António Emílio Leite Couto, conocido como Mia Couto, nació en Beira, Mozambique, en 1955. En 1972 se instaló en Maputo, donde comenzó a estudiar Medicina. Dos años después abandonó sus estudios para dedicarse al Periodismo. Fue director de la Agencia de Información de Mozambique (AIM), de la revista Tempo y del diario Noticias de Maputo.
Su carrera literaria se inició en 1983, con el libro de poemas Raiz de Orvalho, al que siguió, en 1986, su primer libro de cuentos, Vozes Anoitecidas. Ha publicado novelas, crónicas y relatos breves. Su novela Tierra sonámbula fue elegida como uno de los doce mejores libros africanos del siglo XX por un jurado reunido con motivo de la Feria Internacional de Zimbabwe.
En 1999 Mia Couto recibió el Premio Virgílio Ferreira, por el conjunto de su obra.
En 2013 recibe el Premio Camões, el más prestigioso que se otorga a la creación literaria en lengua portuguesa, convirtiéndose en el segundo mozambiqueño en recibirlo.
¿Cuándo una persona se transforma en un personaje? Antes de indagar y hallar la respuesta que parece imposible, habría que preguntarnos, quizás, lo más inquietante: ¿cuándo una persona deja de ser lo que parece, con una supuesta identidad propia, para, en un instante, transformase en aquel desconocido sin nombre que creía haber olvidado o extraviado en la selva de la niebla impenetrable, desde el inagotable misterio del ser?
Ese otro que se presenta sin anunciarse ante el reflejo de las aguas oscuras y profundas, en esos laberintos azarosos de la vida, o como un doble que lo persigue como la culpa, el crimen o el castigo en la acuciante vigilia o el insomnio. Un ser extraño que también lo asalta en el sueño tenso de la pesadilla donde, a veces, un resquicio de su memoria tapiada se rompe y le revela que es una bestia, un bicho raro, o un niño perdido y desamparado entre la ceguera y la orfandad.
Acontece que mientras duerme, inesperadamente, la persona emite un grito sostenido al descubrir, desde el fondo de la inconsciencia, que se halla confinada en una prisión, más oscura que la misma noche desgarrada, con el cuerpo paralizado y, por más esfuerzo que haga por despertarse, lo traiciona la falsa idea de que se ha despertado, estando inmerso aún en la pesadilla y en la angustia más demoledora, al percatarse que no puede mover ninguno de sus miembros.
El drama se acrecienta cuando la persona no tiene a nadie cerca que lo despierte de su impotente y sordo socorro y la agonía puede prolongarse hasta la muerte, en el intenso sopor que empapa las sábanas blancas en un púrpura espeso de sangre. Al ser condescendiente con lo sublime, en la pesadilla, la persona también ha podido descubrir que seguramente había sido un ángel al que le quemaron las alas antes de convertirse en persona o personaje. Pero, ya es demasiado tarde para repararlas y volar más allá de sí mismo; porque las nuevas que pueda obsequiarle Dios, nunca podrán pertenecerle ni volar a donde quiere ir. Así sea, hacia el sin sentido.
Acorraladas, algunas personas fabulan el deseo infantil del carnaval y se disfrazan a escondidas de los curiosos y espías, para alejarse de ese ser que lo habita y del que ha comenzado a dudar porque lo encarna como el personaje de una novela, película o pieza teatral que necesita conjurar. El tormento acrecienta ante la mirada de los espejos porque no lo deja realizarse más allá de la cultura, la religión o la sociedad fundada en rígidas normas que le ha pautado su conducta.
A veces el doble, o los desplazamientos mentales, se instalan como una provocadora necesidad para cruzar los puentes prohibidos, pero es una tarea clandestina riesgosa de la cual nadie más puede enterarse, porque se precipita la catástrofe y se puede entrar en la locura. Es como aproximarse a los abismos o a un complejo problema matemático. Los infieles, los traidores, los desleales, saben de eso. Aunque el amor o el odio los justifique en su arriesgada aventura. Mucho más, si logran su objetivo. Real o virtual. Porque ninguna persona se sostiene en una sola expresión, en un solo sentimiento, en una sola máscara. Así lo jure o lo prometa en la convivencia con los otros. Todo ser humano, es como ese personaje de la novela de Italo Calvino: El Vizconde demediado.
Tanto en la realidad como en la virtualidad, suele salir la discusión acerca de qué es publicable o no. Es un tema que ha conseguido perturbarme desde que —a través de internet— comencé a leer textos vacíos, repetitivos, mal formados, con verdaderos problemas de escritura en estos «espacios virtuales», que, frente a las plataformas de libre publicación, salen a la venta de manera irrestricta.
Muchas cuestiones me llaman a la reflexión:
1) Las ideas que no progresan.
2) Lo inverosímil de lo que leo.
3) La falta de formación en el oficio de escritor.
Y podría seguir enumerando porque en la generalidad no hay quien acierte con las correlaciones verbales aunque sean errores cuasi delictivos ni le encuentre uso a la coma y ni qué decir del punto y coma.
Luego, está el tema de los seguidores a los que —teóricamente— debe llegarles el mensaje de lo que uno ha escrito. Para ello, me planteo el supuesto de que a la mayoría les interesa el tema literario en cualquiera de sus formas (lectura, escritura, análisis de texto, infografía literaria) ya que siguen a un escritor, integran comunidades literarias y promueven sus propios escritos en cuanta plataforma virtual tengan a mano.
Pero, aquí comienza el calvario de demostrar la hipótesis precedente ya que yendo a la contabilidad pura y dura, nos encontramos con la sorpresa de que, apenas, el escritor de nuestro estudio cosecha unos pocos comentarios que no dicen nada, un montón —tampoco excesivo— de emoticones, pero pocos, por no decir ninguna opinión relevante y con relevante me refiero a incidir con objetividad en lo leído y que realmente le sirva. Se le tiran flores y paremos de contar.
Por supuesto, existen las excepciones, como en todos lados. Pero son justamente eso: excepciones.
Infiero que la gente le teme a los debates literarios o a dar una opinión realista de lo que ha leído porque le teme a su propia carencia de recursos, ya que es lo que abunda, es lo que hay, es lo que hacen todos y es lo que está emparejando hacia abajo al arte expresivo hasta el punto de sumirlo en una chatura infamante.
En un altísimo porcentaje de trabajos, no se ve una mínima «corrección del corrector de Word», porque una enorme proporción de los que se autotitulan escritores (desconociendo lo arduo y complejo que es realmente llegar en serio a serlo o creen en los espejitos de colores que les venden quienes lucran con «Se escritor en catorce movimientos» ) ni siquiera tienen el buen tino de editar las mayúsculas de versos que no son esticomíticos sino que pertenecen a un fraseo semántico consecutivo o sea, a versos que si los distribuyéramos en prosa, resultarían en una oración que debería leerse de esta manera: Hay que Sacar las mayúsculas DE principio DE Verso, Cuando Todas las palabras Conforman Una misma idea.
¿Un emoticón se puede tomar como opinión? ¿Un autor puede considerar el emoticón que le coloca un seguidor como una opinión? Creo que no. No se puede tomar como una opinión. Una opinión es expresarse con varias palabras después de haber reflexionado y llegado a una conclusión.
¿Qué conclusión es un emoticón? ¿Me gustó? Y entonces, frente al dedito levantado o las manitos aplaudiendo, uno se pregunta: ¿Qué le gustó a esa persona de lo que leyó?
El autor ignora lo que el lector percibe, porque un like u otro emoticón sirve para justificar presencia, si acaso no la mecanicidad de ir repartiéndoselos a todos los contactos pero no para saber qué recibió el lector de lo que uno dijo o si entendió o no entendió lo que se dijo o si por lo menos pensó lo que uno dijo.
Ahora ¿por qué no debatir? Una red social ¿no es intercambio de experiencia entre personas? Entonces ¿por qué evitar un debate o por qué evitar ejercer el sano ejercicio de opinar?
Esos son mis puntos en este asunto.
