpo de la policía municipal. Él lo sabía y por eso se presentó a la primera prueba de ingreso con unas cuñas taloneras dentro de los zapatos; pero no hubo caso, los medían descalzos y en calzoncillos. Aquello no lo achicó y se presentó en segunda convocatoria. Para pasar la prueba, ésta vez se dejó crecer el cabello por la parte de arriba del cráneo y lo engominó de punta, consiguiendo ganar así varios centímetros de altura. No hubo caso, los midieron descalzos, en calzoncillos y con el cabello rapado.
De ahí, a dos años después, creció, lo que son las cosas, sólo que a lo ancho. Bien le valía luego su presencia anatómica para detective, más su paciencia, intuición, discreción y un largo rosario de cualidades.
Eugenio nació con dos dientes así que, al mes de nacer su madre lo alimentaba más con cocido, con garbanzos y lentejas estofadas que con leche materna. Nunca cogió un resfriado, una tos ni un mal de estómago, pese a que su abuela peleaba con su hija, la madre de Eugenio, para que respetara su etapa de lactante. Pero desde que Eugenio probó por vez primera el cocido, con garbanzos, no quiso tomar de la teta ni papilla alguna.
Pedro acaba de poner un pie en la calle y se dirige en dirección contraria a la que Eugenio tiene aparcado el coche, así que éste observa su trayectoria, ahora, por el espejo retrovisor del vehículo. Considerada una distancia prudencial, Eugenio sale del coche y lo persigue guardando un moderado espacio entre los dos.
Pedro se detiene frente a un vendedor de cupones de la ONCE. Eugenio, unos metros por detrás, se detiene y consulta su reloj. Pedro continúa el camino con su cupón de la ONCE y Eugenio llega hasta el vendedor, al que pide el mismo número que acaba de llevarse el último cliente, no vaya a ser, añade, que le toque el premio a ese y a mí no.
Veintidós minutos caminando al rebufo de Pedro lleva Eugenio, y, por ahora, sin novedad en el frente.
«Comestibles Aurora, queso y pan a todas horas» reza el cartel que hay en la puerta del establecimiento en el que Pedro acaba de entrar.
Hace cinco minutos que Eugenio se ha hecho con un periódico de tirada gratuita al que le faltan la letra H, de hacienda, y la letra L, de limítrofe. En su lugar aparecen dos agujeros semicirculares, hechos a pellizcos, y con la distancia justa para que coincidan con el ojo derecho y el ojo izquierdo de Eugenio.
Con tamaña máscara aguarda, mirando a través del escaparate de «Comestibles Aurora, queso y pan a todas horas», y observa los movimientos de Pedro en el interior de la tienda. Alguien de dentro señala hacia afuera, y Eugenio se agacha a recoger una ficticia moneda encontrada, perdiendo así unos preciados momentos de observación.
Cuando cree que ya ha pasado el peligro vuelve a su postura de lector los agujeros que coinciden con sus ojos.
Pedro ya no está, pero no ha salido de la tienda.
¿Estará enredado con la tendera? ¿Habrá pasado a la trastienda para ayudar con alguna caja pesada? ¿Le habrá dado un retortijón y habrá tenido que ir al retrete? ¿Se habrá volatilizado? ¿Habrá una escalera interior que lleve al primer piso y ahí está el de la inmobiliaria para hacerle firmar el contrato de venta de Los cuatro vientos? -se pregunta.
La abuelita duerme al gato encima de sus rodillas, enroscado ronronea mientras ella lo acaricia. De paso le cuenta un cuento sentada en el balancín, que es su lugar favorito para tejer y dormir. Dice así:
Un gato quiso ser tigre y correr entre la selva y soñar bajo la Luna encima de una palmera. Él quería ser grandote, con el pelo todo a rayas, como lo tienen las cebras y los tigres de Bengala.
Era muy chiquirritujo, con el manto color gris y los ojos verdes verdes, ¡más que las hojas de vid!
El minino no fue tigre ni la jungla conoció, pero tiene una abuelita que lo duerme con primor.
El pirata Roquefort
El pirata Roquefort no tiene pata de palo parche en el ojo garfio en la mano. Ni le ha salido la barba ni lleva un loro en el hombro. El pirata Roquefort… shhh ni está tuerto ni está cojo.
Disfruta haciendo diabluras; en el barco donde habita ayer mismo, al Capitán, le dibujó en la barriga una rana con orejas mientras el hombre dormía. Otras veces se hace el muerto -respirando muy flojillo- y al que se acerca a tocarlo abre un ojo y le da un grito
El pirata Roquefort tiene un cofre donde guarda sus tesoros más queridos: cocos, piñas, chocolate y un diente de cocodrilo.
La tripulación discute porque no se porta bien, porque da muchos problemas y no sabe obedecer. ¿Lo dejamos en la isla? -dice serio el timonel- ¿o lo atamos en la proa castigado hasta las diez?
Pero en el fondo lo quieren, ¡no pueden vivir sin él! aunque se esconda y dé sustos y aunque le huelan los pies.
Cuatro sillas, dos delante, dos en la parte de atrás y en la manita una llave con la que piensa arrancar. En el brazo lleva un bolso de la misma Pepa Pig y unas gafas en el rostro le caen por la nariz. ¿A dónde vas tan dispuesta? -le pregunta su papá- me voy por la carretera, quita o te voy a pisar. María arranca las sillas -con la boca hace ¡run! ¡run!- y viaja de la cocina hasta el lejano Estambul.
Yo quiero ser
Yo quiero ser abogado y quiero ser panadero para poder defenderte, que con los puños no es bueno, y fabricar pan de leche tan tierno como tus dedos.
Apaga la luz mamita que voy a estudiar el sueño.
Guirigay
¿Cómo andan los patos? Plif plaf ¿Qué dicen a ratos? Cua Cua ¿Cómo hablan los asnos? I ú Escucha los pájaros Piu piu
Pues todo en la tierra emite un sonido, desde el pez pequeño hasta el más temido. La cigarrra chilla las abejas zumban los leones rugen el gato maúlla; las flores se mueven y se comunican aunque su lenguaje nadie lo descifra.