En la segunda parte de mi hipótesis me formulo la siguiente pregunta: ¿Cuál es el modelo de lector que sugieren los espacios virtuales (google, facebook, twitter y demás)? ¿Es posible escribir para «todo el mundo»?
Mi respuesta, hoy, es: no.
Un autor es una recuperación de un para quién. Ese «quien» es el otro, el lector.
¿Por qué reflexiono sobre esto? Porque cada una de estas plataformas donde las personas escriben no es sino la constatación de que el otro, en ellas, no existe como lector que se diga lector, sino apenas como un mero espectador, alguien que está de paseo en una plaza con gente, un hombre apurado por sus propios escritos que no deja huellas en los escritos de los que sigue, más allá de un emoticón, la mayor parte de las veces como un elemento de autropreservación, para que, a posteriori, el agasajado con él se vea en la obligación de ir a su muro a devolverle la gentileza.
Las huellas de estos lectores son efímeras, inconducentes, porque todo se dirime con un pulgar alzado, una carita sonriente o con el silencio. Esa es la dicotomía intrascendente que todo lo divide en me gusta y no me gusta, en el caso de que haya habido alguna clase de lectura referida.
Mi opinión es que la amplia mayoría de las redes sociales y sus plataformas impersonales y multitudinarias, han destrozado hasta desaparecer la figura del lector como ente participativo en el feedback de la creación literaria y al desaparecer el lector, el autor pierde la única referencia que tiene por objetivo el hecho comunicativo.
En mi ventana canta un pájaro de nieve con un trinar que habla de un pálpito aterido, una canción que nunca jamás había oído y al escucharla toda mi alma se conmueve.
El color de la tarde ya no es tan desvaído y al tiempo sin textura le presta su relieve. Hay una bocanada de suavidad que mueve el aire, que en su encaje se queda entretenido
Con qué fervor quisiera aprender de su humilde manera de olvidarse de sí, de hacerse albricia, más allá de la anécdota del helor y su duelo.
Y practicar el arte de colocar la tilde de mi decir en donde la voz se hace caricia de pluma y se ensimisma en el placer del vuelo.
Sergio Oncina – España
La barca
Mecido por el mar, seguro y reo, a merced de los vientos y la luna soy Calypso, Penélope, Fortuna y rico en soledad, cuanto deseo.
El cielo me acompaña y no me creo esta suerte de calma, la oportuna cadencia musical bajo mi cuna, la extrema suavidad del bamboleo.
No lucho contra nadie en el camino, barquichuela sin quilla a la deriva, madera sobre el agua sin destino.
No sueño y tengo estrellas al alcance, luciérnagas que miran desde arriba la inconsciencia infinita de mi avance.
Morgana de Palacios – España
Relampadare
Quién no abrazó interminablemente en un instante íntimo de exilio, la plenitud salvaje de un idilio hecho de carne y vísceras y mente.
Quién no abortó irremediablemente algún amor gestado, sin auxilio, en cualquier clandestino domicilio ante un prohibido hogar de llama ausente.
Por el relámpago de un disparate, quién no ha muerto en la gloria de un combate de amotinadas sábanas furtivas,
para resucitar, sola y desnuda, con la triste impudicia de una viuda de muerto corazón y manos vivas.
La cordura es un don que no abunda demasiado ni conviene ejercerlo, pues los locos no quieren que nadie les disuada de que es solo ruido ese abigarramiento polifónico que suena en su cabeza.
Sin saber qué decir que aporte algo de luz a toda la vorágine de tantas y tan cáusticas babeles, qué habrá de hacer mi voz, sino asumirse lágrima en un océano de sal y quedarse callada.
Hablar de la armonía en un mundo de sordos carece de sentido mejor no exasperarse malgastando palabras.
Porque jamás la música ni la verdad necesitaron nada que no fuese el susurro del viento en la enramada y un corazón atento y sensitivo para existir.
Quién quiera puede llegar a ellas, solo tiene que dejar al instinto que descubra los rumores que pueblan los silencios.
Y escuchar con el alma ensimismada.
Jordana Amorós
Verso blanco
Miguel Urbano
Tercetos encadenados
Canto a la esperanza: A Lorca
Te busco amigo mío por doquiera… mas no puedo arrancarte de mi mente pues hiciste en mi alma enredadera.
Y a pesar de tan largo tiempo ausente tu recuerdo me sirve de alimento, pues, en mí, siempre vives tú presente
ocupándome todo el pensamiento. Jinete cabalgando te he soñado, cometa que volabas sobre el viento.
Y, ¿cuánto con tristeza te he llorado? Que lágrimas de sangre aún me vierte el corazón, del tuyo enamorado.
Con su guadaña vino a ti la muerte quedando aquella noche ensangrentada; ¿Qué hados te trajeron mala suerte?
Y, ¿dónde estaba Dios la madrugada?… Pero los hombres son con sus rencores, el odio y tanta envidia despiadada.
Yo querría llevarte algunas flores, donde tu cuerpo pueda reposar con el trinar de pájaros cantores.
La luna se quería desposar tú de negro, ella rojo su vestido y en sus manos un ramo de azahar.
Y yo pregunto ¿Dónde te han metido?… Alimentando rosas y jazmines en un hondo barranco allí perdido.
Te buscaré del mundo sus confines hasta haber tus reliquias encontrado y haremos fiesta y fondo de violines.
Tu verso compañero va a mi lado y, como perro mis entrañas muerde dejándome el sentido traspasado
soñando…verde que te quiero verde… Maldita sea siempre toda guerra. El mismo vencedor también la pierde.
Si no aprendemos del error se yerra: y esparcimos el odio de semilla sembramos de cadáveres la tierra.
¡El poeta de alma tan sencilla sea concordia entre los hermanos, fanal de amor y paz su luz nos brilla, y nos haga vencer rencores vanos!
Una fiesta de luz y de colores
Cuando me llamas Juan, Juan de mi signo, cuando me llamas Juan entro en los cielos cuando me nombras, Juan, soy tu cautivo. Cuando me dices, Juan, Juan de los muertos.
Cuando me dices Juan, Juan de mi signo se desordena el magma de mis versos. Cuando pronuncias: Juan, no hay más caminos que elegir en tu nombre de altos vuelos la majestad de levantar destinos en órbitas lejanas. Si tu verbo, si tu cantar de pan, tu son de vino me invoca: «Juan, mi Juan el marinero» a mis montes regresan los olivos, los albatros quebrando mis silencios
Cuando me dices Juan, Juan el marino, cuando me llamas Juan, regreso al templo que fundé para ti donde los hilos del tiempo hacen posible los te quiero.
Cuando me llamas Juan, soy ese tipo que levanta por ti mareas, reinos. Cuando me llamas Juan, soy tu marido en esos tentadores multiversos.
Cuando me dices, Juan, vuelvo a estar vivo, Dios protege en sus aguas el secreto; nuestro secreto, amor, donde existimos en un castillo al borde del desierto, y solo Dios conoce nuestro exilio nuestro rito desnudos contra el miedo, solo Dios reconoce tus vestidos mis sombreros Fedora, mis misterios. Solo dios sabe, Octavia, que dedico al borde de tus labios mientras vierto mi seminal victoria en tu delirios.
Cuando me llamas Juan, mi Juan el marinero, mi capitán, mi Juan el de los himnos, soy tu escritor mercante extra terreno y en tu fiesta de pájaros y trinos quiero morir de amor, morir en verso.
John Madison
Rima alterna
Orlando Estrella
Verso blanco
Mi compañera se marchó
Mi compañera se marchó de incógnito. No me explicó porqué. No se fue de mi casa, nunca vivimos juntos, nuestro hogar era el mundo, los caminos, las calles, los comedores, los hoteles chinos, -ahí no hacen preguntas-, les importa un carajo quien eres o quién no. Y esos pormenores nos definían bien.
Nos gustaba estar solos, apartados de otros. Amigos de los márgenes, algo así como antítesis, un gran contraste, pues, éramos militantes de un partido de masas que procuraba gente para lograr sus fines. No fue nada chocante que juntos renunciásemos maldiciendo los putos dirigentes de mierda que resultaron ser rateros consumados.
Una mujer brillante, cuyo sueño mayor era ser contratada como investigadora como cualquier ratón de biblioteca. -Aunque esté recluida y que además me paguen- musitaba con brillo en su verde mirada.
Pero un día se fue, se apartó sin decir, sin dar explicación. Quizás sea frecuente en la mujer independiente, libre. O tal vez cometí un disparate y no lo supe.
Si no fuese habitual mi mundo solitario, me hubiese golpeado con una mayor fuerza ese trance de vida que recuerdo como el mejor poema que se adapta a mi estilo.
Mea culpa
Resultaría fácil culpar a los demás de que haya huecos en las opacas vetas de espejismo con las que construí mi gazapera.
Afuera luce el sol y por los agujeros se cuelan alfileres que inoculan el frío de la luz.
Aunque me convirtiera en diosa de ocho brazos los dedos no serían suficientes para tapar las brechas que persisten en su afán de mostrarme mi ceguera.
Culpo a mi cobardía y su tesón en hacerme mirar hacia otra parte, mientras tarde o temprano los problemas que un día no enterré revientan para abrir otro boquete.
Ángeles Hernández Cruz
Verso blanco
Eva Lucía Armas
Romance heroico
La playa de la Pena
Érase una vez un hombre antiguo que amaneció en la playa de La Pena. Con él había un esplendor de antaño, su vieja Excalibur, cuatro quimeras, un paquete con voces que cantaban mojadas bajo el sol pero despiertas, algunos abalorios hechiceros que olían a Patchouly y hierbabuena, conjuros varios, notas, mapas, pan y un fuego que alumbraba en cualquier niebla.
Iba a pie por el mundo con sus cosas: sus viejos dinosaurios de otras eras, sus aves fabulosas e imposibles, su voz de encantador de las tormentas, su flauta de Hamelín, sus distracciones y su red cazadora de cometas.
Un día, tuvo un barco y fue pirata, un corsario en busca de una reina y anduvo por «los mares procelosos» al timón de su propio Perla Negra que del norte hasta el sur viajó la aurora buscando una esperanza aventurera.
Érase un hombre antiguo, un hombre extraño, con manos de apartar todas las piedras el que llegó a la playa dando voces como conquistador de las sirenas y levantó castillos y almanaques puso en horario el reloj de arena y se sentó a esperar tejiendo pájaros a que se enamorara de él la ausencia.
La Pena lo miraba, alucinada. Toda la isla olía a madreselvas.
Bahía de Qorna, ciudad predilecta de ilustres familias, un año impreciso. Un hombre encumbrado que todo lo quiso y le parecía rutina perfecta: pujante, el negocio; la casa, lujosa; la hija, muy guapa (también presumida); modélica esposa de buen apellido (también negligida); sus viajes constantes marchándose lejos, dejándolas solas, trayendo consigo de allende las olas el mismo regalo siempre: más espejos.
Sinfín de diseños, orígenes, modas, su gran colección de espejos, de todas hechuras, tamaños y formas pensables, tapaba paredes, cubría hasta el techo y abría, de hecho, la vista hacia espacios inconmensurables… La gente llamaba “Mansión de Cristal” a aquel palacete por cuyos salones y alcobas sin fondo flotaban visiones y, oculto entre ellas, un extraño mal.
La casa se llena de espejos, la casa se llena de sombra, la casa se llena de viejos demonios, y nadie los nombra.
La niña tenía, por toda afición empeño de verse, y en su laberinto de joven belleza, con todo su instinto devoto y absorto por esa obsesión, vivía sus días, soñaba sus noches, por las galerías detrás de sí misma, su mero reflejo, su copia en la luz, los ojos curiosos en busca de todos sus rasgos hermosos ya tan aprendidos, un juego complejo de incógnitas reglas y efectos extraños: de tanto mirarse, su inmensa guapura hacía aumentar en número, en años, cual si una pintura cobrase textura del lienzo incompleto, la imagen sumisa, la pose segura de amada figura salida de un sueño, con esa sonrisa que augura desastre… signos de locura.
El día relata una historia, la noche susurra un secreto. La luz recupera memoria y la oscuridad su alfabeto.
La madre quedaba detrás, sin lugar ni asunto ni voz ni apenas palabras. Y sola, en penumbra, se daba a alumbrar ideas macabras. Veía en la niña su propia belleza copiada, usurpada por una criatura que trajo a su vida tan solo amargura, dolor y tristeza, rencor y aspereza. Y, al verse en los mismos, distintos espejos, veía a la niña con rasgos ya viejos. Y no distinguía ya más que una altiva presencia encarnada en dos, y que oscura, corrupta en su esencia, furtiva, abusiva, venía a imponerle violencia lasciva: romperla en el vientre, quebrar su cintura, cubrirla de arrugas, ahogarla en saliva, llevársela viva, rapto ponzoñoso y a la sepultura.
La obscena presencia que allí se ocultaba, por arte de sombra, se hizo alimento: un tósigo gris, insípido ungüento que, en cada comida, la madre mezclaba. La hija sufría dolores y llanto durante la noche; de día, el impulso de verse, en penoso gemido convulso, delante de aquellos retratos de espanto. La contemplación de tal deterioro creaba en la madre placeres impúdicos, temblores de gozo perversos y lúdicos que, igual que un tesoro de nueva, tardía, vital experiencia, propósito pleno le daba al suplicio, gloriosa dolencia, justo sacrificio.
Me muero, y me muero de miedo, el miedo de ser un delirio por siempre, en silencio, y no puedo salir de este horrendo martirio.
El médico obraba con sus soluciones de friegas, purgantes, jarabes, punciones… Tras cinco semanas de intensa agonía (un largo suspiro), la niña acabó. Y aquel mismo día, la madre esta historia de nuevo empezó: oculto el ultraje detrás del lamento de las plañideras, la hija en la tumba y el padre de viaje, ajeno a su luto y ajena, de veras, la causa fatal de aquel maleficio al propio servicio, la madre tenía la casa al completo dispuesta a guardarle por siempre el secreto…
… y a solas, de noche, se ve en cada espejo un vago reflejo, y un tenue murmullo de queja y reproche la acecha detrás de la espalda, le tira, sutil, de la falda, le palpa y eriza la piel… y en tal arrebato, se lanza a la mesa, tantea el mantel, vomita en el plato la blanca simiente de un horror demente.
Perduro en el aire que pasa y el aire repite, con creces, en cada rincón de esta casa, repite mi imagen mil veces.
Privada de sueño, que no de dolor ni miedo en el lecho, mayor pesadilla perturba su pecho y llena sus horas de horror: exhausta y enferma, hambrienta, vampírica, yerma, consume sus fuerzas… ¡y cada mañana la muestra el espejo más bella y lozana!
Bahía de Qorna, ciudad predilecta de augustas familias; por fin ese día que vuelve del viaje, rutina perfecta, el hombre encumbrado que todo quería: pujante, el negocio; la casa, endiablada; la hija, difunta (que no lo sabía); y, cada jornada mucho más hermosa, esa noble esposa…
La llanura minada se convirtió en el exótico lomo de un armiño y durante los días sin sol, fue aquello lo único que uniformara el paisaje hasta que la mirada daba con los bosques de niebla: una sedosidad blanca, que fulgía.
Todo en los ojos era aquella quietud, leve y helada, que ocupaba los hombros y las barbas, los gorros y las manos, los rincones, desde el alba a la noche y desde la noche al alba.
Los niños del páramo jugaban a armar figuras a las que colocaban pipas de palo y manos de ramitas sin hojas. Bautizaban a todos sus muñecos con nombres milicianos y les cantaban himnos o inventaban para ellos marchas de desfilar.
Los hombres reían con los niños y sus ejércitos de muñecos de nieve y jugaban con ellos, como niños.
La vida iba pasando hecha de luces blancas y fuegos de artificio en los cielos lejanos que no estaban ahí. Podía verse en la noche el resplandor desde el páramo alto.