Pero tú eres niño y emites palabras y si estás contento tu risa es muy larga, si te pones triste o si estás malito toda tu familia quiere estar contigo.
Y así, sin pensar, hemos dado un salto del mundo animal al de los humanos y los dos tenemos un gran parecido: a todos nos gusta que nos den cariño.
Había una vez
Había una vez un perro pequeño con unas patitas más cortas que un dedo. Había una vez un gato travieso que daba zarpazos panza arriba al vuelo, y había una escoba que les daba miedo, un ovillo azul que les daba juego y unas manos grandes que les daban sueño… Y es que era una vez un hombre muy serio que llevaba dentro la misma ternura que los cachorritos de este alegre cuento.
Nada va a devolverme ni la laguna rota por la luna de octubre ni la pluma de cisne para escribir el agua.
Nada va a devolverme el rizo fantasmal del espejismo sobre un camino claroscuro y árido como un hábil recuerdo del corazón que fue.
Le propongo distancia a los silencios.
Una distancia fuera de rituales, lejos de los excesos de las rosas, cercada de lavandas, ardida de romeros.
Ahí, nada puede llegar a devolverme las frecuencias del antes donde el jolgorio de las mariposas era una fe de vida o era una fe debida.
La luz dispersa la credulidad, ilumina con sombras repentinas y calmas lo que se apaga del deslumbramiento
y deja apenas un claror difuso un claror desmembrado como algún buen recuerdo que termina travestido de olvido.
En este panorama – Silvio Rodríguez Carrillo – Paraguay
Con el barro marcando su tibieza de líquido brumoso, de piedra que se amolda a cada altanería que le impone mi zurda, avanzo con las manos desprovistas del puño que habitaron.
El sol, abyecto hermano que tiñó en mis espaldas el dorado inmoral de los temibles, discute con mis ojos lo que veo mientras mi pelo sigue su propio juego oscuro en el que se entrelaza con los dedos de ella.
Los fracasos sensibles, los dolores grandiosos, se me van desprendiendo como escamas de un animal antiguo que mutando continua siendo el mismo, que sin querer se muere de no poder mentir-se.
Los aciertos brutales, los aplausos, las sábanas manchadas de carmín, de azúcar bien, igual se me derriten por el pecho, y siguiendo su ritmo, de caracol o puta, terminan en la tierra.
«en este panorama»… de penas y de glorias «de» diciembre, «de» cenas con dis_cursos pro_fundos por un rato recuerdo como un golpe difícil de entender la cara de los otros, el gesto de ser isla del gregario común cuando no se le nombra.
Quizás en la otra orilla – Isabel Reyes – España
Acuden las imágenes y se acumulan aguas en la cúpulas abiertas de mis ojos.
«Anuncias el futuro cuando mueves el aire entre tus pies, y entre tus manos, peregrinan metáforas que avivan deseos de querer eternizarte en el atardecer del arco de mi boca.
No te quedas en ti vas más allá del sol hasta lugares donde mora escondida la esperanza esa escondida tierra que nos ve germinar».
Nos llevaba la tarde de verano lo mismo que un diluvio dirigiéndose al mar por la escalera íntima de los primeros éxtasis.
Hoy vuelvo a recordarte después de tanto tiempo y al atraparte toco la azotea más honda de todas las salinas de mi sed mientras voy dando cuerda al reloj para atrás con el vértigo agraz de la nostalgia.
Quizás en la otra orilla pueda pisar de nuevo las huellas de tu paso.
En memoria de Elia – María José Quesada – España
Podía haberla sazonado de caricias, trenzarle el nido con agujas de romero, lucirla entre sus manos como un ánfora que en tiempo de escasez contiene aceite. Velar el fruto predilecto de esos padres que en acto de confianza le entregaron.
Amarla con bondad bajo las cejas.
Y no hizo más que propagar golpe y disturbio ante el terrible amerizaje de sus ojos, descolocándole del cuerpo hasta las uñas con un desprecio inabarcable.
El ritmo evolutivo habrá de darnos, por pura protección de nuestra cría, olfato preventivo, so pena de que el tiempo nos disponga en gen y sangre la no continuidad de engendrar hembras.
Será el tercer arbitrio para frenar un daño irreparable, la invocación y grito en consecuencia:
Somos muchos dentro de las celdas esperando que vengan a visitarnos. En la mía habitamos tres: una hembra de patas cortas, color canela, hocico puntiagudo y unas largas orejas que le caen por los lados y vuelan cuando ella salta. Es nerviosa como un tic y de todos la más chic. El otro compañero es negro y robusto como el tronco de un castaño, y tan serio como un General, por eso lo llamo así. Si algo le falta es altura porque de músculo va más que sobrado. Tiene los ojos saltones y la nariz chata, no aparenta lo buenazo que es. Y luego estoy yo que, dicen mis amigos, soy algo así como un enjambre de rizos con dos aperturas para los ojos, negra como el hollín, un poco más alta que ellos y, según el General, una descocada. Reconozco que de chica rasgué dos cortinas y roí las patas de una silla pero tampoco es para tanto, ¿quién de pequeño no ha hecho trizas un juguete? En fin, que aquí nos encontramos los tres, y muchos otros más, como si fuésemos delincuentes o malhechores.
La perrita canela, a la que llamo Campanilla, entró en prisión porque sus dueños vinieron a este pueblo de vacaciones y se les olvidó llevársela de vuelta a casa. Dice que el día que se marcharon ella estaba allí también, junto al coche y al lado de las maletas, y que antes de entrar al coche se alejó un poquito para hacer un pis y cuando volvió ya no estaban. Se quedó esperando allí quietita mucho tiempo porque sabía que se darían cuenta de que ella faltaba y darían la vuelta, pero no volvieron. Afirma que aún la estarán buscando y que un día aparecerán. Yo le digo que puede ser y el general le aconseja que no se engañe más.
El General no se anda con rodeos ni fantasías. Opina que está allí porque las personas no saben lo que es la responsabilidad ni el compromiso , que somos juguetes en sus manos y no seres vivos que necesitamos un mínimo de implicación y respeto por parte de quien nos alberga en su vida. Asegura que libres podemos buscarnos la vida pero que en un hogar dependemos del dueño y lo que es peor, nos acostumbran a ello. Asegura que el suyo lo traicionó pero el General no sabe, y no se lo diré nunca, que cuando duerme emite ladriditos de alegría y mueve las patas como si corriera. Éste aún sueña con su dueño, a mí no me engaña.
En la celda de enfrente están Roco y Pergamino. Roco es un San Bernardo que no sé qué pinta aquí en el Sur. Se lo trajeron de Los Pirineos como regalo para una niña, nos contó, pero que cuando fue creciendo y creciendo, y no tenía fin, acabó siendo más grande que la casa y que entonces sus dueños empezaron con los cartelitos de «Se regala…» No funcionó. El tamaño sí importa y la última opción, y promete que con todo el dolor de corazón de sus dueños, ha sido el albergue. Que sí, que aquí nos cuidan mucho, -uffff… cuando llegan los cuidadores esto es un alboroto, pero porque hemos tenido la suerte de que nos trajeran aquí y no «al corredor de la muerte», La perrera, y no me lo invento, porque dicen los que han salido de allí, que como en un mes no te quiera alguien, te chuflan un pinchazo que te quita de en medio y te quedas listo de papeles. San Antón tenga en su gloria a tantos compañeros.
Pergamino…ay el pobre Pergamino… es un galgo maltratado. Todos lo queremos con pasión pero nos tiene terror, en verdad le tiene pavor a la vida. No quiere salir de la celda ni en esos días tan maravillosos que nos sacan de paseo grupal por el campo. Se recoge hecho un ovillo en el fondo de la celda y si quieres arroz, Catalina. Y mira que estamos todos encima de él dándole ánimos y diciéndole que todo pasó… pero no hay forma. Me da tanta pena que viva en ese cautiverio que es más cautiverio que todos los cautiverios del mundo… Lo más gordo es que fue campeón de caza. Se me ponen los rizos de punta así que no voy a contar más.
Lula es otra perrita que está puerta con puerta con la de estos dos ejemplares. Ésta es la monda lironda. En otra vida debió de ser soprano o como se diga que se dice. Ladra a todas horas, es un sinvivir. Hasta le ladra a las mariposas, ¿dónde se habrá visto semejante cosa? Está aquí por ladrina, y cuando hablamos con ella de eso… va y nos ladra.
¡Uh! Acaban de venir unas personas a vernos. Tengo que dejar de cotorrear y acicalarme un poquito que hay que mostrar buena presencia, a ver si entrando por los ojos, nos dejan llegarles al corazón.
Y no lo dije, pero yo estoy aquí porque, aparte de lo de los muebles -que fue cuando me estaban saliendo los dientes-, dejé fritas a dos cobayas – esto fue jugando- y le mordí en el culo a una persona, – ahí sí que fue a propósito porque casi no llegaba pero salté.
Pero prometo, con las patitas juntas, que ya he cambiado.
Esta tarde se han llevado a Brisca. Brisca es toda blanca exceptuando la nariz y los ojos, y tiene el pelo tan largo que cuando camina parece que flota. Es una cosa tan rara que si no lo ves no lo crees. Es, además, muy calladita. Estaba en la celda de la naranja. Es que nuestros departamentos no tienen número, tienen cada uno el dibujo de una fruta.
Brisca vivía con una mujer que un día se murió de lo vieja que era y entonces un policía la trajo aquí para que no estuviera sola en el mundo. Es muy educada y no pasa día sin que nos de los buenos días ni pasa noche sin que nos de las buenas noches. Cuando llegó estaba muy triste, normal, su dueña la crio a biberón y han vivido juntas ocho años, lo sé por Campanilla que lo oyó decir. Pero no hay nada que el cariño no arregle. La llevamos en palmitas y, esto que nadie lo sepa, El General le pone ojitos y luego disimula, pero a mí no me engaña. Pues ya está, se la ha llevado una señora que olía de bien…olía a bondad y estamos todos muy contentos, hasta Lula, que siempre está protestando, le ha movido la cola a la señora cuando pasó por delante de ella. Ay… de verdad, esto de estar a la espera no se lo deseo a nadie, muchas veces me pregunto qué algo tan malo habremos hecho; nada, divagaciones mías. Luego me da por pensar en los de La perrera y aún me pongo peor porque sé lo que hace una aguja. Dicen que los perros no pensamos pero no es cierto, pensamos en las cosas que puede pensar un perro, en la comida, en el paseo, en el dueño, y en el daño que nos puedan haber hecho pero no gestionamos los pensamientos. No planeamos ni imaginamos ni nada de eso, pero recordamos y entendemos las palabras y sobre todo nos dice mucho el tono de la voz que habla, y el olor de las personas y presentimos, aunque nunca distinguimos la mentira, ni siquiera sabemos qué es eso ni cómo se forma, por eso hacen con nosotros tantas cosas malas incluso las personas en las que hemos depositado toda nuestra confianza y por las que daríamos la vida. Yo, si digo la verdad, como tarden mucho en venir a por mi ya no me voy a querer ir.
En la celda del plátano, que no lo he contado aún, hay cuatro hermanos que tienen tres meses. Son todo pelusilla y redondos como ovillos. Se llaman Zeus, Gea, Sansón y Pan. Se pasan el día jugando, mordiendo los barrotes de la celda y haciendo la croqueta por los suelos. No les quitamos el ojo de encima y cuando vemos que el juego se les va de las patas les damos un ladrido y se ponen firmes, aunque les dura poco. Nos turnamos cada día para que uno de nosotros los vigile.
El que me preocupa es Pergamino, está muy delgadito aunque El General me dice que los galgos son así porque su naturaleza es correr, correr y correr y que por cosas de la aerodinámica (que no sé lo que es) tiene que ser y estar así de flaco y que todo el problema que tiene está en su cabeza. Yo le hago caso porque sabe mucho, pero aún así siempre olisqueo para saber si se lo ha comido todo. Por ahora come bien pero me gustaría verlo más gordito.