Era la guerra, que pervivía iluminando la noche como largos incendios que tronaban sobre otras distancias, casi en otros mundos con historias ajenas a la del Pueblo de los Siete Campanarios.
El sacerdote era un ministro hábil. Sabía hablar a la gente con una lengua rápida, seductora y sensible y golpes de timón efectistas y productivos.
Enseguida tuvo un templo para que todos oraran y un aula, para recuperar a tanto niño para Dios en base al catecismo.
Revolvió por sí mismo en el arcón del párroco anterior y se hizo con todo lo que pudo para que su función al frente de la grey tuviera calidad religiosa suficiente.
Puso a los hombres viejos de habilidad mediana a restaurar los íconos en las paredes deshechas por las bombas y con la ayuda de los dos pescadores que lo habían rescatado del mar, recuperó el campanario de los muelles que en el último ataque había perdido por los suelos su campana, cuando la artillería alcanzó el yugo. Echándola a vuelo, dio por bendito al pueblo renacido del último desastre.
Bendijo también el sobredimensionado camposanto detrás de la capilla-barraca miliciana y celebró por los difuntos, por los vivos y por los heridos todos los oficios que las mujeres le pidieron.
A Don Miros, como lo llamaba ya la gente, le gustaba pasear por los puestos de guardia de la boca del puente.
Llegaba con la siesta a saludar a los milicianos y se quedaba con ellos hasta un rato antes del atardecer, jugando cartas y contando anécdotas. Los hacía rezar antes de irse.
—Usted más que un sacerdote, parece un contador de fábulas —le había dicho Jael uno de aquellos días en que Don Miros entretenía a su tropa con pequeños relatos y transformaba a tanto hombre golpeado en tímidos muchachos que reían.
—La vida está hecha de fábulas, amigo mío —respondió el sacerdote, que tenía una sonrisa inhóspita a pesar de la afabilidad constante de su rostro–. Malo del hombre que así no lo comprenda ¿Cuántas veces tendrá que repetir su moraleja?
—Supongo que esa es la condición humana. El analfabetismo vital y vitalicio — replicó Jael y se alejó del grupo, porque entre Don Miros y él la empatía parecía imposible de concertar.
El sacerdote lo siguió con los ojos, distrayéndose momentáneamente de los demás milicianos que bromeaban.
Ya Irena le había comentado que el comandante Jael era un hombre difícil, de respuestas complejas y de actitud cínica, con el que era más que dificultoso simpatizar, porque él no lo permitía.
«No lo intente», había agregado Irena «Él levantará una barrera si lo hace. Debe esperar que él se acerque a usted».
A Don Miros la muchacha le pareció sabia e intuyó que hablaba por su propia experiencia.
—¡Tibor! ¡Binoculares!
Todos los hombres levantaron los ojos y el mocetón corrió con los prismáticos hasta su comandante, que observaba fijamente la línea entre el bosque y la planicie.
También él vio que algo se movía en un bloque disperso, como muchas partículas que fueran adentrándose en desorden hacia el manto de nieve.
Los demás milicianos tomaron sus armas y ocupa-ron sus puestos, tratando de enfocar en la distancia esa nueva incursión del enemigo.
—Parecen animales desde aquí —murmuró el sacerdote—. Ciervos tal vez.
Jael retiró los binoculares de sus ojos.
Una vaporosa máscara de aliento le envolvía los gestos que no hizo cuando apoyó su mirada sobre toda la tropa en posición.
Le extendió los prismáticos a Tibor y el muchacho enfocó nuevamente aquella mínima marea que avanzaba como un confuso éxodo de hormigas.
—¿Son personas? —se preguntó el joven— ¿Soldados?
—Marchan muy desordenados para ser una patrulla. Desertores quizás. De cualquier modo, aún están muy lejos. Hay que dejar que las minas hagan lo suyo. Nos encargaremos sólo si alguno sobrepasa la línea de minas.
—¿Y si no fueran soldados, comandante?—quiso saber Don Miros—¿Si fueran personas…civiles solamente?
—Mala suerte.
El sacerdote se evitó las muecas y solamente extendió la mano hacia Tibor, con un susurrado «¿me permites ver?», que el muchacho acató luego de un gesto afirmativo de su comandante.
—En cuanto estallen las primeras, entenderán que no se puede pasar –aclaró Jael, echándose aliento en las manos heladas que el frío le entumecía hasta hacerle perder la sensación de tenerlas.
Las sacudió varias veces, tratando de recuperar la movilidad que el agarrotamiento entorpecía y tomó su lugar frente a la nueva contingencia.
—Haga usted de vigía, iepiskop. Espero que no se impresione cuando vea volar tanto pedazo.
—No soy obispo, comandante —aclaró dulcemente el sacerdote, sin dejar de mirar lo que miraba.
—Igual están muy lejos. Se va a ahorrar el horror. No va a distinguir nada hasta que lleguen a las líneas antitanques —siguió diciéndole el comandante, sin mirar a Don Miros, con un tono metódico de pocas inflexiones—. Ya habrán volado varios para entonces… así que dejarán de avanzar.
En los ojos del sacerdote, las figuras sobre la nieve parecían ya zorros, ya conejos. Mínimas manchas oscuras, por momentos visibles o invisibles.
El sonido rotundo y explosivo se propagó vibrante por el aire, al tiempo que la nieve se elevaba de forma repentina, igual que un resoplido blanco desde lo más profundo de la tierra.
—Empezó el show —comentó el comandante y todos los hombres fijaron sus ojos en las miras y apuntaron al grupo, mientras desde los bosques se alzaban chillando los pájaros, en círculos.
Una segunda explosión se propagó como un temblor de tierra.
—Comandante… creo que tiene que ver esto —farfulló el sacerdote que observaba el decurso espantoso de los hechos, con un gesto alelado.
Jael extendió una mano y recibió los prismáticos, sonriendo mordaz con un mal pensamiento en la sonrisa sobre la curiosidad del sacerdote.
Las manchas corrían ahora, desbandadas.
Perdida en la manta nivosa, una estampida de pequeños muñequitos oscuros corría hacia adelante, como si el viento despetalara una flor seca.
Hubo más estallidos y más nieve, mientras los milicianos fijaban intensamente en sus miras al objetivo que corría hacia ellos, en una desquiciada e imposible empresa.
—Son civiles —aventuró alguien, entre el resto que observaba el desorden del avance.
—Son niños. Maldición… maldición… No puede ser. Son niños.
Hubo un enorme silencio entre la tropa. Un silencio invencible en los fusiles, en las nubes de aliento y en la escarcha, luego de los dichos de Jael.
El comandante bajó los prismáticos como sus hombres bajaron las armas.
Permanecieron todos mirando hacia adelante, donde seguían estallando minas que sembraban de sangre la nieve removida.
Se entiende por puntuar, según la definición de la RAE «poner en la escritura los signos ortográficos necesarios para distinguir el valor prosódico de las palabras y el sentido de las oraciones y de cada uno de sus miembros». Se trata, por tanto, de una herramienta de la que dispone el escritor que le permite orientar al lector sobre la forma en que éste debe entender el sentido del texto y sobre la forma en que debe el texto ser entonado.
La puntuación, de esta manera, intenta suplir en el lenguaje escrito cualidades del mensaje que en el lenguaje hablado están representados por el contexto, por la entonación de la oración o de alguno de sus miembros, y por las propias pausas que el emisor del mensaje hace al hablar.
De la puntuación depende en muchísimas ocasiones el sentido de lo que escribimos, hasta tal punto que una oración puede tener un significado u otro completamente opuesto en función de cómo esté puntuada.
Es cierto que no todos los escritores, aunque se mantengan dentro de los límites más estrictos de la ortodoxia (de la norma), puntúan de la misma manera. Esto no significa que la puntuación de un texto sea fruto de una elección puramente subjetiva del autor, sino que cada autor puede puntuar con un estilo diferente, de una forma personal, no estandarizada, a pesar de que lo haga dentro de los cánones.