Mañana domingo vienen los voluntarios a echar una mano en la limpieza y esas cosas, para que no cojamos pulgas y todo esté limpito. Nos van a cortar las uñas, con la dentera que me da… pero es preferible porque una vez tenía una tan larga que se curvó y se me fue clavando en la almohadilla y duele… ayú cómo duele.
¡Quéeeee! Ays, que sí, que ya voy. Me toca vigilar a los ñacos que están haciendo escándalo con el plato de la comida. Mis dulces galletiiitaaaas… ¡no metáis la cabeza ahí… grrrrrrrrr!
Mamá era buena pero sobre todo correcta. Con ella nunca me faltaba nada, me llevaba bien vestida y calzaba buenos zapatos; ella tenía obsesión con el calzado, siempre impoluto, preciso, casi ortopédico. Con respecto a la alimentación también era muy determinante: comida sana y equilibrada y azúcares los justos, que eran las galletas y el Colacao del desayuno y algún caramelo ocasional. Para con mis estudios era firme, sin agobiarme pero al acecho; reconozco que a veces lo necesitaba. Yo siempre iba con permiso de mamá. La quería
La tía Paula era su antítesis. Era de las que si no combinaban rayas con cuadros qué más da, la de la broma espontánea, sonrisa abierta y la que me enseñó chulería. Cuando ella me hablaba me desinhibía. Ella era como el polvo de talco en el zapato que aprieta, la bienvenida a la frescura y quien me enseñó a salir del molde para encontrar mi forma. La mejor hermana que podía tener mi madre porque me mostraba y me hablaba de todo lo que mi madre no me decía y además, sentía que teniendo su permiso, también tenía el permiso de mamá. Me habitaban muy bien aunque ellas dos nunca se veían. La quería.
Llegaron momentos de grandes choques entre las tres, lo percibía cuántos más años iba cumpliendo. Cada una tiraba de mí para su lado. Mamá se volvió más inflexible conmigo cuando mi anatomía fue cambiando de niña a mujer. Llegó a volverse prohibitiva tanto como yo insegura pero ahí estaba la tía Paula quitándome miedos. Mamá no sabía cómo hacerlo; no la culpo, aunque la tía Paula, a veces, como de manera homicida, me asomaba a balcones sin barandilla.
Un día mamá se fue y la tía Paula dejó de existir, entonces nací yo.
Ana Estepa
Tiempos de cambio (fragmentos)
Eran tiempos de cambio, de las primeras escuelas públicas y la sanidad universal. Todo estaba por construir, tras una oscuridad de inocente ceguera.
Recuerdo a mi padre, de madrugada, forrando su pecho con panfletos sindicales, para lanzarlos en la puerta de la fábrica, y los sobresaltos de mi madre cuando sonaba el teléfono. Las mañanas heladoras frente a la estufa de butano, mientras sudaban las paredes.
En la televisión en blanco y negro, la familia Telerín nos llevaba hasta la cama, en donde por fin podía liberarme de la tirantez de mis trenzas.
La felicidad era un domingo de playa y sombrilla, con tortilla de patatas y filetes empanados. Por la noche, los paños de agua con vinagre sobre la piel quemada, y en el bar de Pepe, unas gambas.
Los hombres, adiestrados para la censura, no parpadeaban ante las piernas de las azafatas de un concurso televisivo, mientras los amantes distantes languidecían ante cartas eternas.
Septiembre era el mes de las lágrimas y de decir adiós al amor del verano.
Recuerdo con nostalgia el chocolate y los churros de los domingos, las mañanas gélidas y las ventanas empañadas. La vida transcurría todo lo lenta que supone la infancia, y el tiempo era una senda de creatividad ilimitada.
Mi madre hacía magia en la cocina. Ponía sobre la mesa manjares de puchero y cuchara. Y por la tarde escuchaba por enésima vez las historias de mi abuela. De cómo ella «Sebastiana la Gata», militante socialista, se enfrentó sin miedo a los fascistas que querían fusilar al cura rojo del pueblo. De cómo logró salvarle, a cambio de barrer durante todo el año la plaza del ayuntamiento. Y de por qué nadie del bando nacional delató su ideología. «Hija mía, hacer el bien a todo el mundo, sin mirar el color de su camisa, me salvó la vida.»
Recuerdo también el quiosco de la esquina, como si fuese la cueva de los tesoros. Me atiborraba de dulces mientras pensaba angustiada en el lunes siguiente. Lunes de cuadernos y lápices, y calcetines blancos. El camino a la escuela era una aventura, que a veces era plácida y otras el infierno a pie de calle.
Mientras los yonkis se picaban en los descampados, la mano de mi hermana pequeña, agarrada a la mía, me hacía invencible. Y aunque a veces me temblaban las piernas, sabía sacar los dientes ante el peligro. Fue por aquel entonces que comencé a escribir, necesitaba contar lo que ocurría en mi cabeza de diez años. Supe por primera vez, del placer de la escritura y de la libertad de vivir otros mundos.
Gavrí Akhenazi
Posición de combate (fragmento)
El sol se reclina sobre el polvo de la mampostería y se mantiene sobre las cosas como un observador que resplandece con quietud.
Bajo ese sol brillante y suspendido, todo es caótico luego de la explosión.
Un remolino de colores aturdidos se abre y se cierra sobre su propia confusión sin un espacio cierto en el que desarrollar la locura de su espira, hecha con hombres y mujeres sin rumbo que escapan o se arrastran o están ahí, inmóviles de pie, como si los hubieran abducido y ahora se hallaran en un planeta distinto de aquel en el que el estallido los sorprendió atrapados en las ocupaciones de su día.
La gritería resulta abrumadora, del mismo modo que abrumador es el silencio en que se mueven azorados aquellos a los que la explosión ha ensordecido. Algunos ni siquiera advierten sus heridas. Caminan como zombies hasta que se desploman.
Por todos lados y en un radio amplio, los restos de cosas y personas forman la misma alfombra deshecha y esparcida.
El olor de la muerte posee demasiados componentes ahí, pero esa mezcla de sangre con escombro, de carne con frutas y verduras, de amoníaco y lágrima, absorbe otros sentidos y se introduce por las fosas nasales hacia oscuros reductos de la mente para colonizarlos.
A pesar de que todo es una filmación en cámara rápida, interiormente se procesa en cámara lenta, como quien hojea un álbum de postales en el que agregar las fotos que le gustan. Aunque todos escapan dando gritos, parecen detenidos, estáticos, inertes, pegados sobre el caos.
Porque no hay demasiadas ambulancias, los médicos del grupo del Noveno suelen ser de los primeros en llegar. Entran al cataclismo con la resignación de la costumbre y entonces, los que han quedado en pie pelean por ellos, disputan por ellos y los tironean y los arrastran de un lado a otro, de herido en muerto, desesperados por salvar a sus seres queridos que estaban allí un minuto antes y ahora son heridas o pedazos.
Es imposible detenerse en alguien porque son demasiados cuerpos por doquier y se requiere apenas el instante de un golpe de vista para entender a quién salvar y en quién no se puede invertir tiempo.
En la camioneta que oficia de esa ambulancia que han conseguido improvisar, suelen cargar de a varios y los trasladan hasta el hospital, como si de mercadería se tratara. Poco se puede hacer en el terreno ya que, en general, al primer estallido suele suceder un segundo y a veces un tercero, porque en esos ámbitos la muerte parece inconformista y regresa y regresa a la cosecha.
El terror es, para la muerte, un consorte de lujo.
El Noveno y el Tercero, que «dominan el campo» como siempre explica Víktor el acto de escogerlos, protegen al Ebrio y a su paramédico. Es uno de los que aún resta del diezmado ya plantel de Mathi. Se complementan bien, sin sobresaltos, con imperio sobre la realidad horrorizada en la que funcionan de manera eficiente.
—Les dije que ese tiene experiencia en estas cosas —apunta el Noveno—. A los hombres los definen sus gestos.
—¿Por qué a ti te da por la filosofía cuando estamos en estas misiones? —se queja el Tercero, sonriendo. Ayuda con un cuerpo al paramédico y observa al Noveno que no lo ha escuchado, porque está ahora junto al Ebrio, ambos arrodillados junto a un cuerpo.
—¡Orev!… ¡Iala! Estamos completos —grita el paramédico— ¡Iala!¡Iala!
El Tercero observa a aquellos dos ahí. Se acerca, porque piensa que entre la debacle, no escuchan el llamado. Hay demasiado ruido alrededor.
El Ebrio sostiene la mano de un hombre al que el estallido le ha amputado las piernas y es apenas un resto de humano en un lago de sangre, que protege debajo de sí a un niño.
El Noveno intenta extraer el cuerpo pequeño, porque el hombre les implora que lo salven. Lo recoge, lo atrapa entre los brazos y asiente a la vez con la cabeza frente a los ojos de aquel resto que habla con el Ebrio y le encomienda a su hijo.
El Ebrio le dice que él lo cuidará. Repite varias veces «yo lo cuidaré».
Lo ven morir apenas sonriendo. El Noveno deja junto al cuerpo del padre también el del niño. Busca un momento la cabeza. Encuentra la mitad. La acerca al tronco.
Vuelven a la ambulancia.
John Madison
Out of this world
No me hablen de la muerte. No me pidan que acepte su embestida. No me pidan que acepte convertirme en su siervo ni tampoco que no llore a mis muertos.
Algo se rompe eternamente dentro de ti cuando pierdes a un hijo y no existe herramienta mortal en el reino de Dios capaz de arreglar tal avería, máxime si tu hijo no ha vivido lo bastante como para fabricar los suficientes recuerdos que a ti te gustarían. Y cada vez que uno de tus hijos vivos celebra su cumpleaños, o logra alguna meta, la puerta blindada de ese búnker que has construido muy al fondo de tu corazón para guardarlo se abre y tu hijo resurge en el umbral y te saluda. Ahí, sacas la cuenta de la edad que tendría si no se hubiera marchado y te preguntas qué número de zapatilla calzaría y en qué lugar trabajaría, cómo sería su novia y un sinfín de hipótesis que sabes que nunca tendrán cabida en tu realidad.
Sí, ahí empiezas a odiar el verdadero significado de la palabra Nunca.
La muerte es más difícil de llevar para los que se quedan que para los finados. Así que no, no me hablen de la muerte.
Yo podría morir hoy. He sido buen hijo, buen hermano, amigo. He sido padre y madre, buen esposo. He sobrevivido con una comida al día para que mi mujer y mi hijo tuvieran más posibilidades en cuanto a nutrición. Me he prostituido, he trapicheado, he gritado por mis derechos y los de mi hijo en un país dictatorial en el que a sus gobernantes les importaba un soberano maravedí el bienestar de sus conciudadanos.
No, no me hablen de la muerte. Yo he enterrado a un padre, a un hijo, a un hermano, a un abuelo, a mi mujer. En ese orden y en edades difíciles para aceptar la lidia con esa hija de perra.
Sí, yo me puedo morir hoy, y aquí paz y en el cielo gloria. Así que no, no me hablen ustedes de la muerte.
Sé bien lo que es la muerte. Algo putrefacto e injusto, algo indomable, porculero e incómodo que vive contigo los trescientos sesenta y cinco días del año. La muerte cena contigo, se viste, desayuna y trabaja a tu compás y sabes que será así hasta el día en que Dios te llame a filas y, finalmente, vuelvas a reunirte con tu hijo y el resto de tu fallecidos.
Hay un tema tabú en mi literatura, se llama Manuel Martínez Shong: mi hijo. Ni todas las palabras y metáforas del mundo, ni todas las novelas conseguirían traermelo de vuelta. Así que no, no me hablen de la muerte.
Quien no ha perdido a un hijo no podrá jamás saber de lo que hablo.
Por el amor de Dios: No me hablen ustedes de la muerte.