El debate que enfrenta la opinión de quienes mantienen que la puntuación no es imprescindible o de que es incluso absolutamente prescindible en el lenguaje literario, con la opinión divergente de aquellos otros que sostienen que la puntuación es necesaria y de que no se concibe la emisión de un mensaje con significado unívoco sin el auxilio de la puntuación, es un debate que continúa abierto en nuestros días tanto entre escritores como entre críticos literarios.
Mantiene el ortógrafo José Martínez de Sousa que «si bien es obvio (…) que todas las ortografías existentes pueden reducirse aún más de lo que están, y que solo razones de conservadurismo escrito las mantienen en un estado de complejidad no justificado, la puntuación, por el contrario, es objeto de estudio en una dirección más bien contraria: cómo hacer que, con nuevos signos si es preciso, el conjunto de signos utilizables permita una más clara y exacta expresión de pausas actualmente inexistentes [entiendo yo que se refiere a los signos que las representan] y de expresiones de sentidos e intenciones que hoy prácticamente no pueden sino insinuarse.»
Refuerza esta afirmación José Martínez recordándonos la dificultad que tiene el lenguaje escrito para expresar, por ejemplo, la entonación de una frase irónica o la entonación del enfado o de la irritación del hablante.
Es muy curioso comprobar cómo en el medio informático y más concretamente en medios como este mismo foro se ha generalizado la utilización de iconos o emoticonos para mostrar, precisamente, el tono con que quien escribe pronunciaría la oración que está escribiendo o, al menos, el estado de ánimo con que lo hace. La misma frase se puede entender empleada con un tono completamente diferente si viene acompañada por un emoticono sonriente o por un emoticono que llora, o por otro que se sonroja.
Éste puede ser un buen ejemplo de cómo el lenguaje escrito no tiene a veces suficientes signos para transmitir el mensaje de una manera completa, de una forma que permita al receptor del mismo comprender absolutamente, con toda su riqueza expresiva, el mensaje que le está transmitiendo el emisor.
Mantiene Martínez de Sousa, en este sentido, que «no solo necesitamos la puntuación, todo el conjunto de los signos actuales (incluido, por supuesto, el auxilio que a la puntuación pueden prestar los cambios de textura o forma de la letra: fina, seminegra, negra, cursiva, versalitas, etc, con sus cambios de cuerpos y tamaños), sino que hemos de procurar sacar de ella todo el beneficio que sea posible.» Y añade: «Y quienes tengan imaginación, que inventen nuevas formas de complementar los signos ya existentes», eso sí, «no dotando a estos de funciones distintas, pues no hay nada peor que cambiar las funciones de las cosas bien establecidas».
En sentido bien distinto se manifiesta José Polo, profesor de la Universidad Autónoma de Madrid, cuando afirma que «no vamos a hacer demasiado caso de la lamentación tópica de que nuestro idioma necesitaría muchos otros signos de puntuación, que habría que inventar estos o los otros… Bien: puede ser. Pero no resulta urgente ocuparse de petición tan justa teóricamente cuando de los signos de que disponemos apenas sacamos provecho (¿?), cuando pocas veces superamos el umbral de la supervivencia puntuaria (¿?), que cabría decir.»
Según José Polo no se trata, pues, de inventar nuevos signos o de adaptar signos procedentes de otros sistemas de códigos (como los emoticonos, la señales de tráfico o los botones utilizados en las páginas web, por ejemplo), sino más bien de utilizar con mayor intensidad y con mayor rendimiento los signos ya existentes en nuestro sistema ortográfico normado.
Redunda el autor en esta idea cuando dice que «el peso de una argumentación en esta línea debe recaer en primer lugar en el hecho de la débil utilización, por nuestra parte, de las posibilidades que nos ofrece el sistema de puntuación español y no tanto en que de antemano creamos que se trata de un conjunto de escasa virtualidad expresiva, muy limitado estilísticamente».
Según Polo, hay que intentar primero sacarle el máximo jugo a las herramientas de que disponemos y solo después, comprobada en su caso la insuficiencia de las mismas, se podrá concluir sobre la riqueza o pobreza de los signos de puntuación.
Quiero destacar que Polo no se está refiriendo a la utilización de los signos ortográficos en un lenguaje no literario (coloquial, científico, divulgativo…), sino que hace referencia al uso de los mismos en el propio lenguaje literario; en su opinión, «desde el clásico por antonomasia, si no por excelencia, Cervantes, hasta un clásico de nuestros días, Cela, se confirma esa idea de la utilización más bien reducida o distensa de la capacidad articuladora, sintaxis, y expresiva, estilística, de los signos de puntuación».
Es curioso cómo el profesor Polo explica que «en los escritores mediocres apenas se plantean problemas de desajuste entre el código de creación primaria y su traducción al ortográfico: casi todo gris, sin sobresaltos, con una soportable rutina. En cambio, es en los grandes escritores donde se percibe el vacío, el salto entre la riqueza sintáctica, valga el caso, y la insuficiencia del sistema de puntuación. Pero corrijo: no se trata necesariamente, ya se ha dicho, de insuficiencias del sistema de puntuación, sino más bien de la aplicación un si es no es mecánica de las normas escolares que, bien o mal, todas las personas cultas hemos aprendido».
Quiere esto decir que cuando el autor posee una mayor capacidad de expresión desde el punto de vista sintáctico, es entonces cuando más fácilmente se perciben sus carencias desde el punto de vista ortográfico, esto es, cuando se aprecian mejor las dificultades que tiene el autor para la utilización correcta de los signos como eje alrededor del cual se articula esa mayor complejidad de la estructuración sintáctica.
Por eso añade que con frecuencia «se trata de escritores de una gran madurez estilística en cuyos textos aparecen con frecuencia, a pesar de su nada rara aparente sencillez, estructuras sintácticas muy complejas que escapan al sometimiento a las normas escolares de articulación gráfica de la frase. Y el problema es que todos nosotros hemos recibido una orientación más bien elemental, pobre, de esta parcela de la ortografía y que en cualquier momento nos podemos ver abocados a la misma situación de desbordamiento, y de indefensión subsiguiente, contra la que chocan nuestros mejores escritores en cuanto se salen de las estructuras sintácticas ‘académicas’».
En este sentido, todos nosotros conocemos autores en los que apreciamos sinceramente la gran capacidad artística que poseen pero en cuyos escritos podemos percibir también con gran facilidad las grandísimas carencias que tienen en el momento de puntuar sus textos; es cierto que hay muchos escritores que optan por prescindir de algunos o de todos los signos ortográficos como ejercicio de estilo (aunque dominan su uso), pero también es cierto que otros muchos prescinden del uso de signos como una manera de huir de su falta de capacidad o de conocimientos para puntuar correctamente. Esa incapacidad se percibe con toda claridad cuando esos mismos autores se están expresando en un lenguaje no literario, ya que en ese momento no les cabe la posibilidad de argumentar «cuestión de estilo».
Resulta también curioso observar cómo en algunos ámbitos pretendidamente cultos e incluso en el ámbito docente (real o virtual) puede ser denostada y despreciada la importancia de una buena puntuación (¡cuidado!: he dicho «buena», no he dicho «correcta»).
A mí, al menos, tal desprecio me parece digno de la más supina ignorancia. En ese sentido afirma Polo que «no es poco lo que un asedio riguroso a los hechos de la puntuación literaria podría ofrecernos para una mejor lectura y un entendimiento cabal de la obra de bastantes creadores. Debe, pues, integrarse esta materia con naturalidad en los análisis estilísticos generales de nuestros escritores».
He hecho hincapié cuando he hablado de una «buena puntuación» para resaltar la diferencia que existe entre ésta y una «correcta puntuación».
En mi opinión, una buena puntuación es aquella que permite al autor hacer llegar al receptor el mensaje que realmente quiere transmitir, de manera que la pérdida de información (en sus aspectos denotativo y connotativo) en el canal sea mínima.
Una puntuación correcta, por el contrario, sería aquella que cumple con el canon, esto es, una puntuación normal (dentro de la norma) según las reglas de la RAE, por ejemplo.
Una puntuación puede ser buena, según mi criterio, aunque no sea correcta, siempre que permita una mejor transmisión del mensaje. Y para que una puntuación sea buena, también en mi opinión, es requisito necesario (aunque no suficiente, por supuesto) que se trate de una puntuación coherente, es decir, que una vez elegido el sistema de códigos éste se utilice de una manera uniforme y coherente a lo largo de todo el texto.
Quiero decir con ello que para que una puntuación sea buena es condición necesaria que el autor respete sus propias reglas: si decide utilizar puntos y comas en un poema, por ejemplo, que los utilice allí donde sean necesarios de una manera sistemática, no unas veces sí y otras veces no; si decide no puntuar en absoluto, pues que no utilice signo de puntuación alguno, etc.
No tiene sentido utilizar un código, aunque sea de invención propia (el arte lo justifica todo, si se quiere), de una manera arbitraria, ya que esa utilización no puede llevar a otro resultado que a la perplejidad del lector, al que se estará forzando a la relectura y a la re-puntuación (lamento la expresión) a fin de poder entender el texto.
Podemos convenir que cuando el semáforo se ponga en rojo para los vehículos es cuando éstos han de circular, y que cuando se ponga en verde han de pararse. Utilizar otro criterio no suele plantear más problemas que el de la creación del hábito.
Lo que no sería admisible es cambiar de código de colores de los semáforos en cada cruce, ya que esto conduciría irremisiblemente a un accidente de tráfico.
Contra los que piensan que habría que ampliar el número de signos ortográficos para mejorar las posibilidades comunicativas de nuestro lenguaje escrito, Juan Andrés Gualda defiende la tesis de que es posible llevar a cabo una drástica simplificación de ese lenguaje escrito mediante la supresión de un buen número de signos de puntuación, sin menoscabo de la calidad de la transmisión del mensaje. Su propuesta se basa en que «la lengua española hace uso de determinados signos prosódicos (que ayudan a la correcta pronunciación y entonación) que, lejos de ser útiles, hacen más complicada la ortografía.»
Para Gualda, «se hace necesario simplificar y flexibilizar nuestra lengua escrita liberándola de todos aquellos aditamentos que no sean útiles. El idioma inglés, que ocupa un lugar preferente en el mundo occidental, es ejemplo de simplicidad y flexibilidad: tiene una gramática sencilla y pocas desinencias verbales, carece de tildes, admite la elisión del punto trasero en las abreviaturas, acoge nuevas palabras con facilidad…», y añade que «quizá los mayores enemigos de la evolución de la lengua sean los puristas, que la ven como algo estático y ya perfecto, sin caer en la cuenta de que todo es perfectible.
Hay puristas “más papistas que el Papa” que se permiten incluso cuestionar los dictámenes de la mismísima Academia. Los ultraconservadores de la lengua le hacen un flaco favor creyendo que con su rigidez y escrupulosidad extremas la están favoreciendo.»
Al mismo tiempo que Gualda sostiene su tesis sobre la simplificación de las reglas, José Martínez Sousa se cuestiona la bondad de la contravención de la norma en el lenguaje. Siguiendo en cierto modo la línea del profesor Polo, Martínez apunta sobre la contravención de la norma que «no se puede decir que esto sea conveniente o inconveniente, que probablemente de ambos extremos se componga, sino que hay que tener muy en cuenta qué supone permanecer fiel a la norma más allá de ciertos límites que es necesario conocer. Porque parece que no debe olvidarse que el sometimiento a ultranza a la norma en el lenguaje es como condenarlo al subdesarrollo.»
En este mismo sentido se había expresado Gualda al afirmar que «nuestro bello idioma sigue evolucionando conservando sus raíces esenciales y adaptándose al uso de la vasta y heterogénea comunidad de hispanohablantes» y recordando que Lázaro Carreter llegó a decir en su momento que «una lengua que no cambiara sólo podría hablarse en los cementerios».
Para Martínez Sousa, «La vitalidad de una lengua se manifiesta siempre o casi siempre más allá de la norma; tal vez podríamos decir que en parte se mantiene merced a la contravención de la norma. Pero una contravención consciente, porque para contravenir la norma con pleno conocimiento de causa y no por ignorancia, primero hay que conocerla».
Martínez Sousa sostiene que «en el ámbito del español, actuar al margen de la Academia es situarse más allá de la norma, ignorarla, lo cual implica necesariamente el establecimiento de un código alternativo; es decir, normalmente desemboca en una forma de incomunicación. La empresa es tan compleja, que hasta el presente nadie se ha atrevido a utilizar de forma generalizada un código distinto del académico. No sabemos si éste es el mejor de los posibles porque en la práctica solo conocemos y aplicamos uno, pero sí podemos decir que es utilizado unánimemente en la medida en que se conoce, y que quien se sitúa al margen de la norma académica lo hace más por ignorancia que por otra causa. Es decir, que las faltas que podamos cometer en la elección del léxico, en la forma de construir el discurso o en la escritura suelen deberse más a errores que a posturas contrarias a la normativa. De hecho, los heterógrafos españoles se cuentan con los dedos de una mano y aún sobran algunos dedos (Juan Ramón Jiménez, Unamuno a veces…)».
Yo le diría a Martínez Sousa que está olvidando, cuando hace tales afirmaciones, a decenas de grandes escritores, contemporáneos o no, que jugaron y siguen jugando a saltarse a la torera el conjunto de códigos ortográficos entendido como «académico» con una finalidad estética o de eficacia literaria. No hará falta mencionar a un Benedetti, a un Vargas Llosa, y a tantos y tantos poetas o prosistas que han utilizado y siguen utilizando la lengua castellana obviando el uso ortodoxo de los signos ortográficos.
Concluye su razonamiento Martínez Sousa explicando que «la fidelidad a la norma, es decir, la actuación dentro de un sistema definido y limitado por quien tiene autoridad para hacerlo, sin duda permite con más facilidad distinguir entre lo correcto y lo incorrecto, dos conceptos que, sin normas, carecen casi de sentido».
Sin embargo, la sujeción a ultranza a la norma, sin permitirse la libertad de ser infiel a quien con tantos grilletes ata la expresión oral y escrita del lenguaje, no parece que contribuya a resolver los problemas que la lengua presenta en el momento actual, con su dinamismo vertiginoso.
Tal vez el lenguaje normativo sea preferible para muchos hispanohablantes, pero deberíamos hallar un punto intermedio en que, aun moviéndonos dentro de la norma, nuestra competencia lingüística y nuestra cultura nos permitieran hacer caso omiso de ella cuando este comportamiento sea razonable.
Porque, si no, ¿no estaríamos contribuyendo al empobrecimiento más lastimoso de nuestra por tantos motivos hermosísima lengua?
Te he visto obrar milagros y prodigios y sin superstición te rindo culto: la eternidad es un momento juntos; la inmensidad, andar tras nuestros hijos. El universo es suyo en tu homenaje. Si hay dioses, se asemejan a tu imagen.
William Vanders – Venezuela
Agrietado
Se nace agrietado, luego el rayo se hinca en la fisura y uno queda anochecido y ciego.
Isabel Reyes – España
Haikus
Agazapada la mar borra la noche y olvida al cielo.
En la rotonda se oscurecen los árboles. Pasa una nube.
«Sangrar la letra», un libro de William Vanders (Ricardo Sayalero)
Dice Ernesto Román Orozco:
En estos relatos en primera persona, el protagonista, autor o crea- dor de un mundo paralelo, expone situaciones íntimas, muy propias, que van más allá de su entorno natural. Estoy seguro que esos árboles que escrutaba en uno de sus relatos, sólo existían en su paisaje interior. Estamos ante una “forma inédita” de reinventar una vida, unacotidianidad sin huir de la realidad; sin embrago, este psico arquitecto, desde los laberintos de su cerebro, logra establecer conexiones paralelas entre una esencia que rige dos mundos: el real (la vida) y el psíquico (el interior). Desde esa especie de enfermedad creativa, nos entrega este conjunto de relatos bajo el título Sangrar la letra.
Llevo varios días dándole vueltas a la cosa y planteándome si escribir sobre esto no es, de algún modo, oportunista.