El viento de esta tarde agita los árboles sin miramiento. Lo hace con el robusto pino que aguanta con firmeza y con el tierno naranjo que se doblega a su merced. Las palmeras de tronco largo y espigado parecen bailar, quizá es la manera que tienen, con sus ramas, de echar a volar. Entre todo, existe calma. Es uno de esos días grises que no invitan al movimiento. El parque está vacío, en las terrazas de los bares no hay gente, los novietes quinceañeros, posiblemente, se habrán recogido en el portal de algún edificio al calorcito de sus palabras. Es domingo, además, por lo que la mayoría nos podemos permitir el simple hecho de no hacer nada. No hacer nada… Y te pones a ver las noticias y te enteras que han destruido un gran legado de la historia antigua, y no haces nada…qué puedes hacer por más indignación que te entre. Y ves el anuncio de un niño que pasa hambre y le miden el bracito…y no haces nada, y te pones a pensar cosas de tu vida que han ido quedándose atrás y nunca más volverán…y no haces nada. Es entonces que quisieras salir de ti, por una vez ser tú el viento que empuja, y te pones a pensar qué ha pasado para llegar a convertirte en árbol. Tal vez lo sabes, pero como ya es tarde, te dejas llevar… y no haces nada.
El verde abrazo
Son las siete y cuarto de la mañana, el sol ya ha baldeado el suelo del cielo dejándolo limpio de oscuridad, brillante. Ahora se sienta a pensar, tanto, que poco a poco empezará a calentarse; después de tantísimos años mirando las cosas que hacemos los de por aquí abajo es de entender que tiene motivos. Dado que esta escena que a continuación relato ocurre en el monte, entenderá el lector que los protagonistas son las aves, los árboles y las hierbas, las florecillas, los insectos y hasta las mismas piedras, bastante proclives al beso mineral. Creo oportuno aclarar lo del beso mineral. Cuando el agua penetra en la tierra es besada, tanto en su recibimiento como en su despedida que será a través de los muchos manantiales. Es el beso más antiguo de la historia. Pues bien, toda esta presencia es la que otorga magnificencia al rico enclave. Por lo demás, mi presencia es intrusiva, pero el monte, recogiéndose un poquito, me deja un espacio, me recepta. Es un excelente anfitrión y antes de marcharme debo agradecérselo. Acorde con la luz del día tengo tiempo para pensar de qué manera lo hago.
No existe la prisa en este lugar; aquí, el tiempo no es oro, es más. Aquí fluye con su natural recorrido por el camino del día. Los pajaritos tienen su quehacer y por cierto lo hacen muy ordenadamente. Uno de ellos está construyendo un nido, lo he visto ir y venir de la rama al suelo y del suelo a la rama con ilusión… ¿ilusión?… Tal vez eso de la ilusión solo es cosa nuestra. Sí, estoy convencida de que en el reino animal eso no existe, por eso tampoco existe la decepción. Aquí todo es instintivo, memoria genética, todo es sencillo y al mismo tiempo magnífico. Que me digan que construya mi propia casa con mis manos y proporcionándome a mí misma todo lo necesario; o que me pidan la paciencia de las flores que han de esperar el momento adecuado para florecer, por no decir de la inteligencia del árbol de hoja caduca que es capaz de sacrificar su follaje para sobrevivir cuando el alimento escasea. La naturaleza es inteligente, no busca motivo, busca fin. La naturaleza se da.
Dentro de esta paz que percibo hay un movimiento y un trabajo excepcional, de categoría. Todo tiene un orden perfecto, sin voces, exceptuando el sonido de histéricas maracas que producen las cigarras, pero bueno, están en su casa. Cada cuál sabe su función y la asume sin necesidad de orden ni premio.
He pensado y decidido que la mejor manera de agradecer mi acogida en este lugar es que el monte nunca se dé cuenta de que he estado aquí.
Bancos y problemas
Los problemas del parque no son los bancos, que los hay, ni los columpios; tampoco los árboles, avecillas, papeleras y hormigas. Los problemas del parque no se ven pero se hablan: Es el hijo que se ha divorciado, es el nieto que no come, lo mal que está la vida con tanto sinvergüenza suelto; el viento que hace hoy y el calor que ayer hizo. Lo buenas que están las croquetas que prepara el abuelo, tan buenas, que cuando va a echar mano de ellas, con suerte, le dejan una.
El solitario hombre que abre una lata de atún sobre la hoja de periódico que hace de mantelito y duerme en un coche abandonado.
Pero para que esos problemas, no ya se resuelvan sino que se desfoguen, que a veces suele aliviar, es necesario ese escenario que, para quien va con prisas, pasa inadvertido.
Y convoca la reunión, a las cuatro de la tarde, un rayo de sol que llama a sentarse en el banco que da al oeste, el magnífico color granate del pruno; el alto y espigado pino que intenta tocar el cielo año por año. Las despeinadas palmeras. El jaleo de los gorriones y ese céfiro empapado en salitre que sube desde la playa y se expande como un suspiro de la bajamar.
El tumulto de los niños chicos que sacan a botar la pelota y da miedo verlos; los jovenzuelos en pandilla que llegan, al salir del instituto, con los dedos pegados a los teléfonos móviles. Y los labios que se pegan a otros labios.
Quiero asirme de tu mano, ser el eco de tu risa, cobijarme en tu regazo hasta sonrojar al día. Formar parte del misterio que en tu esencia resplandece, tomar aire de tus besos y nadar contracorriente.
Y después, qué se me daba morirme con tu recuerdo en la celda sin ventana de un castillo de silencio, si colgada de tu brazo, aunque solo sea un momento, si en tu fondo de ojos claros, ya he sentido el Universo.
Canción interna
Yo canto por las canciones solapadas de alegría y canto por las raíces que no ven la luz del día. Canto por esas entrañas que retumban de agonía, y canto por el pasado, fruto de melancolía.
El tiempo posiciona la flor sobre el almendro, el agua sobre el cauce, la vida sobre el dueño, el ancla sobre el fondo, el polvo sobre el cierzo y todo queda en orden. Incluso el sentimiento.
El tiempo va imprimiendo su inexorable huella, el paso se hace corto y la ilusión pequeña, el cáliz de los sueños comulga con la ausencia y sobran las palabras cuando ya el alma tiembla.
El tiempo va marcando, lo marca todo él solo, el cuerpo, los cabellos, las manos y los ojos mas, deja estelas vivas, como este amor tan hondo que doy por bien hallado si me quisiste un poco.
La mar se lleva a los niños
Dijeron que la mar se llevó a los niños, que las golondrinas no saben luchar, que ella es centinela, cela su camino doblando la guardia con espuma y sal.
Dicen que las olas llegaron con fuerza a cobrar un precio por la libertad llevándose al débil, culmen de inocencia, para en los abismos poderlo arrullar.
No es del agua el crimen ni hay culpa en los brazos que fueron más suaves que un golpe mortal. No fueron las olas que se los llevaron ¡es la guerra que echa niños a la mar!
Quién pudiera ser viento que acaricia tu rostro. Quién la hoja caída que te logra tocar. Quién pudiera besarte como yo te besara -como chispa que salta, como llama en el lar-
Quién pudiera ser río que tu cara refleja y en sus aguas te mece con sutil suavidad. O la luna plateada que te envuelve en la noche, o este cielo de estrellas que te cubre al pasar.
Y quién fuera tu sombra aunque no puedas verme y quedarme a tu lado sin dejarte marchar. Quién la ola que llega a romper en la roca y te besa los labios con espuma de mar.
La niña pescadora
Una niña pescadora con su red se fue a pescar donde descansan las olas, en la orillita del mar.
En la cabeza un pañuelo, en el talle un delantal y en la cara lleva rosas con destellos de coral.
Echa la niña las redes sobre las aguas de sal y la corriente las mece como en un juego naval.
Cuatro peces ha encontrado cuando las viene a sacar y una blanca caracola que entre ellos fue a parar.
Acercándola a su oído un rumor cree escuchar, piensa que dentro hay sirenas que no dejan de cantar.
Lleva la niña a su casa ese regalo sin par y su madre le reclama: llévala, niña, a su mar,
que las sirenas son almas y solo pueden estar bajo las aguas azules; no las podemos guardar.
Y la niñita, apenada, la vuelve al agua a lanzar donde lanzaba sus redes, en la orillita del mar.
Veinte años han pasado en su rostro y en su hogar y la joven, aún pescando, con papá se ha ido a embarcar.
La calma vira a tormenta, el viento leva la mar. La muchacha cae al agua. De poco sirve nadar.
Hasta el lecho submarino su cuerpo ha ido a parar pero acudiendo a su encuentro de ella empiezan a tirar
cinco sirenas preciosas que no dejan de cantar. Y nadando la devuelven en la orillita del mar.
Tomó el abrigo que colgaba del perchero de pared y se vistió con él cerrando toda la abotonadura. Después se caló el sombrero y salió de casa. Avanzó por la vereda de árboles huesudos y otoñales, desprovistos de ternura: ni una hoja ni una flor, y una cancioncilla que empezó a merodear por su cabeza terminó bailándole en la boca:
—En la noche de la nochebuena cuando los pastores…
Más tarde, ya a pie de prado, buscó una piedra donde sentarte y allí, acomodado en ella, se mantuvo pensativo al tiempo que pulsaba el borde de su sombrero dándole vueltecitas entre sus manos.
Una bandada de aves le hizo levantar la mirada persiguiendo su ruta.
—Míralas, qué felices van ellas, y no digo nada del rebaño del tío Paco, que por allá se escuchan los cencerros y el ladrido de Japonés.
Marcial lo sorprendió en sus divagaciones. Llegaba el hombre montado en su bicicleta con un pedaleo tan lento que era cosa de magia que conservara el equilibrio.
La dejó apoyada en un árbol y se acercó a Ignacio.
—Qué hay, paisano —dijo a modo de saludo.
El hombre del sombrero se giró dándole los buenos días, se levantó del duro asiento y le palmeó la espalda.
—Nada, aquí andamos, estirando las piernas y dándole gracia a la vista. —Oye, pues llevo en el canasto de la bicicleta un vino y un tocino que ese sí que va a darle gracia al estómago.
Marcial sacó aquellas poderosas viandas contra el frío y la misma piedra que antes sirvió de asiento se ofreció ahora de mesa.
Tengo también una navaja en el bolsillo—añadió, buscándola en su pantalón—, me la trajo mi hijo cuando vino de Suiza, es, no veas la de utensilios que lleva, hasta sacacorchos.
El tío Paco, que andaba entre su rebaño color crema, destacando como una viruta de chocolate en medio de una tarta, los vio de lejos. Oído tenía poco pero gozaba de una vista de lince.
Levantó la mano desde la lejanía y los dos hombres le correspondieron agitando las suyas en signo de convocatoria. Cinco minutos más tarde ya estaba Paco en derredor del inesperado almuerzo.
El pastor sacó del zurrón un trozo de queso y otro de turrón y lo añadió al festín.
En esto que pasó por allí Manuela, la sobrina de Marcial, que iba a repartir el pan nuestro de cada día, y le hicieron el alto con toda la autoridad que el parentesco y la amistad admite.
La muchacha detuvo la camioneta y tras los correspondientes y correspondidos saludos añadió un pan redondo y hermoso. No la dejaron marchar sin probar bocado.
No se sabe qué diría la muchacha en el pueblo porque, al rato de haberse ido, advirtieron a un grupo de gente que se acercaba por el camino.
—Parece una manifestación, —dijo el pastor.
Cuando aquel grupo compacto estuvo más cerca se dieron cuenta de que no era tanta gente como parecía, contaron seis cabezas a lo sumo, que portaban bultos en las manos y todos tenían cara, y nombre y… empanadillas y pasteles de carne, mantecados, una botella de anís dulce, una guitarra, una pandereta… Y aquella mañana, sin esperarlo, se armó el Belén.
En aras de la libertad
Atravesando la vereda de cedros que daba la bienvenida, llegaron al pueblo en un carromato tirado por dos mulas . Un hombre recio y de amable semblante lo conducía. A su lado, aprendiendo, posiblemente, el mismo oficio, iba un chiquillo de doce años que con un palito en la mano hacía como que azuzaba a los animales. En la parte de atrás del carro, cubierto éste de arpillera sobre un marco de madera, había toda clase de enseres: sartenes, cazos, tazas, cuchillos, coladores, una piedra de amolar, saquitos de poleo y otras hierbas digestivas y, pegado al asiento donde sus espaldas hacían frontera con la tienda de atrás, un hueco libre donde ellos pasaban la noche.