Quizás lo sería si fuera la primera vez que toco el tema o que miro hacia ese lado con cierta atención. Pero no. Este tema, el de esta humanidad de leviatanes, como dijo alguna de mis colegas poetas en el Foro, es el único y excluyente tema que he tocado en mis libros ya sea de manera tangencial o de manera directa. Toda la vida escribí sobre «las guerras» en que la Humanidad ha desarrollado su estilo de vida.
En realidad, he hablado sobre los hombres en las guerras porque me ha tocado servir en unas cuantas a lo largo de mi vida y creo que este oscuro desengaño con lo humano que me asiste y corroe, se ha producido a partir de conocer la cosa desde adentro, desde los hospitales de campaña, desde el rescate de los niños soldado, desde los huérfanos de guerra de los que nadie se hace cargo, desde las interminables columnas de gente a pie que huye de zonas en conflicto arrastrando sus almas hasta sitios en donde se les da la espalda por su color de piel o por su origen.
He visto tantos muertos, tantos muertos, que he perdido el asombro y he perdido el dolor.
Ahora, que esta guerra que es una guerra más y no «la guerra» ocupa todas las pantallas de los hombres, la boca de los hombres, los ojos de los hombres y el miedo de los hombres, me pregunto en dónde subyace la diferencia entre una y otra masacre si todas son masacres y si son niños, mujeres y hombres de a pie los que mueren en ellas. Qué diferencia hay entre una aldea en un lugar que nadie encontrará en el mapa y una aldea en esta nueva guerra que ocupa con sus gritos el resto de los gritos.
No pretendo hacer un alegato sino que me pregunto por qué hay tanta muerte que no le importa a nadie ni se habla de ella. Tanto niño anónimo muerto al costado de un camino por el que escapaba solo entre otros solos, ahogado en el Mediterráneo, bombardeado en su cuna, arrancado del vientre de su madre por un tajo de machete, enfermo de pestes que la Humanidad ya ha superado porque no hay nadie de las «humanitarias» que llegue hasta él con los medicamentos.
Ahora veo por todos lados voces y alegatos, poemas de dolor altisonante, banderitas como aquella vez de Charlie Hebdó, cuando todo el mundo era Charlie Hebdó cuando nunca fue nadie de todos los otros Charlie Hebdó que han muerto desde siempre.
Y luego, todo lo que no dio ninguna de las otras guerras que ocurren concomitantemente a esta –en lugares que no le importan a nadie– invadirá la poesía de esta parte del año y se olvidará de esto en cuanto acabe, como el hombre olvida constantemente todo.
Hoy ya no puedo leer lo que leía. La poesía, en su significado más íntimo es invariable porque habla de aquello que implica lo universal y es el mundo el que un día, por una circunstancia como esta, se mune de unas voces que cambian sus discursos, cada una a su manera y de este modo ilustran y acompañan un retazo de la realidad que lo constituye.
Luego, cuando baje la marea o se naturalice, la poesía olvidará para regresar a los problemas poéticos que siempre la han nutrido: soledad, amor y desamor, tristeza, individualismo, inconformismo y ese tipo de asuntos personales, tan propios de la indiferencia del ombligo.
La poesía, vestida con sus nuevas máscaras, también en este caso, con su Carnaval de Venecia acompaña la guerra en un mundo en que la palabra ha fracasado desde siempre.
Se ha afirmado con frecuencia que la composición poética es una «gran metáfora», una «alegoría» o un «símbolo».
De ahí que esté igualmente extendido el uso de términos como «connotativo», para caracterizar o definir el «lenguaje poético» en contraposición a lo que se reconocería como «lenguaje normal», entendiéndose el segundo por aquello que encuentra su significado en un diccionario.
Estas definiciones nos explican, por tanto, que un texto poético no se agota sencillamente en su literalidad o puede ser interpretado apenas superficialmente en base al sentido restringido que nos ofrece, sino que el sentido literal primario nos propone un tránsito o un pasaje hacia un sentido que ya no es literal.
Ya que la metáfora funciona como un fenómeno contextual o sea, se constituye por algunas palabras que se apartan de la literalidad dentro de un enunciado en que el resto de ellas la conserva, podríamos hablar de «construcciones metafóricas» donde algunas expresiones constituyentes de la frase producen un efecto se sorpresa por la tensión generada entre el significado que poseen y el que, apartado de la literalidad, se le impone para construir otros valores de discurso.
La metáfora, para cobrar vigencia real dentro de un texto, debe liberar una imagen que aparezca como ajena al texto que la contiene.
En este caso, lo que orienta al lector hacia el significado profundo de la construcción disruptiva o sea, hacia la reinterpretación no literal, es la incompatibilidad semántica que percibe y que le indica la selección de elementos incompatibles con su contexto para lograr la no identificación del significado literal previsible.
Cuando todos los elementos de una frase cambian su sentido literal por el sentido no literal, estamos en presencia de una «alegoría» ya que la «metáfora» propiamente dicha se circunscribe solo a algunos elementos de la frase, mientras que podríamos considerar a la alegoría una metáfora continua.
La alegoría, entonces, podría enmarcarse como «discurso simbólico», en el cual todos los elementos que lo constituyen exigen una traspolación desde su sentido literal a un sentido no literal y este sentido no literal está concebido de manera explícita en el texto.
Hay que diferenciar esta construcción de lo que se podría denominar como «símbolos literarios» y que ofrecen en el contexto en que son incluidos un sentido no literal apenas sugerido.
Los símbolos literarios fijan sus relaciones no literales de manera diferente de acuerdo a si son empíricamente comprensibles o dependen de rasgos culturales, ya que no todo puede ser reinterpretado de la misma manera dentro de una construcción simbólica.
La forma en que se trabaja este tipo de construcción nunca es la misma, porque tampoco los autores son los mismos.
La metáfora y el símbolo requieren siempre de una decodificación externa que reinterprete lo expuesto y que puede ser, incluso, diferente a la que el autor ha intentado con su base simbólica, de modo que los símbolos resultan traducidos depende por quien y aparecen, en base a esa dependencia interpretativa, como oscuros o claros.
Porque el discurso simbólico padece de esta arbitrariedad interpretativa, los símbolos concretos suelen ser más estables semánticamente que los abstractos, siendo los segundos más plausibles de reinterpretación diversa y por lo tanto, mucho más aptos para su utilización metafórica que pasa a depender del ámbito de las experiencias más que del de las convenciones literarias.
Las expectativas generadas en el potencial lector frente a la aparición de elementos disruptivos depende de la potencia connotativa que estos posean.
Suele suceder que algunos discursos que se pretenden alegóricos o simbólicos carecen de inteligibilidad y resultan de mecanismos que restan coherencia a la reinterpretación, de modo que aunque el discurso esté liberado del constreñimiento impuesto por la literalidad cotidiana, a su vez carece de cohesión y también de conectividad ya que toda frase o secuencia se reinterpreta por su relación con el resto y por eso, la no literalidad –que se reconoce casi de manera intuitiva– en este tipo de casos excede la ligazón con lo comprensible y pierde su efecto comunicativo.
Toda información simbólica como la metáfora se integra dentro de otra información ya conocida de manera literal porque es en este tipo de constitución donde radica el requisito de identidad referencial que validará la diferencia o el cambio propuesto por la información disruptiva.
La metáfora dentro de un texto debe ser considerada y reinterpretada como un elemento natural a él y no como una «incrustación» carente de sentido. Es una construcción incidental y enriquecedora que amplía el plano sensorial en el que es percibida y para ello, esa incrustación debe percibirse como una transición asegurada por señales claras más allá de la reinterpretación semántica que provoque.
El discurso simbólico bien empleado asegura que ya sea desde lo plenamente connotativo o desde sus mixturas, la poesía sea poesía y hable y referencie al mundo en el que el lector habita, con todos sus nombres y todas sus máscaras.
Pese a que el sonido alrededor es caótico, en sus oídos parece que solo cupiera el silencio y es en ese silencio destemplado y total que sus ojos recorren la masacre.