Cuando las mujeres escucharon aquel tintineo metálico comenzaron a salir de sus casas. Era la visita semanal a aquella villa y muchas de ellas iban a recoger los encargos de la semana anterior.
Un corro de niños acudió al encuentro. Les gustaba curiosear aquella guarnición y acariciar a las mulas que muy dóciles se prestaban a ello. El niño auriga se unió al grupo infantil y se las presentó, les dijo que la de color marrón se llamaba Flora y que la otra más morena era Lunar.
—Qué suerte tienes, siempre viajando de pueblo en pueblo, viendo cosas nuevas —le dijo uno de los muchachos. —Sí —respondió el niño sintiéndose importante—. Dice mi padre que nunca nos detenemos en un lugar fijo para siempre porque somos espíritus libres. —Mecachis, es verdad —contestó otro chiquillo del grupo— nosotros tenemos que ir a la escuela aunque llueva y todo, y los domingos nos obligan a ir a misa aunque no entendamos lo que dice el cura pero cuando yo sea mayor también voy a ser un espíritu libre.
Al cabo de tres horas el conjunto ambulante se perdió en la lejanía ofrecida por los brazos del camino.
El niño, muy calladito, buceaba en su interior, imaginaba la prisión de aquellos que quedaron en el pueblo, luego miró atrás, a su habitación, dirigió la mirada a su padre y le preguntó:
—Papá, ¿cuánto nos falta para dejar de ser libres?
Déjà vu
Había llegado el momento de su final, ya no era útil, su tiempo de actividad había terminado y alguien tuvo la gentileza de darle una despedida digna conforme a su clase. No hubo sonrisas ni lágrimas pero a ella le habría gustado un último viaje por la ciudad, volver, una vez más, a las calles por las que tanto la habían llevado aunque ésta vez fuera sola.
La enterraron mal, en una fosa común demasiado llena y dejándole una mano o una oreja afuera. Pero fuera lo que fuese no hizo falta más para que el viento la reviviera proféticamente con un: levántate y anda.
Elevó su ligero cuerpo y comenzó su tránsito por las calles del barrio. Un rosal, en la prisa de su carrera, le desgarró parte de su tejido, hecho que no le importó y continuó su sprint hasta darse de bruces con la cara de un transeúnte que se la quitó de encima mascullando palabras de asco.
En su prisa cruzó el tráfico rodado de la avenida principal, con el semáforo en rojo, esquivando los coches hasta llegar a la otra acera en donde fue perdiendo fuerzas para caer al suelo dando vueltas como una peonza. Se arrastró unos metros y volvió a su correteo sorteando a la gente, la gente evitándola…Fue fantástica aquella sensación de sentirse libre así que no consentiría que la usaran más ni que volvieran a meterla en aquel departamento de las cosas sin vida. Pero toda acción necesita un stress vital y el viento cesó. Quedó entonces arrinconada, tirada contra la pared de un edificio hasta que un hombre vestido de uniforme y con un arma letal en la mano se fijó en ella. Sintió que su tiempo de gloria había acabado y así fue. El hombre arremetió contra ella con su escoba y fue depositada nuevamente en el contenedor amarillo.
Es posible que alguien tenga una bolsa que cada vez que sale a la calle siente un déjà vu, como la mía, que dice, según por dónde pase, yo ya he estado aquí.
Yo, la que mira de frente lo que encuentra en su camino, te he de mirar diferente, que no se note el cariño. Tú eres clavel de otra aurora, la religión de otro templo mientras que yo soy la autora de lo que siento por dentro. Y sí, te miro, distinto, te miro disimulando, sin que te des cuenta, niño, de cómo te estoy mirando.
La tormenta que me aviva
Estás lejos, me lo está diciendo el aire, no respiro tus partículas de hombría no resalta entre sus ondas tu lenguaje ni cabalga tu ansiedad sobre mi herida.
Porque no relampaguean las miradas que encendieron los rincones que me habitan, y no truenan poderosas las palabras, se desploma la tormenta que me aviva.
Quiero el rayo de tu impronta, tu amenaza, el estruendo de tu gen provocativo, la catarsis de tu nervio con mi calma como unión entre mi luz y tu sonido.
Dame el viento, remolino de mis aguas, y fundiremos esta muralla de hielo por caer después en libre catarata empapándote de amor hasta los huesos.
Te conocí una mañana, tú te marchabas del puerto yo a la bahía bajaba y quiso dios que ese encuentro mi vida entera cambiara.
Llevabas la red al hombro, venías de la almadraba, para el mar eras un lobo para mis ojos, un Atlas.
Y al pasar junto a tu mano y contemplar tu sonrisa mi ser quedó hipnotizado como por arte de ondina.
La red te ofreció la estrella que me engarzaste en el pelo: Es para ti, mi sirena, dijiste sin titubeo.
Sin tener culpa la estrella quise esquivar ese gesto y al darme la media vuelta se me enredó en el cabello.
Cerró el círculo de presa tu corazón lisonjero.
Las caracolas cantaban y susurraban dulzonas, algo fue cortando el aire con alas de mariposas.
Cada noche una fogata nos encendía la Luna, sí mi amor, mi lirio de agua, febril, lumínica, pura.
Volviste de nuevo al mar, pasión de los marineros, yo te quería alcanzar con las ondas del pañuelo que lloraban soledad, marino de mis anhelos.
Guardado celosamente, el miedo, veta profunda, desbarató los dinteles de mi templanza madura.
Regidas por un mal viento una formación de bocas iba desgarrando el puerto. Gritaban las caracolas, yo les pedía silencio.
Marché hasta la última piedra, aquella que el mar bañaba. Con arañazos de fieras nereidas desesperadas no daban siquiera tregua a que mi voz te nortara.
Sin guarda quedó la noche, los ángeles descansaban y el agua imantó en su cauce nombre, amor, estrella y barca.
No quiero ver más el mar sino entregarle a su hambre mi cuerpo y mi soledad. Me dejará enamorarte vestida de agua y coral.