Está detenido en el mismo punto en el que se detuvo al ingresar saltando los escombros y aunque todo se mueve a su alrededor vertiginosamente, entre los que corren dentro del mismo sitio, los que escapan de él, los que entran a ayudar y los que gritan desesperadamente, en el interior del Noveno todo ocurre en ese silencio inamovible, como si la visión lo hubiese ensordecido y solamente se le permitiera estar ahí, mirando absorto.
Ya ha visto aquella escena tantas veces que su percepción debería registrarla como algo normal, algo conocido, ya aprendido y ya asimilado en toda su atrocidad. Sin embargo, esa petrificación que sufre, a veces le ocurre y a veces no le ocurre. Dura un tiempo que él nunca ha conseguido dimensionar.
Por todas partes hay pedazos de niños. Muchos pedazos de niños. También hay otros niños ensangrentados, que mueren lentamente con las vísceras fuera de sus cuerpos pequeños, se desangran sin sus piernas o sin sus brazos, se arrastran por el polvo como trozos en cal y carmesí.
Alguien dice su nombre a gritos. «Iorân…Iroân…», pero aquel nombre no consigue perforar el silencio. Parece solo un eco en su cabeza. Una réplica de algo que es apenas eso, un sonido que no existe más que en su imaginación.
Alguien que entra o sale del lugar lo golpea en su apresuramiento y lo descoloca de su inmovilidad, como si aquel roce brusco solo tuviera por fin devolver a sus oídos, en sonido, la espantosa resonancia de la muerte.
Ve a Omar que le hace señas.
Recién entonces su cuerpo le responde y se hace dúctil para enfrentar la ayuda ante el desastre.
Entre Omar y él está el cuerpo de un niño moribundo. El destrozo en el cuerpo es inimaginable, como inimaginable debe ser el dolor. Y el niño allí, entre ellos, con su cuerpo hecho trizas, que no quiere morir y al que es imposible rearmar, mientras los dos hombres a su lado se miran la mirada.
El Noveno, entonces, extiende la mano y la coloca sobre la boca y la nariz del niño.
—Ve a ayudar a otro —le ordena a Omar.
Mientras el médico se incorpora, lo que queda del niño se agita en un espasmo y al fin se queda quieto.
Hay quien busca la luz en la mentira y se alumbra con lunas. Pide besos ingenuos en un feudo de embelesos y frente a la verdad sufre y delira.
Quiere verse en el sol y cuando mira solo descubre ímpetu y excesos, sentimientos agónicos y presos que no sabe plasmar, rayos de ira.
No conoce la voz inmaculada, la palabra perfecta que se asoma al balcón de un poema transparente,
el verbo que ajusticia en la alborada los miedos a las noches del idioma y te desnuda agudo e insolente.
(Soneto)
Isabel Reyes – España
Daría
Daría todo el mar, todo mi anhelo y el agua de mis ojos, mi llanura con tanta sed de sal y tanto miedo
Daría el sufrimiento, los senderos de tu boca a la mía, tantas leguas que median de mi abrazo hasta tu cuerpo.
Daría el trigo verde y el silencio de tu nombre crecido en los bancales de mi heredad estéril tanto tiempo.
Daría estarme siempre entre los remos de tus barcas y el mar, y estar contigo más allá de los campos y del cielo.
Daría todo ahora, cuanto tengo de bello en torno mío: las palabras y el viento delicioso en que te envuelvo.
Por saber qué nostalgia, qué misterio hay más allá, amigo, hay más acá de esta orilla en que vivo y no te encuentro.
(Tercetos de Arte Mayor)
Miguel Urbano – España
Te busqué
Te busqué por las cumbres y los ríos, por selvas y por ricos cafetales, por remotos espacios siderales, y por piélagos, cálidos y fríos.
Te busqué sin rendirme a desafíos, por oasis de verdes palmerales, por áridos desiertos minerales, y por volcanes, mansos y bravíos.
Te busqué en el bullicio y en la calma, sin cesar te soñaba noche y día siendo de mi existencia ansiada palma.
Y cuando el desaliento me vencía, al asomarme al fondo de mi alma al fin te hallé, mi amada, poesía.
(Soneto)
Morgana de Palacios – España
Ciclotimias
Entre ¡vivas! y ¡mueras! me nazco solitaria, nadie se asombre pues si escéptica me muestro metáfora baldía y correligionaria de los que no rezaron jamás un padrenuestro.
Simbólico aluvión de sangre derramada en arenas extrañas a despecho de azares, no encuentro mi lugar en ninguna alborada ni sueño en publicar mis obras ejemplares.
Nací para ser libre con las manos abiertas que se han ido colmando a traves de los años, de brillantes esposas y de cerradas puertas de todos los colores y todos los tamaños.
Hay quien inventa falsas conjunciones astrales y en alarde piadoso se acaricia a sí mismo con el polvo de estrellas de las aparenciales orgásmicas visiones de su propio espejismo.
En la exacta frontera de las pulsiones grises yo vivo a ras de suelo, casi definitiva. Si tropiezas conmigo ¡cuidado! no me pises que suelo revolverme si no hay alternativa.
(Serventesios de Arte Mayor)
John Madison – Cuba
Love cactus
Te encontré y no sabía que guardabas la llave del orden de mis mundos, nightmare en rebeldía. Te encontré como encuentras para un ánfora el agua.
Con esa fe imposible, yo encontré tu abadía.
Te encontré y ahora tengo que levantar diez puentes de Madison en vuelo, poética osadía, para activar la risa de tu barca nocturna, verano de mi sangre al declararse el día.
Hoy he pensado en ti, en tu aroma de impúber, conjugación almática de antigua novia mía, y he sentido nostalgia de tu loca costumbre de alunizar espléndida en mi casa baldía.
(Romance heroico)
Natalia Alberca – España
Futuro imperfecto
Un mal día dejé de conjugar el futuro perfecto. Se esfumó de aquel libro gastado de gramática que solía leer asiduamente.
Y me topé de frente con la fobia que me causaba el modo imperativo. Con el condicional me consolé, intentando pensar: ¿Y si tan solo
fuera una pesadilla?¿Si eso nunca pasó? Me ilusioné con el acaso que el subjuntivo, amable, me ofrecía
con rasgos irreales. No me queda salida; aceptaré que mi vivir es tan solo un gerundio: subsistiendo.
Sobre «El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco», de Bukowski
por Gildardo López Reyes
Hace no demasiados meses compré un libro de Bukowski: El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco, que resulta ser un diario de sus últimos años, años de holgura económica y despreocupación, en los que ya disfrutaba del fruto de su fama.
En realidad tengo pocos libros suyos comparados con los que he leído. La mayoría los leí en la biblioteca de la escuela, todos los de relatos que ahí había y Cartero. Y hay uno que presté y no me devolvieron. Éramos muchos y parió la abuela.
Como se trata de escritos cortos, lo leo cuando tengo que hacer pequeñas esperas, como cuando voy por Gil a la escuela. O como una pequeña golosina que degusto entre libros. Y también como esa deliciosa golosina, al hacerlo intento que el gusto dure más, que el libro pase más tiempo en el buró. Porque es un libro muy corto, muy pocas páginas y con un tamaño de letra mucho mayor a los otros. Y también tiene ilustraciones.
Al ser un diario su escritura es más íntima, y me resulta mucho más cercana. Sí, es el mismo tipo que ha escrito no sé cuántos años y al que leo desde hace mucho, pero sus textos tienen una intimidad mucho mayor. Aunado al hecho de que ya ve cerca su muerte, sabe que lo ronda. Cosa que quizá te dé algo más de claridad.
Creo que puedo decir, desde la perspectiva de quien lo lee desde hace más de veinte años, y de quien le ha leído casi todos sus relatos, que la experiencia es como la de quien charla, o más precisamente, escucha a un viejo amigo. El reencuentro con ese buen amigo que nunca está lejos y que no te cansas de escuchar.
Puedo tomar cualquier día Escritos de un viejo indecente, Mujeres o Peleando a la contra y pasar un gran rato.